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Virginia Woolf: La señora Dalloway

Hacía más de diez años, tranquilamente, que no leía a Virginia Woolf (1882-1941). Si no me falla la memoria, que aquí no parece ser el caso, aquel único volumen de tapa dura y tez asalmonada que leí entonces contenía dos de sus novelas más significadas: Al faro (1927) y Orlando (1928); y si continúa sin fallarme la memoria, diré que recuerdo con mayor interés la segunda de ellas que la primera. Ahora bien, ir más allá de esto, sin duda, sería querer que me fallase la memoria, así que no diré más. De cualquier forma, me faltaba, para completar el trío de sus novelas más celebradas y cerrar así el círculo más importante de su ficción, leer La señora Dalloway (1925), algo que por fin he hecho en edición de bolsillo de Alianza.

Desde luego, me parecería ocioso detenerme a presentar a Virginia Woolf (y caer así en los clichés en los que se la ha empapado), pues su nombre está tan presente aún entre los lectores contemporáneos que los prejuicios están bien asentados: para bien y para mal. Sí me gustaría, antes de entrar a valorar la obra, poner de relieve algo que, aunque impopular, me parece necesario señalar. Virginia Woolf es una escritora a la que habría que atender esencialmente por su capacidad imaginativa y creadora, por su prestancia artística y su esfuerzo por abrir nuevos caminos para la novela. Su exclusiva transmutación en pope feminista, a mi juicio, ha relegado los méritos de su trabajo a la existencia mobiliaria de un atrezo para causas políticas y sociales. Dicho esto, hablemos un poco de esta interesante novela que es La señora Dalloway.

Estamos en junio y vamos a vivir durante un día en la intermitente compañía de varios personajes, a los que conoceremos, al menos en algunas de sus dimensiones, en profundidad. De entre ellos, puedo aventurar, son dos los que se nos muestran con mayor intensidad. El primero de ellos, y me atrevería a decir que incluso por encima de la propia Mrs. Dalloway, está Septimus, un antiguo soldado, valiente y esforzado, que, una vez terminada la guerra, se desmorona psicológicamente: la depresión y el desvarío se apoderan de él. Por otro lado, está la señora Dalloway, que posee, tal y como el título de la obra remarca, carácter de centralidad, pues en torno a ella pivota una terna de caracteres que nos ayudan a comprenderla, tanto a ella como a ellos mismos: Richard, marido diligente y correcto de ésta; Peter, antiguo y sensible enamorado de Mrs. Dalloway retornado de la India; y Sally, una mujer que, extravagante y bulliciosa en sus buenos años, ha envejecido, como todos ellos, y ha terminado por asentarse.

Bueno; me he divertido; lo he pasado bien, pensó, alzando la vista hacia las cestas balanceantes de pálidos geranios. Y su satisfacción saltó hecha pedazos, porque todo ello era poco más que una invención, como sabía perfectamente; pura ficción, aquella aventura con la muchacha; inventada como se inventan los mejores momentos de la vida, pensó.

Narrada a base de vívidas impresiones, con un lenguaje que fluye y se pierde en metáforas de todo tipo (a veces excesiva e innecesariamente, como por ejemplo cuando, para hablarnos del envaramiento de un personaje, nos dice que lucía «poderosa y ceñuda», algo que ya bastaría para entender la escena, pero a lo que ella añade insustancialmente: «como algún monstruo prehistórico armado para una guerra primitiva»). La muerte y el amor, la falta o conquista de la estabilidad emocional, la ilusiones y los recuerdos, la bisexualidad, así como el paso del tiempo y su dinámica naturaleza, son los temas principales de esta historia que, en su tratamiento y estilo, no deja de recordar a Proust y a Joyce. Y esto no lo digo como algo negativo, más bien al contrario.

Intentaré que no vuelvan a pasar otros diez años para encontrarme de nuevo con Virginia Woolf, porque su compañía merece la pena.

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Ian McEwan: Jardín de cemento

Lo bueno de echar algunas horas explorando las estanterías irregulares, mesas colmadas y cajas repletas de las librerías de viejo es que uno, de vez en cuando, termina encontrando alguna obra por la que siente una extraña predilección. No tiene por qué tratarse de un clásico, ni siquiera de un libro de contrastada calidad; basta, simplemente, con tener algún tipo de impulso hacia la obra o el autor en cuestión. En este sentido, hacía ya unos cuantos años que deseaba encontrarme con la primera edición en español (1982) en la clásica colección andanzas de Tusquets, del libro Jardín de cemento de Ian McEwan (Aldershot, 1948), la que fue su primera novela, publicada originalmente en 1978. Esta apetencia se fraguó en cuanto acabé de leer la primera parte del texto (¿seis, siete años ya?), cuando lo saqué de la biblioteca: entre lo cómico y lo trágico, esta historia se queda muy corta en algunos aspectos, pero en otros resulta muy interesante y perturbadora. La semana pasada di con este ejemplar, en perfectas condiciones, por apenas seis euros, y el lunes lo terminé. Siempre lo diré: esta clase de encuentros me hacen muy feliz.

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                           Ian McEwan

Si de mí dependiese, comentaría únicamente esto del argumento: en Londres, en los suburbios de Londres por ser más precisos, hay una familia que va a cambiar. Pero como en la contraportada se encargan de desvelar más rasgos de la trama, algo que a mí casi nunca me termina de agradar (resulta más sorprendente la lectura, creo, si no se conoce apenas nada, salvo quién sea el autor o los temas que pueda abarcar), añadiré las menciones al argumento que ahí se encuentran: el padre de esta familia se muere (esto lo sabemos en las primeras líneas) y, estando la madre enferma, gravemente enferma, los hijos (dos niñas y dos niños) se ven obligados a tomar las riendas del hogar, a ocupar el espacio que representaba la autoridad paterna y a conducir la vida de la casa y las suyas. Esta circunstancia provoca que los hijos adquieran pautas, comportamientos propios, que se organicen de acuerdo a sus propias reglas. Para que se hagan una idea, es algo parecido, aunque hay que salvar las distancias, al libro de Golding, El señor de las moscas: en el caso de Jardín de cemento habría que hablar de algo así como de una isla doméstica en la que se suceden sufrimientos físicos, ilusiones, pensamientos, juegos incestuosos. Así, los temas que recorren la novela son principalmente la muerte, la justicia, el sexo, aunque se puede indagar en muchos otros a partir de sucesos concretos que se relatan: así, la violencia tiene también espacio.

Yo no maté a mi padre, pero a veces me sentía como si hubiera contribuido a ello. Y, de no ser por un momento específico de mi desarrollo físico, su muerte pareció insignificante comparado con lo que siguió. Mis hermanas y yo hablábamos de él una semana después y, a decir verdad, Sue se echó a llorar cuando los enfermeros lo envolvieron en una manta rojo chillón y se lo llevaron. Era hombre frágil, irascible, obsesivo y de manos y rostro amarillentos. Si incluyo aquí el breve relato de su muerte es únicamente para explicar cómo mis hermanas y yo tuvimos a nuestra disposición tanto cemento. 

Al comienzo de esta entrada dejé caer que el texto se quedaba corto en algunos aspectos. Esta opinión la sostengo por una sencilla razón: ciertos acontecimientos y situaciones de la novela permitirían un mayor desarrollo literario, un detallismo y recreación que podría convertir las escenas, muchas de ellas, en auténticas vivencias para el lector, unas vivencias oscuras, realmente punzantes y perdurables. Ésta es, por supuesto, una objeción menor pero que como siempre me ha acompañado, y nunca la he expresado, me ha parecido el momento (y el espacio) idóneo para ello. Sí, Jardín de cemento es un buen libro en términos generales, y, al menos para mí, uno de los mejores de McEwan: de los suyos, quizá sea uno de los menos conocidos en España, pero si pueden intenten hacerse con él, no parece probable abandonarlo con indiferencia.

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Martin Amis: Dinero

Siempre ha sido el dinero. ¿Qué tendrá el dinero que resulta tan seductor? No sólo es que amplíe las posibilidades de materializar nuestros caprichos, sino que parece que el dinero y el poder están indisolublemente emparejados, o por lo menos que lo uno siempre tiende a lo otro: el que tiene dinero tiene poder, y viceversa. Dos ejemplos. La actriz Gwyneth Paltrow tiene dinero porque se lo ha ganado haciendo algunas buenas películas, y su capricho, uno de ellos, era tener un ostentoso tanque con medusas; el multimillonario Donald Trump tiene dinero y quiere mucho poder, así que ahí está intentando echarle las manos al cuello de los Estados Unidos y, por eso de la causalidad, al mundo entero. ¿Ningún muchimillonario ha pensado todavía en la posibilidad de meter a Donald Trump en una jaula o estanque, como el de la actriz para sus medusas, y exhibirlo a sus ilustres visitas? Probablemente no, pero sí parece seguro que Martin Amis (Swansea, 1949) podría escribir alguna disparatada historia sobre ello.

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             Martin Amis en 1985. (David Montgomery/Getty Images)

Leyendo una entrevista reciente, concedida por el enfant terrible (no tan enfant hoy en día) de las letras anglosajonas a una revista española en relación a su último libro,  La Zona de Interés, me quedé con la copla, con el runrún de hacerme con él para comprobar si es tan polémico el asunto como se rumorea. Pero hete aquí que pasando por una librería de viejo descubrí, en el profuso mostrador de la entrada, a un solo golpe de vista, su novela Dinero (Anagrama, 1988) por el amable precio de un euro. Así que desplacé mí zona de interés hacia otra zona, simplemente por seguirle la corriente a la casualidad. He hice bien en dejarme llevar, porque es un libro que va creciendo, que va de menos a más a base de dinero, sexo, dinero, alcohol, dinero, algo parecido al amor, y, como podrán ustedes sospechar, más dinero. Planeando sobre todo ello, como es propio de Amis, una gruesa capa de humor.

Esto es la carta de un suicida. Cuando hayan terminado ustedes de leerla (y estas clase de cartas hay que leerlas despacio, centrando la atención en las claves, en los detalles delatores), John Self habrá dejado de existir. En cualquier caso, la idea es esa. Pero con las cartas de los suicidas nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto? Si consideramos todo el conjunto de la vida planetaria, hay más cartas suicidas que suicidas. 

Tenemos a John Self, un publicista, director de anuncios, inmerso en el rodaje de una película que cuenta con un gran reparto y que le reportará, sin duda, mucho dinero. Tiene una novia con la que mantiene una relación basada en la confianza de que, si él conserva su dinero y le da a ella lo suficiente, conseguirá retenerla y disfrutar de ella todo lo posible. Sufre, a pesar de tener treinta y cinco años nada más, de múltiples dolencias físicas, derivadas de su abuso constante del alcohol y el tabaco (A no ser que les informe de lo contrario siempre estoy fumando un pitillo, nos dice John) y de una progresiva constatación del vacío que tiene dentro, de que algo no marcha bien, incluso teniendo dinero en abundancia y caprichos por doquier. Entre Londres y Nueva York discurre su vida, de un lado para otro, siempre cargado con sus ideas y ansiedades. Pero a pesar de que tiene dinero, de que tiene todo lo que quiere a mano, contempla la posibilidad de suicidarse.

Una novela divertida, satírica y entretenida, incluso para sus casi cuatrocientas páginas. No voy a descubrir a Amis, pero si encuentran esta novela en alguna parte del mundo no duden en leerla. Se divertirán.