Yuri Buida: La novia prusiana
Aunque la siguiente frase tiene mucho de obviedad, incluso de inocente perogrullada, no está de menos recordar que la literatura rusa sigue existiendo. Esta declaración es importante, porque muchas veces, inconscientemente, se tiende a asociar el fin o declive de esta tradición con la muerte de sus grandes autores decimonónicos: Tolstoi, Dostoievski, Turguénev, Gógol, etc. Debido a la situación política y social que se inició con la Revolución Rusa, y su posterior evolución y consolidación en un Estado totalitario, nos encontramos con que las artes no pudieron florecer con libertad, y se vieron férreamente pastoreadas por la propaganda soviética, ya se sabe, para evitar la aparición y difusión de visiones disidentes o individualistas. Esto provocó, como era de esperar, un desinterés general por lo que se hacía en dichas tierras: desde luego, si alguien se precia de amar la literatura, de ser lector, no podrá encontrar nunca placer en las limitaciones cargadas de clichés engarzadas en cualquier propuesta doctrinaria, ya sea sólo por su tedioso nivel de vulgaridad.
Quizá sea una buena forma de retomar aquella historia de grandes autores acercarse a la figura de Yuri Buida, uno de los escritores rusos más afamados y considerados de la Rusia actual, que Automática editorial está traduciendo para los lectores en español. Entre los títulos vertidos a nuestra lengua están ya El tren cero (2013), Helada sangre azul (2015) y, por último, La novia prusiana (2021), conjunto de relatos del que voy a hablar hoy. Vaya por delante que esta es mi primera lectura de Buida, y que carezco por tanto de una apropiada visión del conjunto de su obra. Ahora bien, este libro, según declaran sus editores, es uno de los textos «más ricos, bellos e inclasificables de la narrativa rusa contemporánea» y, además, advierten de que «esta es su obra más reconocida internacionalmente». Esto significa que con esta lectura podemos hacernos una idea más o menos clara de su estilo, intereses y preocupaciones.
La novia prusiana consta de cuarenta y cuatro relatos que suceden en un mismo pueblo y con los mismos personajes, aunque no todos aparecen a la vez en ellos, sino que se dan paso unos a otros, en una variopinta cabalgata de personalidades y excentricidades, para hacernos una composición de lugar sobre las mentalidades y pasiones que se estilan en dicho enclave. Temporalmente están ubicados en torno a los años centrales del pasado siglo, pero tanto esto, como los acontecimientos reales contextuales que se evocan, tienen más de pretexto para que el lector no escape y quede anclado ante el bullicio de peripecias y acontecimientos que dinámicamente se suceden. Para mostrar las características de este conjunto de relatos, voy a detenerme en uno de ellos, que exhibe con fidelidad, creo, las características de todo el conjunto. Aunque bien pudiera ser cualquier otro.
El relato que he elegido se titula La séptima colina. En él, con esa reminiscencia clásica de las siete colinas históricas de Roma, se nos narra la rocambolesca historia de Lavrenti Pávlovich Beria, que llega como nuevo habitante al pueblo y, durante su primera etapa en él, comienza a trabajar, nada menos, que como mancebo para un balsero llamado el Pedorro; es importante saber que una de las características de esta obra de Buida está en esos motes que pone a sus personajes: Lisa Para Todo, Colchón, Kalzones, Doña Bravía, Vasia el Gallo, etc. El balsero está de mal humor porque están construyendo un puente que lo dejará sin trabajo. Algo que finalmente sucede, por lo que se entrega a la bebida para terminar extrañamente asesinado. Tiempo después, en el pueblo, se suceden una serie de desastres (desde malas cosechas hasta distintos prodigios) que no dependen del propio Beria, pero se le acusa, supersticiosamente, de todos ellos: «De todo, literalmente de todo, tenía la culpa Lavrenti Pávlovich, él y nadie más», nos dice el narrador, que siempre está dispuesto, en todos los relatos, a virar de forma brusca en la frase más inesperada para reordenar la narración. Esta condición de apestado le obliga a Beria a trabajar como albañalero, es decir, como trabajador de las alcantarillas y de sus inmundicias. «La mierda, respondía Lavrenti Pávlovich, la mierda y la mierda mierdosa es todo lo que me interesa». Entre tanto, un nuevo habitante aparece en escena, Vitia el Negro, guerrillero veterano llegado de África y devoto del estalinismo, al que asignan como ayudante de Beria. Este último no soporta al recién llegado; el otro considera a Beria como un enemigo del pueblo. Pasan los días y se retan a ver si son capaces de beber cien cervezas seguidas sin tener que levantarse para ir al baño. Tras una denuncia de timo, ambos terminan muertos en una cuba de saneamiento de la cual no se les puede sacar, por lo que tienen que ser enterrados juntos, incluido el «barril lleno de mierda» al que se precipitaron. Esto provocó, además, que se cerrase el cementerio municipal debido a la peste que de allí brotaba.
Este libro de Yuri Buida, cargado de lirismo, declamaciones de sabor arcaico y rápidos virajes narrativos de raíz vanguardista, además de un oscuro y complejo humor, puede emparentarse, para que el lector que no lo conoce se haga una idea general, con Thomas Pynchon o, incluso, si queremos ir más lejos, con Rabelais, por citar únicamente un par de nombres. Esto que afirmo se debe a que los textos están repletos de esa frenética alucinación pynchoniana y de esa jocosidad festiva del autor francés. Desde luego, Buida no es sólo esto, pues su estilo y técnica lo hacen bastante personal y, ciertamente, inclasificable. Sin duda, se trata del autor perfecto para retomar el contacto con los caminos que la literatura rusa sigue haciendo.
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