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Severino Boecio: Consuelo de la filosofía

Por debajo de la que podríamos denominar primera línea de la filosofía occidental, es decir, el conjunto de filósofos y filosofías que han gozado y gozan de un mayor predicamento en la cultura popular, existe toda una plétora de pensadores que aparecen como figuras secundarias o terciarias, un tanto vagarosas e imprecisas, destinadas a ser algo así como meros epígonos o subproductos de una historia del pensamiento que recorre cotas más elevadas. Pero nada más lejos de la realidad. Así, entre estos últimos, me parece que Boecio tiene un papel destacado. Es cierto que si se menciona en algún contexto distendido su obra principal, Consuelo de la filosofía, un buen número de lectores y personas con un mínimo nivel de cultura serán capaces de reconocerla, al menos de oídas. Su autor, Severino Boecio, puede venir también a la cabeza, pero con toda probabilidad se irá poco más allá de estas dos coordenadas. ¿De qué trata el libro? ¿En qué circunstancias se escribió? ¿De qué temas se ocupa y cómo? Son estas algunas de las preguntas que voy a abordar aquí brevemente, con el objetivo, como siempre hago en este espacio, de que cualquier lector se acerque a la obra mejor situado, si es que desea leerla, algo que recomiendo vivamente.

A Boecio (ca.480-524) se le tiene, nada menos, por el último de los romanos y el primero de los escolásticos, algo así como decir que fue el último de los hombres antiguos y, a su vez, el primero de los medievales. Esta afirmación tan categórica se debe a su papel como iniciador preocupado, en buena medida, por los que acabarían siendo los problemas intelectuales de la Edad Media. Su tarea principal consistió esencialmente en verter el conocimiento de la cultura griega al mundo latino a través de traducciones y comentarios de autores como Porfirio, pero especialmente de Aristóteles: sin embargo, su temprana muerte dio al traste con su proyecto de traducción de las obras del filósofo de Estagira. Los intereses de Boecio fueron variados, pero se preocupó especialmente por cuestiones relacionadas con la lógica y los universales (si existen o no, si son corpóreos, etc.), y también por todo lo tocante a la fe, la razón y la felicidad humanas. Pero Boecio, hay que tenerlo presente, no fue un filósofo encastillado en ninguna torre de marfil, sino que se dedicó activamente a la política («si deseé ejercer funciones públicas fue para que mi capacidad no se consumiera sin provecho»), llegando a ser cónsul en el año 510 y, más de una década después, aún continuaba ascendiendo y adquiriendo mayores responsabilidades en la corte de Teodorico el Grande (454-526), lo que finalmente conduciría a su propia ruina.

El poder, bien es sabido de todos, suele traer consigo, entre otras cosas, un buen número de enemigos y opositores que harán lo posible por despojar a uno de su poder; algo tan de ayer como de hoy. Esto precisamente le sucedió a Boecio, que fue calumniado y atacado por un miembro del partido contrario, un tal Cipriano, lo que supuso para el filósofo nada menos que ser arrestado y sentenciado a muerte sin poder, siquiera, defenderse. Antes de que le cortaran la cabeza en el invierno de 524 en el conocido como Ager Calventianus, en la llanura Padana, al norte de Pavía, pasó varias jornadas encarcelado, sumido en la mayor de las desesperaciones, y fue allí donde redactó su De consolatione philosophiae, la obra que aquí nos ocupa y que yo manejo en la edición de Acantilado, publicada en 2020 con una magnífica traducción de Eduardo Gil Bera. Da cuenta Boecio de su sufrimiento ya desde el principio: «Yo que siempre canté a la alegría, hoy entono estas tristes cadencias. Me dictan estas palabras las desgarradas musas y el llanto baña mi rostro mientras escribo». Pero Boecio, a pesar de su desconsuelo, no tarda en renunciar a su tristeza gracias a las palabras y conversación que le da una mujer que entra en su celda y a la que tarda un poco en reconocer: la filosofía.

Tras hacer una descripción de sus rasgos y vestimenta, Boecio se da cuenta del recelo, por no decir desprecio, con el que la personificación de la filosofía observa a las musas de la poesía que dictan al filósofo sus lamentos. La filosofía las tilda de «cortesanas del teatro», más preocupadas de agudizar los dolores del enfermo con sus dulces venenos que de remediarlos. En cuanto las espanta, la filosofía intenta volver a situar a Boecio en la cordura del conocimiento de la auténtica filosofía: quiere sacarlo de los lamentos y la desesperación para que no olvide quién es, es decir, un hombre que se nutrió de la filosofía y que debe recuperar las armas intelectuales y morales que esta le entregó para superar la tan pesada carga que ahora le toca vivir. El objetivo principal que se propone la personificación de la filosofía es apartar el miedo del prisionero a través de la discusión de distintos temas que le conciernen por lo trágico de su situación. Comprender que todo está gobernado por la inteligencia divina y no por el azar, demostrará a Boecio que nada debe temerse.

Para ello se aplican a discutir, el filósofo y la filosofía, sobre las características de la Fortuna, aunque especialmente una, pues parece contraintuitiva: cuanto más favorable es, más perniciosa resulta al ser humano, pues lo aleja de la auténtica felicidad. Lo que introduce el problema de cuál es el auténtico bien: no son los honores, el prestigio, los cargos políticos o sociales, los placeres o la riqueza, esto es, los bienes terrenales, sino que la auténtica felicidad está en Dios y en ninguna otra parte. Y como Dios es el origen de todo, las causas y el orden del mundo provienen, por tanto, de él, lo que deriva en la cuestión del mal. ¿Cómo es posible que exista el mal si Dios está detrás de todo? ¿Por qué a los malos se les recompensa y a los buenos se les hace sufrir? ¿Por qué él, Boecio, siendo un hombre honrado, ha de pasar por semejante calamidad? La respuesta a esta cuestión está relacionada con el problema del libre albedrío, esto es, de la libertad de acción de los hombres: el conocimiento humano está limitado a lo concreto, mientras que la inteligencia divina supone una comprensión simultánea de todo lo que acontece («un Dios omnisciente actúa dejando estupefactos a quienes ignoran su plan»).

Esto implica que, ante la imposibilidad del hombre de alcanzar el nivel de comprensión o inteligencia de Dios, no sea capaz de entender lo que parece un orden caótico y confuso, cuando en realidad no lo es. Las líneas generales que acabo de esbozar son tan solo una imagen superflua de lo que el libro expresa más profunda y elegantemente. Al final, nada como el propio Consuelo de la filosofía de Boecio para defender su valor por sí mismo. Este pequeño libro de filosofía resulta estimulante por su estilo y materia, que hará las delicias de cualquier lector que quiera observar una síntesis del pensamiento que se abriría camino a lo largo de la Edad Media. Las enseñanzas de Boecio recogidas en este testamento redactado a las puertas de la muerte son claras y válidas también para hoy por su sensatez, y aunque uno no sea cristiano. Recomienda apartarse de los vicios y cultivar las virtudes: «Si sois honestos con vosotros mismos, la bondad será vuestra ley». Un gran libro de filosofía que, especialmente si se es cristiano, resonará con especial sentimiento y ternura.

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Nicolás Maquiavelo: El príncipe

Aunque no es propiamente un filósofo, sino un hombre de letras con amplia cultura política, Maquiavelo ha dejado su afilada impronta, además de una oscura fama desbordada sobre el lenguaje común y el imaginario colectivo, en el inagotable ámbito de la filosofía política. Su duradero y reconocido prestigio está basado en su agudo trabajo como analista y crítico histórico, explorador incisivo, no solo del pasado, sino también de su propio presente, pero sobre todo fundamentado en las crudas lecciones y preceptos que extrae del material que ha reunido y utilizado en sus indagaciones. Una vez abordada su obra, el lector descubre que una de las cualidades que persiste con mayor frescura, y más especialmente en “El príncipe”, texto publicado en 1513 y que hoy reedita Página Indómita, es la cualidad que le hace despreciable a ojos de muchos de sus comentaristas, una cualidad que no es otra que su falta de hipocresía a la hora de tratar y explicitar las formas más perversas de actuación política para hacerse con el poder y mantenerse en él, o, lo que es lo mismo, su manera de dejar desnuda y a la vista la deshonestidad propia de aquellos quienes gobiernan. Su lacónica elegancia y su falta de tacto, así como su ácida precisión y contenida concreción, hacen que su obra resulte hipnótica siempre, repugnante a veces. Dicho esto ¿cuál es la intención del trabajo de Maquiavelo y cómo procede?

El objetivo de Maquiavelo, como el de la mayoría de los filósofos políticos, es establecer generalidades e interpretaciones sobre el comportamiento y problemas de las personas dentro de la sociedad, así como sobre la sociedad misma, con el fin de obtener la mayor cantidad de conclusiones prácticas. Así, para poder dar con dichos comportamientos necesitamos adquirir, según el florentino, una visión de éstas que no esté velada o distorsionada por las propias emociones. Esto significa rechazar de plano conceptualizaciones idealistas de lo que sea o debiera ser el ser humano: nuestro autor parte de los hechos tal y como suceden en la experiencia política histórica, lo demás le resulta accesorio. Maquiavelo nos dice: si uno sabe cómo son de verdad las personas (cobardes ante el peligro, ingratos, volubles y fingidores, así lo apunta él mismo en el capítulo XVII de El príncipe),podrá encontrar una forma más adecuada de gobernarlas. Y aquí, cuando habla de la forma más adecuada de gobernar una sociedad, se refiere a algo tan frío y desalentador como al éxito político en sí mismo; esto es, al logro del fin que se persigue sin prestar atención a cuestiones morales que no sean propiamente políticas: que un medio sea bueno o malo no puede merecer especial consideración a quien pretende gobernar recurriendo a un método o enfoque basado en presupuestos objetivos extraídos de la experiencia.

Como se puede intuir por lo dicho hasta ahora, el método analítico de Maquiavelo es de tipo empírico, con una orientación eminentemente pragmática. Que una acción caiga firme en algún polo de la moral tradicional, en algún punto del difuso espectro que va de lo bueno a lo malo, parece resultarle, al fin y al cabo, indiferente: desde esta perspectiva, digamos, maquiavélica, es desde la que ha de abordarse el gobierno de la sociedad por parte de quienes gobiernan. Para Maquiavelo, la actuación política se encarna en los límites de la balanza de cuyos extremos penden, en cantidades constantemente cambiantes, la finura de la persuasión, por un lado, y la brutalidad de la fuerza, por otro. Según la necesidad del príncipe, del gobernante, como garante de la grandeza social, un extremo tendrá siempre más peso que el otro y determinará sus acciones. Es importante hacer notar, como bien apunta Isaiah Berlin en su extenso e iluminador análisis que prologa esta edición, que no existe en Maquiavelo interés por la teología, la metafísica o la tradición, a no ser que cumplan una función cohesiva, como un estabilizador social. Es más, podemos afirmar que ni siquiera la Historia parece importarle realmente, pues piensa que siendo, en general, el ser humano y su naturaleza igual en todo tiempo y espacio, lo que resulta práctico en algún momento o lugar tendrá un carácter permanentemente válido, útil: esto incluye, entre otras cosas, el modelo de gobierno que alcanza el éxito político de la sociedad, porque si se consiguió una vez tal éxito, bien podrá conseguirse otra, siempre y cuando se disponga, claro, de hombres que participen de las virtudes públicas adecuadas a dicho objetivo: la Atenas de Pericles y la República romana serán para Maquiavelo los dos modelos de grandeza y emulación.

El príncipe, obra de síntesis dedicada a Lorenzo de Médici que versa sobre las acciones de los grandes hombres, está cargada de máximas, ejemplos, consejos y reflexiones para ayudar al gobernante a mantener el tipo de sociedad que Maquiavelo admira, aquella fundada en una rígida centralización, pues si la población se ha corrompido y carece de los valores y virtudes básicos, como la obediencia, la honestidad o la humildad, todos los métodos son lícitos para el gobernante con tal de preservar la estabilidad política y social, pues la falta de solidez implica necesariamente la ruina del Estado. Esto, desde luego, no significa que Maquiavelo sea un pensador sin concepciones sobre lo que sea bueno o malo, que crea que la política pueda separarse nítidamente de la esfera moral, como matiza acertadamente Berlin: la clave de su propuesta está en que los valores del florentino, su moral, es de carácter social, no individual, y se aleja de formas, valores y virtudes que considera fuera del campo real de las posibilidades humanas, es decir, de las morales idealistas. Pues, cuando el gobernante se decide a transformar la sociedad, no pueden aparecer en él escrúpulos arraigados en la conciencia derivados de morales débiles o utópicas, como la cristiana, por citar un ejemplo.

La lectura de Maquiavelo, y especialmente de El príncipe, que no se agota y está abierta a constantes interpretaciones, es un gran acicate para el lector contemporáneo, pues su propuesta, alejada, como ya se ha dicho, de toda hipocresía o corrección política, abre con fuerza y estupor tanto los ojos como la mente de quien se enfrenta a él por primera, segunda o enésima vez: no hay razón para seguirlo o aceptarlo, pero siempre resulta enriquecedor tratar de entender su esfuerzo por analizar la experiencia del desarrollo político tal y como fue, no tal y como debiese haber sido. Esta diferencia de enfoque es más crucial de lo que parece, pero esa es otra historia que no encontrará su sitio aquí.

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Voltaire: Cuentos filosóficos

Pocas serán las personas que nunca habrán oído, aunque sea de pasada, el sobrenombre de Voltaire: nacido como François-Marie Arouet, vino al mundo en París en 1694, misma ciudad en la que murió ochenta y tres años después. Paradigma de la lucha por la tolerancia, a menudo mal citado en redes sociales y siempre parejo en la imaginación a los enciclopedistas franceses, Voltaire se entregó a dos tareas por las que siento predilección: el pensamiento y el sarcasmo. Y cuando hablo de sarcasmos englobo también la sátira, la ironía y la burla constructiva. Parece ser que estas críticas inclinaciones deben mucho al temperamento de su madre, mujer ingeniosa y mordaz.

Como buen ilustrado, su curiosidad le llevó a practicar, no sólo la escritura de textos críticos sobre asuntos sociales concretos, sino también el teatro, la biografía, la poesía, la historia… por no hablar directamente de su Diccionario filosófico. A estas propuestas se les ha de añadir también la del cuento: no como mero entretenimiento para las horas muertas, sino como una forma de la literatura que se presta a vehicular disputaciones filosóficas: no olvidemos que Platón desarrolló su filosofía esencialmente a través de diálogos, o que Samuel Johnson (1709-1784), contemporáneo de Voltaire, en La historia de Rasselas, principe de Abisinia, ensaya, por ejemplo, un estilo y pretensiones parecidas. Ahora bien, ¿merece la pena leer hoy los cuentos de Voltaire? Por supuesto.

François-Marie Arouet, Voltaire

La mejor introducción a ellos se encuentra en la edición de Cátedra, titulada Cándido. Micromegas. Zadig, que son los tres nombres de los tres protagonistas de los tres cuentos, publicada ya, en su decimosegunda edición, en 2017. ¿Qué encontramos en estos cuentos? Los tres son un intento de presentar la complejidad de la naturaleza humana a través de distintas peripecias: Cándido es un crédulo inocentón al que la vida le va curtiendo con sus vaivenes; Micromegas es un gigante que relativiza la visión de las cosas en términos absolutos; y Zadig es una humilde epopeya oriental sobre la adquisición de una sabiduría equilibrada en un mundo que de nuevo, como pasaba con Cándido, se muestra hostil y azaroso para la vida humana.

En uno de aquellos planetas que giran alrededor de la estrella llamada Sirio, había un joven muy inteligente, al que tuve el honor de conocer en el último viaje que hizo a nuestro pequeño hormiguero; se llamaba Micromegas, nombre que les va muy bien a todos los que son grandes

Por lo que a mí respecta, aún siendo Cándido su obra más conocida por la crítica que hace del optimismo panglosiano (Pangloss es un filósofo ficticio que aparece en la obra como tutor de Cándido y que no hace más que preciarse de vivir en el mejor de los mundos posibles, parodiando aquí Voltaire al filósofo alemán y no-ficticio, Leibniz), tanto Micromegas como Zadig (en este orden) pueden satisfacer mejor a un lector contemporáneo: son más dinámicos, irónicos y reflexivos. En definitiva, más disfrutables.

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Rüdiger Safranski: El mal o el drama de la libertad

Ahora que hace calor y lo último que apetece es moverse físicamente demasiado, nada mejor que hacer sudar un poco el intelecto de cada uno y cada una leyendo a Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1945), prolífico ensayista y filósofo alemán, miembro de la Academia alemana de Lengua y Poesía, agregado del PEN Club, que además fue moderador, junto a Peter Sloterdijk, del programa de televisión germano, emitido hasta 2012, Philosophische quartett. ¿Algo más sobre él? Tiene el premio Friedrich Nietzsche de filosofía (el que, por cierto, también posee un filósofo español, Eugenio Trías, del que ya he hablado alguna vez aquí) y ha publicado interesantes biografias sobre Schiller, Schopenhauer, Heidegger, Nietzsche o Goethe; vamos, de unos intereses muy telúricos.

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Rüdiger Safranski (Patrick Seeger/Google imágenes)

En realidad no se va a sudar mucho con este libro, El mal o el drama de la libertad (Tusquets, 2005), porque no presenta filosofía para filósofos, para amantes de las cuestiones más técnicas y oscuras que competen a ese ámbito del saber en su forma especializada. Safranski se plantea, de forma creativa y divulgativa, una pregunta básica desde la que se derivan otras: ¿Qué es el mal? ¿Dónde tiene su origen? ¿Qué implica la existencia de la idea del mal? ¿Qué conlleva ser libre? Este ensayo presenta un recorrido histórico, a caballo entre la literatura/arte y el pensamiento filosófico, y para ello se acerca al concepto de mal desde la perspectiva religiosa (los mitos griegos y egipcios, así como los cristianos), pero también desde la ideológica en tanto que política. Así, hablará de Caín, San Agustín, Schelling, Sócrates, Kant, Baudelaire, Camus, kafka, Goethe, Sartre o Hitler para poner sobre la mesa las posibilidades que se derivan de que el hombre haya optado por buscar la libertad, por tener la posibilidad de elegir, de fallar; en suma: de haber desarrollado una conciencia que se enfrenta a múltiples disyuntivas.

»No hace falta recurrir al diablo para entender el mal. El mal pertenece al drama de la libertad humana. Es el precio de la libertad. El hombre no se reduce al nivel de la naturaleza, es el animal no fijado, usando una expresión de Nietzsche. La conciencia hace que el hombre se precipite en el tiempo: en un pasado opresivo; en un presente huidizo; en un futuro que puede convertirse en bastidor amenazante y capaz de despertar la preocupación. Todo sería más sencillo si la conciencia fuese ser consciente.»

El mal no precisa de teologías, sino que es más bien un producto proyectado por el hecho mismo de tener la posibilidad de decir »no», de arriesgarse a tomar decisiones. La libertad humana es enigmática, dice, y por tanto, hay que confiar de alguna forma en uno mismo y en el mundo, a pesar de que éste parece enmascarar con libertad lo que en realidad no lo es. ¿Qué mejor que divagar sobre el mal y las consecuencias de la libertad relajado o relajada en una playa o en una piscina bulliciosa, en un monte o un lago tranquilo, mientras el mundo gira con el tedio de siempre? Bueno, igual cualquier otra cosa.

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Eugenio Trías: Pensar en público

Estos días estoy leyendo con cierto entusiasmo la obra de Eugenio Trías (Barcelona, 1942 – 2013) presentada al lector con el sugestivo título de Pensar en público (Destino, 2001). Y digo que resulta sugestivo porque hasta que no se abre el libro no se tiene una idea clara de lo que quiere dar a entender. Uno puede llegar a pensar, si se deja llevar por la imaginación, que se trata de un libro que narra una especie de reality en el que se siguen durante las veinticuatro horas del día los devaneos y meditaciones, intempestivas o no, de cierto número de filósofos con ganas de notoriedad. Todo ello en una casa videovigilida y que puede ser escrutada por los televidentes en cualquier momento que lo deseen. Pero me temo que no es el caso, que no hay un Gran Filosofastro o algo así.

Eugenio Trías

     Eugenio Trías (Reyes Sedano/Google imágenes)

Aquí se recogen los artículos de prensa (algunos de ellos, no todos) que Eugenio Trías fue publicando en distintos medios de comunicación durante treinta años. Y treinta años no es poco tiempo para pensar en público. La obra está seleccionada por él mismo e incluye, además, pequeñas anotaciones aclaratorias sobre dichos artículos, si es que resultan necesarias para que el lector pueda contextualizarlos correctamente. Está dividido en siete secciones distintas que responden a la temática de artículos que se incluyen en cada una. Dentro de éstas, predominan los temas de preocupación cívico-política, así como interesantes aproximaciones a la dimensión estética (cine, pintura, música…) del entorno cultural español, europeo y mundial en el que se desarrolló su vida. Desde las primeras elecciones democráticas hasta un análisis de la película El resplandor de Kubrick, pasando por los problemas generados por los nacionalismos y reflexiones sobre la muerte tienen cabida en este espacio de pensamiento que es el propio libro.

»He procurado responder al desafío que todo comportamiento del poder poseído por »hybris» (desmesura) me ha suscitado con las precarias armas de que dispongo: mi palabra y mi escritura.»

La obra está dirigida especialmente a los que quieren adentrarse aún más en el pensamiento de este importante, profundo y honesto (ante todo honesto) filósofo español. Lo que no evita, por otro lado, que pueda ser a la vez un buen punto de arranque y encuentro, de primer fructífero contacto con él. Su lectura, en todo caso, es amena y conduce, sobre todo si el lector es crítico, a pensar en privado lo que él pensó en público.