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Roman Krznaric: El buen antepasado

El psicólogo Daniel Gilbert, en su libro Tropezar con la felicidad (Ariel, 2017), se refería al ser humano como al «mono que mira hacia delante». Esta expresión tan decididamente esquemática para significar parte de lo que somos responde a la atención que la psicología prospectiva presta a la capacidad humana para proyectarse a sí misma en el futuro y prever las consecuencias de sus acciones. Apoyándose en esta concepción del ser humano en tanto criatura extraordinariamente planificadora, el filósofo australiano Roman Krznaric se entrega con entusiasmo y no menor conocimiento a la tarea de profundizar, conceptual, biológica y socialmente, en las implicaciones de esta dimensión de la anticipación humana llevada, en su caso, a una escala realmente compleja: la de la posteridad. Su libro El buen antepasado: cómo pensar a largo plazo en un mundo cortoplacista, publicado por Capitán Swing el pasado año, es un esfuerzo por intentar definir el concepto de «buen antepasado», por un lado, y de proponer, por otro, seis vías que permitan materializarlo.

Empecemos por el concepto. Acuñado en 1977 por Jonas Salk, y refiriendo con él la necesidad de legar a las generaciones futuras las riquezas y bellezas que nosotros hemos heredado, lo retoma Krznaric para dotarlo de una mayor entidad, para suplir, como él mismo señala, una «emergencia intelectual». Dicho concepto posee varias características que manifiestamente expresan la preocupación desde el presente por las circunstancias que dependiendo de nosotros habrán de acosar o no a las futuras generaciones; y cuando Krznaric habla de futuras generaciones no lo hace pensando en nuestros hijos, nietos o bisnietos, sino que va más allá, desde los cientos hasta los miles de años que le quedan a la humanidad (suponemos) por delante. La apuesta del autor es, en esencia, la de la empatía y la justicia echadas hacia delante, siendo ambas el núcleo de su concepción. El objetivo de esta empatía y justicia no es otro que el de permitirnos afrontar, manejando un nuevo escalafón temporal, los denominados «riesgos existenciales» que lanzan hoy su angulosa sombra tanto sobre la especie humana como el planeta. Estamos hablando, siguiendo al autor, de tres órdenes de riesgos a los que dar batalla: los problemas político-sociales, las amenazas tecnológicas y las catástrofes ecológicas. Atravesando la propuesta de Krznaric, cabe señalar, está siempre, además, la esperanza, que es el motor que activa a la sociedad para arrostrar con valentía las complejas situaciones que hoy nos rodean, y habrán de rodearnos también en el futuro con mayor violencia, si no les ponemos remedio a tiempo.

Este concepto de «buen antepasado» nace entonces de la dicotomía que plantea la dialéctica entre la visión cortoplacista y la perspectiva a largo plazo. Recurriendo a un conocimiento interdisciplinar, Krznaric nos advierte de que debemos tomar conciencia de esta capacidad cognitiva, ya que se trata de una ventaja evolutiva, es decir, de una de las «innovaciones» más significativas del cerebro humano. Frente a la gratificación instantánea, la pulsión inmediata por el placer y la evitación del dolor propias de la concepción cortoplacista (del «cerebro nube de azúcar», como él lo denomina), debemos esforzarnos en considerar la desatención a la que están sometidas las generaciones de la posteridad. Krznaric, en su «lucha por la mente humana», pide que se preste atención y cuestionen ciertos impedimentos o barreras que evitan que seamos buenos antepasados:  desde la obsolescencia institucional, es decir, la incapacidad de los sistemas políticos para pensar más allá del presente, hasta la depredación del entramado económico para obtener rápidos beneficios.

Por lo que respecta a las seis vías o herramientas que propone Krznaric para supera la crisis de perspectiva que enceguece a los sistemas económicos e instituciones políticas actuales, estas están sustentadas en los siguientes principios: 1) la humildad que supone tomar conciencia de la insignificancia de nuestro paso por el mundo a nivel cósmico, 2) la actualización de la idea de legado como acción que supera el ego y el ámbito familiar para proyectarse hacia todos los seres humanos que están por llegar en cientos y miles de años, 3) la justicia intergeneracional, esto es, la preocupación por lo que le estamos haciendo a las generaciones de la posteridad, 4) el «pensamiento catedral», que implica una mirada previsora a gran escala, 5) la predicción holística, centrada en vislumbrar los posibles caminos de la civilización humana y, por último, 6) el objetivo trascendental, que consiste, para Krznaric, en la prosperidad planetaria, entendiendo por esta el cumplimiento y satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes y futuras en un mundo que no se agosta y muere por la visión cortoplacista.

Ahora bien, una propuesta que requiere tal nivel de abstracción se presta a múltiples consideraciones críticas. A mí me interesa especialmente señalar algunas de las dificultades para admitir ciertos presupuestos relacionados con los llamados «riesgos existenciales». Aunque al autor le parece que sí, creo que estamos obligados a preguntarnos si realmente estamos en posición de hablar y decidir por los que vendrán. Que podamos imaginar un futuro mejor, libre de riesgos y problemas sustanciales, no significa que podamos hacer planes, por muy éticos o virtuosos que nos resulten hoy, para generaciones que también tienen el derecho a darse sus propios proyectos y metas, y que pueden muy bien distar de nuestras aspiraciones debido a las urgencias que puedan acuciarles en su presente, urgencias que, asimismo, pueden no tener relación con nuestros errores: el cauce de los siglos puede otorgar mil caminos distintos e impredecibles a la especie humana y al planeta, y los paradigmas críticos o epistemológicos de quienes están por llegar pueden diferir en mucho de los nuestros.

Pensemos, por ejemplo, en la metáfora de la flecha, usada por Krznaric como argumento para representar la necesidad de pensar en las generaciones que habiten el «futuro profundo». Presentada por el filósofo Derek Parfit, esta nos dice que debemos imaginarnos a nosotros en un bosque lanzando una flecha y dando, en la distancia, a una persona. Si sabíamos que había alguien en alguna parte, aunque no seamos capaces de reconocerlo por estar perdido en la distancia, seremos siempre culpables de «negligencia absoluta» por nuestra falta de ética y previsión. Desde mi punto de vista, dicho argumento se supera sin dificultad planteando cuestiones del siguiente tipo, sin abandonar siquiera su metáfora: ¿y si dicha flecha nunca llega a caer porque a medida que avanza se desgasta y deshace? ¿Qué sucedería si dicha flecha, con el transcurrir de los siglos, no hace daño a nadie porque sus dimensiones o proporciones han cambiado? Así, cabría la posibilidad de que lo que hoy nos parece una flecha mortal en el futuro fuese poco más que un palillo golpeando la rodilla de un dominguero que pasaba por dicho bosque en busca de setas

Por otro lado, y relacionado con la noción de humildad que propone, también se derivan ciertas consecuencias que habrían de tomarse en serio y que minarían desde el principio su punto de vista. El autor nos recuerda con vehemencia durante decenas de páginas la «insignificancia» de nuestra «existencia transitoria», y recalca que «todos los logros y tragedias de la civilización humana apenas dejarán huella en los anales del tiempo cósmico». Incomprensiblemente, de la constatación de esta certeza (que yo también comparto), de la expresión de que lo que hacemos no tendrá importancia debido a nuestra irrelevancia general en el cosmos, Krznaric deduce que la aceptación de este hecho nos lleva «hacia un propósito», en lugar de a una «futilidad». Obviamente, aquí su postura es en exceso arbitraria y se deriva de los postulados de su ética deontológica y no de la premisa en sí, porque si afirmamos que lo que hacemos no tendrá importancia en el universo debido a su desinterés por nosotros, lo mismo da preocuparse o no por personas que aún no están ni en el horizonte. Si la vida es tan corta, podría pensarse con más razón, ¿por qué no disfrutar y existir con la mayor plenitud posible, pues solo lo que existe es real? Que Krznaric vea en esta coyuntura lo contrario a la futilidad es solo un prejuicio nacido sin duda de muy buenas intenciones: lo que él llama reconocimiento de nuestra humildad otros podrían llamarlo justificación palmaria de una invitación a un carpe diem. Y lo peor de todo es que no se equivocarían sacando esa conclusión, quienes así lo hiciesen, dada la premisa.

Desde luego, nada es más loable que perseguir un modo de vida que permita reducir o acabar directamente con los problemas que someten a la humanidad y a la naturaleza, pero aun teniendo la posibilidad de realizar proyectos y prever las consecuencias de nuestras acciones, no estamos en posición de creernos más capaces que aquellos que habrán de venir atados a sus propias circunstancias. La mayoría de las concepciones que siguen esta línea de pensamiento, del tipo de la Krznaric, pecan de una cierta vanidad: centrados en lo negativo, no conceden valor a los posibles logros técnicos e intelectuales que se darán en la posteridad para hacer frente, presumiblemente con mayor solvencia que la nuestra, a los grandes retos que puedan surgir o mantenerse.

Con todo, es un libro que se presta a poner en marcha el pensamiento de cualquier lector, planteando escenarios distantes en el tiempo y requiriendo una gran dosis de imaginación y abstracción: es, por tanto, un libro para interrogarse a uno mismo. Una lectura interesante, que no puedo hacer otra cosa salvo recomendar.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Stephanie Land: Criada

Trabajo duro, sueldos bajos y voluntad de supervivencia de una madre. Este es el subtítulo que acompaña y sintetiza a la perfección la experiencia vital que Stephanie Land (Estados Unidos, 1978) recoge en su libro Criada, editado por Capitán Swing en 2021 y publicado originalmente en 2020 bajo el título Maid: Hard Work, Low Pay, and a Mother’s Will to Survive. Como siempre, y más en un contexto literario, es importante tener en cuenta los matices que desprenden las palabras. En su prólogo, Barbara Ehrenreich no deja de apuntar a ello cuando se detiene a señalar lo que parece, de entrada, una manifiesta ironía: la palabra “maid” resulta un tanto elevada, pulcra, un tanto ideal, con reminiscencias decimonónicas incluso (pues en español remite a términos más refinados como doncella o sirvienta), para referirse a una actividad doméstica que en realidad está “incrustada de suciedad y restos de mierda”, como ella misma dice. Aunque es cierto que el diccionario Cambridge define esta palabra no solo como “mujer que limpia y cocina en un hotel o en casa de alguien”, sino también como “una mujer cuyo trabajo es limpiar”, el título elegido por Land parece otorgarle, como digo, una decidida impronta sarcástica.

El libro se estructura en tres partes, que a su vez cuentan con sus propios capítulos, abarcando temporalmente un periodo que comienza cuando su hija Mia empieza a andar en un refugio para personas sin hogar, hasta que se traslada junto a ella a Montana para finalmente estudiar y diplomarse, gracias a becas y préstamos, en Inglés y Escritura Creativa. A lo largo del texto, Land hace calas en su pasado, rompiendo así la continuidad temporal del relato, para verse a sí misma de niña y de adolescente en distintas situaciones relacionadas con los acontecimientos que se desarrollan en su presente. Así, nos narra por ejemplo cómo en su infancia realizaba acciones altruistas junto a su familia, llevando comida o regalos a familias pobres, situación en la que ella, desde luego, no confiaba encontrarse nunca. Pero la vida cambia con tanta naturalidad la suerte de las personas, incluso cuando toman decisiones razonables, que solo nos queda tener ánimo para seguir adelante y salvar la situación lo antes posible.

Stephanie Land nos dice que soñaba con ser escritora, pero de la que volvía a casa una noche después de haber tomado algo, escuchó en un parque el sonido de una guitarra y la voz de John Prine, cantautor de folk-country recientemente fallecido, proveniente de los altavoces que un chico tenía en sus rodillas. Entonces decidió acercarse a él y comenzaron a hablar, quedaron para el día y siguiente y, no mucho tiempo después, empezaron a vivir juntos. El embarazo llegó sin preverlo, cuatro meses después: el padre optaba por el aborto y Land, cuanto más veía que el progenitor rechazaba a la criatura, más animada y tentada se sentía a protegerla. Aparecerán también, cada vez con más frecuencia y por parte del padre, los “estallidos de rabia, insultos y destrozos”. En estas circunstancias, Land tiene que renunciar a su sueño, irse de la caravana en la que malvive e intentar sobrevivir por sí misma: aunque comienza en el exterior de las casas, quitando malas hierbas de los jardines y fincas, su destino estaba encaminado a entrar en ellas. Al menos durante unos años de su vida.

Son especialmente interesantes las condiciones emocionales que atraviesa la autora: desde la vergüenza ante las propias amistades por su pobreza, hasta el “anhelo de coqueteo” resultante de tanta soledad, pasando por las malas relaciones con su familia, así como por el sentimiento de invisibilidad y anonimato que le queda al trabajar en tantas casas oculta a los ojos, las más de las veces, de sus propietarios. Esta ausencia de contacto con los dueños de las casas invita a Land a especular sobre sus vidas a través de los objetos que imperan por las estancias, así como por la suciedad que encuentra en ellas. Las casas reciben por tanto sus distintos motes: La Casa Porno, La Casa de las Plantas, La Casa del Chef, La Casa Triste, La Casa de los Payasos, etc. También se unen a sus reflexiones los problemas físicos y mentales que acarrea el trabajo de limpiadora: los dolores en la espalda, extremidades, el contacto constante con productos tóxicos y las abrasiones que provocan.

Definitivamente, Stephanie Land ha escrito un libro que refleja a la perfección las condiciones de vida de las personas que malviven y dependen de la caridad (de amigos y desconocidos) y los recursos asistenciales del Estado, mostrando también las dificultades para acceder a ellos. Al final su esfuerzo, por suerte, dio sus frutos, y su sueño de ser escritora se ha cumplido, así como el de ser una buena madre: como ella misma dice en un momento del libro, esto no consiste en otra cosa que en no rendirse por muy difíciles que sean las circunstancias, porque rendirse nunca puede ser una opción.

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