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Harvey Sachs: Por qué Schoenberg

Comencemos con una anécdota personal sobre Schoenberg: durante los dos últimos años de la licenciatura en Historia del Arte que hice en la Universidad de Oviedo era obligatorio cursar dos asignaturas sobre historia de la música. Los alumnos de musicología, por su parte, tenían que entregarse también al estudio de las materias propias de la historia del arte. Gracias a esto, y al hecho de compartir en esos años algunas asignaturas optativas, conocí y me hice amigo de algunos futuros musicólogos. Así, recuerdo estar en la biblioteca preparando exámenes y encontrarme allí con uno de estos compañeros. Nos pusimos a hablar de la pereza de ponerse a estudiar y todas esas cosas propias de quienes quieren ser responsables pero a quienes, a su vez, les falta el sueño o les sobra el cansancio. O las dos cosas, claro. A propósito de esto, le dije: «Te puedes creer que últimamente me echo la siesta escuchando a Schoenberg. Concretamente su Pierrot Lunaire». Entonces, mirándome sorprendido y jocoso a partes iguales, me contestó con ímpetu: «¡Pero bueno! Eso es como decir “qué sueño tengo, voy a tumbarme en mi cama de pinchos”». La metáfora no solo me hizo gracia, sino que me pareció acertadísima por expresar mi aparente masoquismo, así como porque representaba lo espinosa y poco amable que resulta aún hoy la práctica totalidad del trabajo, fascinante por otro lado, del compositor vienés.

Por aquel entonces, aunque yo ya conocía con cierta precisión el conjunto y sentido de la música clásica hasta el siglo XIX y principios del XX, sí que no había tenido la oportunidad de profundizar en las formas musicales, digámoslo así, menos asequibles. En mi caso, descubrir la música de Schoenberg fue una experiencia que me dejó una profunda marca: por su extraña fuerza y poder de sugestión, porque me demostraba además que, como artista y creador, siempre se pueden abrir nuevos caminos y formas de expresión meritorias y no decididamente caprichosas. De hecho, el libro recién publicado de Harvey Sachs, Por qué Schoenberg (Taurus, 2024), con traducción de Mariano Peyrou, es un esfuerzo por demostrar que la propuesta musical del austríaco tiene valor en sí misma y dentro de la propia evolución de la música occidental. Aunque el autor no se declara en el prólogo ni pro-Schoenberg ni anti-Schoenberg, sí que afirma en el epílogo que haber estudiado sus composiciones, profundizando más en ellas a través de la lectura y análisis de las partituras, y de la escucha repetida de las distintas versiones grabadas a lo largo de la historia, todo ello le ha hecho acercarse más a Schoenberg que a aquellos que lo rechazan o, directamente, lo desprecian.

La materia de este libro no es, desde luego, el análisis árido y erudito de la obra de Schoenberg, sino la presentación de su vida en consonancia con su desarrollo compositivo; algo que Sachs, ya versado en estas cuestiones, consigue realizar con gran pericia. Podemos afirmar que el logro más importante de esta biografía está en conseguir humanizar a Schoenberg, esto es, en demostrar que había un hombre de carne y hueso detrás de todas esas notas estridentes y disonantes que parecen no invitar al público en general a interesarse ni por el autor ni por su música. Sachs supera este aparente abismo construyendo unos puentes sólidos, y lo hace de forma amena, sintética y también, por qué no decirlo, humilde. En lo tocante a su amenidad, los episodios que selecciona de su vida son lo suficientemente expresivos como para hacernos una imagen acertada de él; su capacidad de síntesis se muestra bien en los análisis que hace de las obras, que no son extensos pero sí esbozan marcadamente sus características formales y sus resultados. A todo esto se le unen las apreciaciones personales de Sachs, que no resulta sentencioso ni soberbio, sino que siempre recuerda que donde ofrece una opinión bien puede estar equivocado.

Pero ¿quién fue Schoenberg y por qué importa? Arnold Schoenberg, no sabemos si para su propia incomodidad vital, pues padeció de triscaidecafobia, tuvo la aparente desgracia de nacer el 13 de septiembre de 1874. A lo largo de su vida había sentido aversión por ese número y, por ello, en los momentos finales de su vida, estando ya enfermo y sin fuerzas, temía la llegada de una fecha concreta, el viernes 13 de julio de 1951. Pidió que se le consiguiese un médico para que pasase aquella noche con él. Su mujer le consiguió a un alemán que no tenía licencia para ejercer en los Estados Unidos, que era donde se encontraba el compositor a la sazón junto a su familia tras el exilio. Aunque ese día durmió, lo cierto es que durmió bastante inquieto, según recordaba su mujer Gertrud en una carta que le envió después a la hermana de Schoenberg. Gertrud miraba el reloj con impaciencia y a las 11:45 de la noche ya se consolaba pensado que, en quince minutos, lo peor habría quedado atrás. Fue entonces cuando bajó el médico a darle la noticia: Arnold Schoenberg había muerto a los setenta y seis años (recordemos además que 7 + 6 son 13, algo que había acentuado su miedo) en su casa de Los Ángeles. «Su cara estaba tan relajada y tranquila —escribe Gertrud— como si estuviese durmiendo. Sin convulsiones, sin estertores. Yo siempre había rezado para que el final fuese así. ¡No hay que sufrir!».

La vida de Schoenberg, por otro lado, estuvo marcada por algunos acontecimientos aparentemente contradictorios. Siendo de origen judío se convirtió al luteranismo en una ciudad como Viena, en la que predominaban los católicos, para volver a convertirse al judaísmo en París, en presencia del pintor Marc Chagall, en una época en la que Hitler ya había llegado al poder y el antisemitismo se había acrecentado sobremanera. Además, estaba esa extraña pulsión nacionalista y vanidosa, que le llevaría a afirmar, por ejemplo, que el hecho de atacarle a él, a su música, y mucho más en Alemania, suponía intentar acabar con la propia grandeza de la música alemana. Añadía: «Porque solo por medio de mí y de lo que he producido por mi cuenta, que no ha sido superado por ninguna nación, la hegemonía de la música alemana está garantizada al menos para esta generación». Es más, durante la primera Guerra Mundial también se mostró en exceso chovinista. En una carta a Alma Mahler decía: «Ahora vamos a someter a todos esos cursis y les enseñaremos a venerar el espíritu alemán y a adorar al Dios alemán», y lo hacía dirigiendo estas palabras, indirectamente, también contra Stravinski, Ravel e incluso Bizet, que ya llevaba muerto unas décadas. Más adelante se justificaría a sí mismo diciendo que estaba sumido en una especie de psicosis de guerra.

Resulta también provechoso observar cómo la literatura tuvo una gran influencia en su obra a la hora de ofrecerle temas, escenas y asuntos que musicalizar y adaptar. Desde Strindberg hasta Balzac, pasando por el Antiguo Testamento, Petrarca, Maeterlinck y otros poetas más o menos contemporáneos como Dehmel o Stefan George. Schoenberg acabó por relacionarse con las grandes figuras de la música de su época y contando con el entusiasta apoyo de compositores como Mahler o Richard Strauss. El primero de estos, aunque no comprendía bien lo que hacía Schoenberg, era capaz de reconocer su talento y le ayudó económicamente, pues, durante buena parte de su vida, el autor de Pierrot Lunaire o Erwartung pasó grandes dificultades materiales. Eso sí, como nos recuerda Sachs, un tanto sorprendido, Schoenberg, aunque no tuviese dinero, siempre se las arreglaba para ir de vacaciones de verano a «lugares encantadores». Y fue en una de estas vacaciones cuando descubrió que su primera mujer le era infiel con el joven pintor Richard Gerstl, miembro del círculo de seguidores del compositor, y quien acabaría suicidándose a los veinticinco años, desnudo frente al espejo, colgándose y apuñalándose a sí mismo.

En 1923, a los cuarenta y tres años, su mujer moría repentinamente debido a una enfermedad. A pesar de las tensiones conyugales derivadas de los escarceos amorosos de esta, Schoenberg sufrió profundamente la pérdida durante un año (fumaba sesenta cigarrillos, bebía tres litros de café y también consumía alcohol, codeína, etc.), hasta que se casó, en 1924, con la hija de veinticuatro años de uno de sus antiguos alumnos. Con ella tendría varios hijos y sería feliz hasta el día de su muerte. Ahora bien, con respecto a su obra nunca se acabarían las disputas y enfrentamientos, pues uno de los rasgos de Schoenberg, como bien recoge Sachs, era su tendencia o propensión al enfrentamiento, a sentirse ofendido y a atacar. Como escribió el joven Robert Craft en su diario, la humildad de Schoenberg era insondable, pero toda ella estaba «laminada por una soberbia de acero inoxidable». Tal era su soberbia que llegó a suavizar su alabanzas post mortem a Mahler cuando supo que este tenía ciertas reservas hacia su obra; aunque en algunos casos sus enfrentamientos no era necesariamente una cuestión de orgullo, sino que parecían inevitables, como fue el caso del que tuvo con Richard Strauss, quien había dicho, tras escuchar las Cinco piezas para orquesta, op. 16, que Schoenberg debería estar en un psiquiátrico. Lo cierto es que afirmaciones parecidas le llovieron al vienés en múltiples ocasiones. Así, en 1913, durante un concierto que fue un escándalo, un médico allí presente declaró que «muchos de los presentes empezaron a mostrar señales evidentes de ataque de neurosis».

Definitivamente, ningún amante de Schoenberg y de la música en general puede perderse esta aportación de Sachs. No es que descubra cosas nuevas sobre el compositor, sino que las organiza de una forma que resulta atractiva, equilibrada y coherente. En mi caso, y aludiendo a la anécdota con la que iniciaba esta reseña, solo puedo decir que no solo soy schoenberguista, sino además capaz de tener dulces sueños en sus camas de pinchos.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Dana Spiotta: Stone Arabia

Llevaba unas semanas pendiente de hacer esta reseña, pero no me he decidido hasta hoy, al encontrar de pasada este artículo sobre el último libro de Dana Spiotta (1966), titulado Innocents and Others, en el New York Times. Ante mi falta de ánimo para ponerme con anterioridad a escribir esta pequeña recensión (por pura vagancia en realidad) la casualidad hizo de las suyas y me ofreció el estímulo necesario para ponerme a ello. Todos ustedes conocen además ese refrán tan válido, por su consabida erudición, de culo veo culo quiero, y claro, uno es más prosaico que un billete de metro y cumple con lo previsto por la sabiduría popular.

Jessica MARX DANA SPIOTTA

             Dana Spiotta (Jessica Marx)

Veamos. Este libro cayó en mis manos recomendado (»una lectura ágil, que atrapa y está muy bien» o algo así) y me pareció una opción perfecta: escritora desconocida para mí con una novela en la que la música se extiende haciendo las veces de telón de fondo. Al saber que el libro estaba editado por Blackie Books confiaba en que al principio fuesen a dedicar como mínimo una página para presentar a la autora (obras, premios, breve biografía, etc.). Así fue; y básicamente cabe destacar esto: Stone Arabia (2011) fue su tercera novela y resultó finalista del National Books Critics Award en 2011; trabaja de profesora; ha recibido becas importantes, así como ganado otros premios entre los que se encuentra el Joseph Brodsky (que únicamente lo nombro porque siento veneración por Joseph Brodsky) y vive con su hija y su marido alegremente en Siracusa, Nueva York.

Siempre dijo que todo había empezado, o al menos se había hecho patente para ella, cuando su padre le regaló una guitarra a su hermano por su décimo cumpleaños. O ésa era la leyenda familiar, repetida y bruñida hasta que se hubo convertido en un recuerdo que todos compartían. Pero ella creía sinceramente que era cierto: su hermano había cambiado en ese momento concreto, identificable. 

La novela narra, fundamentalmente, la relación entre dos hermanos y las múltiples ansiedades que albergan cada uno de ellos en sus propias vidas. Bien es cierto que la conductora general del relato es Denise, pero siempre sobre la base de sus frustraciones y sensibilidades para con su madre, su hermano y su hija en la distancia. Nik, su hermano, soñaba con ser una estrella del rock, pero después de unos comienzos algo prometedores termina sumido en el silencio del anonimato: graba música para los suyos (mucha música) que no se molesta en intentar colar en la industria, siempre mezquina y carente de auténticas virtudes artísticas. Además, Nik escribe unas crónicas exageradas sobre su carrera musical, una carrera que sobre el papel parece haber funcionado, pero de la que Denise ofrecerá una versión paralela, o real, por ser más certero, de la auténtica vida de Nik y la suya propia.

Realmente es un libro que tiene su interés y va creciendo poco a poco. Entusiasmará a la gente a la que le guste la música, pero sólo si no espera encontrarse con los tópicos habituales (alcohol, drogas, resacas infames, etc.), porque este libro va más allá, y está cargado de una sensibilidad que lo hace más espectacular y atrayente de lo que pudiera parecer a simple vista. Su gran mérito: que los personajes son personas. Y esto parece bastante.

Hartmut Lange: El concierto de los pavos reales

Si hay algo que me alegra mucho (qué simple es uno) es descubrir por mí mismo escritores o escritoras que de alguna forma están ya perdidos en las librerías de viejo, entre polvo y sombras de estanterías. Hace algo más de un año, por ejemplo, me sucedió con el polaco Tadeusz Konwicki: saqué un pequeño libro de entre un montón, leí las primeras páginas, aposté por él y salí ganando. Aunque esto no siempre es así, claro, siempre hay derrotas. Pero no pasa nada, porque lo importante es arriesgarse con literaturas lejanas, con nombres desconocidos, por muy descatalogados que estén, y si se da la casualidad y sale mal pues se baraja de nuevo y punto.

Hoy quiero hablar del caso de Hartmut Lange (Berlín, 1937), que fue como el de Konwicki: en esta ocasión vi un par de libros suyos, bastante separados entre sí, y tras leer algunas páginas, y no sabiendo por cuál decidirme, opté por comprarme los dos, que estamos en fiestas y hay que tirar la casita por la ventana (matiz: nunca en mi vida me había comprado dos libros a la vez de un autor que nunca había leído. Segundo matiz: es una locura que no creo vuelva a hacer por muy bien que me haya salido en esta ocasión).

hartmut_lange Renate v. Mangoldt

                          Hartmut Lange (Renate v. Mangoldt)

Aunque este post se llama El concierto de los pavos reales, no responde en realidad al título de ninguno de sus libros, y es simplemente una mezcla de los dos con los que me hice: El concierto y La isla de los pavos reales (sin duda soy un tipo muy original). Ahora bien, ¿quién es Hartmut Lange? ¿Me había topado alguna vez con él y no lo recordaba? Según dicen escuetamente las solapillas de los libros nació en Berlín en 1937 y estudió arte dramático en la Academia de Cinematografía de Ballbelsberg. Poco más. Un último apunte antes de entrar al meollo: sólo se han publicado para el mundo hispánico El concierto (Seix Barral, 1987), La isla de los pavos reales (Seix Barral, 1988), Viaje a Trieste (Editorial Juventud, 1991) y Otra forma de la felicidad (Acantilado, 2001).

De los dos libros, sin duda el más interesante por el tema que aborda es El concierto. Para afirmar esto me baso en dos cosas. La primera es que es una narración que muestra la vida que hacen unos muertos en Berlín, unos muertos supliciados por el nazismo; la segunda es que éstos conviven de una forma inquietante con sus verdugos. La novela de apenas cien páginas presenta unos personajes fascinantes: desde el anciano pintor Max Liebermann, pasando por frau Altenschul, señora acomodada y popular, el sarcástico y maldito escritor Schulze-Bethman, y sobre todo la figura en torno a la que orbita este mundo de espectros, el pianista Lewanski, joven virtuoso que murió demasiado pronto.

Quien entre los muertos de Berlín tenía categoría y nombre, quien estaba harto de mezclarse con los vivos, quien tenía en mucha estima el recuerdo de aquellos años que vivió en el tiempo procuraba tarde o temprano ser invitado al salón de frau Altenschul; y como se conocía el estrecho vínculo que unía a la elegante y frágil dama judía, tan amante de las cosas bellas, con el famoso Max Liebermann, escribían a las señas de aquella villa de Wannsee donde se daba por sentada la presencia del pintor.

No desgranaré el argumento. Pero la pregunta es clara ¿puede la música, el arte, hacer vibrar a los muertos de tal forma que los sitúe de nuevo en algo parecido a la vida?  Muchas más preguntas surgirán de esta lectura, muchas.

En La isla de los pavos reales, Lange presenta una inquietante narración de corte intimista, cargada de extrañas relaciones entre los personajes y de cierta extrañeza: Achternach se ha suicidado, vivía con su suegro, el señor Fehrenmark, y con su esposa, la delicada (extraña, sobria, ausente, loca) Gerda. Merten, antiguo amigo de la pareja visita la casa por no haber podido asistir al entierro. Poco a poco, el médico Merten va descubriendo que siente interés por Gerda y comienza una extraña relación. Entra en contacto con los viejos papeles de Achternach y… La relación padre-hija-Merten se puebla de luces, de sombras, de claroscuros. Una novela corta, como la anterior, que ventilé en una noche.

Merten escuchaba, y mientras ella rememoraba le miraba las manos, que ella movía con ademanes sobrios, ¡y los ojos! Sí, ahora tenía otra vez aquella expresión a la que Merten nunca había podido resistirse. Gerda no era precisamente hermosa, demasiado alta, cuánto, no lo decía, y tampoco podía considerársela delgada.

A ratos me dio la sensación de que estaba leyendo algún texto de corte gótico, de novela de fantasmas, y me agradó bastante. Me gustan esas historias de Machen, M. R. James, Wells, etc., en las que la realidad se impregna de silencios, de melancolías, de posibilidades. Y creo que algo de esto subyace en estos dos textos de Lange y en las cinco pequeñas narraciones que complementan el volumen de El concierto. Un gran descubrimiento que más adelante, cuando seguro lo relea, veré si se mantiene firme, estable, y me agrada tal y como lo hecho.

Nick Hornby: Alta fidelidad

Reconozco que no había leído nada de Nick Hornby (Maidenhead, Inglaterra, 1957) hasta que un amigo me recomendó la lectura de Alta fidelidad (1995: Anagrama, 2007). Aunque ya me sonaba su nombre, el del autor, nunca había intentado hacerme con algo suyo para ver qué tal era. Esto me pasa, creo, porque se me van acumulando títulos de escritores más o menos »importantes», a lo que se debe unir cierta dosis de vagancia por mi parte por »estar al día». Porque esto de »estar al día» sólo está bien si te ganas la vida escribiendo sobre últimas tendencias literarias: si no es así lo mismo da estarlo que no. A no ser que sigas a algún escritor concreto y blah blah blah. Ya me estoy yendo. De Alta fidelidad iba a escribir.

Nick Hornby (Foto: Google imágenes)

                         Nick Hornby (Foto: Google imágenes)

Ya había visto la película, que la hay, con John Cusack como protagonista. Pero hacía tanto tiempo de ello que prácticamente no me acordaba de nada. Lo que agradecí bastante. La historia es muy simple, está narrada de forma muy accesible y es fantástica para pasar un rato agradable. Podría añadir también que si eres hombre y te gusta la música puede que te haga gracia, que te veas representado, casi caricaturizado. Pero en plan bien. Resulta que Rob tiene una tienda de discos, vinilos, donde vende la música que a él le gusta. En ella tiene a un par de amigos, uno haciendo cosas, el otro más bien comentando. Rob nos habla de sus novias, de sus rupturas con ellas. La narración nos sumerge en la última de ellas, una tal Laura, que se ha ido de casa porque su novio es algo así como un eterno adolescente embebido en trivialidades, en negarse a las responsabilidades que precisa la madurez. Entonces aparece una cantautora americana, Marie, con la que empieza una relación interesante hasta que su exnovia Laura entra de nuevo en escena. Vaya tela. Como la vida misma.

»Laura se va el lunes a primerísima hora, con un bolso de lona y una bolsa de plástico. Te inspira una total sobriedad, todo hay que decirlo, ver qué poca cosa se lleva esta mujer que adora sus cosas, sus teteras, sus libros, sus grabados, la pequeña escultura que se trajo de un viaje a la India; miro el bolso y pienso: joder, cuántas ganas tiene de dejar de vivir conmigo.»

Así las cosas, es imposible no reconocerse en las peculiaridades y circunstancias que rodean al protagonista, si es que te interesa la música (basta un poco), te han dejado alguna vez (¡ay!) y te parece imposible llegar a ser algún día algo así como un papá. En fin, un libro divertido y directo con el que desconectar entre risas del mundanal ruido.