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Impresiones literarias

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W.H. Hodgson: La casa en el confín de la Tierra

No son tantos los escritores o escritoras que pueden arrogarse el título de iniciadores o consolidadores de un determinado género literario. Uno de ellos, sin embargo, es William Hope Hodgson (1875-1918), que gracias a sus aportaciones, a través de cuentos y novelas, está sin duda a la cabeza de la literatura de terror, en general, y del terror cósmico, en particular; aunque, desde luego, su grandeza no se agota en esta última etiqueta. Su originalidad e imaginación han sido solo superadas, o están al menos a la altura, de genios algo posteriores como Lovecraft. Así, sus relatos están cubiertos, transidos de atmosferas enigmáticas y opresivas, consiguiendo, por ejemplo, que historias desarrolladas en el mar adquieran tintes fascinantes, fantasmagóricos, cargadas todas ellas de elementos extraños que hacen que el lector se sienta tan sobrecogido como atraído por lo que sucede ante sus ojos. Si, a este respecto, a alguien le interesa una buena y manejable colección de estas narraciones, su libro Un horror tropical y otros relatos es la mejor opción para iniciarse.

Todos los críticos coinciden en resaltar que La casa en el confín de la Tierra (1908), editada por Valdemar con traducción de Francisco Torres Oliver, es su novela más redonda. Otras más forman parte del canon hodgsoniano y han tenido a lo largo de los años dispar acogida, como Los botes de Glen Carrig (1907), Los piratas fantasmas (1909) y El Reino de la Noche (1912). Ahora bien, ¿por qué es La casa en el confín de la Tierra su novela más importante? Como siempre, esto se puede achacar a varios factores, siendo uno de ellos la capacidad de este escrito para condensar el alcance estilístico e imaginativo del escritor inglés. Aquí tenemos la pesadilla, el miedo, el desconcierto, lo desconocido, lo nauseabundo… y el mal personificado en difusas figuras animales cortadas por un patrón antropomórfico. Además de esto, están los paisajes liminales, el abismo de la tierra y del universo, los ciclos de vida y muerte cosmológicos. Todo esto, que aparece con mayor o menor intensidad en el resto de su producción, se expresa aquí de una forma lograda y sugestiva.

La novela comienza con la llegada a la región de Kraighten, al oeste de Irlanda, de dos amigos que van a pasar unos días de asueto en el campo entregándose a distintas actividades, como paseos y pesca. En una de estas rutas que realizan terminan llegando a un lugar que les resulta desasosegante y fascinante a un tiempo: lo que parece una enorme oquedad en la tierra, una suerte de sima o abismo, tiene una roca saliente sobre ella en la que se encuentra lo que parecen las ruinas de una antigua construcción. Interpelados por el entorno, los dos hombres se acercan a investigar el lugar. Escondido bajo los escombros, acaban dando con un diario que parece haber sobrevivido muchos años bajo las piedras desmoronadas. Espoleados por la curiosidad deciden leerlo y llevárselo para estudiarlo con mayor profundidad. Es este el motivo de que la forma de la novela sea la clásica presentación de un documento hallado y entregado al lector de forma inalterada, para que sea este quién juzgue libremente su contenido y saque sus propias conclusiones.

Una vez llegados a su tienda de campaña, los dos amigos deciden que uno leerá en voz alta la historia que aparece en el viejo y baqueteado libro. El narrador del diario nos dice que es un anciano, que vive allí (en la casa ya derruida) junto a su hermana, que hace las veces de ama de llaves, y su perro Pepper. Nos recuerda también que no tiene más compañía que esta, pues dice odiar a los criados en general y a la gente del pueblo en particular, quienes considera que el anciano, también conocido aquí como el «recluso», está loco. La casa en la que vive, para más inri, parece ser el escenario de leyendas locales que tenían a esta y al lugar como un entorno maldito, presa de fuerzas malignas. Así, una noche, estando el recluso en su estudio acompañado por su perro, ve cómo las luces de las velas cambian de color, al verde y al rojo, y parece abrirse ante él, en el muro, un portal a otra dimensión-tiempo hacia el que se ve arrastrado. Un entorno onírico y sideral lo conducirá a una basta planicie rodeada por un anfiteatro de montañas donde parece encontrarse un réplica de su propia casa, rodeada, en horrífica magnitud, por lo que parecen dioses, criaturas indefinibles, aunque de rasgos representables: «Tenía una enorme cabeza como de asno, con unas orejas gigantescas y parecía mirar fijamente a la arena. Había algo en su actitud que denotaba una eterna vigilancia: como si defendiese este terrible lugar desde hacía incontables eternidades».

Los acontecimientos que se narrarán, y que tienen este anterior hecho como punto de partida, se acelerarán de aquí en adelante con la presencia de extrañas criaturas que parecen surgir de la tierra que una vez rodeó la casa y que, además, acosarán a los ocupantes de la misma durante la noche, en distintos momentos también. El recluso se afanará entonces en proteger su hogar, a su hermana y a su perro. Precisamente la hermana juega un papel importante a la hora de añadirle extrañeza e incomprensión racional a los hechos, pues su actitud, como el lector verá, es demasiado difusa, aunque precisamente por ello valiosa en términos narrativos. Desde luego, no merece la pena dar más detalles de la historia para no robarle al lector el placer de encontrarse libremente con ella, aunque sí cabe señalar que la última parte del libro se desarrolla en un terrible viaje cósmico que dura miles de millones de años y al que el recluso asiste impotente, resignado, aceptando la realidad de los hechos que no es capaz de comprender realmente.

Termino diciendo que Hodgson es un escritor insoslayable, al igual que esta novela, si se quiere entender y disfrutar el género de terror. Debo confesar, por otro lado, que a mí sus relatos me parecen lo mejor que ha hecho, por lo fascinantes y disfrutables que son, aunque esto es ya una cuestión de gusto personal; además, advierto de que dos de sus novelas, Los botes del Glen Carrig y Los piratas fantasmas, no las he leído (pero ya estoy en marcha para hacerme con esta última). Definitivamente, lo bueno de Hodgson es que da lo que promete: sume al lector en lo extraño, oscuro, desconocido, etc., y lo hace atrapándolo de veras.  

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Harvey Sachs: Por qué Schoenberg

Comencemos con una anécdota personal sobre Schoenberg: durante los dos últimos años de la licenciatura en Historia del Arte que hice en la Universidad de Oviedo era obligatorio cursar dos asignaturas sobre historia de la música. Los alumnos de musicología, por su parte, tenían que entregarse también al estudio de las materias propias de la historia del arte. Gracias a esto, y al hecho de compartir en esos años algunas asignaturas optativas, conocí y me hice amigo de algunos futuros musicólogos. Así, recuerdo estar en la biblioteca preparando exámenes y encontrarme allí con uno de estos compañeros. Nos pusimos a hablar de la pereza de ponerse a estudiar y todas esas cosas propias de quienes quieren ser responsables pero a quienes, a su vez, les falta el sueño o les sobra el cansancio. O las dos cosas, claro. A propósito de esto, le dije: «Te puedes creer que últimamente me echo la siesta escuchando a Schoenberg. Concretamente su Pierrot Lunaire». Entonces, mirándome sorprendido y jocoso a partes iguales, me contestó con ímpetu: «¡Pero bueno! Eso es como decir “qué sueño tengo, voy a tumbarme en mi cama de pinchos”». La metáfora no solo me hizo gracia, sino que me pareció acertadísima por expresar mi aparente masoquismo, así como porque representaba lo espinosa y poco amable que resulta aún hoy la práctica totalidad del trabajo, fascinante por otro lado, del compositor vienés.

Por aquel entonces, aunque yo ya conocía con cierta precisión el conjunto y sentido de la música clásica hasta el siglo XIX y principios del XX, sí que no había tenido la oportunidad de profundizar en las formas musicales, digámoslo así, menos asequibles. En mi caso, descubrir la música de Schoenberg fue una experiencia que me dejó una profunda marca: por su extraña fuerza y poder de sugestión, porque me demostraba además que, como artista y creador, siempre se pueden abrir nuevos caminos y formas de expresión meritorias y no decididamente caprichosas. De hecho, el libro recién publicado de Harvey Sachs, Por qué Schoenberg (Taurus, 2024), con traducción de Mariano Peyrou, es un esfuerzo por demostrar que la propuesta musical del austríaco tiene valor en sí misma y dentro de la propia evolución de la música occidental. Aunque el autor no se declara en el prólogo ni pro-Schoenberg ni anti-Schoenberg, sí que afirma en el epílogo que haber estudiado sus composiciones, profundizando más en ellas a través de la lectura y análisis de las partituras, y de la escucha repetida de las distintas versiones grabadas a lo largo de la historia, todo ello le ha hecho acercarse más a Schoenberg que a aquellos que lo rechazan o, directamente, lo desprecian.

La materia de este libro no es, desde luego, el análisis árido y erudito de la obra de Schoenberg, sino la presentación de su vida en consonancia con su desarrollo compositivo; algo que Sachs, ya versado en estas cuestiones, consigue realizar con gran pericia. Podemos afirmar que el logro más importante de esta biografía está en conseguir humanizar a Schoenberg, esto es, en demostrar que había un hombre de carne y hueso detrás de todas esas notas estridentes y disonantes que parecen no invitar al público en general a interesarse ni por el autor ni por su música. Sachs supera este aparente abismo construyendo unos puentes sólidos, y lo hace de forma amena, sintética y también, por qué no decirlo, humilde. En lo tocante a su amenidad, los episodios que selecciona de su vida son lo suficientemente expresivos como para hacernos una imagen acertada de él; su capacidad de síntesis se muestra bien en los análisis que hace de las obras, que no son extensos pero sí esbozan marcadamente sus características formales y sus resultados. A todo esto se le unen las apreciaciones personales de Sachs, que no resulta sentencioso ni soberbio, sino que siempre recuerda que donde ofrece una opinión bien puede estar equivocado.

Pero ¿quién fue Schoenberg y por qué importa? Arnold Schoenberg, no sabemos si para su propia incomodidad vital, pues padeció de triscaidecafobia, tuvo la aparente desgracia de nacer el 13 de septiembre de 1874. A lo largo de su vida había sentido aversión por ese número y, por ello, en los momentos finales de su vida, estando ya enfermo y sin fuerzas, temía la llegada de una fecha concreta, el viernes 13 de julio de 1951. Pidió que se le consiguiese un médico para que pasase aquella noche con él. Su mujer le consiguió a un alemán que no tenía licencia para ejercer en los Estados Unidos, que era donde se encontraba el compositor a la sazón junto a su familia tras el exilio. Aunque ese día durmió, lo cierto es que durmió bastante inquieto, según recordaba su mujer Gertrud en una carta que le envió después a la hermana de Schoenberg. Gertrud miraba el reloj con impaciencia y a las 11:45 de la noche ya se consolaba pensado que, en quince minutos, lo peor habría quedado atrás. Fue entonces cuando bajó el médico a darle la noticia: Arnold Schoenberg había muerto a los setenta y seis años (recordemos además que 7 + 6 son 13, algo que había acentuado su miedo) en su casa de Los Ángeles. «Su cara estaba tan relajada y tranquila —escribe Gertrud— como si estuviese durmiendo. Sin convulsiones, sin estertores. Yo siempre había rezado para que el final fuese así. ¡No hay que sufrir!».

La vida de Schoenberg, por otro lado, estuvo marcada por algunos acontecimientos aparentemente contradictorios. Siendo de origen judío se convirtió al luteranismo en una ciudad como Viena, en la que predominaban los católicos, para volver a convertirse al judaísmo en París, en presencia del pintor Marc Chagall, en una época en la que Hitler ya había llegado al poder y el antisemitismo se había acrecentado sobremanera. Además, estaba esa extraña pulsión nacionalista y vanidosa, que le llevaría a afirmar, por ejemplo, que el hecho de atacarle a él, a su música, y mucho más en Alemania, suponía intentar acabar con la propia grandeza de la música alemana. Añadía: «Porque solo por medio de mí y de lo que he producido por mi cuenta, que no ha sido superado por ninguna nación, la hegemonía de la música alemana está garantizada al menos para esta generación». Es más, durante la primera Guerra Mundial también se mostró en exceso chovinista. En una carta a Alma Mahler decía: «Ahora vamos a someter a todos esos cursis y les enseñaremos a venerar el espíritu alemán y a adorar al Dios alemán», y lo hacía dirigiendo estas palabras, indirectamente, también contra Stravinski, Ravel e incluso Bizet, que ya llevaba muerto unas décadas. Más adelante se justificaría a sí mismo diciendo que estaba sumido en una especie de psicosis de guerra.

Resulta también provechoso observar cómo la literatura tuvo una gran influencia en su obra a la hora de ofrecerle temas, escenas y asuntos que musicalizar y adaptar. Desde Strindberg hasta Balzac, pasando por el Antiguo Testamento, Petrarca, Maeterlinck y otros poetas más o menos contemporáneos como Dehmel o Stefan George. Schoenberg acabó por relacionarse con las grandes figuras de la música de su época y contando con el entusiasta apoyo de compositores como Mahler o Richard Strauss. El primero de estos, aunque no comprendía bien lo que hacía Schoenberg, era capaz de reconocer su talento y le ayudó económicamente, pues, durante buena parte de su vida, el autor de Pierrot Lunaire o Erwartung pasó grandes dificultades materiales. Eso sí, como nos recuerda Sachs, un tanto sorprendido, Schoenberg, aunque no tuviese dinero, siempre se las arreglaba para ir de vacaciones de verano a «lugares encantadores». Y fue en una de estas vacaciones cuando descubrió que su primera mujer le era infiel con el joven pintor Richard Gerstl, miembro del círculo de seguidores del compositor, y quien acabaría suicidándose a los veinticinco años, desnudo frente al espejo, colgándose y apuñalándose a sí mismo.

En 1923, a los cuarenta y tres años, su mujer moría repentinamente debido a una enfermedad. A pesar de las tensiones conyugales derivadas de los escarceos amorosos de esta, Schoenberg sufrió profundamente la pérdida durante un año (fumaba sesenta cigarrillos, bebía tres litros de café y también consumía alcohol, codeína, etc.), hasta que se casó, en 1924, con la hija de veinticuatro años de uno de sus antiguos alumnos. Con ella tendría varios hijos y sería feliz hasta el día de su muerte. Ahora bien, con respecto a su obra nunca se acabarían las disputas y enfrentamientos, pues uno de los rasgos de Schoenberg, como bien recoge Sachs, era su tendencia o propensión al enfrentamiento, a sentirse ofendido y a atacar. Como escribió el joven Robert Craft en su diario, la humildad de Schoenberg era insondable, pero toda ella estaba «laminada por una soberbia de acero inoxidable». Tal era su soberbia que llegó a suavizar su alabanzas post mortem a Mahler cuando supo que este tenía ciertas reservas hacia su obra; aunque en algunos casos sus enfrentamientos no era necesariamente una cuestión de orgullo, sino que parecían inevitables, como fue el caso del que tuvo con Richard Strauss, quien había dicho, tras escuchar las Cinco piezas para orquesta, op. 16, que Schoenberg debería estar en un psiquiátrico. Lo cierto es que afirmaciones parecidas le llovieron al vienés en múltiples ocasiones. Así, en 1913, durante un concierto que fue un escándalo, un médico allí presente declaró que «muchos de los presentes empezaron a mostrar señales evidentes de ataque de neurosis».

Definitivamente, ningún amante de Schoenberg y de la música en general puede perderse esta aportación de Sachs. No es que descubra cosas nuevas sobre el compositor, sino que las organiza de una forma que resulta atractiva, equilibrada y coherente. En mi caso, y aludiendo a la anécdota con la que iniciaba esta reseña, solo puedo decir que no solo soy schoenberguista, sino además capaz de tener dulces sueños en sus camas de pinchos.

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Severino Boecio: Consuelo de la filosofía

Por debajo de la que podríamos denominar primera línea de la filosofía occidental, es decir, el conjunto de filósofos y filosofías que han gozado y gozan de un mayor predicamento en la cultura popular, existe toda una plétora de pensadores que aparecen como figuras secundarias o terciarias, un tanto vagarosas e imprecisas, destinadas a ser algo así como meros epígonos o subproductos de una historia del pensamiento que recorre cotas más elevadas. Pero nada más lejos de la realidad. Así, entre estos últimos, me parece que Boecio tiene un papel destacado. Es cierto que si se menciona en algún contexto distendido su obra principal, Consuelo de la filosofía, un buen número de lectores y personas con un mínimo nivel de cultura serán capaces de reconocerla, al menos de oídas. Su autor, Severino Boecio, puede venir también a la cabeza, pero con toda probabilidad se irá poco más allá de estas dos coordenadas. ¿De qué trata el libro? ¿En qué circunstancias se escribió? ¿De qué temas se ocupa y cómo? Son estas algunas de las preguntas que voy a abordar aquí brevemente, con el objetivo, como siempre hago en este espacio, de que cualquier lector se acerque a la obra mejor situado, si es que desea leerla, algo que recomiendo vivamente.

A Boecio (ca.480-524) se le tiene, nada menos, por el último de los romanos y el primero de los escolásticos, algo así como decir que fue el último de los hombres antiguos y, a su vez, el primero de los medievales. Esta afirmación tan categórica se debe a su papel como iniciador preocupado, en buena medida, por los que acabarían siendo los problemas intelectuales de la Edad Media. Su tarea principal consistió esencialmente en verter el conocimiento de la cultura griega al mundo latino a través de traducciones y comentarios de autores como Porfirio, pero especialmente de Aristóteles: sin embargo, su temprana muerte dio al traste con su proyecto de traducción de las obras del filósofo de Estagira. Los intereses de Boecio fueron variados, pero se preocupó especialmente por cuestiones relacionadas con la lógica y los universales (si existen o no, si son corpóreos, etc.), y también por todo lo tocante a la fe, la razón y la felicidad humanas. Pero Boecio, hay que tenerlo presente, no fue un filósofo encastillado en ninguna torre de marfil, sino que se dedicó activamente a la política («si deseé ejercer funciones públicas fue para que mi capacidad no se consumiera sin provecho»), llegando a ser cónsul en el año 510 y, más de una década después, aún continuaba ascendiendo y adquiriendo mayores responsabilidades en la corte de Teodorico el Grande (454-526), lo que finalmente conduciría a su propia ruina.

El poder, bien es sabido de todos, suele traer consigo, entre otras cosas, un buen número de enemigos y opositores que harán lo posible por despojar a uno de su poder; algo tan de ayer como de hoy. Esto precisamente le sucedió a Boecio, que fue calumniado y atacado por un miembro del partido contrario, un tal Cipriano, lo que supuso para el filósofo nada menos que ser arrestado y sentenciado a muerte sin poder, siquiera, defenderse. Antes de que le cortaran la cabeza en el invierno de 524 en el conocido como Ager Calventianus, en la llanura Padana, al norte de Pavía, pasó varias jornadas encarcelado, sumido en la mayor de las desesperaciones, y fue allí donde redactó su De consolatione philosophiae, la obra que aquí nos ocupa y que yo manejo en la edición de Acantilado, publicada en 2020 con una magnífica traducción de Eduardo Gil Bera. Da cuenta Boecio de su sufrimiento ya desde el principio: «Yo que siempre canté a la alegría, hoy entono estas tristes cadencias. Me dictan estas palabras las desgarradas musas y el llanto baña mi rostro mientras escribo». Pero Boecio, a pesar de su desconsuelo, no tarda en renunciar a su tristeza gracias a las palabras y conversación que le da una mujer que entra en su celda y a la que tarda un poco en reconocer: la filosofía.

Tras hacer una descripción de sus rasgos y vestimenta, Boecio se da cuenta del recelo, por no decir desprecio, con el que la personificación de la filosofía observa a las musas de la poesía que dictan al filósofo sus lamentos. La filosofía las tilda de «cortesanas del teatro», más preocupadas de agudizar los dolores del enfermo con sus dulces venenos que de remediarlos. En cuanto las espanta, la filosofía intenta volver a situar a Boecio en la cordura del conocimiento de la auténtica filosofía: quiere sacarlo de los lamentos y la desesperación para que no olvide quién es, es decir, un hombre que se nutrió de la filosofía y que debe recuperar las armas intelectuales y morales que esta le entregó para superar la tan pesada carga que ahora le toca vivir. El objetivo principal que se propone la personificación de la filosofía es apartar el miedo del prisionero a través de la discusión de distintos temas que le conciernen por lo trágico de su situación. Comprender que todo está gobernado por la inteligencia divina y no por el azar, demostrará a Boecio que nada debe temerse.

Para ello se aplican a discutir, el filósofo y la filosofía, sobre las características de la Fortuna, aunque especialmente una, pues parece contraintuitiva: cuanto más favorable es, más perniciosa resulta al ser humano, pues lo aleja de la auténtica felicidad. Lo que introduce el problema de cuál es el auténtico bien: no son los honores, el prestigio, los cargos políticos o sociales, los placeres o la riqueza, esto es, los bienes terrenales, sino que la auténtica felicidad está en Dios y en ninguna otra parte. Y como Dios es el origen de todo, las causas y el orden del mundo provienen, por tanto, de él, lo que deriva en la cuestión del mal. ¿Cómo es posible que exista el mal si Dios está detrás de todo? ¿Por qué a los malos se les recompensa y a los buenos se les hace sufrir? ¿Por qué él, Boecio, siendo un hombre honrado, ha de pasar por semejante calamidad? La respuesta a esta cuestión está relacionada con el problema del libre albedrío, esto es, de la libertad de acción de los hombres: el conocimiento humano está limitado a lo concreto, mientras que la inteligencia divina supone una comprensión simultánea de todo lo que acontece («un Dios omnisciente actúa dejando estupefactos a quienes ignoran su plan»).

Esto implica que, ante la imposibilidad del hombre de alcanzar el nivel de comprensión o inteligencia de Dios, no sea capaz de entender lo que parece un orden caótico y confuso, cuando en realidad no lo es. Las líneas generales que acabo de esbozar son tan solo una imagen superflua de lo que el libro expresa más profunda y elegantemente. Al final, nada como el propio Consuelo de la filosofía de Boecio para defender su valor por sí mismo. Este pequeño libro de filosofía resulta estimulante por su estilo y materia, que hará las delicias de cualquier lector que quiera observar una síntesis del pensamiento que se abriría camino a lo largo de la Edad Media. Las enseñanzas de Boecio recogidas en este testamento redactado a las puertas de la muerte son claras y válidas también para hoy por su sensatez, y aunque uno no sea cristiano. Recomienda apartarse de los vicios y cultivar las virtudes: «Si sois honestos con vosotros mismos, la bondad será vuestra ley». Un gran libro de filosofía que, especialmente si se es cristiano, resonará con especial sentimiento y ternura.

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El dios que fracasó: Richard Crossman (ed.)

Si los ideales democráticos ya producen grandes desencantos entre quienes los profesamos, imagínense ustedes el resultado de creer y ponerse al servicio de una causa, como lo era y es el comunismo, que prometía traer el paraíso a la tierra. Porque fueron muchos los hombres y mujeres que pasaron de la exaltación devota y militante a la más profunda de las decepciones. Y cuando uno se decepciona de una forma tan profunda, de un modo en el que se llegan a poner en cuestión los propios cimientos políticos y espirituales, termina uno por apartarse del credo profesado, sintiendo la necesidad, si sabe y puede, de comunicar su experiencia para aleccionar a otros o, simplemente, por aquello de desahogarse, de purgar el veneno ideológico. También puede suceder, y esto es peor, qué duda cabe, que tras abominar del comunismo se dé el salto a la orilla contraria, como hicieron otros muchos pasándose a las filas del fascismo. Es obvio que los extremos se tocan; obvio, puntualizo, salvo para aquellos que se parapetan idílicamente en ellos: basta con detenerse a examinar los hechos y se comprobará que la frase no es simple retórica, sino triste realidad.

El dios que fracasó, libro editado por Richard Crossman y publicado en 1949, recoge los testimonios autobiográficos de Koestler, Silone, Gide, R. Wright, L. Fischer y S. Spender sobre sus tormentosas relaciones con el comunismo: todas en esencia iguales en sus motivaciones, pero absolutamente distintas en sus manifestaciones. Estos nombres pertenecían a figuras de especial relevancia y actualidad en su momento, aunque hoy, algunas de ellas, han perdido, no solo su trascendencia, sino también sus reminiscencias en el imaginario popular. Pero por suerte para nosotros, lectores del siglo XXI, la editorial Ladera Norte acaba de recuperar y poner a nuestra disposición este libro que en su día vio la luz para testimoniar (entre otras cosas) el fracaso de la soberbia de creer que es posible hacer del mundo, rápida y revolucionariamente, un lugar perfecto en el que la injusticia, la desigualdad, la explotación, etc., sean poco más que fósiles en la memoria de la feliz sociedad futura. ¡Utopía que aún sigue encandilando a ingenuos bien intencionados, a mesiánicos políticos y a propagandistas ávidos de reconocimiento! Desde luego, las mentes privilegiadas que escriben aquí cometieron la estupidez (entonces, y hasta cierto punto, justificable) de hacerse comunistas, pero por suerte no la redoblaron comulgando después con el fascismo.

Richard Crossman, en su introducción al volumen, nos advierte de algo que constatamos a medida que vamos indagando en las páginas escritas por todos ellos: «El verdadero excomunista nunca podrá volver a gozar de una personalidad completa». Aunque la frase puede resultar exagerada, los hechos narrados y las reflexiones lanzadas por estos escritores lo demuestran bien. No hay que olvidar, sin embargo, que este libro se estructura en dos partes: la primera, la de «Los iniciados», es decir, la de aquellos que fueron comunistas con toda el alma (Koestler, Silone y Wright); y la segunda, la de «Los adoradores en la distancia», algo que, mal que bien, podría traducirse como los momentáneamente «prosoviéticos». La frase de Crossman, por tanto, se aplica especialmente a los primeros. Sobre los segundos podemos recordar estas palabras de Louis Fischer (1896-1970): «El extraordinario atractivo de la revolución bolchevique residía en su universalidad. No se proponía simplemente introducir un cambio drástico en Rusia. Pretendía la abolición mundial de la guerra, la pobreza y el sufrimiento». Esto, unido a los problemas propios de las democracias occidentales, condicionó y orientó las posiciones de muchos intelectuales y artistas hacia el comunismo y la Unión Soviética.

Ahora bien, a diferencia de muchos otros (pensemos en el necio de Sartre), los autores aquí compilados no tardaron en admitir, aunque a algunos les costó más, desde luego, las atroces circunstancias y hechos que se sucedían en esa nueva sociedad en la que, se suponía, no habría pobreza ni sufrimiento, ni injusticia ni explotación. Lo cierto es que la realidad, como explica Koestler (1905-1983), una vez que se adhiere uno al comunismo, queda aislada tras «la neblina de eufemismos dialécticos». Esto significa que da igual lo que suceda ante los ojos de un comunista de verdad, pues todo se explica atendiendo a la grandeza de los fines que se persiguen y al futuro que prometen. Los asesinatos políticos, los campos de trabajo, la represión, el sometimiento general a las directrices de la cúpula del partido, las delaciones, el clima de terror, todo esto se justificaba apelando a que formaba parte de una etapa previa y necesaria (la revolución) en la consecución de una sociedad libre de todos los males del capitalismo.

Uno de los descubrimientos más interesantes del libro radica en que todos estos escritores acabaron dentro o cerca del comunismo buscando aquello que solo las posiciones liberales podían darles: libertad de expresión y opinión, pluralismo político, libertad. En este sentido el ejemplo más ilustrativo, por su concreción sintética, es el del poeta Stephen Spender (1909-1995), quien nos dice que su participación en la Guerra Civil española fue lo que lo acercó al partido y también la que lo sacó fuera de él. «Empecé a darme cuenta pronto de que, aunque la fuerza que dirigía y organizaba el apoyo a la República española era comunista, la verdadera energía del Frente Popular la aportaban los apasionados por los valores liberales». Comprendía, además, que el papel de los comunista estaba exclusivamente dirigido a hacerse con el poder, pues aquella conflagración la vivían como una fase más de la lucha por él. Es más, Spender no pierda la oportunidad de destacar que las obras literarias más importantes sobre la Guerra Civil, cuyos autores participaron además en ella (Malraux, Hemingway, Koestler y Orwell), describen la tragedia desde «un punto de vista liberal, y son testigos de cargo contra los comunistas».

Ignazio Silone (1900-1978), intelectual, novelista y ensayista italiano, al que Orwell describió, no solo como un hombre honesto, sino como el tipo de persona a la que los comunistas tachan de fascista y los fascistas de comunista, describe a la perfección uno de los grandes problemas del comunismo: su incapacidad para distinguir entre teorías y valores. «Sobre un conjunto de teorías se puede fundar una escuela; pero sobre un conjunto de valores se puede fundar una cultura, una civilización, una nueva forma de convivencia entre los hombres». Esta distinción tan sustancial y necesaria conduce a la afirmación de que el ser humano, su dignidad, está por encima de toda cuestión: no es un medio, sino un fin encaminado (al menos así lo cree Silone) a un existencia ética que va desde la responsabilidad individual y familiar hasta la sociedad en su conjunto. El italiano lo denomina «necesidad de fraternidad efectiva». Su historia es muy feraz, pues se centra en sus orígenes, en cómo nacieron en él, siendo ya pequeño, los sentimientos de preocupación y atención ante las desdichas y la pobreza. No en vano, Silone fue uno de los fundadores del Partido Comunista en 1921 y entró en contacto directo, mediante reuniones y encuentros, con, entre muchos otros, Stalin y Trotski.  

El caso de Richard Wright (1908-1960), por su parte, no deja de ser especial, precisamente por el matiz que introduce al conflicto general entre comunismo y tolerancia: el racismo del Partido Comunista americano que vivió en sus carnes. Cuando pasa a formar parte del partido descubre que sus compañeros, negros como él, hacen comentarios sobre sus zapatos, camisa y corbatas, todo limpio y lustroso, que llevaba, así como sobre la forma que tenía de hablar. Como era escritor pensaban que era ya un burgués: les daba igual que se ganase la vida como barrendero. ¡La teoría siempre por encima de los hechos!, eso es el comunismo. Al menos ése es su espíritu. Así, tras un largo viaje que hace desde Chicago a un congreso del partido en Nueva York en 1935, descubre lo siguiente: «Durante el viaje no había pensado en que era negro; había estado reflexionando sobre los problemas de los jóvenes escritores de izquierdas que conocía. Ahora, mientras observaba cómo un camarada blanco hablaba frenéticamente con otro sobre el color de mi piel, me sentía asqueado». ¿Qué es lo que lleva a Wright a abandonar, finalmente, el Partido? Nos dice que era inconcebible para él que un hombre no pudiera opinar, algo que podía soportar menos que las referencias al color de su piel. Es más, añadía que había algo que molestaba especialmente al comunismo, lo que él llama «alfabetización autodidacta». Crearse a uno mismo individualmente, sin someterse a los dictados de una doctrina, tener la voluntad de aprender a leer para entender el mundo, esto atacaba el comunismo.

El dios que fracasó, en su conjunto, termina por volverse tan interesante que incluso parecen escasos los testimonios que nos brinda. Podría escribir varias páginas más sobre ellos. ¿Se dan cuenta de que ni siquiera he podido hablar de André Gide? El lector descubrirá página a página, frase a frase, cómo las buenas intenciones y los mejores deseos que puede albergar el ser humano conducen a la destrucción y a la muerte de millones de personas en el momento que olvida que el fin nunca justifica los medios. Mucho más cuando esos medios son personas como usted o como yo. Este es un libro cuya música parece que suena muy bien para con estos tiempos: no solo advierte, sino que también alecciona. Léanlo.

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Sándor Márai: La mujer justa

Hacía algo más de un año que no leía a Sándor Márai (Kassa, 1900 – San Diego,1989), de cuya lectura salió una reseña que publiqué aquí refiriéndome a su libro, magnífico libro por lo demás, El último encuentro (1942). No sé si sería correcto plantearlo así, pero con el paso de los años se ha ido convirtiendo en uno de los escritores a los que más me gusta volver: ¿podría definir mi situación con respecto a él como una especie de fetichismo, de adoración o culto idolátrico? Nunca llegaría tan lejos, la verdad, sobre todo porque sentimientos de ese tipo me quedan (qué le vamos a hacer) muy a desmano. Ahora bien, tampoco voy a esconder esta admiración por él, que se debe esencialmente a las cualidades generales que aprecio en su obra: bien labrada, tendente a la pulcritud formal, reflexiva sin ser estomagante, aguda en su exploración de las emociones humanas y sus infinitos matices… Estas cualidades son, generalmente, difíciles de encontrar por sí solas, y mucho más, como cabe suponer, en un mismo escritor. Por suerte para nosotros el conjunto de la obra de Márai se abre en múltiples novelas y textos autobiográficos como fragantes flores mediante los cuales es posible saciarse literariamente, lejos del anodino mar del mercado literario. Uno desearía que nunca hubiese dejado de contar historias, pero la muerte no salva a nadie por muy bien que escriba.

Aunque no figura entre sus obras más destacables de las tres o cuatro que podrían ofrecerse como paradigmáticas de su quehacer, como novelas insoslayables del autor a las que cualquier lector no podría renunciar, Sándor Márai tiene un gran ejemplo de su forma de trabajar los matices emocionales y perceptivos de sus personajes en La mujer justa, editada por Salamandra con traducción directa del húngaro de Agnes Csomos. Esta obra, podría decirse así, quisiera ser un conjunto de novelas cortas, tres para ser exactos, en torno a unos mismos personajes. En La mujer justa tenemos un elenco de actores limitado a tres voces que se autoexplican, que ofrecen con detenimiento a sus mudos pero atentos interlocutores el panorama emocional y contextual que las estructura y rodea. Las poco más de cuatrocientas páginas se dividen, como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, en tres partes: la primera dedicada a una mujer, Marika, que está tomando algo con una amiga en una pastelería de Budapest y que ve a su ex marido entrando en ella a comprar; la segunda parte presenta a dicho ex marido, Péter, que le cuenta a un amigo suyo, que ha vivido durante años en el extranjero, Perú para ser más precisos, su historia de amor imposible; y en la tercera se despliegan las palabras de Judith, la que fuera criada en casa de los padres de Péter.

Así, Marika se desahoga con tranquilidad en un sólido monólogo dirigido, como si realmente fuese una conversación, a su amiga, y decide narrarle pormenorizadamente todos los detalles de su vida de casada y cómo finalmente fracasó su apuesta por el amor. Habla de su entrega, de la profunda devoción que sentía por su marido a pesar de las diferencias de clase que los separaban: él era un burgués muy bien situado gracias a su familia, mientras que ella, sin ser pobre, se encontraba un buen número de peldaños por debajo de él. No tardó en percatarse de que, hiciese lo que hiciese, el proceder de su pareja estaba ceñido por hilos vigorosos y casi invisibles a los modos culturales de la burguesía. Porque el burgués, a diferencia del aristócrata, tiene que estar demostrando continuamente quién es, como si no pudiese entregarse libremente a sí mismo, sino que tiene que cumplir continuamente con un deber, con multitud de obligaciones ajenas. Aunque las cosas no pintan bien, parece que la huida hacia adelante después de una tragedia es la única salvación. ¿Pero realmente es así?

Las partes de la novela correspondientes a Péter y a Judith persisten, cada una con su propia compañía (ante las cuales parecen justificarse, aunque en realidad hablan para justificarse ante ellos), en los mismos asuntos planteados e introducidos por Marika. ¿Se dan simple y llanamente en este libro distintas versiones de unos acontecimientos? Así es, pero no solo eso. Aunque los hechos expuestos por todos son coincidentes, las motivaciones que los ponen en marcha y las reacciones que provocan tienen una naturaleza completamente distinta: Péter siente una especie de fría distancia con respecto al mundo y a las cosas que pueblan el mismo, se cuestiona el amor, la pasión, y se declara culpable de no haber sido lo suficientemente valiente para amar. Judith, que no es solo la tercera en discordia, sino una mujer marcada profundamente por la pobreza de sus orígenes, no tiene el menor reparo en mostrarse descarnada a la hora de contarle a uno de sus amantes el proceso mediante el cual llegó a la riqueza, cómo actúo después en ese contexto y cómo finalmente lo abandonó. Al final, los tres personajes que copan la atención del lector se muestran, emocional y vivencialmente, como en compartimentos estancos, como si no fuese posible trascender el destino deparado por las clases sociales para fundirse en unas relaciones profundas, estables y sinceras.

La mujer justa es sin duda un estudio complejo de Sándor Márai sobre esas limitaciones que el dinero y el rango social imponen a la conciencia individual, que se muestra incapaz de librarse del todo de los modos culturales que su estatus lleva parejo. Vemos aquí, por tanto, una lucha con vistas a superarlos a través del amor, con el resultado último, sin embargo, de que todo fuerzo es más bien inútil. Al final, nos parece decir Márai, el gran problema personal de cada uno de nosotros, independientemente de nuestra extracción social, es disolver la soledad existencial, y hacerlo a través del dinero, la fama, el sexo, los caprichos, etc., no parece conducir realmente a la liberación. Aunque ciertamente se puede hacer algo larga, sobre todo por la frescura de algunas voces y el sentido de lo narrado, destacando de entre dichas voces, quizá, la de Marika, es una lectura muy recomendable para los que ya han leído con interés al gran escritor húngaro. Un escritor que no se agota y que envejece sin apenas achaques.

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Roman Krznaric: El buen antepasado

El psicólogo Daniel Gilbert, en su libro Tropezar con la felicidad (Ariel, 2017), se refería al ser humano como al «mono que mira hacia delante». Esta expresión tan decididamente esquemática para significar parte de lo que somos responde a la atención que la psicología prospectiva presta a la capacidad humana para proyectarse a sí misma en el futuro y prever las consecuencias de sus acciones. Apoyándose en esta concepción del ser humano en tanto criatura extraordinariamente planificadora, el filósofo australiano Roman Krznaric se entrega con entusiasmo y no menor conocimiento a la tarea de profundizar, conceptual, biológica y socialmente, en las implicaciones de esta dimensión de la anticipación humana llevada, en su caso, a una escala realmente compleja: la de la posteridad. Su libro El buen antepasado: cómo pensar a largo plazo en un mundo cortoplacista, publicado por Capitán Swing el pasado año, es un esfuerzo por intentar definir el concepto de «buen antepasado», por un lado, y de proponer, por otro, seis vías que permitan materializarlo.

Empecemos por el concepto. Acuñado en 1977 por Jonas Salk, y refiriendo con él la necesidad de legar a las generaciones futuras las riquezas y bellezas que nosotros hemos heredado, lo retoma Krznaric para dotarlo de una mayor entidad, para suplir, como él mismo señala, una «emergencia intelectual». Dicho concepto posee varias características que manifiestamente expresan la preocupación desde el presente por las circunstancias que dependiendo de nosotros habrán de acosar o no a las futuras generaciones; y cuando Krznaric habla de futuras generaciones no lo hace pensando en nuestros hijos, nietos o bisnietos, sino que va más allá, desde los cientos hasta los miles de años que le quedan a la humanidad (suponemos) por delante. La apuesta del autor es, en esencia, la de la empatía y la justicia echadas hacia delante, siendo ambas el núcleo de su concepción. El objetivo de esta empatía y justicia no es otro que el de permitirnos afrontar, manejando un nuevo escalafón temporal, los denominados «riesgos existenciales» que lanzan hoy su angulosa sombra tanto sobre la especie humana como el planeta. Estamos hablando, siguiendo al autor, de tres órdenes de riesgos a los que dar batalla: los problemas político-sociales, las amenazas tecnológicas y las catástrofes ecológicas. Atravesando la propuesta de Krznaric, cabe señalar, está siempre, además, la esperanza, que es el motor que activa a la sociedad para arrostrar con valentía las complejas situaciones que hoy nos rodean, y habrán de rodearnos también en el futuro con mayor violencia, si no les ponemos remedio a tiempo.

Este concepto de «buen antepasado» nace entonces de la dicotomía que plantea la dialéctica entre la visión cortoplacista y la perspectiva a largo plazo. Recurriendo a un conocimiento interdisciplinar, Krznaric nos advierte de que debemos tomar conciencia de esta capacidad cognitiva, ya que se trata de una ventaja evolutiva, es decir, de una de las «innovaciones» más significativas del cerebro humano. Frente a la gratificación instantánea, la pulsión inmediata por el placer y la evitación del dolor propias de la concepción cortoplacista (del «cerebro nube de azúcar», como él lo denomina), debemos esforzarnos en considerar la desatención a la que están sometidas las generaciones de la posteridad. Krznaric, en su «lucha por la mente humana», pide que se preste atención y cuestionen ciertos impedimentos o barreras que evitan que seamos buenos antepasados:  desde la obsolescencia institucional, es decir, la incapacidad de los sistemas políticos para pensar más allá del presente, hasta la depredación del entramado económico para obtener rápidos beneficios.

Por lo que respecta a las seis vías o herramientas que propone Krznaric para supera la crisis de perspectiva que enceguece a los sistemas económicos e instituciones políticas actuales, estas están sustentadas en los siguientes principios: 1) la humildad que supone tomar conciencia de la insignificancia de nuestro paso por el mundo a nivel cósmico, 2) la actualización de la idea de legado como acción que supera el ego y el ámbito familiar para proyectarse hacia todos los seres humanos que están por llegar en cientos y miles de años, 3) la justicia intergeneracional, esto es, la preocupación por lo que le estamos haciendo a las generaciones de la posteridad, 4) el «pensamiento catedral», que implica una mirada previsora a gran escala, 5) la predicción holística, centrada en vislumbrar los posibles caminos de la civilización humana y, por último, 6) el objetivo trascendental, que consiste, para Krznaric, en la prosperidad planetaria, entendiendo por esta el cumplimiento y satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes y futuras en un mundo que no se agosta y muere por la visión cortoplacista.

Ahora bien, una propuesta que requiere tal nivel de abstracción se presta a múltiples consideraciones críticas. A mí me interesa especialmente señalar algunas de las dificultades para admitir ciertos presupuestos relacionados con los llamados «riesgos existenciales». Aunque al autor le parece que sí, creo que estamos obligados a preguntarnos si realmente estamos en posición de hablar y decidir por los que vendrán. Que podamos imaginar un futuro mejor, libre de riesgos y problemas sustanciales, no significa que podamos hacer planes, por muy éticos o virtuosos que nos resulten hoy, para generaciones que también tienen el derecho a darse sus propios proyectos y metas, y que pueden muy bien distar de nuestras aspiraciones debido a las urgencias que puedan acuciarles en su presente, urgencias que, asimismo, pueden no tener relación con nuestros errores: el cauce de los siglos puede otorgar mil caminos distintos e impredecibles a la especie humana y al planeta, y los paradigmas críticos o epistemológicos de quienes están por llegar pueden diferir en mucho de los nuestros.

Pensemos, por ejemplo, en la metáfora de la flecha, usada por Krznaric como argumento para representar la necesidad de pensar en las generaciones que habiten el «futuro profundo». Presentada por el filósofo Derek Parfit, esta nos dice que debemos imaginarnos a nosotros en un bosque lanzando una flecha y dando, en la distancia, a una persona. Si sabíamos que había alguien en alguna parte, aunque no seamos capaces de reconocerlo por estar perdido en la distancia, seremos siempre culpables de «negligencia absoluta» por nuestra falta de ética y previsión. Desde mi punto de vista, dicho argumento se supera sin dificultad planteando cuestiones del siguiente tipo, sin abandonar siquiera su metáfora: ¿y si dicha flecha nunca llega a caer porque a medida que avanza se desgasta y deshace? ¿Qué sucedería si dicha flecha, con el transcurrir de los siglos, no hace daño a nadie porque sus dimensiones o proporciones han cambiado? Así, cabría la posibilidad de que lo que hoy nos parece una flecha mortal en el futuro fuese poco más que un palillo golpeando la rodilla de un dominguero que pasaba por dicho bosque en busca de setas

Por otro lado, y relacionado con la noción de humildad que propone, también se derivan ciertas consecuencias que habrían de tomarse en serio y que minarían desde el principio su punto de vista. El autor nos recuerda con vehemencia durante decenas de páginas la «insignificancia» de nuestra «existencia transitoria», y recalca que «todos los logros y tragedias de la civilización humana apenas dejarán huella en los anales del tiempo cósmico». Incomprensiblemente, de la constatación de esta certeza (que yo también comparto), de la expresión de que lo que hacemos no tendrá importancia debido a nuestra irrelevancia general en el cosmos, Krznaric deduce que la aceptación de este hecho nos lleva «hacia un propósito», en lugar de a una «futilidad». Obviamente, aquí su postura es en exceso arbitraria y se deriva de los postulados de su ética deontológica y no de la premisa en sí, porque si afirmamos que lo que hacemos no tendrá importancia en el universo debido a su desinterés por nosotros, lo mismo da preocuparse o no por personas que aún no están ni en el horizonte. Si la vida es tan corta, podría pensarse con más razón, ¿por qué no disfrutar y existir con la mayor plenitud posible, pues solo lo que existe es real? Que Krznaric vea en esta coyuntura lo contrario a la futilidad es solo un prejuicio nacido sin duda de muy buenas intenciones: lo que él llama reconocimiento de nuestra humildad otros podrían llamarlo justificación palmaria de una invitación a un carpe diem. Y lo peor de todo es que no se equivocarían sacando esa conclusión, quienes así lo hiciesen, dada la premisa.

Desde luego, nada es más loable que perseguir un modo de vida que permita reducir o acabar directamente con los problemas que someten a la humanidad y a la naturaleza, pero aun teniendo la posibilidad de realizar proyectos y prever las consecuencias de nuestras acciones, no estamos en posición de creernos más capaces que aquellos que habrán de venir atados a sus propias circunstancias. La mayoría de las concepciones que siguen esta línea de pensamiento, del tipo de la Krznaric, pecan de una cierta vanidad: centrados en lo negativo, no conceden valor a los posibles logros técnicos e intelectuales que se darán en la posteridad para hacer frente, presumiblemente con mayor solvencia que la nuestra, a los grandes retos que puedan surgir o mantenerse.

Con todo, es un libro que se presta a poner en marcha el pensamiento de cualquier lector, planteando escenarios distantes en el tiempo y requiriendo una gran dosis de imaginación y abstracción: es, por tanto, un libro para interrogarse a uno mismo. Una lectura interesante, que no puedo hacer otra cosa salvo recomendar.

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Dezső Kosztolányi: Alondra

No ha pasado un año todavía desde mi última lectura de Kosztolányi (lectura de la que, por cierto, di cuenta aquí mismo el pasado noviembre) y, así es, ya estoy otra vez completamente entregado a él. Cómo para no estarlo. Siempre he dicho que Kosztolányi (1885-1936) es un escritor adscrito al sentido más noble y artesanal de esta palabra, pues sus obras muestran, por un lado, la preocupación por contar bien las historias, y, por otro, una vocación por la exploración de los sentimientos y emociones humanas hecha de forma rigurosa, con sus claroscuros, equilibrada y marcadamente artística. Mucha literatura contemporánea, basada en las indagaciones del yo, del más acá personal, podría aprender de Kosztolányi, como de tantos otros, la verdad sea dicha, una lección más que importante: cuándo cortar el huracán verboso de la autocomplacencia para hacer algo tan simple como buena literatura. Ahora bien, gracias a la editorial zaragozana Xordica esto es más fácil, pues está publicando buena parte de su obra, actualizándola, y con ello demostrando un gran criterio editorial, que no hay que dejar de aplaudir. Dicho esto, hablemos ya de Alondra (Xordica, 2022; traducción de Judit Xantus), una novela que, a pesar de su alado nombre y su aparente ligereza estilística, está impregnada de una desasosegante atmósfera de pesadilla. Una pesadilla muy sutil, por lo demás, y no en vano muy profunda.

Empecemos por los hechos: estamos en el primero de septiembre de 1899 y un matrimonio se afana con ordinaria meticulosidad en preparar la maleta de su hija, que va a hacer un viaje. ¿Adónde va esta joven? Pues a pasar una semana de tranquilidad en una hermosa finca de Tarkö, propiedad de su tío materno y donde se reunirá, Alondra, con familiares que hace mucho tiempo que no ve. Los padres, aunque estaban invitados también, decidieron a última hora que no la acompañarían debido únicamente a una razón, esto es, a que se excusaban en que ya estaban demasiado viejos para cualquier tipo de traqueteo. Tras hacer la maleta de su hija deciden, cómo no, acompañarla hasta la estación en la que cogerá el tren. Es en este trayecto, mientras nos habla del padre de la muchacha, cuando Kosztolányi introduce una información que cae como de pasada, pero que al lector le resulta un poco perturbadora. Entre los sentimientos del padre, quien ama a su hija y la considera muy buena persona, está el de sentir dolor frente al aspecto físico de Alondra. No es una chica deforme, no tiene cicatrices ni está mutilada, pero al ver en su día ya que su hija no era nada agraciada, el padre decide, para soportarlo, verla desde hace años de forma más indefinida, desdibujando su imagen para suavizar sus rasgos.

¿No resulta un tanto perturbadora la posición en la que nos coloca tan prontamente Kosztolányi con respecto a la percepción de este hombre? El lector piensa, sin duda, que es un comentario muy duro y se pregunta ¿continuarán esas apreciaciones tan incómodas sobre el rechazo de un padre a la falta de belleza de su hija o se trata esto más bien de un matiz coyuntural que ofrece el autor para entender más apropiadamente la psicología del personaje? Para nuestra sorpresa Kosztolányi no cesa, al menos durante unas páginas: «Alondra le daba pena y para mitigar su pena se atormentaba a sí mismo. Se atormentaba al mirar su rostro con detenimiento, casi con descaro, y percibir que era incapaz de acostumbrarse a él». A esto se une la terrible y privada visión que tiene de su hija, de la cual tiene la certeza de ser una solterona vieja y casi marchita. El siguiente paso en el desconcierto del lector llega cuando, a pesar de que la novela lleva por título el apodo de la protagonista, está desaparece de escena en el capítulo dos y ya no regresará hasta el doce, de los trece que tiene. ¿Qué pasa entretanto?

Kosztolányi pone entonces el foco en los días que pasan los padres de Alondra sin su hija. Ambos son de hábitos limitados, cargados de miedos y rechazos, y viven sumidos desde hace tiempo en una reclusión voluntaria de costumbres fijas, unas costumbres que los han alejado paulatinamente de su entorno. Y Kosztolányi, con su maestría habitual, refleja esta mentalidad en los objetos reunidos en la casa del matrimonio: «Brillaban también en su sitio todos los objetos menudos, los chismes sin ningún valor, sin ningún uso, sin ninguna utilidad: tazas compradas en los mercadillos, figurillas de porcelana en forma de perrito, pequeñas jarras de plata, angelitos dorados, todos esos horribles ídolos de la existencia provinciana…». Un espacio físico materializando un estado mental. Ahora bien, la ausencia de Alondra les obliga a una transformación, la soledad les impele a un nuevo reencuentro con el mundo, al menos con el que les rodea. Por ejemplo, detestaban los restaurantes, pero ahora deciden entrar en uno: un hecho tan banal pondrá en marcha el mecanismo de una transformación de su realidad que los llevará al reencuentro, especialmente al marido, con personas que remitían a un estado de cosas distintos.

De aquí en adelante el lector asistirá a la transformación, por el periodo de una semana, de la vida de este padre y de esta madre, constatando el acelerado afloramiento de los sentimientos más oscuros e inestables de estos, llegando hasta límites, ciertamente, insospechados, aunque no por ello poco impactantes. Kosztolányi es un maestro de la frase simple, del matiz sorprendente y atractivo, de la expresión del sentimiento humano en su complejidad. El conjunto de su obra es una muestra de ello; aunque todo esto se refleja sintéticamente en esta obra. Como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, ya queda menos para que vuelva a leer, y a traer aquí por tanto, a Kosztolányi. Si se cruza usted en una librería o en una biblioteca con él, no dejen de agarrarlo por las solapas y llévenselo a casa. Lo agradecerán.  

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Nathaniel Hawthorne: La letra escarlata

Crecí con la absurda creencia de que La letra escarlata, publicada originalmente en 1850, era algo así como un novelón decimonónico para mujeres decimonónicas. Un ligero drama de época para otra época. Y claro, estaba bastante equivocado. Es lo bueno que tiene ir creciendo como lector y persona, que uno se va dando cuenta de que arrastra ciertos y ligeros prejuicios sin otro motivo que las asunciones que uno acepta cuando es más joven por no querer enfrentarse directamente a las cosas. Y las cosas se aceptan hasta que se las cuestiona, claro. Así, desterrar prejuicios, afinar la sensibilidad estética, adentrarse sin remilgos en lo conocido de oídas (como si se pudiese conocer algo de verdad de esa forma) y remodelar el moblaje intelectual sin miedo, son algunas de las inevitables acciones que uno tiene que realizar para, como digo, desarrollarse lo más ampliamente posible y así disfrutar más de todo lo que le rodea. Es interesante, además, indagar también en las raíces de estas ideas prefabricas para ver si se deben a una construcción personal o a una asimilación, digamos, de inercia exógena (perdón por la expresión).

En mi caso, esta velada percepción que tenía del libro de Hawthorne se debía esencialmente, tal y como he descubierto tanteando en mi mente en busca del origen de este prejuicio, a la película de 1995 de Roland Joffé en la que actuaban Demi Moore, haciendo el papel de Hester Prynne, y Gary Oldman, en el de Dimmesdale. Recuerdo haberla visto en mi temprana adolescencia y, como cabe suponer por lo escrito hasta ahora, el recuerdo que me dejó fue más bien de algo meloso y afectado, de drama intenso de sobremesa; esto, por otro lado, significa que haría bien en volver a ver el filme una vez más para contrastar estas afirmaciones que estoy haciendo, pues quizá ahora no lo perciba igual. Resumiendo el problema en una cuestión, diría: ¿una historia que trata sobre el adulterio y su castigo en la Nueva Inglaterra del siglo XVII podía entonces alentar en mí algún vínculo con ella? No lo creo, y la verdad es que puedo entender que entonces me quedase algo lejos. Lo bueno es que ahora me queda algo cerca y ha sido un gran y profundo descubrimiento.

Sin duda, la novela de Hawthorne tiene un marcado aire de clásico, en el sentido de que todo el mundo ha escuchado el título de esta historia pero no muchos parecen haberla leído. Al menos eso he comprobado en mi círculo más cercano. Además, abundando en este sentido, Hester Prynne es también una (anti)heroína citada aquí y allá como paradigma de la mujer sufriente, consciente de sus principios y defensora a ultranza de los mismos, que se enfrenta a los prejuicios de la sociedad desde su autonomía. ¿Dónde está, sin embargo, el núcleo vibrante de la grandeza de este personaje y de su historia? No puedo hacer otra cosa salvo remitirla a la magnífica prosa de Hawthorne, que es profunda, cargada de matices y de imágenes sugestivas, oscura y luminosa a un tiempo. No es solo el tema que trata, el asunto (que hoy se ha convertido, por lo que parece, en lo único importante y que hace una obra digna de publicarse y abordarse), sino el arte de hilvanar y trabar un vigoroso mosaico de palabras.

Nuestra heroína (ya toca dar unas pinceladas sobre la trama) se enfrenta desde el principio de la novela al juicio y desprecio de su entorno, en la puritana y restrictiva Nueva Inglaterra, por haberse quedado embarazada fuera del matrimonio de un hombre cuya paternidad es desconocida por todos, salvo, obviamente, la propia Hester. Su culpabilidad se ve acentuada por el castigo, que no por simbólico es menos hiriente y pesado, de llevar una letra escarlata, la letra A de adultera, porque, unido a esto, está la sombra del marido de la propia Hester, que está desaparecido y se desconoce su paradero. La mujer da finalmente a luz y trae al mundo a una niña, llamada Pearl. La letra escarlata que va bordada sobre su pecho tiene la propiedad de funcionar como un hechizo, como una maldición, y esto la obliga a abandonar la esfera de las relaciones sociales para encerrarla en una burbuja de aislamiento, primero ocupada solo por ella, después por la criatura a la que trae al mundo. Los ojos de todos los habitantes de su entorno se posan sobre ella, rechazándola, relegándola a la sociedad: Thus will be a living sermon against sin, until the ignominious letter be engraved upon her tombstone (así será un sermón viviente contra el pecado, hasta que la ignominiosa letra se grabe sobre su tumba), dice un personaje.

La irrupción de Pearl desde el capítulo sexto añade una dimensión más humana si cabe a la historia, pues la hija de Hester hereda de alguna forma el oprobio que le entrega la sociedad a su madre, algo de lo que la criatura parece ser consciente, incluso cuando aún no es capaz de hablar o comprender su situación existencial cabalmente, pues, como nos dice Hawthorne, la letra escarlata es el primer objeto que llama profundamente la atención de la hija ilegítima: aisladas de la sociedad, ambas reconocen las circunstancias adversas del mundo que las ciñe opresivamente y en el que han de sobrevivir, llegando incluso a muestras ostensible de rechazo a Dios, por sentirse desamparadas, desahuciadas. Más adelante veremos como la trama se va complicando gracias a la llegada de un marido dispuesto a todo para conocer el nombre del hombre que le dio una hija a su mujer.

La soledad, el desprecio social, el adulterio, el erotismo, el deseo, todo conjugado con una prosa profundamente literaria y sutil, hacen de esta novela una joya oscura que no debería obviar ningún lector: no solo porque es una lectura que aviva y sostiene el interés, sino porque, además, permite reflexionar sobre muchos aspectos de la existencia individual y social del ser humano.   

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Stephen King: Después

Qué alargada y popular es la sombra literaria de Stephen King (Maine, 1947). De vez en cuando acabo felizmente atrapado en ella, fascinado por su capacidad para el manejo del ritmo (lingüístico, verbal) de sus historias y la equilibrada tensión que genera cada pocas páginas, lo que hace que uno termine, como ya he dicho, atrapado en su ubicua sombra literaria. Desde luego, no son muchas las novelas que he leído de él, habida cuenta de lo extenso de su obra, pero sí que he disfrutado unas cuantas. Lo primero que leí de él fue una colección de relatos, Todo es eventual, en una edición que aún conservo de 2004; más adelante, mientras estudiaba la carrera, recuerdo haber leído algo de él, pero no soy capaz de atinar con el título ni la historia (no debió de engancharme); después cayó en mis manos uno de sus clásicos, Cementerio de animales, que tengo en edición en inglés de Hodder & Stoughton, un libro que me gustó bastante y leí en pocos días; tras este me decidí, poco tiempo después, por uno de sus más renombrados clásicos, It, también en edición de Hodder & Stoughton, y que, para mi sorpresa, era un volumen de más de 1300 páginas con una estructura más compleja de lo que también había supuesto.  

Ahora bien, siempre que me voy de viaje, por muy corto que sea, tengo por costumbre llevarme un libro nuevo. Aunque ya esté leyendo alguno, y esté completamente metido en él, lo dejo de lado por unos días y me doy al placer de entrar en una librería (normalmente la librería Cervantes en Oviedo) y elijo un libro que no tenía previsto en mi horizonte de lecturas para los próximos meses. Y así fue que esta vez, antes de marchar a Bélgica por mi cumpleaños, me decidí por Later, novela publicada por Hard Case Crime en 2021, y, en España, por Plaza & Janés en traducción de José Óscar Hernández Sendín, también el mismo año. Lo compré, por un lado, por una razón maravillosamente superficial, y es que la portada de Hard Case Crime tenía unas vibraciones muy pulp, y, por otro, porque me apetecía leer alguna historia de tintes sobrenaturales. Y es que en esta novela nos encontramos con, Jamie Conklin, un niño normal y corriente que tiene una característica que lo hace, sin duda, muy peculiar, esto es, es capaz de ver y relacionarse con los muertos durante unos días tras la muerte de estos. ¿Recuerda esto a la película El sexto sentido, verdad? Puede, pero las similitudes terminan en esa premisa, ya que hay matices que plantea esta historia de una forma diametralmente opuesta, haciendo que esta aparente semejanza quede rápidamente desdibujada.

En esta novela Stephen King mezcla la trama policial (concretamente la corrupción policial) y la persecución de un huidizo terrorista con las virtudes del pequeño Conklin, que gracias a su “sexto sentido” puede ser de mucha utilidad para ayudar a una inspectora de policía que no parece muy devota de la ley y el orden. Jamie Conklin vive con su madre, una agente literaria de renombre que se ve sumida en los vaivenes de la crisis económica de 2008 y en sus años posteriores, por lo que, al menos durante un tiempo, tienen que ajustarse el cinturón y rebajar su calidad de vida. El hermano de su madre y tío del niño lleva unos años afectado de Alzheimer por lo que está postrado y no puede comunicarse. Así, un día, tras llegar de clase con su madre, se encuentra en el pasillo de su planta con un anciano y su mujer. Este hecho, que no tiene nada de sorprendente ni de especial, cambia su cariz cuando descubrimos (esto está en las primeras páginas, que nadie tema destripes aquí o más adelante) que la anciana está muerta. Este hecho da pie a que el narrador, el propio Jamie, despliegue y ofrezca las claves de su historia y nos cuente las peculiaridades de su don: ve a los muertos tal y como murieron, lo que supone encontrárselos por la calle con las señales de sus muertes: heridos, deshechos, serenos, agitados, etc. Esto, como cabe esperar, supone una experiencia aterradora para el niño, al que vemos crecer a los largo del libro.

Como ya he señalado, la trama se desarrolla bajo las coordenadas de la corrupción policial y la persecución de un terrorista, a lo que cabría añadir otras también estimulantes y que redondean la historia; por ejemplo, la posibilidad de que un escritor de éxito muerto, que, desde la tumba, sea capaz de ofrecer su última obra, nunca escrita, a sus lectores, gracias a la intervención de Jamie… Podría, como siempre me sucede cuando escribo sobre mis lecturas, extenderme más en cada una de las etapas de la historia, en los hechos narrados, etc., pero la verdad es que eso nunca me ha interesado (de hecho en este blog siempre me quedo corto para no excederme y revelar demasiado de las tramas), porque nunca he querido robarle al lector el asombro y el descubrimiento de lo que han concebido los escritores y escritoras a los que hago desfilar por aquí. Eso sí, diré por último que el final tiene un giro inesperado, sorprendente: ¿un rizo demasiado rizado? No lo sé. Pero, en fin, no es nuevo esto que voy a decir ahora, pero Stephen King es sinónimo de entretenimiento y literatura, buena literatura, por lo que se merece todo el respeto y consideración por parte de todos los lectores, pues parece que, muchas veces, para muchos exquisitos, su éxito lo relega de una baja y superficial concepción.

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Alfred Hitchcock: Cuentos que mi madre nunca me contó

Aficionado como soy al buen cine (aunque también al malo, debo confesarlo), y sintiendo especial predilección por la filmografía de Alfred Hitchcock (una predilección sin duda compartida por muchísimas personas), no pude negarme a caer en la agradable debilidad de conocer, de adentrarme en esta magnífica muestra del gusto literario como lector del director inglés, al menos en lo que respecta a los relatos, gracias a esta antología publicada por Blackie Books: Cuentos que mi madre nunca me contó, libro publicado en el año 2020 con traducción de Haizea Beitia. Este volumen comprende nada menos que veinte relatos trufados de suspense y terror escritos por algunos autores cuyos nombres no se le escaparán, aunque sea de oídas, a cualquier lector: desde Ray Bradbury hasta Shirley Jackson, pasando por Roald Dahl o Margaret St. Clair; aunque bien es cierto que hay también otros muchos que, al menos a mí, se me escapaban. De todos ellos he seleccionado unos pocos con el objetivo de ofrecer una pequeña muestra de lo que puede encontrarse cualquier persona interesada en leerlo.

Ray Bradbury necesita poca presentación, pues es de todos conocido gracias a su afamado libro Fahrenheit 451, novela publicada en 1953, en la que describe una sociedad distópica-totalitaria en la que los libros están prohibidos y sujetos a la quema y destrucción (aprovechando que estoy hablando de Bradbury, me voy a recomendar, antes de entrar ya en materia, su novela La feria de las tinieblas, escrita en 1962). Ahora bien, en El viento, Bradbury nos ofrece un relato sustentado y vertebrado en el diálogo, concretamente en una conversación telefónica intermitente entre dos amigos: el receptor de las llamadas, Herb Thompson, está en casa con su mujer, que se desespera cada vez que este descuelga el teléfono, esperando la visita de unos amigos que irán a cenar, mientras que su amigo Allin, al otro lado del cable, se encuentra en su casa, solo, apartado, acosado por el viento. Allin parece haber desarrollado una especie de manía persecutoria con respecto a las tormentas, creyendo que éstas no solo tienen vida propia, volición e intereses propios, sino que, además, se han fijado en él con el objetivo de perseguirlo, jugar con él y finalmente integrarlo dentro de ellas, pues, como afirma Allin, «Eso es el viento, ¿sabes? Una muchedumbre de espíritus, un montón de muertos. El viento los mató y se quedó con sus inteligencias y sus almas para adquirirlas y usarlas». ¿Será esta tormenta de la que habla Allin con su amigo la última que podrá soportar?

Si antes decía que Ray Bradbury no necesitaba presentación, lo mismo cabe para Shirley Jackson, una auténtica y celebradísima escritora estadounidense, conocida especialmente por sus relatos y por novelas como La maldición de Hill House (1959), que fue adaptada como serie hace unos años, o Siempre hemos vivido en el castillo (1962). El título del relato de Jackson es Los veraneantes, y en él nos encontramos con una casa rodeada por un hermoso paisaje y un lago, que aunque idílica, carece de electricidad o calefacción, así como de agua corriente. Esto, sin embargo, no es óbice para que sus propietarios, el matrimonio Allison, se traslade a ella desde principios de verano hasta la llegada del otoño, cuando vuelven a su vivienda habitual en Nueva York. Pero lo cierto es que ahora, después de muchos años de soledad en la ciudad, con sus hijos ya criados y distantes, se sienten cada vez más inclinados a quedarse a pasar la vida en esta casa. Tomada finalmente en este sentido la decisión, la narración nos conduce al suspense gracias a las conversaciones que va teniendo la señora Allison con distintos lugareños a los que conoce y que le dicen, como si se tratase de una velada advertencia: «nadie se ha quedado en el lago pasado el Día del Trabajo». Este suspense se acentúa cuando todos los vecinos del pueblo empiezan a actuar de una forma distinta, críptica, según pasa el tiempo, desconcertando así a los Allison y sumiéndolos poco a poco en un desconcierto y soledad impensados.

Apuestas es el título del relato de Roald Dahl, quizá el escritor más conocido por distintos tipos de lectores gracias a su libros para niños de todas las edades y a las adaptaciones al cine de su obra. De entre su abundante obra cabría destacar sus títulos más conocidos, como Charlie y la fábrica de chocolate (1964), Matilda (1988) o mi favorito, que no es otro que James y el melocotón gigante (1961). Un dato interesante es que Alfred Hitchcock adaptó en 1960 para su serie Alfred Hitchcock Presents uno de los relatos para adultos de Dahl, Man from the South, protagonizado por Steve McQueen. Ahora bien, en este relato nos desplazamos a alta mar, concretamente a un trasatlántico que se ve afectado por el mal tiempo desde hace días. Así, el capitán del barco propone una serie de apuesta con respecto a la llegada del barco a su destino: se hacen cábalas sobre las millas que les quedan por recorrer y los viajeros compran una serie de números que salen a subasta. El protagonista del relato, el señor Botibol, está convencido de que ganará el bote final y podrá comprarse con él un coche con el que impresionar a su mujer, que lo está esperando en casa. Pero ¿hasta dónde está dispuesto a llegar con tal de que el barco se retrase y así ganar el dinero acumulado? Lo cierto es que, tras elaborar un plan y considerar todos los pros y contras, finalmente las cosas no se dan como esperaba…

Mucho podría extenderme con otros muchos relatos, de entre los cuales me gustaría destacar el último, El muchacho que predecía terremotos, de Margaret St. Clair, sobre un niño capaz de hacer predicciones en televisión, una predicciones que, misteriosamente, se cumplen. Así, quien se acerque a este nutrido volumen publicado por Blackie Books se encontrará con un conjunto de relatos que realmente mantienen el suspense, que son sugestivos y desconcertantes, algunos de ellos más conseguidos y acabados que otros, desde luego, pero no por ello haría alguien mal en dejar este libro en su mesilla de noche durante una semana o dos: muchos relatos no son solo amenos, como digo, sino que excitarán la imaginación y el interés de los lectores a medida que se adentren en ellos.

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