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Dezső Kosztolányi: Alondra

No ha pasado un año todavía desde mi última lectura de Kosztolányi (lectura de la que, por cierto, di cuenta aquí mismo el pasado noviembre) y, así es, ya estoy otra vez completamente entregado a él. Cómo para no estarlo. Siempre he dicho que Kosztolányi (1885-1936) es un escritor adscrito al sentido más noble y artesanal de esta palabra, pues sus obras muestran, por un lado, la preocupación por contar bien las historias, y, por otro, una vocación por la exploración de los sentimientos y emociones humanas hecha de forma rigurosa, con sus claroscuros, equilibrada y marcadamente artística. Mucha literatura contemporánea, basada en las indagaciones del yo, del más acá personal, podría aprender de Kosztolányi, como de tantos otros, la verdad sea dicha, una lección más que importante: cuándo cortar el huracán verboso de la autocomplacencia para hacer algo tan simple como buena literatura. Ahora bien, gracias a la editorial zaragozana Xordica esto es más fácil, pues está publicando buena parte de su obra, actualizándola, y con ello demostrando un gran criterio editorial, que no hay que dejar de aplaudir. Dicho esto, hablemos ya de Alondra (Xordica, 2022; traducción de Judit Xantus), una novela que, a pesar de su alado nombre y su aparente ligereza estilística, está impregnada de una desasosegante atmósfera de pesadilla. Una pesadilla muy sutil, por lo demás, y no en vano muy profunda.

Empecemos por los hechos: estamos en el primero de septiembre de 1899 y un matrimonio se afana con ordinaria meticulosidad en preparar la maleta de su hija, que va a hacer un viaje. ¿Adónde va esta joven? Pues a pasar una semana de tranquilidad en una hermosa finca de Tarkö, propiedad de su tío materno y donde se reunirá, Alondra, con familiares que hace mucho tiempo que no ve. Los padres, aunque estaban invitados también, decidieron a última hora que no la acompañarían debido únicamente a una razón, esto es, a que se excusaban en que ya estaban demasiado viejos para cualquier tipo de traqueteo. Tras hacer la maleta de su hija deciden, cómo no, acompañarla hasta la estación en la que cogerá el tren. Es en este trayecto, mientras nos habla del padre de la muchacha, cuando Kosztolányi introduce una información que cae como de pasada, pero que al lector le resulta un poco perturbadora. Entre los sentimientos del padre, quien ama a su hija y la considera muy buena persona, está el de sentir dolor frente al aspecto físico de Alondra. No es una chica deforme, no tiene cicatrices ni está mutilada, pero al ver en su día ya que su hija no era nada agraciada, el padre decide, para soportarlo, verla desde hace años de forma más indefinida, desdibujando su imagen para suavizar sus rasgos.

¿No resulta un tanto perturbadora la posición en la que nos coloca tan prontamente Kosztolányi con respecto a la percepción de este hombre? El lector piensa, sin duda, que es un comentario muy duro y se pregunta ¿continuarán esas apreciaciones tan incómodas sobre el rechazo de un padre a la falta de belleza de su hija o se trata esto más bien de un matiz coyuntural que ofrece el autor para entender más apropiadamente la psicología del personaje? Para nuestra sorpresa Kosztolányi no cesa, al menos durante unas páginas: «Alondra le daba pena y para mitigar su pena se atormentaba a sí mismo. Se atormentaba al mirar su rostro con detenimiento, casi con descaro, y percibir que era incapaz de acostumbrarse a él». A esto se une la terrible y privada visión que tiene de su hija, de la cual tiene la certeza de ser una solterona vieja y casi marchita. El siguiente paso en el desconcierto del lector llega cuando, a pesar de que la novela lleva por título el apodo de la protagonista, está desaparece de escena en el capítulo dos y ya no regresará hasta el doce, de los trece que tiene. ¿Qué pasa entretanto?

Kosztolányi pone entonces el foco en los días que pasan los padres de Alondra sin su hija. Ambos son de hábitos limitados, cargados de miedos y rechazos, y viven sumidos desde hace tiempo en una reclusión voluntaria de costumbres fijas, unas costumbres que los han alejado paulatinamente de su entorno. Y Kosztolányi, con su maestría habitual, refleja esta mentalidad en los objetos reunidos en la casa del matrimonio: «Brillaban también en su sitio todos los objetos menudos, los chismes sin ningún valor, sin ningún uso, sin ninguna utilidad: tazas compradas en los mercadillos, figurillas de porcelana en forma de perrito, pequeñas jarras de plata, angelitos dorados, todos esos horribles ídolos de la existencia provinciana…». Un espacio físico materializando un estado mental. Ahora bien, la ausencia de Alondra les obliga a una transformación, la soledad les impele a un nuevo reencuentro con el mundo, al menos con el que les rodea. Por ejemplo, detestaban los restaurantes, pero ahora deciden entrar en uno: un hecho tan banal pondrá en marcha el mecanismo de una transformación de su realidad que los llevará al reencuentro, especialmente al marido, con personas que remitían a un estado de cosas distintos.

De aquí en adelante el lector asistirá a la transformación, por el periodo de una semana, de la vida de este padre y de esta madre, constatando el acelerado afloramiento de los sentimientos más oscuros e inestables de estos, llegando hasta límites, ciertamente, insospechados, aunque no por ello poco impactantes. Kosztolányi es un maestro de la frase simple, del matiz sorprendente y atractivo, de la expresión del sentimiento humano en su complejidad. El conjunto de su obra es una muestra de ello; aunque todo esto se refleja sintéticamente en esta obra. Como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, ya queda menos para que vuelva a leer, y a traer aquí por tanto, a Kosztolányi. Si se cruza usted en una librería o en una biblioteca con él, no dejen de agarrarlo por las solapas y llévenselo a casa. Lo agradecerán.  

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Dezső Kosztolányi: Kornél Esti

No sé hasta qué punto se estima de forma adecuada la obra literaria de Dezső Kosztolányi (1885-1936). Periodista, traductor, ensayista, poeta y, en el sentido más noble y profundo de la palabra, escritor, en los últimos años nunca se le ha visto centrando el interés de críticos y lectores: sus novelas están en una suerte de limbo, no solo por ese sobresaturado mercadeo de novedades editoriales que prometen, con sus cansinas y machaconas hipérboles, mucho más de lo que real y tristemente ofrecen, sino también, como digo, por esa falta de reivindicación por parte de los que (como cabe suponer) más saben de literatura, esto es, aquellos y aquellas que distinguen lo crudo de lo cocido, lo hecho de lo contrahecho. Pero, en fin, una cosa es preciarse de algo y otra darle el cumplimiento que se le supone.

Dada esta situación, sin embargo, he recibido la noticia, desde hace no mucho, aunque no he podido reflejarlo por aquí hasta hoy, de la necesaria recuperación de la obra de Kosztolányi que está haciendo Xordica, editorial zaragozana independiente y casi treintañera, que ya ha publicado “Anna la dulce”, “Alondra” y, recién salida del horno, “La cometa dorada”, todas ellas novelas que reaparecen, además, en perfecta forma. Dado esto, sucedió entonces que, teniendo yo ganas de volver a Kosztolányi, me encontré con que paseaba la semana pasada por Madrid, pues había bajado desde Asturias a pasar unos días por allí, lo que siempre es un placer, y me encontré en una librería de viejo con un ejemplar de Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, una novela del escritor húngaro que aún no había leído, editada en 2007 por Bruguera. Esta fortuita coincidencia me obligó, felizmente, a decidirme por leer y escribir sobre esta obra publicada originalmente en el año 1934.

Podemos empezar señalando que Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, es una novela que tiene un espíritu vanguardista y juguetón ataviado con ropajes que nos recuerdan a obras que vienen de antiguo, a formas de hacer literatura de corte clásico, incluso. Esto se constata, con un simple vistazo, ya en los títulos explicativos que el autor va dando a los distintos capítulos en los que está estructurada la obra y que tienen ese aroma que va muy atrás en el tiempo: Donde el escritor nos presenta y descubre a Kornél Esti, el único héroe del presente libro, Donde aparece Kücsük, la joven turca que semeja un pastel de miel o Donde se desvelan las misteriosas andanzas de Gallus, un traductor culto, pero descarriado. Podría citar otros muchos ejemplos de otras obras del pasado, pero pensemos en Rabelais (al que siempre tengo a mano) y sus títulos, formalmente en absoluto de él privativos: De cómo empleaba el tiempo Gargantúa cuando el ambiente estaba lluvioso, De cómo Grangaznate conoció el maravilloso ingenio de Gargantúa por la invención del limpiaculos, etc. Ahora bien, estas presentaciones de Kosztolányi están encaminadas a poner de relieve la épica inventiva de su personaje central, Kornél Esti, que entronca con esa renovación de la literatura y preocupaciones iniciada en los siglos XVI y XVII.

Así, esta novela está estructurada en tres partes: un poema inicial, que también aumenta esos visos de obra antigua; un capítulo inicial en el que se nos da cuenta de la naturaleza del protagonista y de un amigo suyo; y, por último, lo que es la propia obra, compuesta por una serie de cuadros en los que se van narrando diferentes acontecimientos relacionados con Esti, elevados o prosaicos, y que está escrita por estos dos amigos. Al igual que el Quijote y Sancho, que Sherlock y Watson, Kórnel y su amigo presentan esos caracteres complementarios, y en cierta medida antagónicos, que tan buenos resultados dan en términos narrativos. Están tan imbricados que, incluso, al lector le parece que el héroe de la novela no es otra cosa que una invención natural y bohemia de la imaginación del otro. Según nos cuenta el narrador, su parecido físico es tan notable, incluso, que la gente está convencida de que las fechorías de Esti son obra de su íntimo amigo. Como suele suceder, esta disparidad entre ambos los conduce a separarse durante años, para retomar, tras una nostalgia manifiesta, su amistad. Es aquí, con este reencuentro, donde da comienzo el libro.

Kornél Esti, como ya vengo insinuando, representa una actitud antiburguesa que se erige artísticamente contra los convencionalismos de la sociedad, queriendo, así, sumergir su vida en aguas de sales dadaístas y experimentalistas. Está atravesado todo él por lo imposible y lo inverosímil, por la exageración y la reflexión. Sus límites son difusos en sus concepciones: es capaz de rechazar con brío fórmulas sociales de comportamiento, pero a la vez es fiel a convicciones absurdas que el mismo se ha dado. La novela nos narra, con una profundidad guasona, los orígenes de Esti y su peripecia vital hacia la escritura y el arte contradictorio de ser uno mismo. Esto Kosztolányi nos lo presenta con un estilo fluido y siempre atento a los detalles, a los matices. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace de una mujer que viaja en un tren, fantástica por su colorida concreción: «Contaba con unos treinta y ocho o cuarenta años, como la madre de él. Le pareció extraordinariamente simpática desde el primer instante. Sus ojos verdes despedían visos ambarinos. […] Con la vista perdida, ofrecía un aspecto cansado, triste, incluso algo indiferente. […] Destilaba una docilidad y una intimidad lánguidas, como una paloma. No era gorda, en absoluto, sino llenita, también como una paloma». Estas certeras pincelas llenan todo el texto, elevándolo.

A lo largo de la novela abundan las situaciones tragicómicas, aunque hay algunas que resultan sobrecogedoras por el desasosiego que transmiten. Esto lo consigue Kosztolányi gracias a su capacidad para expresar con las palabras adecuadas la quiebra mental y contextual de alguno de los personajes que viven y trastean por el libro. Un ejemplo de esto es el capítulo octavo, dedicado a un periodista que culmina su proceso de locura ante unos frívolos compañeros de profesión y acaba encerrado en un manicomio. Todo sucede de una forma tan equilibrada, gracias al buen hacer literario del húngaro, que, como digo, conduce al lector a fuertes sentimientos de compasión y tristeza. Porque una cosa es hablar del dolor y otra bien distinta transmitirlo. Nuestro héroe medita también sobre otros temas, como la tarea auténtica del escritor, de cualquier escritor: «deseo llamar a las puertas de la existencia y esforzarme por alcanzar lo imposible. Cualquier meta menos ambiciosa me parece despreciable». Y añade: «Desprecio lo banal, lo desdeño con toda mi alma». ¿Cuántos supuestos artistas han renunciado a una posición de partida tan acertada y encomiable en favor de otras gratificaciones más insustanciales, aunque velozmente instantáneas?

Dezső Kosztolányi tiene literatura para rato, aunque desde su muerte, obviamente, ya no puede presentarnos nuevas creaciones. Su grandeza radica en su entrega a la literatura y a un gran conocimiento de esta, en tanto tradición que permite transformarse y crecer sin perder su esencia: contar de la mejor manera posible buenas historias. Solo añadiré, antes de poner fin a esta invitación a su lectura, que nadie debería perder la oportunidad, la grata oportunidad, de entregarse al placer de leerlo. Hay que leer a Kosztolányi.

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Sándor Márai: El último encuentro

Sándor Márai es uno de los escritores húngaros más apasionantes y relevantes, no solo dentro del canon literario de su país y lengua, sino de la literatura europea en general. Debido a cuestiones políticas relacionadas con la estrechez de miras y la censura comunista, dicha relevancia se vio sumida durante años en una espesa nube de olvido y prohibición, hasta que, para suerte de todos nosotros, su obra salió de la oscuridad y ocupó el importante lugar al que estaba, por su manifiesta calidad, predestinada. Su vida tampoco fue fácil. Márai alcanzó la vejez como quien se estrella contra el fondo de un abismo: su familia, es decir, su mujer e hijo, además de sus hermanos, murieron todos en un periodo de tiempo de menos de dos años, dejando al escritor húngaro, que vivía exiliado en San Diego y estaba físicamente impedido, atrapado en una tristeza y soledad insuperables. Tal era su precaria situación que en 1989 se pegó un tiro en la cabeza poniendo punto final, así, a todas las cargas que su cuerpo y su espíritu ya no eran capaces de tolerar.

De toda su obra, en la que destaca con claridad su producción novelística, he querido rescatar un libro especialmente sobrecogedor, El último encuentro, escrito en 1942. En esta novela nos encontramos con un general de más de setenta años que vive voluntariamente recluido, apartado del mundo en una antigua mansión, en la que fuera la casa de sus padres. Vive con todas las comodidades que precisa, sus gustos parecen frugales y no se ve con gente que resida fuera de sus terrenos: tan solo trata con su anciana nodriza, una mujer que supera los noventa años de vida y que lo ha cuidado desde que nació. También se relaciona con el servicio, pero desde una perspectiva marcadamente jerárquica y para cuestiones de orden práctico. La tranquilidad y olvido en el que ha vivido durante las últimas décadas se ve sobresaltado por la recepción de una carta en la que se le informa de que el remitente irá esa noche a cenar. ¿Quién puede ser este visitante para el que el general pondrá a disposición su landó y exigirá de su servicio que vista librea de gala? ¿Para quién colocará elegantemente la mesa y mandará airear las estancias, después de tanto tiempo cerradas? Kónrad, un viejo amigo que ha estado desaparecido de la vida del general por más de cuarenta años, llegará envuelto en un misterio que la parquedad inicial del general no hará sino acentuar, gracias a las alusiones veladas y a las miguitas de los recuerdos que va dejando caer antes de su llegada.

Cuando finalmente se reúnen, son dos ancianos frente a frente, con toda la vida a sus espaldas. Uno está deseoso de comprender y hacer preguntas, de explorar el significado de la amistad y de las emociones que brotan de ellas, tanto las buenas como las malas. Está especialmente deseoso, y estoy hablando del general, de comprender una serie de hechos trágicos que implican a tres personas, las tres personas que fueron más importantes en su vida: el general, su difunta esposa y el amigo recién llegado. Esta situación le permite a Márai crear una historia en la que la tensión entre los personajes es tan equilibrada que nos da la sensación de asistir a una explosión a cámara lenta. Esto lo consigue a través de una técnica narrativa que enfatiza y desarrolla la reflexión, una reflexión de corte filosófico, pero a la vez cargada de los bellos detalles de la literatura más elevada. También ayuda a mantener el interés del lector la distinta y marcada naturaleza de los dos protagonistas: uno posee un carácter marcial, elemental, definido por la entrega y la lealtad, también por su ascendente social y la riqueza en la que se crio; por otro lado, está Kónrad, hijo de una familia sacrificada y pobre, quien posee un espíritu más indómito, más artístico y disipado. ¿A dónde conducirán los deseos de venganza e impotencia que van dominando la conversación de los dos personajes? ¿Seremos capaces de comprender las posiciones de cada uno de ellos?

Resulta maravilloso encontrarse con obras que aúnan la calidad literaria con la fuerza de la sabiduría. Son muchas las muestras de conocimiento sobre la naturaleza humana que logramos encontrar y discutir en este libro de Sándor Márai y, entre ellas, debemos destacar que el mayor castigo al que podemos condenarnos es al de querer ser diferentes de lo que somos, pues «las pasiones, por desatinadas que sean, no se pueden esconder». Con todo, nos dice Márai, nuestra máxima aspiración no puede ser otra que estar arropados por los sentimientos de amor y confianza. Si no se ha leído esta novela, tan corta como profunda, el lector se estará perdiendo un tiempo de gozo, de auténtico deleite, que parece un despropósito obviar o desatender. Hay que leer a Sándor Márai.

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