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Impresiones literarias

Etiqueta: Nueva York

Paula Fox: Personajes desesperados

La primera vez que escuché el nombre de Paula Fox fue en boca de Paul Auster. No recuerdo el contexto ni el motivo por el cuál la mencionaba (¿quizá porque vivía, como él, en Brooklyn desde hacía muchos años?) y tampoco cuánto tardé en dar con algún libro suyo. Sí recuerdo, sin embargo, que esa primera novela que cayó en mis manos fue Personajes desesperados. Este año, aficionado como soy a regalar libros a quien se los merece, encontré la edición que sacó Sexto Piso y, animado por el recuerdo, ya impreciso, que me había dejado la historia, decidí que sería un presente estimable: la prosa clara y a ratos lírica de Fox, además, engatusa con facilidad. Ahora, meses después de este fugaz reencuentro, años después de mi primer encuentro, me animé a volver a sus páginas para comprobar cómo habían cambiado o no las sensaciones y reflexiones que, al menos en potencia, contenía y podía desplegar dicho texto. ¿Si escribir es reescribir, leer no será releer? Por lo que a mí respecta, estoy convencido de ello.

En el prólogo que precede a la novela nos encontramos, de entrada, con la siguiente afirmación de Jonathan Franzen, quien lo firma: “En una primera lectura, Personajes desesperados es una novela de suspense”. Para sustentar esta opinión refiere la incertidumbre que surge de la acción ya icónica de la historia: un gato callejero muerde a Sophie Bentwood, figura central del relato, lo que conduce a una serie de preguntas, es decir, a un conglomerado de tensiones derivado de si el salvaje minino la ha podido infectar con el virus de la rabia o no: ¿morirá de dicha enfermedad o no le sucederá nada? ¿la tendrá o no la tendrá?, tal parece ser el núcleo, según Franzen, de dicho suspense. Ahora bien ¿es realmente consistente la interpretación del texto, incluso en una primera lectura, en dicha clave? Desde mi punto de vista, no encuentro que la autora presente este incidente de una forma lo suficientemente intrigante como para querer sumirnos en una curiosidad auténtica por las consecuencias o no que tendrá dicha acción. Es más, creo que esta excesiva preocupación de la protagonista por si está o no infectada por el virus es una forma de mostrarnos una de las características de su propio ser, de sus rasgos psicológicos dominantes: ella es una mujer que constantemente duda y comete errores; en contraposición está su marido, que demuestra una personalidad más definida, simétrica, contenida, aunque, por supuesto, tiene también sus estilizadas grietas.

Desde el comienzo de la historia, desde su primer párrafo, nos encontramos con elementos que ubican al lector en un entorno familiar cálido, idílico, en el que predomina la pulsión por el buen gusto y en el que, asimismo, se exhibe la calidad de vida de los protagonistas con brevedad y maestría: el matrimonio formado por Sophie y Otto Bentwood se sienta a la mesa y uno piensa, ¿qué puede irle mal a esta pareja en semejantes condiciones? La descripción inicial, un bodegón luminoso y nutrido, da paso poco después a la sombra que proyecta el gato como elemento discordante (la adjetivación es clarificadora: pasamos en un abrir y cerrar de ojos de las “obras completas de Goethe” y el “reluciente canto de un secreter victoriano” a la cabeza “impúdica, grotesca” del gato) pues, como elemento externo, representa la intrusión de lo salvaje, de lo que no pertenece a ese recodo personal de civilización.

De aquí en adelante la novela se centra en la tensión irresuelta, pero que no impide por ello al matrimonio continuar unido, de la ya esbozada antítesis que se da entre Sophie y su marido Otto. Sabemos que algo no está bien, pero no lo identificamos. La personalidad de la primera es la que da el juego suficiente para que la novela pueda desarrollarse; la críptica estabilidad de él se presta a muchas lecturas. Por otro lado, la desesperada candidez de Sophie está en la raíz de su desconsuelo existencial: incluso cuando le muerde el gato, a pesar de tener ya cuarenta años y poder esperarse de ella alguna seriedad, es capaz de preguntarle a su marido, como si se tratase de una niña, lo siguiente: “Otto, ¿por qué me ha mordido? Lo estaba acariciando”. Esta disposición inocente de su espíritu resulta más sorprendente aún en cuanto confiesa a un tercero, como si no supiese que lo hace, que le ha sido infiel repetidas veces a su marido con uno de sus clientes (él es abogado), uno de los pocos que, además, le caía en gracia.

A medida que avanza la historia se van produciendo más acciones, pero sobre todo diálogos, pues es esta una novela en la que el parlamento va desenvolviendo los hechos. El resultado es un retablo que incluye a otras parejas y personajes sueltos, pero siempre marcados estos por las insatisfactorias relaciones sentimentales que han vivido. En Personajes desesperados todas las relaciones parecen hastiadas, llevadas a un límite de cinismo y soslayo que permite algunas inercias terribles, como esa constante propensión a estar al borde de la quiebra individual y colectiva; en esta novela todos los personajes viven como si nadie se soportase realmente. La infelicidad, el drama de Sophie al persistir en la contemplación de la futilidad de las cosas, sintiéndose, incluso, incapaz de trabajar, es la marca de su vida.

No creo equivocarme al apuntar que la desesperación de la protagonista es una desesperación que se sustenta en el hecho de evitar verse obligada a reconocer su propia mediocridad, algo que también estilan, en mayor o menor medida, el resto de los personajes. Todos viven agarrados a sus prejuicios, a sus insatisfacciones, como a una brújula. Es difícil empatizar con cualquiera de ellos: si el lector se detiene un poco a considerar lo leído, verá que ninguno decide enfrentarse a las cosas con madurez, pues, como no deja de suceder en la realidad del mundo que habitamos, muchas personas piensan que ser adulto es poco más que entregarse incansablemente al trabajo y ser capaz de ponerle los cuernos a su pareja sin que esta se entere, entre otros hitos.  “Solo los seres vivos hacen daño”, comenta el narrador en un momento dado, y uno no deja de pensar que también lo hacen los muertos, incluso los que respiran y se traicionan a cualquier hora y con cualquier pretexto, como en este agrio y misterioso libro de Paula Fox. ¿Qué ha sucedido aquí?, se pregunta el lector de la obra. Y la única respuesta posible es la perplejidad.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

*Esta reseña se publicó originalmente en Culturamas, el 15 de mayo de 2022.

E. L. Doctorow: El arca de agua

Probablemente esta sea una de las mejores novelas que he leído en lo que va de año. Y estoy convencido de que, al final de este 2017, seguiré diciendo lo mismo. Aunque no es una de sus novelas más destacadas, al menos para parte de la crítica y del público, porque otras como Ragtime, Billy Bathgate o El libro de Daniel suelen llevarse todas las atenciones, El arca de agua (Roca Editorial, 2014), de E. L. Doctorow (Nueva York, 1931 – 2015) se merece una buena y disfrutable lectura: sus más de 280 páginas pasan volando. Y, claro, que un escritor consiga esto no es nada, nada fácil.

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                   E. L. Doctorow

Esta facilidad de lectura quizá se deba al tono y al tema que elige Doctorow para esta narración: acabada la Guerra de Secesión estadounidense (1861-1865), es decir, su Guerra Civil, nos encontramos en la oscura Nueva York de esos años acompañando a un relevante periodista del Telegram, el señor McIlvaine, en la búsqueda de uno de sus colaboradores más valiosos, Martin Pemberton, que ha desaparecido poco después de comunicar que ha visto a su padre a bordo de un carruaje: este hecho aparentemente insignificante es capital, pues ese hombre estaba muerto. Este el punto de partida de la narración, una narración cercana a la novela gótica, de misterio: con un hombre-fantasma y una desaparición, con una búsqueda en un entorno cargado de nieblas, sombras y lluvia. Aunque Doctorow plantea además, directamente, reflexiones de corte filosófico, moral.

Nadie tomaba al pie de la letra lo que Martin Pemberton decía; era demasiado melodramático y atormentado para hablar con claridad. Atraía a las mujeres gracias a esta condición; lo creían algo así como un poeta, aunque en realidad no era sino un crítico de su vida y de su época. Por eso, cuando empezó a murmurar por ahí que su padre seguía vivo, quienes lo oímos, y recordábamos a su padre, entendimos que hablaba de la persistencia del mal en general.

Además de inscribirse en un estilo narrativo de novela muy clásica, esta obra presenta un interesante acercamiento al modo de vida de la Nueva York de esa época, por la que desfilan los niños sin nombre de las calles mugrientas y los hombres y mujeres mejor posicionados de la sociedad, así como otras capas intermedias tratadas, quizá, de forma algo estereotipadas en general, pero a la vez de forma natural, por lo que la narración no se convierte, para el lector, en una sucesión de simples tópicos. E. L. Doctorow es un gran escritor. Y esta novela, si no se ha leído nunca nada de este autor, puede ser el primer paso para una fructífera y larga relación. Así es, hay que leer a Doctorow.

Dylan Thomas: Hacia el comienzo

No sabría cómo expresar de forma acertada mi admiración por Dylan Thomas (Swansea, 1914-Nueva York, 1953). Y, más aún, por la prosa de Dylan Thomas. Conocido esencialmente como poeta, existe un absoluto desdén, una absoluta desatención por sus cuentos, por sus relatos, por su apuesta narrativa. Sin duda es totalmente comprensible que su poesía haga las veces de núcleo y carta de presentación, una carta de presentación más que ilustrativa de su valía, pero esto no debería entorpecer la aproximación al conjunto de relatos que escribió Dylan Thomas a lo largo de su vida, y que aparecen recogidos en distintos tomos por Mondadori —o si no en un solo titulado Relatos completos (DeBolsillo, 2003)—:  editado en 1998, Hacia el comienzo es el primero de ellos y del que he venido yo aquí a decir unas palabras.

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                                        Dylan Thomas

Lo más fascinante de los cuentos recogidos en este volumen, es la extraordinaria simbiosis que se produce entre la prosa y su pura narratividad y la acentuada presión lírica de las imágenes y el vocabulario que utiliza Dylan Thomas. Todos los textos están barnizados por una atmósfera onírica en la se desarrollan historias que beben y presentan, a veces de forma sustancial y otras como un tenue destello, temas bíblicos y folclóricos de su país: un fuerte simbolismo recorre con fuerza todos los relatos, del primero de ellos al último. Pero no se trata de simples y eruditas referencias a estos ámbitos, sino muy al contrario, del resultado del ejercicio artístico del galés, que resulta, todo él, tan personal como distante. La muerte, el dolor, la soledad, el amor e incluso un cierto absurdo son los temas principales. Hay niños, ancianos, jóvenes, que son asesinos, vagabundos o desorientados místicos.

La anciana del piso de arriba estaba muriéndose desde que Helen alcanzaba a recordar. Estaba tendida en las sábanas, como una mujer de cera, desde que Helen era una niña que acudía a la casa con su madre para llevar fruta recién cogida y verdura fresca a la moribunda. Ahora, Helen era un mujer hecha y derecha, con su delantal y su vestido estampado; llevaba el cabello recogida en un moño en la nunca.Se levantaba todas las mañanas con los primeros rayos del sol, encendía el fuego en el hogar, dejaba entrar al gato de ojos rojos.
(La historia verdadera)

Son un total de veinte cuentos que destilan un extraordinario magnetismo. Hay libros que están hechos para auténticos lectores, para aquellos que no se conforman con un argumento, con una historia que va y viene sorprendiéndonos en ciertos puntos: este libro es uno de ellos. Dylan Thomas es un escritor que si es capaz de entrar en ti, ya nunca va a salir de tu cabeza. Lo más probable es que lo leas y releas siempre maravillado, maravillada, porque sus páginas no dejan de ser extensiones cargadas de riquezas. Ya lo dije al principio: No sabría cómo expresar de forma acertada mi admiración por Dylan Thomas. Y lo sigo diciendo. No sé cómo hacerlo.

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Thomas Wolfe: Hermana Muerte

No sería descabellado decir que tengo el blog abandonado: este mes he publicado únicamente una reseña sobre Le Clézio y el anterior otra sobre Dana Spiotta. En mi defensa diré que no se debe a que haya dejado de leer o de interesarme por compartir mis lecturas, sino más bien a que apenas tengo tiempo por dedicarlo a mi faceta académica, que últimamente me tiene muy comprometido. Aunque éstas, como cualquier excusa, tienen un cierto regusto a mentira.

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                                          Thomas Wolfe

Estos días/semanas estoy con varias lecturas que tenía más que pendientes. Entre ellas destacan Canada de Richard Ford y Our mutual friend de Charles Dickens, que espero compartir aquí más adelante (aunque seguramente se cuelen otras por el medio), como hoy voy hacer con Hermana Muerte (Periférica, 2014) del escritor norteamericano Thomas Wolfe (Asheville, 1900 – Baltimore, 1938). Una advertencia preliminar: Thomas Wolfe no tiene nada que ver con Tom Wolfe, el escritor y periodista también americano conocido especialmente por sus libros La hoguera de las vanidades y La izquierda exquisita. Hecha esta distinción podemos comenzar.

Thomas Wolfe aborda el tema de la muerte en este libro de apenas noventa páginas a través de la visión de un hombre del que nada sabemos, aunque dejará pequeñas dosis de sí mismo a medida que narre la muerte de cuatro personas distintas en la ciudad de Nueva York. Cada una de ellas estará enmarcada en unas circunstancias distintas, pero teñidas siempre por una violencia instantánea que conducirá finalmente a lo mismo. La última de estas muertes, reflejada ya de manera somera en la primer página, será la más perdurable, la que se acomode en su memoria y ya no le abandone, pues será distinta de las otras por diversas razones.

Hasta en tres ocasiones me había topado con el rostro de la muerte en la ciudad y ahora, en aquella primavera, volvíamos a vernos. Una noche -una de esas noches caleidoscópicas de locura, ebriedad y furia que conocí aquel año, cuando merodeaba por la gran avenida de la oscuridad de sol a sol, desde la medianoche hasta el amanecer, cuando el mundo entero se proyectaba a mi alrededor en una danza descomunal y enloquecida- vi morir a un hombre en el metro.

El estilo de Wolfe, como en todos sus libros (recomendadísimos), pasa aquí por un lirismo truculento, por la reiteración, así como por una fuerte dosis de retórica. Quizá sea esta última característica la que pueda sorprender más al lector actual, pues posiblemente sienta que uno está leyendo un texto escrito a cachos por Faulkner y a otros por algún poeta ebrio de palabras y urbanismo: la gran ciudad posee voz propia y fulmina a sus habitantes sin contemplaciones. La ciudad es el espacio en el que la Muerte, la Soledad y el Sueño (las mayúsculas son del escritor), colmando la noche, se ceban con los ciudadanos, células que están perdidas porque, según nos lo pinta gravemente Wolfe, han perdido su humanidad llegando incluso a burlarse de los muertos.

Es una buena novela para empezar con Wolfe. Su reflejo de las actitudes sociales, algo estereotipadas por otro lado, ilustra bastante bien, aún hoy, nuestro mundo urbano, que no deja de ser una selva de cemento y deshumanización. Las últimas páginas del libro son un rizo lírico, una declamación teatral de corte decimonónico que tiene una dimensión demasiado arcaica: el propio Wolfe murió de tuberculosis, sí, dándose su propio rizo romántico. Hay que leer a Wolfe.

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Martin Amis: Dinero

Siempre ha sido el dinero. ¿Qué tendrá el dinero que resulta tan seductor? No sólo es que amplíe las posibilidades de materializar nuestros caprichos, sino que parece que el dinero y el poder están indisolublemente emparejados, o por lo menos que lo uno siempre tiende a lo otro: el que tiene dinero tiene poder, y viceversa. Dos ejemplos. La actriz Gwyneth Paltrow tiene dinero porque se lo ha ganado haciendo algunas buenas películas, y su capricho, uno de ellos, era tener un ostentoso tanque con medusas; el multimillonario Donald Trump tiene dinero y quiere mucho poder, así que ahí está intentando echarle las manos al cuello de los Estados Unidos y, por eso de la causalidad, al mundo entero. ¿Ningún muchimillonario ha pensado todavía en la posibilidad de meter a Donald Trump en una jaula o estanque, como el de la actriz para sus medusas, y exhibirlo a sus ilustres visitas? Probablemente no, pero sí parece seguro que Martin Amis (Swansea, 1949) podría escribir alguna disparatada historia sobre ello.

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             Martin Amis en 1985. (David Montgomery/Getty Images)

Leyendo una entrevista reciente, concedida por el enfant terrible (no tan enfant hoy en día) de las letras anglosajonas a una revista española en relación a su último libro,  La Zona de Interés, me quedé con la copla, con el runrún de hacerme con él para comprobar si es tan polémico el asunto como se rumorea. Pero hete aquí que pasando por una librería de viejo descubrí, en el profuso mostrador de la entrada, a un solo golpe de vista, su novela Dinero (Anagrama, 1988) por el amable precio de un euro. Así que desplacé mí zona de interés hacia otra zona, simplemente por seguirle la corriente a la casualidad. He hice bien en dejarme llevar, porque es un libro que va creciendo, que va de menos a más a base de dinero, sexo, dinero, alcohol, dinero, algo parecido al amor, y, como podrán ustedes sospechar, más dinero. Planeando sobre todo ello, como es propio de Amis, una gruesa capa de humor.

Esto es la carta de un suicida. Cuando hayan terminado ustedes de leerla (y estas clase de cartas hay que leerlas despacio, centrando la atención en las claves, en los detalles delatores), John Self habrá dejado de existir. En cualquier caso, la idea es esa. Pero con las cartas de los suicidas nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto? Si consideramos todo el conjunto de la vida planetaria, hay más cartas suicidas que suicidas. 

Tenemos a John Self, un publicista, director de anuncios, inmerso en el rodaje de una película que cuenta con un gran reparto y que le reportará, sin duda, mucho dinero. Tiene una novia con la que mantiene una relación basada en la confianza de que, si él conserva su dinero y le da a ella lo suficiente, conseguirá retenerla y disfrutar de ella todo lo posible. Sufre, a pesar de tener treinta y cinco años nada más, de múltiples dolencias físicas, derivadas de su abuso constante del alcohol y el tabaco (A no ser que les informe de lo contrario siempre estoy fumando un pitillo, nos dice John) y de una progresiva constatación del vacío que tiene dentro, de que algo no marcha bien, incluso teniendo dinero en abundancia y caprichos por doquier. Entre Londres y Nueva York discurre su vida, de un lado para otro, siempre cargado con sus ideas y ansiedades. Pero a pesar de que tiene dinero, de que tiene todo lo que quiere a mano, contempla la posibilidad de suicidarse.

Una novela divertida, satírica y entretenida, incluso para sus casi cuatrocientas páginas. No voy a descubrir a Amis, pero si encuentran esta novela en alguna parte del mundo no duden en leerla. Se divertirán.