Cormac McCarthy: Meridiano de sangre
Cada cierto tiempo vuelvo a caer en la misma trampa, en el mismo inocente sentimiento de reparación. Y creo que esto se debe a que, cuando un libro de algún autor o autora celebrado no termina de convencerme, creo que se debe, más que a un fallo de la obra, a una mala disposición de ánimo por mi parte en el momento de la lectura. Por eso siempre estoy abierto a segundas, terceras y hasta cuartas oportunidades. Un ejemplo de esta actitud se puede apreciar muy a las claras en mi relación con Cormac McCarthy (1933), cuyo resumen podría ser este: el primer libro suyo que leí fue La carretera (2006), novela premiada nada menos que con el Pulitzer y que me pareció insustancial, cuando no directamente aburrida; luego saqué de la biblioteca Suttree (1979), novela que siguió sin demostrarme por qué críticos como Harold Bloom consideraban a McCarthy un genio o al menos una figura importante; más adelante llegó el turno de Todos los hermosos caballos (1992), que es la más equilibrada que he leído de él, pero que no descuella originalmente por ningún sitio; y, por último, Hijo de Dios (1973), que me interesó, pero sin darme muestras, una vez más y después de todo, de que ahí realmente había un grande de la letras norteamericanas. ¿Qué he hecho yo entonces, después de haber salido tan desanimado de los libros de Cormac McCarthy? Sí, leer por quinta vez a Cormac McCarthy.
La semana pasada, mientras echaba la vista por los estantes de la librería a la que voy habitualmente, descubrí y compré, con ánimo renovado y en una edición de bolsillo, Meridiano de sangre (1985), deseoso de demostrarme que había juzgado mal, a pesar de los muchos intentos anteriores, al escritor estadounidense. ¿Qué podemos decir de este libro después de haber recorrido sus casi cuatrocientas páginas? Por lo que atañe a su argumento, poco puede expresarse más que esto: un dispar grupo de hombres renegados y despreciables recorren, mediado el siglo XIX, las zonas desérticas del sur de los Estados Unidos y México, cazando indios y sufriendo distintos contratiempos asociados a esta tarea. Así escrito, el libro puede parecer más interesante de lo que en realidad es, puesto que McCarthy ofrece una historia tan árida y desprovista de emoción que termina por resultar, una vez más, inapetente. El libro se intenta salvar, de todos modos, a través de tres factores distintos: la representación de una violencia descarnada, con la que intenta sacar al lector del sopor en el que lo ha sumido; el juez Holden, personaje que es un pastiche extemporáneo de Heráclito y Nietzsche; y con la mezcla de descripciones poéticas del paisaje, por un lado, con un lenguaje técnico (geología, botánica, zoología, vestimenta, etc.).
Por lo que respecta al primer punto, el de la violencia, McCarthy busca siempre la imagen fácil y brutal que atosigue la imaginación del lector y le provoque un crudo rechazo, pero sin invitar realmente, como contrapunto, a la reflexión sobre sus causas; en cuanto al juez Holden, se le ven las costuras por todas partes y no parece estar vivo, sino ser simplemente una excusa para expresar ideas egoístas y manidas cosmovisiones con grandilocuencia y sadismo, mezcladas, asimismo, con actitudes excéntricas incomprensibles; con relación al lenguaje, son las descripciones las que intentan elevar estéticamente el texto, un texto que en sí mismo no representa nada ni por asomo excepcional: los paisajes y el firmamento están vivos, mientras que los personajes son demasiado teatrales cuando intercambian más de dos frases; sólo cuando son secos tienen la excusa de parecer creíbles. Las escenas son muchas veces forzadas en su pintoresquismo, si no véase la siguiente presentación y cómo peca de aglutinar elementos desagradables demasiado artificialmente con tal de darnos asco y soprendernos:
El idiota [que está en una jaula encerrado] era menudo y deforme y tenía la cara sucia de heces y se puso a mear hacia ellos con cansina hostilidad mientras mordía un zurullo en silencio.
Aún así, no todo el libro es un desierto, pues también hay situaciones que consiguen captar nuestra atención para bien, aunque se cuenten con los dedos de una mano. Por eso creo que personas con un bagaje medio u alto de lecturas no podrán encontrar nada de interés, nada de valor en este libro. Apenas tiene treinta páginas interesantes: Don DeLillo, Philip Roth o incluso Paul Auster están muy por encima de McCarthy en el arte de la novela, en el arte de hacernos creer las historias que surgen de sus cabezas. Ahora bien, ¿volveré a leer a McCarthy? Todo apunta a que no.
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