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Impresiones literarias

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Nikolái Gógol: Mírgorod

No resulta para nada exagerado afirmar que Nikolái Gógol es una de las joyas más preciosas y preciadas por los lectores de entonces y de ahora de esa corona literaria que fue la literatura rusa del siglo XIX: compite sin renquear con Tolstoi y Dostoievski, figuras señeras y ubicuas de esta tradición, aunque su obra sea mucho menor en términos de extensión, que no en su talla narrativa. Su poema narrativo Almas muertas, escrito en 1842 y que es el núcleo de su creación artística, proyecta una sombra quizá demasiado alargada sobre el resto de su producción. Cubiertas bajo dicha sombra, resaltan con una nitidez un tanto desleída dos de sus libros de cuentos y narraciones más o menos largas, más o menos cortas: Historias de San Petersburgo (1835-1842) y Mírgorod (1832-1834), de la que hoy nos ocuparemos.

La vida de Gógol, que se inicia en 1809 en la gobernación de Poltava, territorio ucraniano en la actualidad, no está exenta de interés: trabajó como burócrata en San Petersburgo, trabó amistad con Aleksandr Pushkin y llegó a impartir clases de historia medieval en la universidad de la ciudad anteriormente citada. Maestro de la sátira, se aplicó también en otros terrenos. La religión le interesó como acontecimiento intelectual y experiencial, llegando incluso a peregrinar a Jerusalén y, en última instancia, renunció a la literatura para entregarse por completo a Dios desde una perspectiva ortodoxa. Este fervor le hizo quemar, pocos días antes de morir acosado por problemas mentales y físicos de gran consideración, la segunda parte de Almas muertas, en 1852.

Del libro que voy a hablar hoy, y que era una deuda pendiente que tenía conmigo mismo, me gustaría centrarme especialmente en dos de sus textos, que me parecen los más relevantes, especialmente porque expresan su versatilidad como escritor: su maestría para profundizar en la psicología de los personajes, así como su detallismo, preciosista a veces, de los que se vale para dotar a sus obras de un auténtico empaque literario. Es cierto que algunos de sus cuentos no han envejecido con la misma frescura que otras de sus narraciones, pero no por ello debe uno estancarse o, más bien, limitarse, a la lectura de su obra maestra. Siempre es instructivo adentrarse en aquellas piezas consideradas menores de aquellos escritores o escritoras que forman parte de algún canon, que ya de por sí implica ceñirse a (necesarios) límites comprensivos: librarse de estas lagunas es cuestión de tiempo, aunque sobre todo de interés.

En Los terratenientes de antaño, Gógol nos presenta un cuadrito rústico en el que nos da cuenta del declive al que ha llegado una hacienda ucraniana. Los protagonistas de esta historia, que es triste y conmovedora sin caer en la afectación, los protagonistas son un matrimonio de ancianos que vive felizmente hasta que un pequeño suceso, nimio y sin trascendencia, cobra una fuerte significación gracias a la mentalidad supersticiosa de dichos protagonistas, que termina condenándolos. Está escrito con la finura propia de Gógol, repleto de detalles que enfatizan el enfoque poético que el autor aplica a su obra: están los purpúreos cerezos despuntando en la vegetación, un retrato maculado por las moscas o esas sonrisas que si se expresasen resultarían demasiado empalagosas. Lo que antes era felicidad y grata rutina, se convierte paulatinamente en decadencia física, intelectual y material. Este relato se puede cifrar en la siguiente afirmación, tomada del propio texto: «más vale amar en la miseria que una vida regalada».

El segundo texto del que voy a hablar es tan importante que ha gozado, incluso, de ediciones individuales: Taras Bulba, publicado en 1842. En este relato, Gógol nos traslada al siglo XVI, tomando como protagonistas, en este caso, unos personajes que distan mucho de los referidos anteriormente: donde antes había unos ancianos condenados a una inesperada y súbita tristeza, aquí tenemos unos recios cosacos cuyo principal referente es el héroe homónimo de la obra, Taras Bulba, cuya personalidad es abrumadora, entre bonachona y fácilmente furiosa, siempre obstinada. Su temperamento se deja ver a través de paulatinos ejemplos, a medida que se van desarrollando los hechos: desde el inicial recibimiento a sus hijos, que llegan a casa tras haber estudiado en el seminario, hasta en sus furiosos enardecimientos, que le llevan a sacar siempre su sable cuando los polacos no se quitan el sombrero ante él, cuando se hace escarnio de la fe ortodoxa o ante infieles y turcos. Porque esta narración va esencialmente de eso, de la lucha de los cosacos contra los polacos. Mientras que los primeros tratan de mantenerse fieles a las viejas costumbres (algo que Taras Bulba intenta inculcarles a sus hijos Ostap y Andrei), los polacos representan nuevas y, para ellos, perniciosas influencias. Es decir, esta extensa narración presenta la lucha entre esas dos esferas de valores.

Asimismo, Taras Bulba puede enmarcarse en la corriente nacionalista que se amalgamó tan bien con los principios del romanticismo: Gógol elogia, aunque sin precipitarse en banalidades, los orígenes de su tierra, de su pueblo, y describe las características que le son propias, lo que expresa con mayor claridad gracias a la contraposición con los modos polacos o extranjeros. Aquí, de nuevo, la capacidad literaria del autor para expresarse poéticamente es manifiesta: «la ribera trepidaba y se estremecía como si tuviera vida». Su forma de sintetizar con un par de frases el espíritu de los personajes es de lo más efectiva: «vuestro cariño debéis volcarlo en la basta llanura y en un buen caballo». Y todo esto se acentúa más ante la figura doliente y humillada de la mujer de Taras Bulba, apartada y relegada a no tener opinión o influencia en la educación de sus hijos.

Podría añadir más cosas sobre Gógol y su arte, desde luego, pero eso ya sería extenderme demasiado, pues, como ya sabéis, lo único que trato de hacer aquí es invitar a la lectura a través de pequeños comentarios que puedan excitar el interés de cualquier lector. Así que adelante, mejor que leerme a mí es pasar directamente a Gógol.

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Victor Serge: El caso Tuláyev

Si quien lee estas palabras se sintió alguna vez obnubilado por la potencia devastadora de novelas como 1984 o El cero y el infinito, de George Orwell y Arthur Koestler respectivamente, y quedó asombrado por los hechos e ideas desplegados en ellas, ese mismo lector podrá encontrar en El caso Tuláyev, y esta es una promesa que no caerá en saco roto, una muestra, quizá más compleja, sin duda más polifónica y descarnada, de esa misma potencia devastadora, pero  amplificada aquí por la verdad desnuda del contexto sociohistórico y la detallista sutileza con la que Victor Serge lleva a cabo su tarea de representar la maquinaria destructiva del Estado totalitario soviético. Publicada en 1947, esta novela sobre la horrible e incesante represión soviética, esto es, sobre la reducción de todo miembro de dicha sociedad al valor de medio, no de fin en sí mismo, habría de ser una lectura obligada para estos tiempos en que los extremos se van consolidando sin que el sentido común alce su voz con la suficiente fuerza como para evitarlo.

Ahora bien, de Victor Serge podrían decirse muchas cosas, pues su vida parece que aconteció en todas partes y de forma dinámicamente atropellada: tiene algo de apátrida, algo de héroe, algo de humillado. Su peripecia vital es asombrosa, y en su tiempo gozó de una popularidad (nunca como la de Orwell o Koestler) que hoy apenas le queda. Comenzó, como muchos otros, siendo un entusiasta de la Revolución y, como muchos otros, terminó por repudiar sus consecuencias, sus modos, su fatalidad inhumana: pasó muchas horas en la cárcel y no dejó nunca de escribir; no solo invirtió su tiempo en la redacción de novelas, sino también de cuentos, poemas, memorias, diarios, artículos, ensayos y hasta biografías. Repudiado como Trotskista, fue repudiado por Trotski también. Exiliado en México, enfermo del corazón, murió de madrugada en el asiento trasero de un taxi debido a un infarto. Pasarían dos días todavía hasta que su familia se enterase del suceso. Pero ¿qué podemos decir de la novela que nos traemos entre manos?

En El caso Tuláyev nos situamos en el año 1939, momento en el cual es asesinado un miembro importante del Partido, el camarada Tuláyev. Su asesinato es fruto, únicamente, del descontento de un ciudadano y nace, además, de una pulsión marcadamente individual, pero en la que muchos podrían verse representados. Para el Gobierno soviético, sin embargo, el asesinato de Tuláyev de un balazo en la fría noche moscovita es ante todo una posibilidad para llevar a cabo una depuración masiva pretextando, sobre todo, sabotaje, profundas e invisibles ramificaciones contrarrevolucionarias: porque para dicho Estado es obvio que no puede tratarse de un hecho aislado, pues ello demostraría la impotencia del sistema para protegerse, es decir, indicaría debilidad, inconsistencia y, por ende, conduciría a la pérdida de respeto, a la derrota del miedo institucionalizado. Así, desde las altas esferas del poder, comenzando por el propio Stalin, conocido en el libro como “el jefe”, se crea una trama de relaciones inconsistentes con el objetivo de justificar políticamente el asesinato de Tuláyev: son numerosas las personas inocentes involucradas arbitrariamente en dicho complot, por el cual, sin embargo, se las tortura con el objetivo único de obtener confesiones falsas y en extremo condicionadas. Fabrican culpables según las necesidades, los asesinan según lo exija el guion.

Los personajes que recorren la historia, presentados en una sugerente estructura narrativa, representan a la perfección el pudrimiento interior al que los ideales revolucionarios y su puesta en práctica llevaron a millones de personas. Cuando la doctrina sustituye a la humanidad, cuando la política destruye la libertad, cuando la disciplina explota la voluntad, solo puede quedar en el corazón de la gente una sensación constante de miedo y debilidad, de anulación personal en favor de una existencia objetual. Esta debacle queda representada en muchos puntos a lo largo de la obra, y se estila con claridad en las frases y pensamientos de los protagonistas, al generar Serge a la perfección la atmósfera social y psicológica en la que se mueven: se saben explotadores de la miseria, farsantes (“él pensaba y los periódicos mentían”), culpables también (“Y si tú te crees inocente, te engañas por completo. ¿Inocentes nosotros? ¿De quién te burlas? ¿Te olvidas de nuestro oficio?”, dice uno de los personajes, burócrata), pero a la vez, a medida que se acercan al final, se ven poseídos de una cierta clarividencia, ya que, en mayor o menor medida, aprecian cada vez más lo inhumano del régimen, sus caprichos neuróticos, sus formas frías, aceradas, de abordar el papel del ciudadano como elemento remplazable en el sistema. La conciencia brota entonces con mayor o menor soltura, con cierto vigor.

“Todos somos fusilados aplazados”, comenta Rublev, uno de los personajes. Quizá sea esta la divisa del pueblo soviético y de los miembros del partido, pues la facilidad para caer en desgracia es tan común que casi podría considerarse una ley natural propia de este oscuro cosmos, en el que los crímenes de Estado están a la orden del día, de la hora, del minuto. En un mundo en el que “nadie debe estar a salvo de toda sospecha”, como en este libro, como en la realidad totalitaria, es imposible la vida y, por tanto, sus mejores cosas: la libertad, la belleza, el ocio, el placer de desarrollarse hacia donde uno estime oportuno. Victor Serge escribió un libro intemporal, magnético, que nadie debería dejar pasar: el pasmo y el disfrute están más que asegurados, así como el enriquecimiento de nuestra visión sobre los problemas de dejar que otros piensen y manden sobre nosotros.

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Joseph Brodsky: Menos que uno

Una de las cosas que más agradezco de la literatura es su capacidad para estimular la imaginación, la conciencia. Porque un libro, un relato, un poema, invitan a pensar y a sentir: esto significa, simplemente, que te hacen sentirte más humano. (En realidad, cualquier disciplina artística tiene este don) Lo que es de agradecer. Y una de las primera lecturas que me hizo sentirme así, algo en cierto modo humano, fue Menos que uno de Joseph Brodsky (San Petesburgo, 1940 – 1996), ganador del Nobel en 1987, y que pasó muchos años en el exilio.

Foto: Google imágenes

     

Este texto es una suerte de autobiografía que consta de siete ensayos distintos, de los cuales destaco tres por encima de los demás, quizá caprichosamente (sin duda caprichosamente): Menos que uno; Nadeyda Mandelstam (1899 – 1980). Una necrológica y Complacer a una sombra. El primero de ellos es una incursión en su infancia, una época en la que tuvo que forjarse su conciencia asumiendo sus raíces judías y aceptando el entorno hostil (el colegio, los profesores, los compañeros de clase, lo edificios, etc.) en el que creció. El segundo, es un elogio de la mujer del poeta Osip Mandelstam (que tiene también un ensayo dedicado aquí a él, El hijo de la civilización, y que creo puede verse como la primera hoja de un díptico formado junto con éste del que estoy hablando) en el que traza su recorrido vital, su conocimiento de ella, su relación, su trabajo. Por último, Complacer a una sombra, es a mi juicio uno de los cantos más bellos que le han podido rendir a Wystan H. Auden: reflexiona sobre su figura, sobre el amor y la dureza que expresan sus creaciones, sobre el vínculo que fraguó con él.

»Recuero poco de mi vida y lo que recuerdo tiene escasa importancia. La mayoría de las ideas que me interesaron y que conservo en la memoria deben su significación a la época en que surgieron. Las que no recuerdo, sin duda han sido expresadas mucho mejor por otro. La biografía de un escritor radica en la tergiversación del lenguaje que emplea. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo tenía unos diez u once años se me ocurrió que…»

La prosa de Brodsky es de una frontalidad extrema, firme, pero cargada siempre de lirismo, de humanidad. Aprendí mucho de su sinceridad y mesura, por eso creo conveniente presentarlo, aunque sea de una forma tan sumaria, para invitar al contacto, al conocimiento.

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Nabokov o la libertad creativa

Dentro del Curso de Literatura Rusa (Bruguera, 1984) de Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899 – Montreux, 1977) se pueden encontrar visiones personales del escritor de los grandes maestros rusos anteriores a la literatura soviética: Gogol, Turgueniev, Tolstoi, Dostoyevski, Chejov. Pero al margen de estas lectures, e incluidos en el volumen, aparecen otros textos de especial interés y que pueden situar acertadamente al lector interesado en el centro de las ideas que Nabokov tenía del arte y la libertad creativa.

nabokov

                  

El primero de ellos, tras la introducción de Fredson Bowers (importante bibliógrafo norteamericano), ocupa apenas veintiocho líneas. La nota solitaria, tumbada al pie sobre la página número 30, informa: Este es el texto de una hoja suelta y sin título que lleva el número 18 y parece ser lo único que queda de un panorama introductorio sobre la literatura soviética que Nabokov anteponía a sus lecciones sobre los grandes escritores rusos. Qué pena no conservar las diecisiete hojas anteriores. No sé si habría algunas más posteriores, pero por cómo termina, por su contundencia, parece que no. Es este pequeño escrito un elogio de la libertad creativa, de la autonomía del arte en cualquiera de sus manifestaciones frente a las veleidades políticas. Debiera insertarse en los corchos de las aulas de los colegios, de los institutos, de las facultades, de las escuelas de arte. No como un catecismo que aprenderse y recitar estúpidamente, sino como una invitación a la independencia creadora del individuo. Es, por tanto, una obligación para mí ofrecerlo aquí.

»Es difícil abstenerse de ese respiro que es la ironía, de ese lujo que es el desprecio, cuando se pasa la vista por la ruina a que unas manos sumisas, tentáculos abotargados del Estado, han conseguido reducir cosa tan fiera, tan caprichosa y libre como es la literatura. Aún más: yo he aprendido a atesorar mi repugnancia, porque sé que reaccionando tan vivamente conservo lo que puedo de la literatura rusa. Después del derecho a crear, es el derecho a criticar el don más valioso que la libertad de pensamiento y de expresión puede ofrecer. Ustedes, que viven en libertad, en ese campo abierto espiritual donde nacieron y se criaron, acaso tenderán a ver, en las historias de una vida carcelaria que les llegan de tierras lejanas, las noticias exageradas que va sembrando el fugitivo sin aliento. Un pueblo para el cual escribir libros y leerlos es sinónimo de tener y expresar opiniones personales, juzgará inverosímil que exista un país donde desde hace casi un cuarto de siglo la literatura no tiene otra función que la de ilustrar los anuncios de una empresa de tráfico de esclavos. Pero aunque no crean ustedes en la existencia de semejantes condiciones, podrán al menos imaginarlas, y una vez que las hayan imaginado apreciarán, con otra pureza y otro orgullo, el valor de los libros de verdad, escritos por hombres libres para que hombres libres los lean

¿Existe una definición más clara del amor por la libertad creativa, por la necesidad de ella, por la independencia creadora de cada uno de nosotros? Desde que leí esta página hace ya unos años no he podido quitármela de la cabeza. Su rotundidad, su sinceridad, su nitidez resultan para mí fundamentales. Porque si el artista no acepta su dimensión individual y se ve sometido o acepta incluso libremente el sometimiento a algo que no sea él mismo (sea el Estado, sea una camarilla de peñita cool a la que intenta alagar por sabe Dios qué) corre el riesgo de volverse un propagandista, un loro de la oficialidad o lo que me parece más insincero de todo: se arriesga a vivir censurando la propia imaginación.

Si un escritor, pintor, escultor, impone límites a su propia posibilidad creadora está renunciando, después de todo, a lo que le debería ser más propio, esto es: la creación desde la libertad y la independencia que todo artista ha de tener y ha de perseguir.

P.S. Iba a escribir, como ya aventuré al principio, sobre un par de textos más incluidos en el libro. Pero voy a dejarlos para una próxima ocasión, que se me ha echado el tiempo encima.