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Impresiones literarias

Etiqueta: Richard Ford

James Salter: Años luz

He decidido hacer algo que siempre es bueno, realmente bueno hacer de vez en cuando: he decidido releer y dedicar esta entrada a uno de los grandes escritores de los Estados Unidos. Al menos para mí, James Salter (Nueva York, 1925-2015) está a la altura de los escritores más importantes de ese país, de esa lengua me atrevería a decir incluso, entre los que sitúo a Philip Roth, Richard Ford o Don DeLillo. La prosa y la temática de las obras de Salter avanzan por derroteros muy personales: algo tan simple como la delicadeza de las palabras, la potencia de las imágenes y los sentimientos que genera con ellas, las sutiles metáforas redondeando las acciones y los pensamientos de sus personajes, de su propia autobiografía incluso, son en él una seña de identidad. Siempre lo he identificado con la pulcritud y la sensibilidad, dos cualidades que no abundan hoy en día en la literatura.

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                                                James Salter

Años luz (Salamandra, 2013), publicada originalmente en 1975, fue el primer libro que leí de Salter. No estoy seguro de cómo lo conocí, pero si me fío de mi memoria tengo que decir que fue a través de Youtube, dando por casualidad con alguna entrevista suya. En esta obra, elogiada con razón por tantísimas personas, se narra la historia de una disolución: Vidi y Nedra son una joven pareja que viven al norte de Nueva York, junto a sus dos hijas, en una suerte de entorno estable y natural. Allí se entregan a unos ritmos de vida en los que destacan las cenas con amigos, la tranquilidad del campo y las ensoñaciones personales. Pero como todo, las brechas en la aparente solidez de la familia se empiezan a apreciar a medida que Salter nos va introduciendo en ellas. Paulatinamente, la realidad de estos personajes se transforma y todos han de avanzar, sin poder evitarlo, hacia el crecimiento personal: aquí, crecer no tiene nada que ver con la conquista de la serenidad o la sabiduría, no es algo positivo, sino más bien la constatación de los estragos inevitables del paso del tiempo por cada miembro de la familia, aunque sin ser una novela polifónica. A lo largo de más de 380 páginas nos damos cuenta de que estamos atrapados por cada una de las líneas, por cada palabra y cada frase de esta narración, y eso nos gusta.

Surcamos el río negro, sus bancos lisos como piedras. Ni un barco, ni un bote, ni una mota de blanco. El viento ha roto, agrietado la superficie del agua. Es ancho, interminable este gran estuario. El río es salobre, azul por el frío. Discurre borroso por debajo de nosotros. Las aves marinas que lo sobrevuelan giran y desaparecen. Surcamos velozmente el ancho río, un sueño del pasado. Rebasadas sus aguas profundas, el fondo empalidece la superficie, traspasamos los bajíos, las embarcaciones varadas en la playa para pasar el invierno, los embarcaderos desolados. Y, alados como gaviotas, nos elevamos, viramos, miramos atrás.

A ratos lírico, a ratos pedestre, James Salter pone en este libro la capacidad artesanal y a la vez artística de conquistar la literatura casi de principio a fin. Sus obras, todas ellas, deberían alcanzar cuanto antes un mayor número de lectores; y no porque lo diga yo o cualquiera otro, sino porque el buen lector, si es tal, se merece éste o cualquiera de sus otros libros. No, no dejéis de leer a James Salter si tenéis la oportunidad, porque el tiempo durante el cual uno lo está leyendo está realmente viviendo.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Thomas Wolfe: Hermana Muerte

No sería descabellado decir que tengo el blog abandonado: este mes he publicado únicamente una reseña sobre Le Clézio y el anterior otra sobre Dana Spiotta. En mi defensa diré que no se debe a que haya dejado de leer o de interesarme por compartir mis lecturas, sino más bien a que apenas tengo tiempo por dedicarlo a mi faceta académica, que últimamente me tiene muy comprometido. Aunque éstas, como cualquier excusa, tienen un cierto regusto a mentira.

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                                          Thomas Wolfe

Estos días/semanas estoy con varias lecturas que tenía más que pendientes. Entre ellas destacan Canada de Richard Ford y Our mutual friend de Charles Dickens, que espero compartir aquí más adelante (aunque seguramente se cuelen otras por el medio), como hoy voy hacer con Hermana Muerte (Periférica, 2014) del escritor norteamericano Thomas Wolfe (Asheville, 1900 – Baltimore, 1938). Una advertencia preliminar: Thomas Wolfe no tiene nada que ver con Tom Wolfe, el escritor y periodista también americano conocido especialmente por sus libros La hoguera de las vanidades y La izquierda exquisita. Hecha esta distinción podemos comenzar.

Thomas Wolfe aborda el tema de la muerte en este libro de apenas noventa páginas a través de la visión de un hombre del que nada sabemos, aunque dejará pequeñas dosis de sí mismo a medida que narre la muerte de cuatro personas distintas en la ciudad de Nueva York. Cada una de ellas estará enmarcada en unas circunstancias distintas, pero teñidas siempre por una violencia instantánea que conducirá finalmente a lo mismo. La última de estas muertes, reflejada ya de manera somera en la primer página, será la más perdurable, la que se acomode en su memoria y ya no le abandone, pues será distinta de las otras por diversas razones.

Hasta en tres ocasiones me había topado con el rostro de la muerte en la ciudad y ahora, en aquella primavera, volvíamos a vernos. Una noche -una de esas noches caleidoscópicas de locura, ebriedad y furia que conocí aquel año, cuando merodeaba por la gran avenida de la oscuridad de sol a sol, desde la medianoche hasta el amanecer, cuando el mundo entero se proyectaba a mi alrededor en una danza descomunal y enloquecida- vi morir a un hombre en el metro.

El estilo de Wolfe, como en todos sus libros (recomendadísimos), pasa aquí por un lirismo truculento, por la reiteración, así como por una fuerte dosis de retórica. Quizá sea esta última característica la que pueda sorprender más al lector actual, pues posiblemente sienta que uno está leyendo un texto escrito a cachos por Faulkner y a otros por algún poeta ebrio de palabras y urbanismo: la gran ciudad posee voz propia y fulmina a sus habitantes sin contemplaciones. La ciudad es el espacio en el que la Muerte, la Soledad y el Sueño (las mayúsculas son del escritor), colmando la noche, se ceban con los ciudadanos, células que están perdidas porque, según nos lo pinta gravemente Wolfe, han perdido su humanidad llegando incluso a burlarse de los muertos.

Es una buena novela para empezar con Wolfe. Su reflejo de las actitudes sociales, algo estereotipadas por otro lado, ilustra bastante bien, aún hoy, nuestro mundo urbano, que no deja de ser una selva de cemento y deshumanización. Las últimas páginas del libro son un rizo lírico, una declamación teatral de corte decimonónico que tiene una dimensión demasiado arcaica: el propio Wolfe murió de tuberculosis, sí, dándose su propio rizo romántico. Hay que leer a Wolfe.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Raymond Carver: Catedral

A Raymond Carver (Oregón, 1938 – Port Angeles, Washington, 1988) se le considera uno de los máximos exponentes del Realismo sucio, corriente literaria que consiste en adentrarse sobria, lacónicamente, en los aspectos ordinarios, pero no irrelevantes, del día a día de todas esas personas que tienen una existencia anónima: trabajadores, desempleados, matrimonios con problemas, enfermos, etc. En Catedral (Anagrama, 1986, 2008) se presentan doce relatos que son la muestra perfecta no sólo del estilo de Carver, sino también del Realismo sucio, practicado por otros escritores de relieve como Richard Ford, que aún hoy lo hace, o Charles Bukowski, por citar sólo dos nombres conocidos.

Raymond Carver (Google imágenes)

       Raymond Carver (Google imágenes)

Las tragedias de lo cotidiano son la clave de todos los relatos de Carver. Desde una nevera estropeada hasta la idea de perder una casa alquilada que ha servido para reencontrar el amor, todo tiene una dimensión de crudeza que, unida al estilo en el que está escrito, con frases cortas, adjetivación casi inexistente, conduce al lector a un desasosiego inesperado: uno parece descubrir que su propia vida está cargada de una tensión encubierta que podría materializarse en cualquier momento a través de un desastre.

»Bajó la cabeza y vio los pies descalzos de su marido. Miró aquellos pies junto a un charco de agua. Sabía que en la vida volvería a ver algo tan raro. Pero no sabía qué hacer. Pensó que lo mejor sería pintarse un poco los labios, coger el abrigo y marcharse a la subasta. Pero no podía apartar la vista de los pies de su marido. Dejó el plato en la mesa y se quedó mirando hasta que los pies salieron de la cocina y volvieron al cuarto de estar.» (Conservación)

De estos certeros relatos me quedo con el que da título al libro, Catedral, así como con los titulados Plumas, Conservación y El tren. Aunque en todos los que componen esta obra se puede encontrar a la vez el deleite de la lectura y la perturbación de lo inmediato. Queda dicho.