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António Lobo Antunes: Para aquella que está esperándome sentada en la oscuridad

Desde hace pocas semanas está ya disponible una de las últimas novelas escritas por António Lobo Antunes. Para aquella que está esperándome sentada en la oscuridad, publicada por Literatura Random House este pasado noviembre y traducida por Antonio Sáez Delgado, es la última obra que ha llegado al lector en español del que es, sin duda, el escritor más importante de las letras portuguesas y uno de los grandes de la literatura universal. La aparición de un libro suyo, como no puede ser de otra forma, ha de ser vista como un acontecimiento literario de primer orden: cada una de las páginas de su obra parece tener una constante y punzante manía por aflorar estímulos para el deleite y el asombro, lo que nos permite asistir, en tanto lectores fascinados, a esa extraña y maravillosa épica de constatar cómo la literatura se diferencia con claridad de lo que no lo es.

En esta novela, publicada originalmente en 2016, António Lobo Antunes nos sumerge en el proceloso naufragio de la enfermedad de Alzhéimer que padece una anciana de setenta y ocho años, antigua actriz de teatro, casada por partida doble y atendida hoy, en sus últimas semanas de vida, por el sobrino de su segundo marido. El libro se estructura en una disposición cuatripartita, un prólogo y tres movimientos, que cuentan a su vez con sus propios capítulos, en los que se va acentuando, según avanzamos por ellos, el vaivén de los estragos de la enfermedad a través de la ruptura temporal y gramatical que se produce en la mente de la enferma, que es la voz narradora desorientada e inconsciente de su propio camino hacia la disolución: «Lléveme lejos de la enfermedad», reclama en cierto momento, en uno de esos extraños accesos de lucidez que aún la asisten.  

Esta voz, la voz precaria pero fluida de la narradora, se esfuerza hasta la extenuación en demostrarse a sí misma, e incluso a los demás a pesar de no poder hablar, de no poder comunicarse, que la enfermedad que padece es más un juego de sombras que su entorno cierne sobre ella que un hecho consumado, pues, aunque parece aceptar su situación, no termina por tolerar sus consecuencias: siente que los muebles cambian de sitio, que las ventanas se trasladan de lugar durante la noche, que todo rota y se revuelve con el objetivo de descentrarla, de jugar macabramente con ella. Pero esto es solo al principio; más adelante entrarán en su habitación personas y espacios del pasado: así, los recuerdos de la infancia se agolpan y entreveran con la impotencia de no poder retener el presente. El pasado lo conoce, «solo he perdido el ahora», puntualiza.

Aparecen en esta novela episodios cargados de un lirismo soberbio, propios de la narrativa de Lobo Antunes, como podemos apreciar en este ejemplo, metáfora perfecta de la progresión lenta pero constante de la enfermedad de la protagonista, que llega justo después de advertirnos ella misma de lo imposible que resulta decir lo que ya se ha renunciado a decir por la imposibilidad de decirlo, cuando nos habla de esos «barcos alejándose de noche oscilando con reflejos cada vez menos claros hasta que la distancia o un destello del agua los anula». Esa anulación en la distancia bajo la oscuridad de la noche es lo que sentimos al presenciar la transformación de la anciana en una voz que se desordena al pensar y al hablarse a sí misma, una voz cargada de voces que parece haber convertido la vida, debido a la enfermedad, en su antagonista

Por otro lado, lo que nos permite creernos la vida, corporeidad y existencia material de estas voces, su realidad factual en el mundo, no viene dado por intervenciones descriptivas, por prosaicas apelaciones prosopográficas, sino por la expresión pura de las emociones, de los miedos cervales que las moldean, dotando a dichas voces de las imperfecciones que arrastra toda estar en el mundo: la oscura cabalgata de incertidumbres que lo pueblan. Así, las acciones en las que nos reconocemos o diferenciamos nos introducen aún más en la lectura: está, por ejemplo, el hecho de tragarse una pastilla y su connotación épica, trágica («la pastilla bajó de milagro rodando como una piedra, la sentí en el cuello, dejé de sentirla, me he escapado de esta, es la próxima la que va a acabar conmigo, nadie tiene suerte toda la vida»); también el desconocimiento de los objetos que una vez le pertenecieron nos acerca a la distancia a la que la enfermedad obliga a la narradora para con las cosas familiares («y yo dispuesta a jurar que no los he visto en mi vida [los muebles], a lo mejor vive otra persona en este apartamento y no nos vemos nunca»), porque esta enfermedad, al fin y al cabo, consiste en hacerlo todo paulatinamente superficial, tópico, de piedra.

En una ocasión le escuché decir a António Lobo Antunes que cada libro tiene su llave, y es cierto. La dificultad de los textos de nuestro autor son buena prueba de ello: la clave es encontrar dicha llave, una llave hecha siempre de dos materiales: apertura y paciencia. Porque los grandes libros están hechos esencialmente de paciencia y solo la paciencia puede darnos cabida en ellos: así conseguiremos los dos objetivos esenciales del lector; esto es, la obtención de alegría, por un lado, y sabiduría, por otro. En esto, António Lobo Antunes nunca ha fallado.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Paul Auster: La noche del oráculo

Tuve unos meses, hace algo más de un año, en los que me dio por leer todo lo que pude de Paul Auster (Newark, 1947). En España siempre se le ha tenido muy presente, sobre todo entre la gente joven (y no tan joven) y podría decirse que el Premio Príncipe de Asturias que recibió en 2006 da cuenta de alguna forma de esta realidad. Pero contra este entusiasmo por lo austeriano, también surgió una reacción que se opuso a él, justificado sobre todo por el calado que tuvo entre ese amplio abanico cool de lectoras y lectores que leen lo que propone/dicta la moda. Porque en esto, quién lo duda, siempre hay moda, postura.

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        Paul Auster (Google imágenes)

Pero siendo sinceros, y dejando al margen la gran repercusión que pueda tener Auster entre determinados grupos, parece imposible afirmar que no hay que leerlo. Todo lo contrario: a Paul Auster hay que leerlo. Cierto es que hay obras que quizá resultan algo más inaccesibles como, por citar sólo un ejemplo, Viajes por el Scriptorium. Más, por otro lado destacan sus buenos momentos literarios. Y no hablo de La trilogía de Nueva York o Brooklyn Follies, quizá sus obras más conocidas. Hablo de libros como El Palacio de la Luna, El libro de las Ilusiones o La noche del oráculo (Anagrama, 2004), que es la que quiero comentar hoy. He leído esta novela tres veces, y cuando me pregunto cuál es la razón, porque no tengo por costumbre releer mucho (aunque a algunos autores sí) no soy capaz de dar con ella: quizá sea simplemente una fascinación injustificada y eso sea todo.

»Había estado mucho tiempo enfermo. Cuando llegó el día de salir del hospital, apenas sabía andar, casi no recordaba quién era. Haga un esfuerzo, me dijo el médico, y en tres o cuatros meses volverá a habituarse a las cosas. No le creí, pero de todos modos seguí su consejo. Me habían desahuciado, y ahora que había desbaratado sus predicciones y seguía misteriosamente con vida, ¿qué otra cosa podía hacer sino vivir como si tuviera todo un futuro por delante?»

La historia es la de un escritor, Sidney Orr, en fase de recuperación tras haber sufrido una enfermedad: pasea por las calles de Nueva York poco a poco, paso a paso, intentando encontrase de nuevo a sí mismo física y mentalmente. En una de sus varias caminatas da con una papelería regentada por un tal señor Chang, que la ha abierto recientemente, y con el que tendrá una curiosa relación. Allí, compra unos cuadernos para reemprender la escritura, en la soledad de su estudio y en compañía de su mujer Grace, que por culpa de su postración ha tenido que dejar de lado. Un amigo suyo, y de su esposa especialmente, también escritor pero de mayor relieve que Orr, le contó una anécdota aparecida en El halcón maltés, que será el punto de arranque de su nuevo texto: una segunda historia, narrada por el enfermo escritor, se desarrolla sobre el papel de su nuevo cuaderno, que parece ejercer sobre él un poderoso influjo. Las dos lineas argumentales presentan ciertos paralelismos y se entrecruzan en su esencia: el tema de la insatisfacción, de las posibilidades del cambio, del conflicto y complejidad de las relaciones humanas son las claves de la narración.

Yo, como entusiasta de Auster, creo que es una lectura inexcusable para ir más allá de la imagen superficial que se pueda tener de él, debido en parte a lo ya comentado al principio de esta entrada, y así valorar mejor su talla como escritor. Leerlo, siempre es una buena opción.