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Impresiones literarias

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W.H. Hodgson: La casa en el confín de la Tierra

No son tantos los escritores o escritoras que pueden arrogarse el título de iniciadores o consolidadores de un determinado género literario. Uno de ellos, sin embargo, es William Hope Hodgson (1875-1918), que gracias a sus aportaciones, a través de cuentos y novelas, está sin duda a la cabeza de la literatura de terror, en general, y del terror cósmico, en particular; aunque, desde luego, su grandeza no se agota en esta última etiqueta. Su originalidad e imaginación han sido solo superadas, o están al menos a la altura, de genios algo posteriores como Lovecraft. Así, sus relatos están cubiertos, transidos de atmosferas enigmáticas y opresivas, consiguiendo, por ejemplo, que historias desarrolladas en el mar adquieran tintes fascinantes, fantasmagóricos, cargadas todas ellas de elementos extraños que hacen que el lector se sienta tan sobrecogido como atraído por lo que sucede ante sus ojos. Si, a este respecto, a alguien le interesa una buena y manejable colección de estas narraciones, su libro Un horror tropical y otros relatos es la mejor opción para iniciarse.

Todos los críticos coinciden en resaltar que La casa en el confín de la Tierra (1908), editada por Valdemar con traducción de Francisco Torres Oliver, es su novela más redonda. Otras más forman parte del canon hodgsoniano y han tenido a lo largo de los años dispar acogida, como Los botes de Glen Carrig (1907), Los piratas fantasmas (1909) y El Reino de la Noche (1912). Ahora bien, ¿por qué es La casa en el confín de la Tierra su novela más importante? Como siempre, esto se puede achacar a varios factores, siendo uno de ellos la capacidad de este escrito para condensar el alcance estilístico e imaginativo del escritor inglés. Aquí tenemos la pesadilla, el miedo, el desconcierto, lo desconocido, lo nauseabundo… y el mal personificado en difusas figuras animales cortadas por un patrón antropomórfico. Además de esto, están los paisajes liminales, el abismo de la tierra y del universo, los ciclos de vida y muerte cosmológicos. Todo esto, que aparece con mayor o menor intensidad en el resto de su producción, se expresa aquí de una forma lograda y sugestiva.

La novela comienza con la llegada a la región de Kraighten, al oeste de Irlanda, de dos amigos que van a pasar unos días de asueto en el campo entregándose a distintas actividades, como paseos y pesca. En una de estas rutas que realizan terminan llegando a un lugar que les resulta desasosegante y fascinante a un tiempo: lo que parece una enorme oquedad en la tierra, una suerte de sima o abismo, tiene una roca saliente sobre ella en la que se encuentra lo que parecen las ruinas de una antigua construcción. Interpelados por el entorno, los dos hombres se acercan a investigar el lugar. Escondido bajo los escombros, acaban dando con un diario que parece haber sobrevivido muchos años bajo las piedras desmoronadas. Espoleados por la curiosidad deciden leerlo y llevárselo para estudiarlo con mayor profundidad. Es este el motivo de que la forma de la novela sea la clásica presentación de un documento hallado y entregado al lector de forma inalterada, para que sea este quién juzgue libremente su contenido y saque sus propias conclusiones.

Una vez llegados a su tienda de campaña, los dos amigos deciden que uno leerá en voz alta la historia que aparece en el viejo y baqueteado libro. El narrador del diario nos dice que es un anciano, que vive allí (en la casa ya derruida) junto a su hermana, que hace las veces de ama de llaves, y su perro Pepper. Nos recuerda también que no tiene más compañía que esta, pues dice odiar a los criados en general y a la gente del pueblo en particular, quienes considera que el anciano, también conocido aquí como el «recluso», está loco. La casa en la que vive, para más inri, parece ser el escenario de leyendas locales que tenían a esta y al lugar como un entorno maldito, presa de fuerzas malignas. Así, una noche, estando el recluso en su estudio acompañado por su perro, ve cómo las luces de las velas cambian de color, al verde y al rojo, y parece abrirse ante él, en el muro, un portal a otra dimensión-tiempo hacia el que se ve arrastrado. Un entorno onírico y sideral lo conducirá a una basta planicie rodeada por un anfiteatro de montañas donde parece encontrarse un réplica de su propia casa, rodeada, en horrífica magnitud, por lo que parecen dioses, criaturas indefinibles, aunque de rasgos representables: «Tenía una enorme cabeza como de asno, con unas orejas gigantescas y parecía mirar fijamente a la arena. Había algo en su actitud que denotaba una eterna vigilancia: como si defendiese este terrible lugar desde hacía incontables eternidades».

Los acontecimientos que se narrarán, y que tienen este anterior hecho como punto de partida, se acelerarán de aquí en adelante con la presencia de extrañas criaturas que parecen surgir de la tierra que una vez rodeó la casa y que, además, acosarán a los ocupantes de la misma durante la noche, en distintos momentos también. El recluso se afanará entonces en proteger su hogar, a su hermana y a su perro. Precisamente la hermana juega un papel importante a la hora de añadirle extrañeza e incomprensión racional a los hechos, pues su actitud, como el lector verá, es demasiado difusa, aunque precisamente por ello valiosa en términos narrativos. Desde luego, no merece la pena dar más detalles de la historia para no robarle al lector el placer de encontrarse libremente con ella, aunque sí cabe señalar que la última parte del libro se desarrolla en un terrible viaje cósmico que dura miles de millones de años y al que el recluso asiste impotente, resignado, aceptando la realidad de los hechos que no es capaz de comprender realmente.

Termino diciendo que Hodgson es un escritor insoslayable, al igual que esta novela, si se quiere entender y disfrutar el género de terror. Debo confesar, por otro lado, que a mí sus relatos me parecen lo mejor que ha hecho, por lo fascinantes y disfrutables que son, aunque esto es ya una cuestión de gusto personal; además, advierto de que dos de sus novelas, Los botes del Glen Carrig y Los piratas fantasmas, no las he leído (pero ya estoy en marcha para hacerme con esta última). Definitivamente, lo bueno de Hodgson es que da lo que promete: sume al lector en lo extraño, oscuro, desconocido, etc., y lo hace atrapándolo de veras.  

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Fiódor Dostoievski: La mansa

Decía Nabokov en su Curso de literatura rusa que Dostoievski, desde el punto de vista del arte perdurable y el genio individual, categorías básicas desde las que el exiliado autor abordaba la comprensión de la literatura, «no es un gran escritor, sino un escritor bastante mediocre; con destellos de excelente humor, separados, desgraciadamente, por desiertos de vulgaridad literaria». En sus clases de literatura Nabokov se dedicaba a hablar de lo que el llamaba artistas verdaderamente grandes, lo que implicaba, necesariamente, juzgar el trabajo del maestro ruso desde ese elevado nivel. Como se puede suponer, no es muy halagüeña la opinión e imagen que resulta del progresivo escrutinio al que es sometido Dostoievski por parte de Nabokov: sobre su personalidad sentimental destaca sus posiciones reaccionarias en materia política y religiosa, así como su chovinismo; en lo tocante a su escritura desprecia los monótonos asuntos de sus personajes, unos personajes aquejados de oscuros complejos que se entregan al pecado e indignidad para alcanzar, al final, la redención y que, además, están situados en entornos que no se prestan a la percepción sensorial (esto es, poca atención o ninguna por parte de Dostoievski a las descripciones del mundo físico en el que se mueven los personajes).

Cualquier lector experimentado, no solo en la obra del maestro ruso, sino en la literatura en general, no podrá dejar de estar de acuerdo con Nabokov en muchas de las apreciaciones que hace. Por ejemplo: «El paisaje [en el que se mueven los personajes de Dostoievski], es un paisaje de ideas, un paisaje moral. En ese mundo no existe el clima, por lo cual poco importa cómo se vista la gente». Esta es una estimación bastante justa, pues uno tiene la sensación de que, después de esbozar a los personajes, al igual que los espacios, no volvemos a verlos en su forma física, sino como un conglomerado de emociones e ideas sometidas a las presiones propias del personaje y a las del entorno ideológico al que están circunscritas. Otro ejemplo: «Dostoievski era más dramaturgo que novelista. Lo que sus novelas representan es una sucesión de escenas, de diálogos, de cuadros donde se reúne a todos los participantes, y con todos los trucos del teatro, como la scène à faire, la visita inesperada, el respiro cómico, etcétera». Por muy aceradas que sean a veces las críticas de Nabokov, el núcleo de las mismas suele ser bastante objetivo. Aun así, a pesar de las muchas diatribas que se pueden ofrecer sobre Dostoievski, ¿eso nos impedirá leerlo, explorarlo? Por supuesto que no.

Ahora bien, imagínense que alguien no ha leído nunca a Dostoievski y quiere acercarse a él pero no se atreve a aventurarse así, de buenas a primeras, en esas densas cimas que son Los hermanos Karamázov (1879/80), Los demonios (1872) o El idiota (1860). ¿Qué obras podrían sugerirse como puerta de entrada al estilo y cosmos del ruso? ¿Quizá su novela El doble? ¿Puede que Noches blancas? No se me ocurre una obra que concentre mejor, como si de un pequeño cuadro sintético de sus trabajos se tratase, que La mansa (1876). En este relato de media distancia (apenas cuarenta páginas), escrito en los años finales de su vida, se condensan, como digo, las pulsiones constantes de todo su quehacer: está el torrente de palabras y reflexiones, los tanteos sobre los hechos, la oscuridad de las almas, la búsqueda de la redención, el crimen… Lo cierto es que realmente solo se puede echar en falta aquí el arquetipo del personaje epiléptico. Aún así, es este un gran relato, del cual Knut Hamsun llegó a decir «un librito minúsculo, pero demasiado grande para todos nosotros, inalcanzablemente grande».

En La mansa Dostoievski nos sitúa en la cabeza de un prestamista atormentado por un terrible suceso recientemente ocurrido. Con el pensamiento colmado de ideas oscuras y planteando continuas acotaciones a sí mismo, a su propio discurso, la voz narrativa nos va introduciendo en los pormenores que dieron pie a al terrible suceso.  Aunque se dirige al lector continuamente, en realidad tenemos la sensación de que dicha voz está más bien buscando la forma de justificar ante sí misma todo lo que narra, como si intentase autoconvencerse de lo que ya piensa a través de prolongados rodeos que cuentan con el apoyo tácito, con la atención del lector. Comienza dando cuenta de que hay una joven echada sobre la mesa, de lo cual deduce quien lee que algo terrible le ha hecho. A medida que echa a rodar la historia, nos sentimos cada vez más convencidos de ello, pues el protagonista no deja de resultarle ciertamente antipático al lector: misógino, sentencioso, reaccionario, todo en su carácter, emociones e ideas invitan al rechazo. Nos cuenta entonces como entra en contacto con una joven de dieciséis años que de vez en cuando entraba en su establecimiento para obtener dinero con el objetivo de anunciarse en los periódicos, de pagar anuncios en ellos ofreciéndose para trabajar en cualquier hogar que la precisase.

La chica tiene un carácter reservado, sumiso, además de un buen fondo. «Entonces me di cuenta de que era buena y sumisa. Las personas buenas y sumisas no se resisten mucho y, aunque no son muy expansivas, no saben eludir la conversación: responden con parquedad, pero responden, y, cuanto más avanza la conversación, más cosas dicen; basta con no cansaros, si queréis conseguir algo». Con este pequeño párrafo se puede apreciar fielmente el temperamento de la joven y la moral del hombre, que apenas sobrepasa la cuarentena. A continuación pone sobre la mesa su plan para casarse con ella y los objetivos de su enlace matrimonial, así como los pensamientos que lo estructuran: dice sentirse agradado por la diferencia de edad, pues «esa sensación de desigualdad es deliciosa, deliciosa». La finalidad de su apetencia por la muchacha parece cifrase en la idea de que esta chica le rindiese culto, una suerte de pleitesía, por todo el sufrimiento que había arrastrado a lo largo de su vida. Ominoso, ¿verdad?

Dostoievski maneja muy bien el ritmo de esta narración, pues parece revelar cosas, hacerlas claras, para luego volver de nuevo a cubrirlas con ropajes distintos, más oscuros si cabe, centrando los hechos en motivaciones cada vez más matizadas, desconcertantes incluso. El estilo detectivesco, policiaco, tiene aquí también su importancia: el narrador da pistas, hipótesis, para luego autocorregirse, autoconvencerse. También, por otro lado, está presente otra característica a la cual aludíamos al principio de este texto, la ausencia del mundo físico en sus historias. Fijémonos en cómo describe el espacio en el que suceden las acciones: «La vivienda se componía de dos habitaciones: una sala grande, una parte de la cual estaba ocupada por el negocio, y otra, también grande, nuestra habitación […] allí también estaba la cama, un par de mesas y unas sillas». Parece estar describiendo un entorno, como para un guion, con la intención de, simplemente, ubicar la acción. Con todo, este es un relato, insisto, que representa y condensa a la perfección la obra de Dostoievski, el mejor punto de encuentro con el ruso. Quien desee leerlo, puede encontrarlo en el libro Diario de un escritor, editado por Alba Editorial con traducción de Víctor Gallego, aunque tengo entendido que existen ediciones individuales del mismo o en otros volúmenes de menor envergadura (y con el título de La sumisa). En fin, este relato daría para una profunda y extensa indagación, aunque mucho me temo, como siempre, que aquí no hay espacio para ello.  

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Azorín: La voluntad

Resulta inevitable para cualquiera, a poco que se fije, encontrarse con que los libros, así como sus autores, se ven irremediablemente arrastrados a múltiples estados existenciales según van avanzando los tiempos: algunos gozan de un cierta perennidad, otros (los más de ellos) de un absoluto abandono por parte de los lectores, algunos, sin embargo, se mantienen a flote gracias a los salvavidas que va lanzando la crítica a las procelosas aguas del mercado, etc. Otros, como parece ser el caso del escritor del que voy a hablar hoy, y que no es otro que José Martínez Ruiz, que pasó a la historia con su sobrenombre Azorín, viven confinados en los manuales de historia de literatura española, incluso en los libros de texto de bachiller: una cierta idea de cultura general los reclama y presenta como hitos del desarrollo, o para el desarrollo, de la novela, el cuento o el ensayo, de la literatura no solo española, sino en español. Como hace unos días me puse a leer un pequeño libro de nuestro autor, titulado Ni si, ni no, que compendia algunos artículos escritos por Azorín desde 1912 hasta 1924, me asaltó la pregunta por su posible actualidad: ¿se sigue leyendo hoy a Azorín? ¿Cómo ha envejecido? ¿Aún puede contarnos algo que resulte de interés y resultarnos sugestivo? En fin, no sabría dar respuesta a la primera pregunta, pero creo que sí puedo ofrecer alguna respuesta a las siguientes.

Ante todo, estoy convencido de que la imagen que evoca el nombre de Azorín en el lector contemporáneo resulta en extremo aséptica y apolillada, por no decir profundamente distante: puede parecer un abandonado e inapetente mojón con el que uno se topa por el camino de las lecturas; puede sonar, incluso, caduco, castizo. Pero nada más lejos de la realidad. Cuando uno se adentra, aunque sea tímidamente, en el perfil de este escritor nacido en Monóvar (Alicante) en 1873 y muerto en Madrid en 1967, empieza poco a poco a descubrir sus raíces intelectuales anarquistas, las dificultades económicas que atravesó al llegar a la capital de España para intentar labrarse un futuro en las letras y, asimismo, su afilada pluma, que le lleva, no solo a ser expulsado del periódico en el que trabajaba, sino también a tener que abandonar Madrid por haber escrito contra importantes figuras literarias de la época (Clarín será su gran defensor en esta época), todo esto, cabe decir, nos permite, entre otras muchas cosas, ir dándole rasgos vitales y concreción existencial a un personaje del que se suele conocer, al menos en nuestros días, más bien poco. Además de esto, y gracias a sus novelas, pero sobre todo a la pluralidad de intereses que revelan sus artículo periodísticos, pues no hay que olvidar que además de escritor fue un abnegado periodista, podemos afirmar la vasta cultura de nuestro autor, así como su capacidad para analizar y presentar cuestiones que van desde los valores literarios hasta la política, pasando por un sinfín de cuestiones coyunturales que aborda siempre con una marcada calidez y crítica.

A la vista está que he decidido dedicar unas palabras a La voluntad, importante novela suya publicada en 1902, por estas razones que he expuesto y que se pueden sintetizar así: su trabajo es estimulante. Precisamente esta novela que voy a comentar brevemente puede dar una idea aproximada de su quehacer literario. En ella, el lector se inicia en esta historia a través de un remansado flujo de descripciones que, a ojos contemporáneos, pueden resultar en exceso meticulosas, ciertamente monocordes en su pausado desenvolvimiento: el amanecer en una ciudad nos despierta a su fisonomía mientras suenan de fondo múltiples y distintas campanas, con su metálica polirritmia, desde la iglesias. Las gentes salen a realizar sus tareas: «Van y vienen por las calles clérigos liados en sus recias bufandas, tosiendo, carraspeando, grupos de devotas que cuchichean misteriosamente en una esquina, carros, asnos cargados con relucientes aperos de labranza…». El narrador nos ubica en una de aquellas casas, que también describe con prolijidad. Si bien es cierto que esa atención descriptiva puede sentirse, a veces, como excesiva (en tanto propia de otros tiempos), son abundantes las veces en las que Azorín nos deslumbra con su precisión para dar imágenes sugestivas, hipnóticas; por ejemplo: «En el fondo umbrío de la cocina, un puchero borbolla con persistente moscardeo y deja escapar tenues vellones blancos».

Es importante poner de manifiesto una idea central dentro de los postulados literarios de Azorín: la búsqueda de claridad. Ahora bien, esta claridad, este llamar a las cosas por su nombre se hace, en una primera lectura, más bien confuso y parece conducir a todo lo contrario. Voy a dar una muestra de esto con el siguiente pasaje: «El sol, que se ha ido corriendo poco a poco, marca sobre el aljofifado pavimento un vivo cuadro». Bien, como cualquier lector habrá constatado, que aparezca ahí la sonora y cómica palabra aljofifado (que significa llanamente limpiado con un basto paño de lana) parece responder a todo menos al afán de claridad que propugna el propio Azorín. Ahora bien, esto hay que entenderlo, al menos así es como lo percibo yo, no como un acto de vetusta exhibición léxica, aunque bien es cierto que Azorín recurre a veces a neologismos y arcaísmos que le dan al texto un sabor antiguo, sino como, precisamente, un acto de claridad: en el momento que sabemos lo que significa esta palabra vemos claramente lo que en un principio no parecía que estuviese claramente expresado. Podrían presentarse más ejemplos de esto, pero creo que con este valdrá, pues nos ofrece algunas de las claves de la prosa azoriniana; a lo que cabría añadir el contraste con la simpleza de algunas otras oraciones: «La calle es ancha, las casas son bajas», y no se explaya más.

Siguiendo ya con la historia, descubrimos prontamente los que serán los personajes centrales de la novela, a los cuales Azorín presenta sumisos, supeditados al ascendente de dos figuras titulares: Justina, bajo el influjo de su tío Puche, clérigo; Azorín, bajo la sombra de Yuste, filósofo metafísico, de rasgos nihilistas y posiciones políticas y sociales anarquistas, que a ratos parece ser el propio protagonista de la novela, al menos en su primera parte. Estos dos hombres resultan verborreicos en sus anatemas, declamatorios en sus opiniones, afectan una densa profundidad y pesimismo que se aproxima, las más de las veces, a una hueca oratoria: Puche se inflama de tristeza porque «el mundo es enemigo del amor de Dios»; Yuste goza afirmando tristezas y galimatías filosóficos: «el tiempo es la antítesis de la eternidad», «los fenómenos son mis sensaciones», «el error y la verdad son indiferentes» o «la propiedad es el mal», llega a decir. Frente a ellos, Justina y Azorín no son más que sombras mudas que están de cuerpo presente e interactúan a duras penas con sus interlocutores: al menos este es el rol que el autor nos da de forma tan marcada de ellos al principio. No tarda el lector en intuir, en aventurar la clave de las relaciones entre los personajes, pues el tío de Justina se opone a que esta se case con Azorín… Pero este atisbo de parte del argumento es precisamente eso, un vislumbre inicial de lo que luego habrá de transformarse en otra cosa.

Obviamente, esta novela puede considerarse una historia de aprendizaje y crecimiento en la cual se asiste fragmentariamente al complejo desarrollo intelectual y estético-moral de Antonio Azorín, protagonista que tendrá que hacer frente, como en todo bildungsroman, a una serie de contratiempos y personajes que le darán pacientemente su forma: despejando de su mente conceptos nebulosos o acrecentándolos, concretado emociones y desengaños, forjándose, en definitiva, una identidad a través de los hechos y las personas con las que interactúa. Es importante señalar, antes de cerrar esta invitación a la lectura de Azorín, que formalmente es esta una obra interesante, no exenta, aún hoy, de esa presencia renovadora que tuvo en el año en que se editó, y que fue el mismo en el que otros grandes autores españoles, como Unamuno, Baroja o Valle-Inclán se desligaron del realismo imperante en el siglo XIX con la publicación de nuevas obras. Así, la complejidad de Azorín debiera ser un estímulo para un encuentro renovado, o directamente nuevo, con él. Hay que leer a Azorín.   

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Benvenuto Cellini: Vida

Sería imposible creer que una figura tan expansiva y excéntrica, tan personal y proteica como la de Benvenuto Cellini (1500-1571) podría haber pasado desapercibida para las inquietas mentes, ansiosas de libertad y pasional autonomía, del romanticismo. De hecho, fue el siglo XIX en general el que recuperó con solvencia el poder de las palabras del famoso orfebre florentino, sobre las que, eso sí, ya se había situado el foco en torno a 1728, cuando Cocchi publicó en Nápoles esta Vida de Benvenuto Cellini. Desde entonces, los vicios y virtudes que estiló el artista a lo largo de su existencia generaron cada vez mayor interés: hoy ya no es una lectura de moda, no está ni mucho menos a la orden del día, pero cabe mencionar, como muestra del interés que suscitó en su momento, que Goethe, nada menos que Goethe, lo tradujo al alemán a finales del siglo XVIII. Con todo, ¿tiene sentido leer hoy esta Vida de Cellini? ¿Puede aportarnos algo o queda ya demasiado distante e inapetente? No cabe duda, esta obra está hecha para deleitar al lector de cualquier tiempo y, también, para enfrentarlo éticamente con acciones que hoy nos parecen, como poco, despreciables, a la par que censurables.  

Empecemos quedándonos a un lado y poniendo de relieve algunas de las características de la personalidad de Cellini a través de él mismo, de su propia voz. Veamos en este pasaje, por ejemplo, su conseguida capacidad para soltar sólidos aguijonazos, una capacidad que es notable y sutil en todo el texto: «Como dije antes, en Roma había comenzado la peste […]. Llegó a Roma un gran cirujano que se llamaba maestro Jacobo de Carpi. Este hombre valeroso, además de sus habituales medicaciones, se ocupó de las desesperadas curaciones de males franceses. Y porque aquellos males en Roma son muy amigos de los curas, especialmente de los más ricos, una vez conocido este hombre competente…» (los “males franceses”, por si alguien no lo recuerda, son enfermedades de transmisión sexual). De su respeto por los más grandes del arte tenemos esta anécdota en la que el florentino nos cuenta que quiere viajar a Inglaterra junto al maestro Piero Torrigiani para trabajar con él, pero un día éste le confiesa que siendo joven le dio un puñetazo al gran Miguel Ángel, cuando le criticó uno de sus dibujos («Buonarroti tenía por costumbre burlarse de todos los que dibujaban», dice Torrigiani): «Estas palabras me provocaron mucho odio, ya que contemplaba continuamente las gestas del divino Miguel Ángel, y a pesar de que me moría de ganas de irme con Piero a Inglaterra, no lo hice porque no podía ni verlo». ¿Renunciar a la riqueza que podría haber alcanzado allí por respeto a quien admira en la distancia? Maravilloso. Sobre sus volcánicos prontos, muy habituales en él, tenemos esto: «…henchido de cólera salí del palacio, corrí a mi taller, cogí un puñal y me dirigí a casa de mis adversarios, que estaban en su taller y sus aposentos. Los encontré a la mesa, y el joven Gerardo […] se me tiró encima. Le di una puñalada en el pecho que le atravesó de lado a lado el sayo, el coleto…». En fin, ¿no se aprecia ya con claridad, dadas estas mínimas muestras del poder de sus palabras, el sentido y tono de la obra?

En líneas generales, esta Vida de Cellini, compuesta por dos libros de una extensión más o menos similar, es un mosaico riquísimo de su peripecia vital y del contexto sociopolítico en el que se desarrolló: por estas memorias desfilan alegre y trágicamente todo tipo de personas, desde artistas hasta cardenales, pasando por prostitutas, Papas o pifanistas. La obra puede leerse como una comedia, como una novela picaresca incluso, que oscila entre el dinamismo de las situaciones rocambolescas y la seriedad de las reflexiones artísticas. Entre dichos polos, la personalidad de Cellini absorbe nuestra atención gracias a la ligereza de su expresión, a la pedestre sabiduría de sus reflexiones y al interés que suscitan los hechos que va narrando, marinados por la ya aludida ironía, gracia y maestría de sus palabras: además, lejos de poseer un enfoque eminentemente literario, Cellini parece más bien conversar con nosotros. Por otro lado, como ya advertí al principio, no todo lo que se recoge en esta obra parece hoy digno de nuestra atención, pues hay momentos en los que nuestra sensibilidad se pondrá a prueba: desde el siglo XVI hasta hoy ha pasado mucho tiempo, y esto habría de tenerse en cuenta cuando se leyese el libro, ya que las costumbres y principios más éticamente insostenibles de ese momento se muestran sin titubeos. Esto no habría de ser óbice, en ningún caso, para emprender su lectura.

Así, solo me queda añadir que es una suerte que este libro continúe editado, en feliz circulación, por su interés y amenidad. Cellini muestra una energía y vitalidad que resultan muy atractivas al lector, a la par que sospechosas, lo que hace que nos parezca que estamos inmersos en una novela de aventuras cuyo novelista siente mucho amor por sí mismo, pues el florentino se muestra siempre convencido de que su destino será inmenso y que todo le será favorable, pues se sabe un hombre superior. No hace falta ser un apasionado de las artes para disfrutar de esta obra, aunque si se tiene alma de esteta y entusiasmo por las anécdotas se podrán encontrar aún más motivos tanto para el goce como para el asombro.

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Sándor Márai: El último encuentro

Sándor Márai es uno de los escritores húngaros más apasionantes y relevantes, no solo dentro del canon literario de su país y lengua, sino de la literatura europea en general. Debido a cuestiones políticas relacionadas con la estrechez de miras y la censura comunista, dicha relevancia se vio sumida durante años en una espesa nube de olvido y prohibición, hasta que, para suerte de todos nosotros, su obra salió de la oscuridad y ocupó el importante lugar al que estaba, por su manifiesta calidad, predestinada. Su vida tampoco fue fácil. Márai alcanzó la vejez como quien se estrella contra el fondo de un abismo: su familia, es decir, su mujer e hijo, además de sus hermanos, murieron todos en un periodo de tiempo de menos de dos años, dejando al escritor húngaro, que vivía exiliado en San Diego y estaba físicamente impedido, atrapado en una tristeza y soledad insuperables. Tal era su precaria situación que en 1989 se pegó un tiro en la cabeza poniendo punto final, así, a todas las cargas que su cuerpo y su espíritu ya no eran capaces de tolerar.

De toda su obra, en la que destaca con claridad su producción novelística, he querido rescatar un libro especialmente sobrecogedor, El último encuentro, escrito en 1942. En esta novela nos encontramos con un general de más de setenta años que vive voluntariamente recluido, apartado del mundo en una antigua mansión, en la que fuera la casa de sus padres. Vive con todas las comodidades que precisa, sus gustos parecen frugales y no se ve con gente que resida fuera de sus terrenos: tan solo trata con su anciana nodriza, una mujer que supera los noventa años de vida y que lo ha cuidado desde que nació. También se relaciona con el servicio, pero desde una perspectiva marcadamente jerárquica y para cuestiones de orden práctico. La tranquilidad y olvido en el que ha vivido durante las últimas décadas se ve sobresaltado por la recepción de una carta en la que se le informa de que el remitente irá esa noche a cenar. ¿Quién puede ser este visitante para el que el general pondrá a disposición su landó y exigirá de su servicio que vista librea de gala? ¿Para quién colocará elegantemente la mesa y mandará airear las estancias, después de tanto tiempo cerradas? Kónrad, un viejo amigo que ha estado desaparecido de la vida del general por más de cuarenta años, llegará envuelto en un misterio que la parquedad inicial del general no hará sino acentuar, gracias a las alusiones veladas y a las miguitas de los recuerdos que va dejando caer antes de su llegada.

Cuando finalmente se reúnen, son dos ancianos frente a frente, con toda la vida a sus espaldas. Uno está deseoso de comprender y hacer preguntas, de explorar el significado de la amistad y de las emociones que brotan de ellas, tanto las buenas como las malas. Está especialmente deseoso, y estoy hablando del general, de comprender una serie de hechos trágicos que implican a tres personas, las tres personas que fueron más importantes en su vida: el general, su difunta esposa y el amigo recién llegado. Esta situación le permite a Márai crear una historia en la que la tensión entre los personajes es tan equilibrada que nos da la sensación de asistir a una explosión a cámara lenta. Esto lo consigue a través de una técnica narrativa que enfatiza y desarrolla la reflexión, una reflexión de corte filosófico, pero a la vez cargada de los bellos detalles de la literatura más elevada. También ayuda a mantener el interés del lector la distinta y marcada naturaleza de los dos protagonistas: uno posee un carácter marcial, elemental, definido por la entrega y la lealtad, también por su ascendente social y la riqueza en la que se crio; por otro lado, está Kónrad, hijo de una familia sacrificada y pobre, quien posee un espíritu más indómito, más artístico y disipado. ¿A dónde conducirán los deseos de venganza e impotencia que van dominando la conversación de los dos personajes? ¿Seremos capaces de comprender las posiciones de cada uno de ellos?

Resulta maravilloso encontrarse con obras que aúnan la calidad literaria con la fuerza de la sabiduría. Son muchas las muestras de conocimiento sobre la naturaleza humana que logramos encontrar y discutir en este libro de Sándor Márai y, entre ellas, debemos destacar que el mayor castigo al que podemos condenarnos es al de querer ser diferentes de lo que somos, pues «las pasiones, por desatinadas que sean, no se pueden esconder». Con todo, nos dice Márai, nuestra máxima aspiración no puede ser otra que estar arropados por los sentimientos de amor y confianza. Si no se ha leído esta novela, tan corta como profunda, el lector se estará perdiendo un tiempo de gozo, de auténtico deleite, que parece un despropósito obviar o desatender. Hay que leer a Sándor Márai.

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Thomas Mann: La muerte en Venecia

Mi primer recuerdo de Thomas Man (1875-1955) reposaba en la mesita de noche de mi padre. Durante años, un grueso volumen descansó como un objeto más (como la lámpara o la radio despertador) sobre ella: La montaña mágica debía de ser realmente compleja, vertical, escarpada, pues yo veía que el marcapáginas se movía muy lentamente por sus blancas estribaciones de celulosa. Un día, después de que desapareciese de dicha mesita y volviese a una estantería junto a otros libros, decidí leerla por mí mismo, comprobando que, de verdad, aquella era una montaña en la que el tiempo y las cosas se sucedían a su propio ritmo, con su natural y pausado avanzar. Quedé saciado de aquel ochomil insomne, y me dije que ya me encontraría a Mann más adelante, por el camino imprevisible de las lecturas, sin forzar nuestro inevitable choque. Así, más de una década después, apareció de nuevo ante mí, esta vez bajo los ropajes de una profunda reflexión estética, en el milenario archipiélago veneciano, lejos ya de aquel sanatorio de Davos y de la ubicua presencia de Hans Castorp.

Publicada en 1912, La muerte en Venecia presenta al lector la figura del ilustre escritor alemán Gustav Aschenbach, quien, ahíto de su trabajo y entorno, decide viajar, como hacía cada cierto tiempo, con el objetivo de depurarse, de desconectar y reiniciarse: «viajar no había sido para él sino una medida higiénica que, aun contra su voluntad, era preciso adoptar de tanto en tanto». Esta necesidad de cambiar de aires durante una temporada le lleva, no sin ciertas vacilaciones por su parte, a trasladarse a una isla del adriático, pues su objetivo es encontrarse en un entorno exótico, pero cuyo exotismo sea de «rápido acceso». Una vez allí, el bochorno y la lluvia, así como la inapetente y anodina presencia de los huéspedes austriacos, le hace tomar una rápida decisión, esto es, subirse a un barco que parte rumbo a Venecia. Tras instalarse en un lujoso hotel que cuenta con un tramo particular de playa, descubre con absoluto regocijo que entre las personas hospedadas se encuentra una familia polaca que cuenta entre sus miembros con tres hermanas y un hermano, este último «un efebo de cabellos largos y unos catorce años». El impacto estético que deja el chico en el escritor es absoluto, pues llega a afirmar que ni en la naturaleza ni en las artes plásticas había observado una creación tan lograda. Su estadía se verá entonces modifica, al igual que su espíritu, por el descubrimiento del joven, que, como un incansable acicate, incendiará las meditaciones y reflexiones del escritor en una vorágine marmórea de pensamientos y sentimientos sobre el arte y la belleza, sobre lo asible y lo inasible, sobre el amor ideal y el lenguaje. En cierto momento, agobiado por el calor y el olor de Venecia, Gustav Aschenbach decide irse, para regresar, sin embargo, rápidamente: el lector sabe que su retorno tiene que ver esencialmente con el joven, mas el escritor tarda un poco más en descubrirlo, o al menos en aceptarlo.

El placer que siente el espíritu ante la Belleza, como asunto al que entregarse, dominará entonces al escritor alemán. Tal es su encantamiento que se siente en la obligación de trabajar, incluso, en presencia de su ídolo: «escribir tomando como modelo la figura del efebo, hacer que su estilo siguiese las líneas de ese cuerpo, en su opinión, divino, y elevar su Belleza al plano espiritual». Este es su objetivo. El texto se trufa y estructura entonces en base a tanteos filosóficos y a imágenes de reminiscencias clásicas, como los dioses y mitos de la antigüedad grecolatina. A pesar de su amor a la belleza, Aschenbach demuestra que existe también un regocijo oscuro en todo esteta, una mezcla de bajo sentimiento y liberación, que le hace disfrutar (o quizá debamos decir consolarse) de las imperfecciones que va atisbando en el objeto de sus atenciones. Así, el ilustre y senescente autor piensa que el muchacho es un tanto delicado y enfermizo, contemplando además la posibilidad de que no llegase a viejo; y, tras hacerlo, «renunció a justificar ante sí mismo el sentimiento de satisfacción o de apaciguamiento que acompañaba a esta idea». Lo humano es imperfecto y constatarlo es, a la larga, una inevitable tranquilidad, parece decirnos. ¿Vive entonces la Belleza Perfecta fuera de este mundo y es solo consagrable en la obra de arte? ¿Puede la palabra reproducir la belleza o solo celebrarla?

El lector descubrirá página a página un sinfín de preguntas y respuestas elevadas, pues La muerte en Venecia es un ensayo estético y moral exornado por las infinitas posibilidades de la literatura: colocando este núcleo filosófico y especulativo en el centro de las pasiones y sentimientos de un artista, Mann nos invita a reflexionar con él sobre el objetivo de la creación artística y el amor ideal, así como sobre la fuerza de las obsesiones y sus postreras consecuencias. Es este un libro profundo, una constante cavilación sobre el papel del amor y la belleza en el lenguaje: «Nunca había sentido con mayor dulzura el placer de la palabra ni había sido tan consciente de que Eros moraba en ella». Ahora bien, la gran lección del libro es que la pulsión por la belleza no salvará a nadie de su destino: es más, puede perfecta, fatalmente presentarlo por sorpresa ante nuestros ojos antes de que lo esperásemos.

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Abdulrazak Gurnah: Paraíso

He repetido en múltiples ocasiones que un lector, incluso si es un devoto e inquieto lector, tendrá siempre (qué le vamos a hacer) marcadas carencias, notables vacíos, amplias o moderadas lagunas en las que practicar el provechoso buceo del descubrimiento. Esto, lejos de ser reprensible o sonrojante, resulta una condición inevitable del estatus de quien lee: sentirse avergonzado de no conocer una obra o a un autor no tiene mayor sentido, pues siempre es admirable acabar el día entrando en contacto con algo que por algún motivo nos había pasado desapercibido, teniendo así, uno mismo, más posibilidades de mejorarse y de disfrutar reduciendo los límites de la propia ignorancia. En mi caso, la última gran carencia que descubrí en tanto lector fue Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948), último Premio Nobel de Literatura. Para solventar dicha carencia he realizado una primera aproximación a él leyendo su novela Paraíso, editada por Salamandra en diciembre de 2021 con traducción de Sofía Noguera Mendía, y presentada ante el público como uno de sus trabajos más emblemáticos.

Publicada originalmente en 1994, Paraíso es un bildungsroman situado en el exótico contexto del sudeste africano que tiene como protagonista a Yusuf, un niño de doce años que vive con su padre y su madre, desde hace poco menos de un lustro, en una ciudad a la que se mudaron por las posibilidades económicas que prometía, al estar desarrollándose, dicha urbe, gracias a que los colonizadores alemanes la usaban como centro de operaciones mientras construían la línea de ferrocarril. Con la posterior pérdida de importancia de dicho enclave, los negocios locales se vieron resentidos, como el del padre de Yusuf, director de un hotel. En este contexto nos encontramos con la presencia, no sólo del protagonista y sus progenitores, sino también de otra figura un tanto elusiva y pomposa, la del comerciante Aziz, presentado desde el principio como tío del niño. No tardaremos en descubrir que, a petición de su padre, el niño debe viajar con su tío y dejarlos atrás. ¿Por qué ha de irse? La respuesta no está clara en este momento. El siguiente escenario, que es el espacio simbólico más relevante y estable de la novela, es la casa del comerciante, a la que han llegado: en ella, no solo conocerá Yusuf más sobre la vida y sus crudas cuestiones prosaicas y sensuales, gracias a Khalil, el encargado de la tienda del comerciante Aziz que es varios años mayor que él, sino que se sentirá paulatinamente prendado por el hipnótico y misterioso jardín que hay en ella y que con el tiempo será el núcleo que motive en la trama de la novela distintas relaciones y hechos, especialmente al final de la narración.

Como ya he apuntado, esta es una novela de aprendizaje, de crecimiento personal y transición a la madurez, y el grueso de esa toma de contacto con el mundo y posterior transformación se desarrolla tanto en la casa, bajo la violenta y cínica batuta de Khalil, como en el duro viaje que habrá de hacer el protagonista con Aziz y su caravana de hombres y productos transportados por distintas regiones con el objetivo de comerciar. Algunos de los personajes secundarios tienen bastante encanto, y el lector no deja de echar en falta una mayor presencia de estos. Así sucede con Kalasinga, conductor de una camioneta que posee un discurso alegre y hedonista, además de una visión un tanto escéptica del mundo y la religión: “Deja que el muchacho alcance tanta virtud como pueda […] Estos sentimientos no nos duran mucho. El mundo nos tienta demasiado pronto a pecar y caer en la obscenidad”. O también: “Mientras tu Dios del desierto esté torturándote por todos tus pecados, yo estaré en el Paraíso jodiendo todo lo que se me ponga por delante […] Para ese Dios tuyo casi todo es pecado”, etc.

Los temas que aborda la novela son esencialmente el desarraigo y la inocencia, la naturaleza de la violencia y la sexualidad, pues, aunque los colonizadores alemanes están de fondo como figuras amenazadoras que no tienen mayor presencia en el texto, en la propia estructura social de las poblaciones locales que se describen, los más poderosos se imponen a través de la fuerza, y su poder contiene la misma brutalidad que la de los europeos, aunque a una escala y con motivaciones distintas. La oralidad, la narración de leyendas e historias mágicas, cumple una función destacada, pues mientras la religión es un asunto serio para aquellos que tienen mayor nivel social, las capas bajas están impregnadas de supersticiones en las que el sexo, la obscenidad y la violencia verbal juegan un papel importante. Con todo, lo más curioso que se aprecia en el texto es que el motor de la mayoría de los acontecimientos importantes que se producen se derivan, directa o indirectamente, de la belleza física del chico: dicha hermosura hará las veces de talismán, de salvoconducto que le permitirá salir, a él y a sus acompañantes, de situaciones límite.

Ahora solo me queda dar el siguiente paso, leer A orillas del mar, publicada este pasado marzo, para hacerme una idea más aproximada de la obra de Gurnah, y así tener una opinión más informada de él.

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Anaïs Nin: La casa del incesto

Anaïs Nin (1903-1977) es una de esas escritoras que ha pasado a la historia de la literatura agolpada en el voluminoso grueso de sus diarios. No es este un hecho excepcional y son célebres los ejemplos de otros grandes diaristas que, a pesar de la valía de sus novelas, poemas o relatos, se han perpetuado también gracias a sus diarios: desde León Bloy hasta Susan Sontag, pasando por Grillparzer, Cesare Pavese, Ribeyro, Pizarnik o Kafka, entre otros. A diferencia de algunos de los nombres que acabo de citar, esa obra de Nin que cae fuera de sus memorias suele quedar bastante más oculta de lo que pudiera esperarse. Tanteando por dicha sombra, que siempre es más densa de lo que se la supone supone, recorriéndola con expectación, fui a dar con uno de sus textos primigenios, el que la propia autora consideraba como el germen de su ulterior trabajo, un poema en prosa que quiere ser un relato, publicado en una edición privada de 1937 con el título de La casa del incesto. Veamos que hay en ella.

Al comenzar esta lectura nos encontramos con una decena de páginas cargadas de un oscuro lirismo, sin duda con una mayor vocación poética que narrativa: la narradora, inestable y extremada, despliega las palabras con el único objetivo de alcanzar imágenes sorprendentes, sobrecogedoras y adoloradas, en lo que parece una explicación preliminar por situarnos en la génesis de sus sufrimientos; aunque lo hace de una forma tan críptica que no sabemos dónde hacer pie. En esta primera etapa del texto, como la voz que nos reclama nos confiesa, se esfuerza, se entrega a la tarea de escribir, de “vomitar” su corazón, algo que hace de forma torrencial y sin cortapisas.

Tras la vomitona poética de su corazón, el torrente se embrida y se pone al servicio de los hechos: ahora estamos en una habitación asistiendo a una ruptura, a un alejamiento de aquellos a quienes la narradora ama, y también ante una duda entre la muerte y el cambio en la propia existencia: “Lo que me excita no es el miedo a morir, sino el terror a una nueva vida”, apunta. Por eso, una de las características principales de la psiqué de la narradora es que está incómoda en sí misma, no acepta la realidad, pues la vemos retorcerse una y otra vez dentro de su propia vida. Esto la lleva al abandono de lo que existe para conducirla a la apuesta por el reino de lo inventado. Después de este hiato narrativo, en el que el lector comprende y se ubica levemente, entramos en una nueva fase de pulsión poética. La narradora no se siente segura de nada, salvo de su soledad. Sus sentidos se afilan de tal forma que trascienden lo real: deja espacio para la mitología grecolatina, la fantasía propia, los relatos bíblicos. Después, en un arrebato de laconismo, afirma que ama a su hermano, y que ese amor es un amor sin esperanza alguna de realidad.

Este es el momento en el que la casa del incesto entra en escena en tanto escenario viviente. Es un lugar que existe contra el afecto, y está hecho de estatismo y cuya esencia rechaza cualquier alteración. La casa está llena de escaleras de peldaños desnivelados, de estancia situadas a distintas alturas, con pequeñas ventanas. Este laberinto es el que recorre la protagonista en busca quizá de una respuesta que no le llega. “Luchó contra la muerte que se aproximaba: no amo a nadie; no amo a nadie, ni siquiera a mi hermano”. ¿Teme que si lo confesase la muerte (la culpa, el señalamiento, el final) caería sobre ella, o simplemente intenta convencerse de que tal sentimiento no puede ser cierto?

Este texto complejo de difícil lectura, que está estructurado con la difusa realidad de un sueño, de una pesadilla, nos exige la máxima atención y, aun así, no saldremos bien parados con una única lectura. Es tan simbólico y secreto en sus imágenes que, de no ser por su acertada extensión, sería fácil abandonarlo: los amantes de Nin lo surcaran con la devoción habitual que le profesan, pero aquellos que no estén acostumbrados a su obra difícilmente encontrarán en él razones para regocijarse. Con todo, es una apuesta literaria que entraña riesgo y, por tanto, siempre celebrable.

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Rumer Godden: El río

En 1945, Margaret Rumer Godden (1907-1998) surcaba marcha atrás el río Lakhya a bordo de un vapor propulsado por ruedas de paletas perteneciente a la Inland Navigation Company de la India, en la que había trabajado su propio padre, observando desde la cubierta superior del barco cómo, a lo lejos y paulatinamente, Narayanganj, ciudad de Bangladés en la que se había criado junto a sus hermanas, se empequeñecía y perdía en la distancia. En cuanto la embarcación enderezó el rumbo, Rumer Godden fue a su camarote y comenzó a escribir El río. Como explica la propia autora, el libro se le reveló en aquel instante; y revelar es la palabra, el verbo exacto que ella utiliza. Porque, es cierto, hay historias que se inventan para transmitir un mensaje, para expresar algo premeditado, mientras que otras, simplemente, insisten en ascender desde algún lugar interior sin mayor objeto que el de existir a toda costa.

En El río (1946), publicada en español por Acantilado en junio de 2018, aunque contado con ediciones previas en otras editoriales, nos encontramos con Harriet, una niña creativa y curiosa en el umbral de la adolescencia, que vive en una casa junto a un ancho y transitado río en compañía de su familia: Bea, Bogey y Victoria son sus hermanos; su padre trabaja en una granja investigando la germinación y cultivo de yute, mientras que su madre, embarazada de su quinto hijo, pasa el tiempo al margen del estrés cotidiano. Los niños quedan casi todo el tiempo bajo la tutela de Nana, que es a la vez su cuidadora y la encargada de mantener en orden la casa. Victoria es la niña más pequeña e inocente; Bogey, el segundo por la cola, es un niño intrépido, enamorado de su solitaria independencia y de la naturaleza: desea estar solo y, si alguna vez sufre algún percance en sus aventuras, se lo guarda hasta que le descubren alguna magulladura o golpe que lo delate. Bea es la hermana mayor y, aunque se lleva poco tiempo con Harriet, demuestra encontrarse en un estadio emocional y físico más avanzado: esto descoloca e intriga a Harriet que, sintiendo que ella misma está transformándose, haciéndose mayor sin haberlo deseado, no sabe cómo sentirse, qué actitudes adoptar, cómo comportarse. La exuberancia y aromas de los paisajes de la India, su cromatismo y sus texturas, los ritos y las costumbres locales, rodean la plácida vida de la familia, una vida familiar que se verá sacudida por una sostenida, aunque difusa hasta su consumación, tragedia.

Los temas que se abordan con mayor intención en este hermoso libro son, por un lado, el del crecimiento, en tanto crecimiento al mundo adulto y a su desconcertante lógica, y, por otro, el de la muerte, aún más desconcertante que el mundo adulto; a estos podrían sumarse otros dos más que se derivan necesariamente, en este caso, de ellos: la culpabilidad (asociada a la muerte) y el espíritu creativo (asociado al crecimiento). La dimensión central de la novela es el tránsito a la adolescencia, que en el libro es casi un sinónimo de completa responsabilidad social. Harriet crece, especialmente, al observar el mundo desde nuevas perspectivas: gracias al comportamiento y emociones de su hermana, a su relación con personas adultas en contraposición a los juegos que venía practicando con sus hermanos más pequeños, así como a través de la escritura de poemas y cuentos en los que refleja su proceso de extrañamiento, de maduración. Hay algunas reflexiones sutiles y complejas que dan profundidad al texto, como esta sobre el ciclo de la inocencia: «Tras una vida de servidumbre, [Nana] había recuperado lo que Victoria aún no había perdido».

El proceso mediante el cual Harriet entra en contacto con la muerte y su infinita presencia en el mundo es progresivo, pero no por ello menos doloroso. La naturaleza es el escenario principal («hasta entonces los atisbos que Harriet tenía acerca del nacimiento y de la muerte se los debía a pájaros como el martín pescador y a los animales habituales…»), y la muerte de su conejillo de indias la conduce a plantearse preguntas que, para su desconsuelo, la llevan a comprender que sus hermanos, sus padres y Nana habrán de morir, y con ellos sus voces, sus rasgos e ilusiones. En su desconcierto, teorías sobre el crecimiento (renacer o morir) van agolpándose en su mente, así como trascendentales comparaciones que dotarán de un mayor sinsentido sus intentos por comprender qué significa morir y qué vivir como ser humano: «cayó en la cuenta de que había cosas, como las estrellas, los árboles y las rocas, que duraban mucho más que las personas: las montañas, las islas y la arena; e incluso las cosas que las personas creaban: canciones, cuadros, porcelanas preciosas y los poemas». La tragedia familiar que habrá de acontecer abundará aún más en este proceso.

La novela es un hermoso y fresco cuadrito muy bien delineado, del que, en 1951, el director Jean Renoir hizo una película.

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Dylan Thomas: Hacia el comienzo

No sabría cómo expresar de forma acertada mi admiración por Dylan Thomas (Swansea, 1914-Nueva York, 1953). Y, más aún, por la prosa de Dylan Thomas. Conocido esencialmente como poeta, existe un absoluto desdén, una absoluta desatención por sus cuentos, por sus relatos, por su apuesta narrativa. Sin duda es totalmente comprensible que su poesía haga las veces de núcleo y carta de presentación, una carta de presentación más que ilustrativa de su valía, pero esto no debería entorpecer la aproximación al conjunto de relatos que escribió Dylan Thomas a lo largo de su vida, y que aparecen recogidos en distintos tomos por Mondadori —o si no en un solo titulado Relatos completos (DeBolsillo, 2003)—:  editado en 1998, Hacia el comienzo es el primero de ellos y del que he venido yo aquí a decir unas palabras.

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                                        Dylan Thomas

Lo más fascinante de los cuentos recogidos en este volumen, es la extraordinaria simbiosis que se produce entre la prosa y su pura narratividad y la acentuada presión lírica de las imágenes y el vocabulario que utiliza Dylan Thomas. Todos los textos están barnizados por una atmósfera onírica en la se desarrollan historias que beben y presentan, a veces de forma sustancial y otras como un tenue destello, temas bíblicos y folclóricos de su país: un fuerte simbolismo recorre con fuerza todos los relatos, del primero de ellos al último. Pero no se trata de simples y eruditas referencias a estos ámbitos, sino muy al contrario, del resultado del ejercicio artístico del galés, que resulta, todo él, tan personal como distante. La muerte, el dolor, la soledad, el amor e incluso un cierto absurdo son los temas principales. Hay niños, ancianos, jóvenes, que son asesinos, vagabundos o desorientados místicos.

La anciana del piso de arriba estaba muriéndose desde que Helen alcanzaba a recordar. Estaba tendida en las sábanas, como una mujer de cera, desde que Helen era una niña que acudía a la casa con su madre para llevar fruta recién cogida y verdura fresca a la moribunda. Ahora, Helen era un mujer hecha y derecha, con su delantal y su vestido estampado; llevaba el cabello recogida en un moño en la nunca.Se levantaba todas las mañanas con los primeros rayos del sol, encendía el fuego en el hogar, dejaba entrar al gato de ojos rojos.
(La historia verdadera)

Son un total de veinte cuentos que destilan un extraordinario magnetismo. Hay libros que están hechos para auténticos lectores, para aquellos que no se conforman con un argumento, con una historia que va y viene sorprendiéndonos en ciertos puntos: este libro es uno de ellos. Dylan Thomas es un escritor que si es capaz de entrar en ti, ya nunca va a salir de tu cabeza. Lo más probable es que lo leas y releas siempre maravillado, maravillada, porque sus páginas no dejan de ser extensiones cargadas de riquezas. Ya lo dije al principio: No sabría cómo expresar de forma acertada mi admiración por Dylan Thomas. Y lo sigo diciendo. No sé cómo hacerlo.

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