Jakob Wassermann: El caso Maurizius
El escritor Jakob Wassermann, nacido en Fürth en 1873 y muerto en Altaussee, Austria, en 1934, no llegó a vivir, como judío y europeo, la intensidad de la debacle moral, humana y material a la que condujeron los ideales viscerales del nazismo, no sólo en su Alemania natal, sino a lo largo y ancho del mundo: sintió con fuerza, sin embargo, el despertar de esas fuerzas elementales, primarias y retrógradas que se iban condensando y afianzando en las mentes y corazones de muchos alemanes de la preguerra, gracias al provecho que el populismo fascista obtuvo del desalentador panorama económico y social que entonces agostaba a la nación teutona. Prueba de esta sensibilidad fueron algunos de sus escritos, encaminados a testimoniar sus inseguridades y temores como ciudadano alemán, aunque sobre todo como judío. Wassermann, como se aprecia con claridad en el grueso de su obra, siempre tuvo una punzante preocupación por el alcance de la justicia, no sólo entendida como teoría y práctica de la ley, sino como acontecimiento prosaico en el que interviene la conciencia individual. El caso Maurizius, novela publicada en 1928 de la que hoy voy a hablar, engarza ambos sentidos con una gran pericia.
Etzel Andergast, un adolescente de dieciséis años, vive en un entorno en exceso severo, y en el centro de dicha severidad está la figura omnímoda de su padre, el celebrado y no menos respetado fiscal Wolf von Andergast. En dicho hogar no hay muestras de afecto, pues es una casa estricta, hecha para que se cumplan las obligaciones que se esperan de cada uno de sus habitantes. Por su parte, Etzel es un joven despierto aunque reservado, curioso aunque temeroso, que se encuentra sumido en una creciente oscuridad debido a dos hechos que no es capaz de comprender, por desconocer sus raíces. Por un lado, no sabe nada de su madre, ni siquiera dónde vive o su nombre, aunque bien es cierto que, misteriosamente, de vez en cuando parecen llegar cartas de ella a su casa, cartas que el padre se encarga de guardar. ¿Por qué su padre la ha apartado de él? ¿Qué sucedió para que esta situación se diese?, se pregunta Etzel. Por otro lado, entra en escena una figura un tanto espectral y no menos misteriosa, un anciano con gorra de capitán que se va cruzando en su camino, sin dirigirse a él, siguiéndolo en la distancia, hasta que un día se da un primer y brusco encuentro real, de palabra, entre ellos: se trata de Peter Paul Maurizius, un hombre que busca justicia desesperadamente para su hijo, que lleva dieciocho años en prisión aun siendo inocente, al menos él lo entiende así, debido a la labor del padre de Etzel.
Sobre estas vagarosas figuras, es decir, sobre su madre y Maurizius padre e hijo, intenta obtener información, y para ello tantea a su abuela, la Generala. Esta es críptica, huidiza y un tanto vanidosa, pues no revela muchos datos: nada sobre su madre, poco sobre el caso Maurizius. Por lo visto, Maurizius, el hombre que está en la cárcel y para el cual su padre pide un indulto, era un crítico de arte al que se acusó de matar a su mujer. Dicho asunto causó una gran conmoción en la sociedad, que se posición en favor en contra del mismo con gran fervor. En un principio había sido condenado a muerte, pero su pena se conmutó por una condena perpetua. Y hasta aquí llega esté primer hilo de información, que es escaso, y no hace sino acentuar la curiosidad del muchacho. Esta nueva dimensión de su insatisfacción le lleva a intentar sincerarse sobre su situación con un amigo, aunque no le lleva muy lejos, poco más que a otra fase de su frustración. Es entonces cuando desea ir al centro del meollo y visitar a Maurizius padre, que le ofrecerá todas las claves sobre la personalidad e historia de su hijo, hombre de ingenio, vanidoso también, además de interesado y poco preocupado por agradecerle a su padre los esfuerzos que hizo durante su vida para sacarlo adelante. También le revela al joven Etzel los pormenores del caso, sus grietas, sus fallos, todos aquellos matices que demostraría la inocencia de su hijo.
Es aquí cuando todo empieza a rodar con mayor velocidad y todas las incógnitas se van dejando alumbrar sin abandonar sus claroscuros para mostrar su alcance y naturaleza. En esencia, es esta una novela que, explorando la trascendencia y complejidad de la justicia, nos muestra el crecimiento y toma de conciencia de Etzel en un contexto cercado por las densas sombras que proyecta su padre y, no menos, la propia existencia en sí misma: el chico tiene el deber de abandonar ese mundo de fantasmas que le rodea y crecer fortaleciendo su conciencia. Sin duda, Wassermann es un escritor de los que siempre es provechoso leer, pues su capacidad para relacionar sutilmente las líneas cordiales de los hechos con sus causas, su maestría para la indagación psicológica y moral, para dotar de vida a sus personajes, son totalmente meritorias y ejemplos de buen hacer literario. Así, es también destacable su capacidad para no ahogarse en metáforas banales y su valiosa atención a los detalles, pues estos generan siempre, si no se abusa de ellos, una gran profundidad en los hechos narrados. En definitiva, hay que leer a Wassermann, aunque ya nadie lo diga.
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