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Impresiones literarias

Etiqueta: Anagrama Editorial

Martin Amis: Dinero

Siempre ha sido el dinero. ¿Qué tendrá el dinero que resulta tan seductor? No sólo es que amplíe las posibilidades de materializar nuestros caprichos, sino que parece que el dinero y el poder están indisolublemente emparejados, o por lo menos que lo uno siempre tiende a lo otro: el que tiene dinero tiene poder, y viceversa. Dos ejemplos. La actriz Gwyneth Paltrow tiene dinero porque se lo ha ganado haciendo algunas buenas películas, y su capricho, uno de ellos, era tener un ostentoso tanque con medusas; el multimillonario Donald Trump tiene dinero y quiere mucho poder, así que ahí está intentando echarle las manos al cuello de los Estados Unidos y, por eso de la causalidad, al mundo entero. ¿Ningún muchimillonario ha pensado todavía en la posibilidad de meter a Donald Trump en una jaula o estanque, como el de la actriz para sus medusas, y exhibirlo a sus ilustres visitas? Probablemente no, pero sí parece seguro que Martin Amis (Swansea, 1949) podría escribir alguna disparatada historia sobre ello.

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             Martin Amis en 1985. (David Montgomery/Getty Images)

Leyendo una entrevista reciente, concedida por el enfant terrible (no tan enfant hoy en día) de las letras anglosajonas a una revista española en relación a su último libro,  La Zona de Interés, me quedé con la copla, con el runrún de hacerme con él para comprobar si es tan polémico el asunto como se rumorea. Pero hete aquí que pasando por una librería de viejo descubrí, en el profuso mostrador de la entrada, a un solo golpe de vista, su novela Dinero (Anagrama, 1988) por el amable precio de un euro. Así que desplacé mí zona de interés hacia otra zona, simplemente por seguirle la corriente a la casualidad. He hice bien en dejarme llevar, porque es un libro que va creciendo, que va de menos a más a base de dinero, sexo, dinero, alcohol, dinero, algo parecido al amor, y, como podrán ustedes sospechar, más dinero. Planeando sobre todo ello, como es propio de Amis, una gruesa capa de humor.

Esto es la carta de un suicida. Cuando hayan terminado ustedes de leerla (y estas clase de cartas hay que leerlas despacio, centrando la atención en las claves, en los detalles delatores), John Self habrá dejado de existir. En cualquier caso, la idea es esa. Pero con las cartas de los suicidas nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto? Si consideramos todo el conjunto de la vida planetaria, hay más cartas suicidas que suicidas. 

Tenemos a John Self, un publicista, director de anuncios, inmerso en el rodaje de una película que cuenta con un gran reparto y que le reportará, sin duda, mucho dinero. Tiene una novia con la que mantiene una relación basada en la confianza de que, si él conserva su dinero y le da a ella lo suficiente, conseguirá retenerla y disfrutar de ella todo lo posible. Sufre, a pesar de tener treinta y cinco años nada más, de múltiples dolencias físicas, derivadas de su abuso constante del alcohol y el tabaco (A no ser que les informe de lo contrario siempre estoy fumando un pitillo, nos dice John) y de una progresiva constatación del vacío que tiene dentro, de que algo no marcha bien, incluso teniendo dinero en abundancia y caprichos por doquier. Entre Londres y Nueva York discurre su vida, de un lado para otro, siempre cargado con sus ideas y ansiedades. Pero a pesar de que tiene dinero, de que tiene todo lo que quiere a mano, contempla la posibilidad de suicidarse.

Una novela divertida, satírica y entretenida, incluso para sus casi cuatrocientas páginas. No voy a descubrir a Amis, pero si encuentran esta novela en alguna parte del mundo no duden en leerla. Se divertirán.

Thomas Bernhard: En busca de la verdad

Suelo afirmar que los libros de Thomas Bernhard son siempre para lectores bernhardianos, y por tanto para personas decididamente pesimistas pero con un alto nivel de humor, por decirlo de una forma excesivamente sintética. Ahora, una vez acabado de leer En busca de la verdad (Alianza, 2014), me he dado cuenta de que esta recopilación de textos públicos del escritor austriaco (artículos, entrevistas, cartas, discursos, etc.) está indefectiblemente dirigida a hombres y mujeres bernhardianos, por lo que puedo casi afirmar sin lugar a dudas que a nadie más satisfará. Aunque esto último no tiene por qué ser del todo cierto, ya se sabe de los complejos milagros obrados por la literatura.

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                     Thomas Bernhard (Foto: Sepp Dreissinger)

Presentados cronológicamente, leídos por tanto de forma lineal, tal y como yo lo he hecho, sin dejarme llevar por la idea de ir saltando de pieza en pieza según mis probables apetencias, tengo la extraña sensación de que he presenciado de alguna forma la vida, y a la vez asistido a la muerte, de Thomas Bernhard. No, no es una exageración: al terminar el libro me ha quedado una inexplicable sensación de culpa, de abatimiento, derivada sin duda del hecho de que creo haber comprendido mejor quién era ese hombre perdido en las montañas de su soledad. Sus novelas, pero sobre todo sus Relatos autobiográficos (que comenté brevemente aquí), ya me decían mucho de él; pero el mérito de los textos de En busca de la verdad radica en que han sabido poner en perspectiva su temperamento y su personalidad fuera del acto que le es más propio, el de la creación artística. En este libro predomina la persona más que el escritor y se puede descubrir incluso a un hombre profundamente enamorado (una auténtica revelación para mí):

Mi madre murió a los cuarenta y seis años. En 1950. Un años antes conocí a la compañera de mi vida. Al principio fue una amistad y una relación muy fuerte con una persona mucho mayor. En cualquier lugar del mundo que yo estuviera, ella era mi punto central, del que lo extraía todo. Sabía siempre que esa persona estaba ahí para mí por completo si las cosas eran difíciles. Solo tenía que pensar en ella, ni siquiera buscarla, y todo se arreglaba. Todavía ahora vivo con esa persona. Cuando tengo preocupaciones le pregunto, ¿qué harías tú? De esa forma me he abstenido de absolutas atrocidades, que todavía se pueden cometer con la edad, porque todo está dentro de uno. Ella fue para mí la que me contenía, me disciplinaba. Y por otra parte también la que me abría el mundo. 

Pero también está (¡no podía faltar!) el Bernhard que no realiza concesiones, que se enfrenta a todo lo que considera indigno, lo que abarca, obviamente, desde el Estado austriaco y su gobierno hasta los periodistas y los críticos, pasando por otros compañeros de profesión y políticos, así como por el mismo público y la Iglesia. Este libro puede verse incluso como un acerado manual para el conflicto verbal, créanme. Las entrevistas son especialmente interesantes, en todas ellas es claro (oscuro más bien) y va desgranando de forma temperamental detalles de su vida que resultan a la vez crudos y conmovedores.

BERNHARD: Para mí sería interesante si pudiera matarme y observarme luego.
PREGUNTA: Desgraciadamente eso es imposible.
BERNHARD: Que no sea posible es mi mayor decepción.

A pesar de su aparente misantropía, que es la característica fundamental que rueda de boca a oreja cuando se trata sobre él, yo no puedo dejar de ver, bajo ese pesado caparazón lingüístico y temático, a un humanista que luchó contra el conformismo y la mediocridad intelectual desde sus propias y complicadas circunstancias vitales: detrás de sus hirientes palabras, en su inmensa soledad, siempre tuvo espacio para el verdadero amor, algo que no todo el mundo puede, ¡ay!, afirmar. Así que yo me quedo con su cara más sencilla, con las pequeñas brechas por las que se filtra su entristecida devoción por lo humano.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Raymond Carver: Catedral

A Raymond Carver (Oregón, 1938 – Port Angeles, Washington, 1988) se le considera uno de los máximos exponentes del Realismo sucio, corriente literaria que consiste en adentrarse sobria, lacónicamente, en los aspectos ordinarios, pero no irrelevantes, del día a día de todas esas personas que tienen una existencia anónima: trabajadores, desempleados, matrimonios con problemas, enfermos, etc. En Catedral (Anagrama, 1986, 2008) se presentan doce relatos que son la muestra perfecta no sólo del estilo de Carver, sino también del Realismo sucio, practicado por otros escritores de relieve como Richard Ford, que aún hoy lo hace, o Charles Bukowski, por citar sólo dos nombres conocidos.

Raymond Carver (Google imágenes)

       Raymond Carver (Google imágenes)

Las tragedias de lo cotidiano son la clave de todos los relatos de Carver. Desde una nevera estropeada hasta la idea de perder una casa alquilada que ha servido para reencontrar el amor, todo tiene una dimensión de crudeza que, unida al estilo en el que está escrito, con frases cortas, adjetivación casi inexistente, conduce al lector a un desasosiego inesperado: uno parece descubrir que su propia vida está cargada de una tensión encubierta que podría materializarse en cualquier momento a través de un desastre.

»Bajó la cabeza y vio los pies descalzos de su marido. Miró aquellos pies junto a un charco de agua. Sabía que en la vida volvería a ver algo tan raro. Pero no sabía qué hacer. Pensó que lo mejor sería pintarse un poco los labios, coger el abrigo y marcharse a la subasta. Pero no podía apartar la vista de los pies de su marido. Dejó el plato en la mesa y se quedó mirando hasta que los pies salieron de la cocina y volvieron al cuarto de estar.» (Conservación)

De estos certeros relatos me quedo con el que da título al libro, Catedral, así como con los titulados Plumas, Conservación y El tren. Aunque en todos los que componen esta obra se puede encontrar a la vez el deleite de la lectura y la perturbación de lo inmediato. Queda dicho.

Ian McEwan: Chesil Beach

Inglaterra, julio de 1962. Dos jóvenes recién entrados en la veintena están cenando en la habitación de un hotel georgiano, frente al Canal de la Mancha, en su noche de bodas a la que han llegado, esto se pone de manifiesto en la primera línea (quinta palabra) vírgenes. Ella pertenece a una clase social alta, mientras que él, por el contrario, más bien a la zona baja de la clase media. Cenan nerviosos, calados de cierta ansiedad por lo que pueda suceder en el primer encuentro que se dé entre sus trémulos cuerpos. Los nervios de Edward son convencionales, casi una simple formalidad, pero los de Florence son de una naturaleza más problemática: ella siente temor, un auténtico pavor que supone a la vez una manifiesta actitud de repulsa por el acercamiento y el contacto íntimo.

Ian McEwan (Google imágenes)

                          Ian McEwan (Google imágenes)

Esta circunstancia psicológica de la joven Florence, »que lisa y llanamente no quería que la entraran ni la penetraran» porque »todo su ser se rebelaba contra una perspectiva de enredo y carne», provocará un choque con el taciturno Edward, que desconoce por completo esta »mancha en la felicidad» de su esposa, una mancha que viene de muy atrás. Desde este punto toda la historia echa a rodar; un rodar que irá por el presente, avanzando paciente, y que también se deslizará suavemente por el pasado. La narración que Ian McEwan (Aldershot, 1948) nos presenta en Chesil Beach (Anagrama, 2008) probablemente atrape desde el primer momento al lector, sobre todo por su ritmo sosegado, por los temas que aborda: ¿El sexo? ¿El amor? ¿El contexto social en el que se inscriben el sexo y el amor? Sería muy simple dejarlo aquí, entre estos distantes polos.

»Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor…»

Hay una pieza, entonces, que juega un papel importante en todo el entramado que despliega McEwan, y es la idea, a mi juicio completamente acertada, pero que en el texto aparece de una forma muy velada, de que el amor requiere necesariamente, si desea prosperar y permanecer, de la paciencia. La paciencia y el amor es el enredo necesario, más que el de la carne, para que el querer se impregne de cierta estabilidad, pues el amor, quizá, sea únicamente paciencia y encuentro. Pero una cosa hay que advertir: que nadie espere finales felices, aquí simplemente hay un final (y esto es algo que se agradece). En definitiva, una obra atractiva, coherente y algo perturbadora.

(También he hablado en este blog de Los perros negros, otra novela menos conocida y muy interesante de McEwan.)

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Rafael Chirbes: en la otra orilla

Rafael Chirbes vivía solo en una casa de campo con dos perros, fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios y tomaba varios gin-tonics (diez nada menos) al día. Esta es la idea que tengo yo en la cabeza de él, la que me hice hace unos años al leer alguna entrevista que le hicieron. Fue en 2013 o así cuando tuvo que dejar esos habitos tan perjudiciales, y humanos al fin y al cabo, por motivos de salud. Desconozco si los había retomado. La cuestión es que ayer me encontré más que sorprendido al enterarme de su muerte rápida, total: aunque uno ya sabe que la vida es frágil y sin sentido no deja de asombrarse por su crudeza.

Una crudeza que ha hecho que ahora Chirbes esté en la otra orilla, lejos de esta realidad que no dejó de retratar y analizar con sus novelas y ensayos. Quizá fuese uno de los escritores españoles vivos más importantes, no lo sé, por el hecho mismo de tener una voz propia y contundente, además de una vocación inevitable de escritor con la que se enfrentaba al mundo, a lo que no le gustaba de él. Hace un año, en una entrevista, apuntaba:

»Yo ya estoy más para allá que para acá, con un pie en el abismo. Tengo 65 años en los que he disfrutado, son años bien fumados y bien bebidos, pero no creo que me quede mucha tierra por pisar.»

Entonces habrá que quedarse con eso: con que disfrutó de su vida, por un lado, y por el otro, por el nuestro, con sus libros.

Nick Hornby: Alta fidelidad

Reconozco que no había leído nada de Nick Hornby (Maidenhead, Inglaterra, 1957) hasta que un amigo me recomendó la lectura de Alta fidelidad (1995: Anagrama, 2007). Aunque ya me sonaba su nombre, el del autor, nunca había intentado hacerme con algo suyo para ver qué tal era. Esto me pasa, creo, porque se me van acumulando títulos de escritores más o menos »importantes», a lo que se debe unir cierta dosis de vagancia por mi parte por »estar al día». Porque esto de »estar al día» sólo está bien si te ganas la vida escribiendo sobre últimas tendencias literarias: si no es así lo mismo da estarlo que no. A no ser que sigas a algún escritor concreto y blah blah blah. Ya me estoy yendo. De Alta fidelidad iba a escribir.

Nick Hornby (Foto: Google imágenes)

                         Nick Hornby (Foto: Google imágenes)

Ya había visto la película, que la hay, con John Cusack como protagonista. Pero hacía tanto tiempo de ello que prácticamente no me acordaba de nada. Lo que agradecí bastante. La historia es muy simple, está narrada de forma muy accesible y es fantástica para pasar un rato agradable. Podría añadir también que si eres hombre y te gusta la música puede que te haga gracia, que te veas representado, casi caricaturizado. Pero en plan bien. Resulta que Rob tiene una tienda de discos, vinilos, donde vende la música que a él le gusta. En ella tiene a un par de amigos, uno haciendo cosas, el otro más bien comentando. Rob nos habla de sus novias, de sus rupturas con ellas. La narración nos sumerge en la última de ellas, una tal Laura, que se ha ido de casa porque su novio es algo así como un eterno adolescente embebido en trivialidades, en negarse a las responsabilidades que precisa la madurez. Entonces aparece una cantautora americana, Marie, con la que empieza una relación interesante hasta que su exnovia Laura entra de nuevo en escena. Vaya tela. Como la vida misma.

»Laura se va el lunes a primerísima hora, con un bolso de lona y una bolsa de plástico. Te inspira una total sobriedad, todo hay que decirlo, ver qué poca cosa se lleva esta mujer que adora sus cosas, sus teteras, sus libros, sus grabados, la pequeña escultura que se trajo de un viaje a la India; miro el bolso y pienso: joder, cuántas ganas tiene de dejar de vivir conmigo.»

Así las cosas, es imposible no reconocerse en las peculiaridades y circunstancias que rodean al protagonista, si es que te interesa la música (basta un poco), te han dejado alguna vez (¡ay!) y te parece imposible llegar a ser algún día algo así como un papá. En fin, un libro divertido y directo con el que desconectar entre risas del mundanal ruido.