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Impresiones literarias

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Fiódor Dostoievski: La mansa

Decía Nabokov en su Curso de literatura rusa que Dostoievski, desde el punto de vista del arte perdurable y el genio individual, categorías básicas desde las que el exiliado autor abordaba la comprensión de la literatura, «no es un gran escritor, sino un escritor bastante mediocre; con destellos de excelente humor, separados, desgraciadamente, por desiertos de vulgaridad literaria». En sus clases de literatura Nabokov se dedicaba a hablar de lo que el llamaba artistas verdaderamente grandes, lo que implicaba, necesariamente, juzgar el trabajo del maestro ruso desde ese elevado nivel. Como se puede suponer, no es muy halagüeña la opinión e imagen que resulta del progresivo escrutinio al que es sometido Dostoievski por parte de Nabokov: sobre su personalidad sentimental destaca sus posiciones reaccionarias en materia política y religiosa, así como su chovinismo; en lo tocante a su escritura desprecia los monótonos asuntos de sus personajes, unos personajes aquejados de oscuros complejos que se entregan al pecado e indignidad para alcanzar, al final, la redención y que, además, están situados en entornos que no se prestan a la percepción sensorial (esto es, poca atención o ninguna por parte de Dostoievski a las descripciones del mundo físico en el que se mueven los personajes).

Cualquier lector experimentado, no solo en la obra del maestro ruso, sino en la literatura en general, no podrá dejar de estar de acuerdo con Nabokov en muchas de las apreciaciones que hace. Por ejemplo: «El paisaje [en el que se mueven los personajes de Dostoievski], es un paisaje de ideas, un paisaje moral. En ese mundo no existe el clima, por lo cual poco importa cómo se vista la gente». Esta es una estimación bastante justa, pues uno tiene la sensación de que, después de esbozar a los personajes, al igual que los espacios, no volvemos a verlos en su forma física, sino como un conglomerado de emociones e ideas sometidas a las presiones propias del personaje y a las del entorno ideológico al que están circunscritas. Otro ejemplo: «Dostoievski era más dramaturgo que novelista. Lo que sus novelas representan es una sucesión de escenas, de diálogos, de cuadros donde se reúne a todos los participantes, y con todos los trucos del teatro, como la scène à faire, la visita inesperada, el respiro cómico, etcétera». Por muy aceradas que sean a veces las críticas de Nabokov, el núcleo de las mismas suele ser bastante objetivo. Aun así, a pesar de las muchas diatribas que se pueden ofrecer sobre Dostoievski, ¿eso nos impedirá leerlo, explorarlo? Por supuesto que no.

Ahora bien, imagínense que alguien no ha leído nunca a Dostoievski y quiere acercarse a él pero no se atreve a aventurarse así, de buenas a primeras, en esas densas cimas que son Los hermanos Karamázov (1879/80), Los demonios (1872) o El idiota (1860). ¿Qué obras podrían sugerirse como puerta de entrada al estilo y cosmos del ruso? ¿Quizá su novela El doble? ¿Puede que Noches blancas? No se me ocurre una obra que concentre mejor, como si de un pequeño cuadro sintético de sus trabajos se tratase, que La mansa (1876). En este relato de media distancia (apenas cuarenta páginas), escrito en los años finales de su vida, se condensan, como digo, las pulsiones constantes de todo su quehacer: está el torrente de palabras y reflexiones, los tanteos sobre los hechos, la oscuridad de las almas, la búsqueda de la redención, el crimen… Lo cierto es que realmente solo se puede echar en falta aquí el arquetipo del personaje epiléptico. Aún así, es este un gran relato, del cual Knut Hamsun llegó a decir «un librito minúsculo, pero demasiado grande para todos nosotros, inalcanzablemente grande».

En La mansa Dostoievski nos sitúa en la cabeza de un prestamista atormentado por un terrible suceso recientemente ocurrido. Con el pensamiento colmado de ideas oscuras y planteando continuas acotaciones a sí mismo, a su propio discurso, la voz narrativa nos va introduciendo en los pormenores que dieron pie a al terrible suceso.  Aunque se dirige al lector continuamente, en realidad tenemos la sensación de que dicha voz está más bien buscando la forma de justificar ante sí misma todo lo que narra, como si intentase autoconvencerse de lo que ya piensa a través de prolongados rodeos que cuentan con el apoyo tácito, con la atención del lector. Comienza dando cuenta de que hay una joven echada sobre la mesa, de lo cual deduce quien lee que algo terrible le ha hecho. A medida que echa a rodar la historia, nos sentimos cada vez más convencidos de ello, pues el protagonista no deja de resultarle ciertamente antipático al lector: misógino, sentencioso, reaccionario, todo en su carácter, emociones e ideas invitan al rechazo. Nos cuenta entonces como entra en contacto con una joven de dieciséis años que de vez en cuando entraba en su establecimiento para obtener dinero con el objetivo de anunciarse en los periódicos, de pagar anuncios en ellos ofreciéndose para trabajar en cualquier hogar que la precisase.

La chica tiene un carácter reservado, sumiso, además de un buen fondo. «Entonces me di cuenta de que era buena y sumisa. Las personas buenas y sumisas no se resisten mucho y, aunque no son muy expansivas, no saben eludir la conversación: responden con parquedad, pero responden, y, cuanto más avanza la conversación, más cosas dicen; basta con no cansaros, si queréis conseguir algo». Con este pequeño párrafo se puede apreciar fielmente el temperamento de la joven y la moral del hombre, que apenas sobrepasa la cuarentena. A continuación pone sobre la mesa su plan para casarse con ella y los objetivos de su enlace matrimonial, así como los pensamientos que lo estructuran: dice sentirse agradado por la diferencia de edad, pues «esa sensación de desigualdad es deliciosa, deliciosa». La finalidad de su apetencia por la muchacha parece cifrase en la idea de que esta chica le rindiese culto, una suerte de pleitesía, por todo el sufrimiento que había arrastrado a lo largo de su vida. Ominoso, ¿verdad?

Dostoievski maneja muy bien el ritmo de esta narración, pues parece revelar cosas, hacerlas claras, para luego volver de nuevo a cubrirlas con ropajes distintos, más oscuros si cabe, centrando los hechos en motivaciones cada vez más matizadas, desconcertantes incluso. El estilo detectivesco, policiaco, tiene aquí también su importancia: el narrador da pistas, hipótesis, para luego autocorregirse, autoconvencerse. También, por otro lado, está presente otra característica a la cual aludíamos al principio de este texto, la ausencia del mundo físico en sus historias. Fijémonos en cómo describe el espacio en el que suceden las acciones: «La vivienda se componía de dos habitaciones: una sala grande, una parte de la cual estaba ocupada por el negocio, y otra, también grande, nuestra habitación […] allí también estaba la cama, un par de mesas y unas sillas». Parece estar describiendo un entorno, como para un guion, con la intención de, simplemente, ubicar la acción. Con todo, este es un relato, insisto, que representa y condensa a la perfección la obra de Dostoievski, el mejor punto de encuentro con el ruso. Quien desee leerlo, puede encontrarlo en el libro Diario de un escritor, editado por Alba Editorial con traducción de Víctor Gallego, aunque tengo entendido que existen ediciones individuales del mismo o en otros volúmenes de menor envergadura (y con el título de La sumisa). En fin, este relato daría para una profunda y extensa indagación, aunque mucho me temo, como siempre, que aquí no hay espacio para ello.  

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Nikolái Gógol: Mírgorod

No resulta para nada exagerado afirmar que Nikolái Gógol es una de las joyas más preciosas y preciadas por los lectores de entonces y de ahora de esa corona literaria que fue la literatura rusa del siglo XIX: compite sin renquear con Tolstoi y Dostoievski, figuras señeras y ubicuas de esta tradición, aunque su obra sea mucho menor en términos de extensión, que no en su talla narrativa. Su poema narrativo Almas muertas, escrito en 1842 y que es el núcleo de su creación artística, proyecta una sombra quizá demasiado alargada sobre el resto de su producción. Cubiertas bajo dicha sombra, resaltan con una nitidez un tanto desleída dos de sus libros de cuentos y narraciones más o menos largas, más o menos cortas: Historias de San Petersburgo (1835-1842) y Mírgorod (1832-1834), de la que hoy nos ocuparemos.

La vida de Gógol, que se inicia en 1809 en la gobernación de Poltava, territorio ucraniano en la actualidad, no está exenta de interés: trabajó como burócrata en San Petersburgo, trabó amistad con Aleksandr Pushkin y llegó a impartir clases de historia medieval en la universidad de la ciudad anteriormente citada. Maestro de la sátira, se aplicó también en otros terrenos. La religión le interesó como acontecimiento intelectual y experiencial, llegando incluso a peregrinar a Jerusalén y, en última instancia, renunció a la literatura para entregarse por completo a Dios desde una perspectiva ortodoxa. Este fervor le hizo quemar, pocos días antes de morir acosado por problemas mentales y físicos de gran consideración, la segunda parte de Almas muertas, en 1852.

Del libro que voy a hablar hoy, y que era una deuda pendiente que tenía conmigo mismo, me gustaría centrarme especialmente en dos de sus textos, que me parecen los más relevantes, especialmente porque expresan su versatilidad como escritor: su maestría para profundizar en la psicología de los personajes, así como su detallismo, preciosista a veces, de los que se vale para dotar a sus obras de un auténtico empaque literario. Es cierto que algunos de sus cuentos no han envejecido con la misma frescura que otras de sus narraciones, pero no por ello debe uno estancarse o, más bien, limitarse, a la lectura de su obra maestra. Siempre es instructivo adentrarse en aquellas piezas consideradas menores de aquellos escritores o escritoras que forman parte de algún canon, que ya de por sí implica ceñirse a (necesarios) límites comprensivos: librarse de estas lagunas es cuestión de tiempo, aunque sobre todo de interés.

En Los terratenientes de antaño, Gógol nos presenta un cuadrito rústico en el que nos da cuenta del declive al que ha llegado una hacienda ucraniana. Los protagonistas de esta historia, que es triste y conmovedora sin caer en la afectación, los protagonistas son un matrimonio de ancianos que vive felizmente hasta que un pequeño suceso, nimio y sin trascendencia, cobra una fuerte significación gracias a la mentalidad supersticiosa de dichos protagonistas, que termina condenándolos. Está escrito con la finura propia de Gógol, repleto de detalles que enfatizan el enfoque poético que el autor aplica a su obra: están los purpúreos cerezos despuntando en la vegetación, un retrato maculado por las moscas o esas sonrisas que si se expresasen resultarían demasiado empalagosas. Lo que antes era felicidad y grata rutina, se convierte paulatinamente en decadencia física, intelectual y material. Este relato se puede cifrar en la siguiente afirmación, tomada del propio texto: «más vale amar en la miseria que una vida regalada».

El segundo texto del que voy a hablar es tan importante que ha gozado, incluso, de ediciones individuales: Taras Bulba, publicado en 1842. En este relato, Gógol nos traslada al siglo XVI, tomando como protagonistas, en este caso, unos personajes que distan mucho de los referidos anteriormente: donde antes había unos ancianos condenados a una inesperada y súbita tristeza, aquí tenemos unos recios cosacos cuyo principal referente es el héroe homónimo de la obra, Taras Bulba, cuya personalidad es abrumadora, entre bonachona y fácilmente furiosa, siempre obstinada. Su temperamento se deja ver a través de paulatinos ejemplos, a medida que se van desarrollando los hechos: desde el inicial recibimiento a sus hijos, que llegan a casa tras haber estudiado en el seminario, hasta en sus furiosos enardecimientos, que le llevan a sacar siempre su sable cuando los polacos no se quitan el sombrero ante él, cuando se hace escarnio de la fe ortodoxa o ante infieles y turcos. Porque esta narración va esencialmente de eso, de la lucha de los cosacos contra los polacos. Mientras que los primeros tratan de mantenerse fieles a las viejas costumbres (algo que Taras Bulba intenta inculcarles a sus hijos Ostap y Andrei), los polacos representan nuevas y, para ellos, perniciosas influencias. Es decir, esta extensa narración presenta la lucha entre esas dos esferas de valores.

Asimismo, Taras Bulba puede enmarcarse en la corriente nacionalista que se amalgamó tan bien con los principios del romanticismo: Gógol elogia, aunque sin precipitarse en banalidades, los orígenes de su tierra, de su pueblo, y describe las características que le son propias, lo que expresa con mayor claridad gracias a la contraposición con los modos polacos o extranjeros. Aquí, de nuevo, la capacidad literaria del autor para expresarse poéticamente es manifiesta: «la ribera trepidaba y se estremecía como si tuviera vida». Su forma de sintetizar con un par de frases el espíritu de los personajes es de lo más efectiva: «vuestro cariño debéis volcarlo en la basta llanura y en un buen caballo». Y todo esto se acentúa más ante la figura doliente y humillada de la mujer de Taras Bulba, apartada y relegada a no tener opinión o influencia en la educación de sus hijos.

Podría añadir más cosas sobre Gógol y su arte, desde luego, pero eso ya sería extenderme demasiado, pues, como ya sabéis, lo único que trato de hacer aquí es invitar a la lectura a través de pequeños comentarios que puedan excitar el interés de cualquier lector. Así que adelante, mejor que leerme a mí es pasar directamente a Gógol.

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John Updike: Los Maple

John Updike murió en 2009 dejando tras de sí un considerable número de buenos libros que, si bien no representan ningún hito literario dentro de las letras norteamericanas (aunque gozó, con razón, de muchas atenciones y prestigio por parte de la crítica y el público durante buena parte de su vida), sí puede considerársele como uno de esos agudos analistas del modus vivendi estadounidense: sus libros diseccionan, o viviseccionan, cabría mejor decir, a esos proteicos componentes de las clases medias occidentales, y lo hace con grandes dosis de humor y profundidad existencial: los  claroscuros del amor y el sexo, las pasiones más sofisticadas y civilizadas, así como la soledad y el hastío, quedan bajo la lupa de Updike elegantemente retratadas.

Su creación más relevante fue Harry Angstrom, conocido como “Conejo”, personaje que ocupó a Updike en cuatro celebradas novelas, dos de las cuales, en 1982 y 1991, merecieron el premio Pulitzer. También creó otro personaje para nada carente de interés, por su naturaleza antiheroica y que a mí me resulta muy agradable, llamado Henry Bech, que apareció en varias historias y que fueron luego extendiéndose en tres distintos libros. Como se puede comprobar por lo dicho hasta ahora, Updike sintió verdadero apego por sus personajes y disfrutó de su compañía a menudo, dándoles más y más peripecias y crecimiento sobre el papel en blanco. Así, Los Maple, conjunto de cuentos editados en 2020 por Alba editorial en su colección de literatura contemporánea, es otra de esas creaciones idiosincrásicas de Updike, tan recurrente como entretenida: los Maple son el matrimonio protagonista de estos dieciocho relatos que Updike fue escribiendo intermitentemente hasta mediados de los años ochenta. Como él mismo dice en el prólogo que acompaña a esta antología, los Maple se le aparecieron por primera vez (en la cabeza, claro está), en Nueva York en 1956 y «desaparecieron de su vista durante siete años y reaparecieron a las afueras de Boston en 1963 donando sangre». Más adelante seguirían llamando a su puerta, envejeciendo como si fuesen de carne y hueso, como él mismo.

Cargado de vaivenes, inseguridades, cercanías, distancias, celos e ironías, el matrimonio de Richard y Joan Maple es un caso perdido. Sinceros hasta el absurdo, bromean incluso, el uno ante el otro, sobre sus amantes. Se hacen daño, se hacen gracia; miran para otro lado, no se aclaran. El carácter fragmentario al que se ve sometida su historia, por no tratarse de una novela y carecer por tanto de una mayor coherencia narrativa y estilística, nos obliga a someternos a episodios específicos de la vida de la pareja: desde que se mudan a Greenwich Village, tras dos años de casados, hasta que finalmente el matrimonio hace aguas y ellos, con distintas parejas, se hacen viejos. Señalar esto no implica destripar el asunto: ya el propio Updike se encarga en sus palabras preliminares de apuntarlo. Lo importante es, en todo caso, hacer vida con ellos al leerlos, con sus hijos y sus amigos, con sus miedos y sus alegrías.

Por último, parece prudente advertir que este es un libro que merece la pena, especialmente, si ya se ha leído a Updike con anterioridad y se ha disfrutado de él: nunca lo recomendaría como primera opción o toma de contacto con él, pues el lector puede llevarse una idea demasiado desacertada de la capacidad y calidad narrativa del escritor norteamericano. Me atrevo a decir, y creo que sería difícil no convenir en esto, que la función de este libro es la de complementar la visión que ya se tenga de Updike para seguir explorándolo y entendiéndolo en otro contexto: en el de las distancias cortas durante un largo periodo de tiempo. Sí, para leer Los Maple, uno ya tiene que sentir cariño por Updike. Algo que tampoco resultará complicado que suceda.

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