Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

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Fiódor Dostoievski: La mansa

Decía Nabokov en su Curso de literatura rusa que Dostoievski, desde el punto de vista del arte perdurable y el genio individual, categorías básicas desde las que el exiliado autor abordaba la comprensión de la literatura, «no es un gran escritor, sino un escritor bastante mediocre; con destellos de excelente humor, separados, desgraciadamente, por desiertos de vulgaridad literaria». En sus clases de literatura Nabokov se dedicaba a hablar de lo que el llamaba artistas verdaderamente grandes, lo que implicaba, necesariamente, juzgar el trabajo del maestro ruso desde ese elevado nivel. Como se puede suponer, no es muy halagüeña la opinión e imagen que resulta del progresivo escrutinio al que es sometido Dostoievski por parte de Nabokov: sobre su personalidad sentimental destaca sus posiciones reaccionarias en materia política y religiosa, así como su chovinismo; en lo tocante a su escritura desprecia los monótonos asuntos de sus personajes, unos personajes aquejados de oscuros complejos que se entregan al pecado e indignidad para alcanzar, al final, la redención y que, además, están situados en entornos que no se prestan a la percepción sensorial (esto es, poca atención o ninguna por parte de Dostoievski a las descripciones del mundo físico en el que se mueven los personajes).

Cualquier lector experimentado, no solo en la obra del maestro ruso, sino en la literatura en general, no podrá dejar de estar de acuerdo con Nabokov en muchas de las apreciaciones que hace. Por ejemplo: «El paisaje [en el que se mueven los personajes de Dostoievski], es un paisaje de ideas, un paisaje moral. En ese mundo no existe el clima, por lo cual poco importa cómo se vista la gente». Esta es una estimación bastante justa, pues uno tiene la sensación de que, después de esbozar a los personajes, al igual que los espacios, no volvemos a verlos en su forma física, sino como un conglomerado de emociones e ideas sometidas a las presiones propias del personaje y a las del entorno ideológico al que están circunscritas. Otro ejemplo: «Dostoievski era más dramaturgo que novelista. Lo que sus novelas representan es una sucesión de escenas, de diálogos, de cuadros donde se reúne a todos los participantes, y con todos los trucos del teatro, como la scène à faire, la visita inesperada, el respiro cómico, etcétera». Por muy aceradas que sean a veces las críticas de Nabokov, el núcleo de las mismas suele ser bastante objetivo. Aun así, a pesar de las muchas diatribas que se pueden ofrecer sobre Dostoievski, ¿eso nos impedirá leerlo, explorarlo? Por supuesto que no.

Ahora bien, imagínense que alguien no ha leído nunca a Dostoievski y quiere acercarse a él pero no se atreve a aventurarse así, de buenas a primeras, en esas densas cimas que son Los hermanos Karamázov (1879/80), Los demonios (1872) o El idiota (1860). ¿Qué obras podrían sugerirse como puerta de entrada al estilo y cosmos del ruso? ¿Quizá su novela El doble? ¿Puede que Noches blancas? No se me ocurre una obra que concentre mejor, como si de un pequeño cuadro sintético de sus trabajos se tratase, que La mansa (1876). En este relato de media distancia (apenas cuarenta páginas), escrito en los años finales de su vida, se condensan, como digo, las pulsiones constantes de todo su quehacer: está el torrente de palabras y reflexiones, los tanteos sobre los hechos, la oscuridad de las almas, la búsqueda de la redención, el crimen… Lo cierto es que realmente solo se puede echar en falta aquí el arquetipo del personaje epiléptico. Aún así, es este un gran relato, del cual Knut Hamsun llegó a decir «un librito minúsculo, pero demasiado grande para todos nosotros, inalcanzablemente grande».

En La mansa Dostoievski nos sitúa en la cabeza de un prestamista atormentado por un terrible suceso recientemente ocurrido. Con el pensamiento colmado de ideas oscuras y planteando continuas acotaciones a sí mismo, a su propio discurso, la voz narrativa nos va introduciendo en los pormenores que dieron pie a al terrible suceso.  Aunque se dirige al lector continuamente, en realidad tenemos la sensación de que dicha voz está más bien buscando la forma de justificar ante sí misma todo lo que narra, como si intentase autoconvencerse de lo que ya piensa a través de prolongados rodeos que cuentan con el apoyo tácito, con la atención del lector. Comienza dando cuenta de que hay una joven echada sobre la mesa, de lo cual deduce quien lee que algo terrible le ha hecho. A medida que echa a rodar la historia, nos sentimos cada vez más convencidos de ello, pues el protagonista no deja de resultarle ciertamente antipático al lector: misógino, sentencioso, reaccionario, todo en su carácter, emociones e ideas invitan al rechazo. Nos cuenta entonces como entra en contacto con una joven de dieciséis años que de vez en cuando entraba en su establecimiento para obtener dinero con el objetivo de anunciarse en los periódicos, de pagar anuncios en ellos ofreciéndose para trabajar en cualquier hogar que la precisase.

La chica tiene un carácter reservado, sumiso, además de un buen fondo. «Entonces me di cuenta de que era buena y sumisa. Las personas buenas y sumisas no se resisten mucho y, aunque no son muy expansivas, no saben eludir la conversación: responden con parquedad, pero responden, y, cuanto más avanza la conversación, más cosas dicen; basta con no cansaros, si queréis conseguir algo». Con este pequeño párrafo se puede apreciar fielmente el temperamento de la joven y la moral del hombre, que apenas sobrepasa la cuarentena. A continuación pone sobre la mesa su plan para casarse con ella y los objetivos de su enlace matrimonial, así como los pensamientos que lo estructuran: dice sentirse agradado por la diferencia de edad, pues «esa sensación de desigualdad es deliciosa, deliciosa». La finalidad de su apetencia por la muchacha parece cifrase en la idea de que esta chica le rindiese culto, una suerte de pleitesía, por todo el sufrimiento que había arrastrado a lo largo de su vida. Ominoso, ¿verdad?

Dostoievski maneja muy bien el ritmo de esta narración, pues parece revelar cosas, hacerlas claras, para luego volver de nuevo a cubrirlas con ropajes distintos, más oscuros si cabe, centrando los hechos en motivaciones cada vez más matizadas, desconcertantes incluso. El estilo detectivesco, policiaco, tiene aquí también su importancia: el narrador da pistas, hipótesis, para luego autocorregirse, autoconvencerse. También, por otro lado, está presente otra característica a la cual aludíamos al principio de este texto, la ausencia del mundo físico en sus historias. Fijémonos en cómo describe el espacio en el que suceden las acciones: «La vivienda se componía de dos habitaciones: una sala grande, una parte de la cual estaba ocupada por el negocio, y otra, también grande, nuestra habitación […] allí también estaba la cama, un par de mesas y unas sillas». Parece estar describiendo un entorno, como para un guion, con la intención de, simplemente, ubicar la acción. Con todo, este es un relato, insisto, que representa y condensa a la perfección la obra de Dostoievski, el mejor punto de encuentro con el ruso. Quien desee leerlo, puede encontrarlo en el libro Diario de un escritor, editado por Alba Editorial con traducción de Víctor Gallego, aunque tengo entendido que existen ediciones individuales del mismo o en otros volúmenes de menor envergadura (y con el título de La sumisa). En fin, este relato daría para una profunda y extensa indagación, aunque mucho me temo, como siempre, que aquí no hay espacio para ello.  

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Sándor Márai: La mujer justa

Hacía algo más de un año que no leía a Sándor Márai (Kassa, 1900 – San Diego,1989), de cuya lectura salió una reseña que publiqué aquí refiriéndome a su libro, magnífico libro por lo demás, El último encuentro (1942). No sé si sería correcto plantearlo así, pero con el paso de los años se ha ido convirtiendo en uno de los escritores a los que más me gusta volver: ¿podría definir mi situación con respecto a él como una especie de fetichismo, de adoración o culto idolátrico? Nunca llegaría tan lejos, la verdad, sobre todo porque sentimientos de ese tipo me quedan (qué le vamos a hacer) muy a desmano. Ahora bien, tampoco voy a esconder esta admiración por él, que se debe esencialmente a las cualidades generales que aprecio en su obra: bien labrada, tendente a la pulcritud formal, reflexiva sin ser estomagante, aguda en su exploración de las emociones humanas y sus infinitos matices… Estas cualidades son, generalmente, difíciles de encontrar por sí solas, y mucho más, como cabe suponer, en un mismo escritor. Por suerte para nosotros el conjunto de la obra de Márai se abre en múltiples novelas y textos autobiográficos como fragantes flores mediante los cuales es posible saciarse literariamente, lejos del anodino mar del mercado literario. Uno desearía que nunca hubiese dejado de contar historias, pero la muerte no salva a nadie por muy bien que escriba.

Aunque no figura entre sus obras más destacables de las tres o cuatro que podrían ofrecerse como paradigmáticas de su quehacer, como novelas insoslayables del autor a las que cualquier lector no podría renunciar, Sándor Márai tiene un gran ejemplo de su forma de trabajar los matices emocionales y perceptivos de sus personajes en La mujer justa, editada por Salamandra con traducción directa del húngaro de Agnes Csomos. Esta obra, podría decirse así, quisiera ser un conjunto de novelas cortas, tres para ser exactos, en torno a unos mismos personajes. En La mujer justa tenemos un elenco de actores limitado a tres voces que se autoexplican, que ofrecen con detenimiento a sus mudos pero atentos interlocutores el panorama emocional y contextual que las estructura y rodea. Las poco más de cuatrocientas páginas se dividen, como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, en tres partes: la primera dedicada a una mujer, Marika, que está tomando algo con una amiga en una pastelería de Budapest y que ve a su ex marido entrando en ella a comprar; la segunda parte presenta a dicho ex marido, Péter, que le cuenta a un amigo suyo, que ha vivido durante años en el extranjero, Perú para ser más precisos, su historia de amor imposible; y en la tercera se despliegan las palabras de Judith, la que fuera criada en casa de los padres de Péter.

Así, Marika se desahoga con tranquilidad en un sólido monólogo dirigido, como si realmente fuese una conversación, a su amiga, y decide narrarle pormenorizadamente todos los detalles de su vida de casada y cómo finalmente fracasó su apuesta por el amor. Habla de su entrega, de la profunda devoción que sentía por su marido a pesar de las diferencias de clase que los separaban: él era un burgués muy bien situado gracias a su familia, mientras que ella, sin ser pobre, se encontraba un buen número de peldaños por debajo de él. No tardó en percatarse de que, hiciese lo que hiciese, el proceder de su pareja estaba ceñido por hilos vigorosos y casi invisibles a los modos culturales de la burguesía. Porque el burgués, a diferencia del aristócrata, tiene que estar demostrando continuamente quién es, como si no pudiese entregarse libremente a sí mismo, sino que tiene que cumplir continuamente con un deber, con multitud de obligaciones ajenas. Aunque las cosas no pintan bien, parece que la huida hacia adelante después de una tragedia es la única salvación. ¿Pero realmente es así?

Las partes de la novela correspondientes a Péter y a Judith persisten, cada una con su propia compañía (ante las cuales parecen justificarse, aunque en realidad hablan para justificarse ante ellos), en los mismos asuntos planteados e introducidos por Marika. ¿Se dan simple y llanamente en este libro distintas versiones de unos acontecimientos? Así es, pero no solo eso. Aunque los hechos expuestos por todos son coincidentes, las motivaciones que los ponen en marcha y las reacciones que provocan tienen una naturaleza completamente distinta: Péter siente una especie de fría distancia con respecto al mundo y a las cosas que pueblan el mismo, se cuestiona el amor, la pasión, y se declara culpable de no haber sido lo suficientemente valiente para amar. Judith, que no es solo la tercera en discordia, sino una mujer marcada profundamente por la pobreza de sus orígenes, no tiene el menor reparo en mostrarse descarnada a la hora de contarle a uno de sus amantes el proceso mediante el cual llegó a la riqueza, cómo actúo después en ese contexto y cómo finalmente lo abandonó. Al final, los tres personajes que copan la atención del lector se muestran, emocional y vivencialmente, como en compartimentos estancos, como si no fuese posible trascender el destino deparado por las clases sociales para fundirse en unas relaciones profundas, estables y sinceras.

La mujer justa es sin duda un estudio complejo de Sándor Márai sobre esas limitaciones que el dinero y el rango social imponen a la conciencia individual, que se muestra incapaz de librarse del todo de los modos culturales que su estatus lleva parejo. Vemos aquí, por tanto, una lucha con vistas a superarlos a través del amor, con el resultado último, sin embargo, de que todo fuerzo es más bien inútil. Al final, nos parece decir Márai, el gran problema personal de cada uno de nosotros, independientemente de nuestra extracción social, es disolver la soledad existencial, y hacerlo a través del dinero, la fama, el sexo, los caprichos, etc., no parece conducir realmente a la liberación. Aunque ciertamente se puede hacer algo larga, sobre todo por la frescura de algunas voces y el sentido de lo narrado, destacando de entre dichas voces, quizá, la de Marika, es una lectura muy recomendable para los que ya han leído con interés al gran escritor húngaro. Un escritor que no se agota y que envejece sin apenas achaques.

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Marguerite Yourcenar: Alexis o el tratado del inútil combate

Marguerite Yourcenar se encuentra, al menos por lo que respecta al lector más generalista, entre ese número de escritores y escritoras que existen felizmente atados, podría decirse que para siempre y con razón, a uno de sus libros. En el caso de Yourcenar, escritora de origen belga que vivió desde joven en distintos países, lo cual enriqueció mucho su ya de por sí excelente formación, Memorias de Adriano son su piedra de toque, el centro en torno al cual parece orbitar el resto de su trabajo. Este vínculo con una obra concreta, como suele suceder con todas las personas que se dedican a la literatura, se agrava con el paso del tiempo, pues es de sobra conocido que el correr de los años reduce la memoria de los habitantes del futuro con respecto al pasado, y la criba y olvidos se hacen cada vez más considerables, incluso grotescos. Con todo, Yourcenar puede preciarse de que su obra continúe editándose, y no es por ello difícil encontrar hoy su Opus nigrum, El laberinto del mundo o incluso sus cuentos completos. Por lo que a mí respecta, en esta ocasión he decidido acercarme a una obra que Yourcenar escribió, nada menos, que con veinticuatro años: Alexis o el tratado del inútil combate, publicada en 1929. Veamos de qué trata y cómo aborda el tema.  

La novela está estructurada en distintos parágrafos que, sumados, nos ofrecen el testimonio personal, en forma de carta, de un narrador que, no sin cierto esfuerzo, se ha liberado de las ataduras psicológicas y morales que venían acosándolo desde la infancia. Esta carta, por otro lado, no está lanzada al vacío, sino que se dirige a una persona concreta, Mónica, su mujer. El narrador se esfuerza, con una capacidad reflexiva tan certera como descreída, en contar los hechos más destacables de su vida, al menos aquellos que tiene relación con el objetivo final de su carta: una despedida, una imposible aclaración, una quizá inaceptable justificación. Así, sabemos que pertenecía a una familia noble venida a menos, que desde pequeño descubrió en la música su gran pasión o que fue un niño solitario, tímido y taciturno. El narrador, Alexis, advierte ya desde el principio su fracaso para justificar con palabras sus acciones, su posición: son constantes las referencias a la traición de las palabras para con el pensamiento y las emociones, algo que parece justificar en su apuesta por una subjetividad a ultranza, conquistada después de un terrible proceso de autoaceptación. Curiosamente, a pesar de despreciar por inútiles a las palabras, e incluso a los libros, se entrega a la escritura. Quizá dicha entrega a las justificaciones se base en afirmaciones como esta: «No se debe tener miedo a las palabras, cuando se ha consentido los hechos».

El asunto principal de la novela está expresado con cuentagotas, pues Alexis, adoptando la forma de voz adolorada y sentenciosa, no se atreve a nombrar sin miedo, es decir, no se atreve a expresar con claridad su naturaleza homosexual, ni siquiera a su mujer. Esto resulta un tanto paradójico, pues al final de su carta dice ser dueño de su conciencia y de su cuerpo, al que admite por fin como instrumento de placer sin culpa, y que está libre ya de todos los condicionamientos morales exteriores; este tiento nos permite pensar que Alexis continúa realmente condicionado y que su aceptación no ha llegado a completarse. Es más, puede entenderse, incluso, que la soberbia que exuda a ratos y su autoproclamada independencia, son escudos, muros tras lo que continuar parapetándose por miedo. Pero ¿no ha sido el viaje de Alexis un periplo que le ha llevado a liberarse de los sentimientos de culpa y pecado con respecto a su naturaleza e instintos, pero que ha excitado y entronado su ego al abandonar a su mujer y su hijo sin tan siquiera pedirles perdón? El lector comprende el sufrimiento de Alexis, pero en el fondo siente un cierto desprecio por las formas altivas que adopta, con la frívola prepotencia con la que, egoístamente, tortura y trastorna a su mujer, pues acepta que, casándose con ella, no hizo más que robarle la felicidad de un amor verdadero. Alexis llega al extremo de afirmar, sin tacto alguno, que nunca la ha querido.

Como se puede ver por la contado hasta aquí, y como se aprecia con mayor claridad en la obra, Marguerite Yourcenar nos presenta en esta novela varios conflictos que nacen de la tensión en trance de atenuarse de la conciencia y del instinto de Alexis: este proceso de reconciliación con uno mismo es la vez un camino de rechazo por su familia, a la que no ha sido capaz de amar en ningún momento. «El sufrimiento nos hace egoístas porque nos absorbe por entero», llega a decir en algún momento. Y aquí está el quid de la cuestión: el dolor puede hacernos perder nuestros lazos con el mundo, sobre todo aquellos que no dependen del cuerpo, sino del alma. Es decir, a veces podemos crecer, sí, pero eso no evita que crezcamos torcidos, mirando tristemente hacia abajo, y no felizmente hacia arriba.

Yourcenar es una escritora a la que siempre hay que visitar, pues en todos sus textos, al menos los que un servidor ha leído, ha hecho gala de un gran entendimiento de la estructura de la narración, de la solidez de los personajes y de las precisiones psicológicas y morales, con sus múltiples paradojas y claroscuros. Nadie debería perder la oportunidad de profundizar más en su trabajo, pues las recompensas para el lector están aseguradas.

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Sándor Márai: El último encuentro

Sándor Márai es uno de los escritores húngaros más apasionantes y relevantes, no solo dentro del canon literario de su país y lengua, sino de la literatura europea en general. Debido a cuestiones políticas relacionadas con la estrechez de miras y la censura comunista, dicha relevancia se vio sumida durante años en una espesa nube de olvido y prohibición, hasta que, para suerte de todos nosotros, su obra salió de la oscuridad y ocupó el importante lugar al que estaba, por su manifiesta calidad, predestinada. Su vida tampoco fue fácil. Márai alcanzó la vejez como quien se estrella contra el fondo de un abismo: su familia, es decir, su mujer e hijo, además de sus hermanos, murieron todos en un periodo de tiempo de menos de dos años, dejando al escritor húngaro, que vivía exiliado en San Diego y estaba físicamente impedido, atrapado en una tristeza y soledad insuperables. Tal era su precaria situación que en 1989 se pegó un tiro en la cabeza poniendo punto final, así, a todas las cargas que su cuerpo y su espíritu ya no eran capaces de tolerar.

De toda su obra, en la que destaca con claridad su producción novelística, he querido rescatar un libro especialmente sobrecogedor, El último encuentro, escrito en 1942. En esta novela nos encontramos con un general de más de setenta años que vive voluntariamente recluido, apartado del mundo en una antigua mansión, en la que fuera la casa de sus padres. Vive con todas las comodidades que precisa, sus gustos parecen frugales y no se ve con gente que resida fuera de sus terrenos: tan solo trata con su anciana nodriza, una mujer que supera los noventa años de vida y que lo ha cuidado desde que nació. También se relaciona con el servicio, pero desde una perspectiva marcadamente jerárquica y para cuestiones de orden práctico. La tranquilidad y olvido en el que ha vivido durante las últimas décadas se ve sobresaltado por la recepción de una carta en la que se le informa de que el remitente irá esa noche a cenar. ¿Quién puede ser este visitante para el que el general pondrá a disposición su landó y exigirá de su servicio que vista librea de gala? ¿Para quién colocará elegantemente la mesa y mandará airear las estancias, después de tanto tiempo cerradas? Kónrad, un viejo amigo que ha estado desaparecido de la vida del general por más de cuarenta años, llegará envuelto en un misterio que la parquedad inicial del general no hará sino acentuar, gracias a las alusiones veladas y a las miguitas de los recuerdos que va dejando caer antes de su llegada.

Cuando finalmente se reúnen, son dos ancianos frente a frente, con toda la vida a sus espaldas. Uno está deseoso de comprender y hacer preguntas, de explorar el significado de la amistad y de las emociones que brotan de ellas, tanto las buenas como las malas. Está especialmente deseoso, y estoy hablando del general, de comprender una serie de hechos trágicos que implican a tres personas, las tres personas que fueron más importantes en su vida: el general, su difunta esposa y el amigo recién llegado. Esta situación le permite a Márai crear una historia en la que la tensión entre los personajes es tan equilibrada que nos da la sensación de asistir a una explosión a cámara lenta. Esto lo consigue a través de una técnica narrativa que enfatiza y desarrolla la reflexión, una reflexión de corte filosófico, pero a la vez cargada de los bellos detalles de la literatura más elevada. También ayuda a mantener el interés del lector la distinta y marcada naturaleza de los dos protagonistas: uno posee un carácter marcial, elemental, definido por la entrega y la lealtad, también por su ascendente social y la riqueza en la que se crio; por otro lado, está Kónrad, hijo de una familia sacrificada y pobre, quien posee un espíritu más indómito, más artístico y disipado. ¿A dónde conducirán los deseos de venganza e impotencia que van dominando la conversación de los dos personajes? ¿Seremos capaces de comprender las posiciones de cada uno de ellos?

Resulta maravilloso encontrarse con obras que aúnan la calidad literaria con la fuerza de la sabiduría. Son muchas las muestras de conocimiento sobre la naturaleza humana que logramos encontrar y discutir en este libro de Sándor Márai y, entre ellas, debemos destacar que el mayor castigo al que podemos condenarnos es al de querer ser diferentes de lo que somos, pues «las pasiones, por desatinadas que sean, no se pueden esconder». Con todo, nos dice Márai, nuestra máxima aspiración no puede ser otra que estar arropados por los sentimientos de amor y confianza. Si no se ha leído esta novela, tan corta como profunda, el lector se estará perdiendo un tiempo de gozo, de auténtico deleite, que parece un despropósito obviar o desatender. Hay que leer a Sándor Márai.

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Thomas Mann: La muerte en Venecia

Mi primer recuerdo de Thomas Man (1875-1955) reposaba en la mesita de noche de mi padre. Durante años, un grueso volumen descansó como un objeto más (como la lámpara o la radio despertador) sobre ella: La montaña mágica debía de ser realmente compleja, vertical, escarpada, pues yo veía que el marcapáginas se movía muy lentamente por sus blancas estribaciones de celulosa. Un día, después de que desapareciese de dicha mesita y volviese a una estantería junto a otros libros, decidí leerla por mí mismo, comprobando que, de verdad, aquella era una montaña en la que el tiempo y las cosas se sucedían a su propio ritmo, con su natural y pausado avanzar. Quedé saciado de aquel ochomil insomne, y me dije que ya me encontraría a Mann más adelante, por el camino imprevisible de las lecturas, sin forzar nuestro inevitable choque. Así, más de una década después, apareció de nuevo ante mí, esta vez bajo los ropajes de una profunda reflexión estética, en el milenario archipiélago veneciano, lejos ya de aquel sanatorio de Davos y de la ubicua presencia de Hans Castorp.

Publicada en 1912, La muerte en Venecia presenta al lector la figura del ilustre escritor alemán Gustav Aschenbach, quien, ahíto de su trabajo y entorno, decide viajar, como hacía cada cierto tiempo, con el objetivo de depurarse, de desconectar y reiniciarse: «viajar no había sido para él sino una medida higiénica que, aun contra su voluntad, era preciso adoptar de tanto en tanto». Esta necesidad de cambiar de aires durante una temporada le lleva, no sin ciertas vacilaciones por su parte, a trasladarse a una isla del adriático, pues su objetivo es encontrarse en un entorno exótico, pero cuyo exotismo sea de «rápido acceso». Una vez allí, el bochorno y la lluvia, así como la inapetente y anodina presencia de los huéspedes austriacos, le hace tomar una rápida decisión, esto es, subirse a un barco que parte rumbo a Venecia. Tras instalarse en un lujoso hotel que cuenta con un tramo particular de playa, descubre con absoluto regocijo que entre las personas hospedadas se encuentra una familia polaca que cuenta entre sus miembros con tres hermanas y un hermano, este último «un efebo de cabellos largos y unos catorce años». El impacto estético que deja el chico en el escritor es absoluto, pues llega a afirmar que ni en la naturaleza ni en las artes plásticas había observado una creación tan lograda. Su estadía se verá entonces modifica, al igual que su espíritu, por el descubrimiento del joven, que, como un incansable acicate, incendiará las meditaciones y reflexiones del escritor en una vorágine marmórea de pensamientos y sentimientos sobre el arte y la belleza, sobre lo asible y lo inasible, sobre el amor ideal y el lenguaje. En cierto momento, agobiado por el calor y el olor de Venecia, Gustav Aschenbach decide irse, para regresar, sin embargo, rápidamente: el lector sabe que su retorno tiene que ver esencialmente con el joven, mas el escritor tarda un poco más en descubrirlo, o al menos en aceptarlo.

El placer que siente el espíritu ante la Belleza, como asunto al que entregarse, dominará entonces al escritor alemán. Tal es su encantamiento que se siente en la obligación de trabajar, incluso, en presencia de su ídolo: «escribir tomando como modelo la figura del efebo, hacer que su estilo siguiese las líneas de ese cuerpo, en su opinión, divino, y elevar su Belleza al plano espiritual». Este es su objetivo. El texto se trufa y estructura entonces en base a tanteos filosóficos y a imágenes de reminiscencias clásicas, como los dioses y mitos de la antigüedad grecolatina. A pesar de su amor a la belleza, Aschenbach demuestra que existe también un regocijo oscuro en todo esteta, una mezcla de bajo sentimiento y liberación, que le hace disfrutar (o quizá debamos decir consolarse) de las imperfecciones que va atisbando en el objeto de sus atenciones. Así, el ilustre y senescente autor piensa que el muchacho es un tanto delicado y enfermizo, contemplando además la posibilidad de que no llegase a viejo; y, tras hacerlo, «renunció a justificar ante sí mismo el sentimiento de satisfacción o de apaciguamiento que acompañaba a esta idea». Lo humano es imperfecto y constatarlo es, a la larga, una inevitable tranquilidad, parece decirnos. ¿Vive entonces la Belleza Perfecta fuera de este mundo y es solo consagrable en la obra de arte? ¿Puede la palabra reproducir la belleza o solo celebrarla?

El lector descubrirá página a página un sinfín de preguntas y respuestas elevadas, pues La muerte en Venecia es un ensayo estético y moral exornado por las infinitas posibilidades de la literatura: colocando este núcleo filosófico y especulativo en el centro de las pasiones y sentimientos de un artista, Mann nos invita a reflexionar con él sobre el objetivo de la creación artística y el amor ideal, así como sobre la fuerza de las obsesiones y sus postreras consecuencias. Es este un libro profundo, una constante cavilación sobre el papel del amor y la belleza en el lenguaje: «Nunca había sentido con mayor dulzura el placer de la palabra ni había sido tan consciente de que Eros moraba en ella». Ahora bien, la gran lección del libro es que la pulsión por la belleza no salvará a nadie de su destino: es más, puede perfecta, fatalmente presentarlo por sorpresa ante nuestros ojos antes de que lo esperásemos.

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Abdulrazak Gurnah: Paraíso

He repetido en múltiples ocasiones que un lector, incluso si es un devoto e inquieto lector, tendrá siempre (qué le vamos a hacer) marcadas carencias, notables vacíos, amplias o moderadas lagunas en las que practicar el provechoso buceo del descubrimiento. Esto, lejos de ser reprensible o sonrojante, resulta una condición inevitable del estatus de quien lee: sentirse avergonzado de no conocer una obra o a un autor no tiene mayor sentido, pues siempre es admirable acabar el día entrando en contacto con algo que por algún motivo nos había pasado desapercibido, teniendo así, uno mismo, más posibilidades de mejorarse y de disfrutar reduciendo los límites de la propia ignorancia. En mi caso, la última gran carencia que descubrí en tanto lector fue Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948), último Premio Nobel de Literatura. Para solventar dicha carencia he realizado una primera aproximación a él leyendo su novela Paraíso, editada por Salamandra en diciembre de 2021 con traducción de Sofía Noguera Mendía, y presentada ante el público como uno de sus trabajos más emblemáticos.

Publicada originalmente en 1994, Paraíso es un bildungsroman situado en el exótico contexto del sudeste africano que tiene como protagonista a Yusuf, un niño de doce años que vive con su padre y su madre, desde hace poco menos de un lustro, en una ciudad a la que se mudaron por las posibilidades económicas que prometía, al estar desarrollándose, dicha urbe, gracias a que los colonizadores alemanes la usaban como centro de operaciones mientras construían la línea de ferrocarril. Con la posterior pérdida de importancia de dicho enclave, los negocios locales se vieron resentidos, como el del padre de Yusuf, director de un hotel. En este contexto nos encontramos con la presencia, no sólo del protagonista y sus progenitores, sino también de otra figura un tanto elusiva y pomposa, la del comerciante Aziz, presentado desde el principio como tío del niño. No tardaremos en descubrir que, a petición de su padre, el niño debe viajar con su tío y dejarlos atrás. ¿Por qué ha de irse? La respuesta no está clara en este momento. El siguiente escenario, que es el espacio simbólico más relevante y estable de la novela, es la casa del comerciante, a la que han llegado: en ella, no solo conocerá Yusuf más sobre la vida y sus crudas cuestiones prosaicas y sensuales, gracias a Khalil, el encargado de la tienda del comerciante Aziz que es varios años mayor que él, sino que se sentirá paulatinamente prendado por el hipnótico y misterioso jardín que hay en ella y que con el tiempo será el núcleo que motive en la trama de la novela distintas relaciones y hechos, especialmente al final de la narración.

Como ya he apuntado, esta es una novela de aprendizaje, de crecimiento personal y transición a la madurez, y el grueso de esa toma de contacto con el mundo y posterior transformación se desarrolla tanto en la casa, bajo la violenta y cínica batuta de Khalil, como en el duro viaje que habrá de hacer el protagonista con Aziz y su caravana de hombres y productos transportados por distintas regiones con el objetivo de comerciar. Algunos de los personajes secundarios tienen bastante encanto, y el lector no deja de echar en falta una mayor presencia de estos. Así sucede con Kalasinga, conductor de una camioneta que posee un discurso alegre y hedonista, además de una visión un tanto escéptica del mundo y la religión: “Deja que el muchacho alcance tanta virtud como pueda […] Estos sentimientos no nos duran mucho. El mundo nos tienta demasiado pronto a pecar y caer en la obscenidad”. O también: “Mientras tu Dios del desierto esté torturándote por todos tus pecados, yo estaré en el Paraíso jodiendo todo lo que se me ponga por delante […] Para ese Dios tuyo casi todo es pecado”, etc.

Los temas que aborda la novela son esencialmente el desarraigo y la inocencia, la naturaleza de la violencia y la sexualidad, pues, aunque los colonizadores alemanes están de fondo como figuras amenazadoras que no tienen mayor presencia en el texto, en la propia estructura social de las poblaciones locales que se describen, los más poderosos se imponen a través de la fuerza, y su poder contiene la misma brutalidad que la de los europeos, aunque a una escala y con motivaciones distintas. La oralidad, la narración de leyendas e historias mágicas, cumple una función destacada, pues mientras la religión es un asunto serio para aquellos que tienen mayor nivel social, las capas bajas están impregnadas de supersticiones en las que el sexo, la obscenidad y la violencia verbal juegan un papel importante. Con todo, lo más curioso que se aprecia en el texto es que el motor de la mayoría de los acontecimientos importantes que se producen se derivan, directa o indirectamente, de la belleza física del chico: dicha hermosura hará las veces de talismán, de salvoconducto que le permitirá salir, a él y a sus acompañantes, de situaciones límite.

Ahora solo me queda dar el siguiente paso, leer A orillas del mar, publicada este pasado marzo, para hacerme una idea más aproximada de la obra de Gurnah, y así tener una opinión más informada de él.

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Anaïs Nin: La casa del incesto

Anaïs Nin (1903-1977) es una de esas escritoras que ha pasado a la historia de la literatura agolpada en el voluminoso grueso de sus diarios. No es este un hecho excepcional y son célebres los ejemplos de otros grandes diaristas que, a pesar de la valía de sus novelas, poemas o relatos, se han perpetuado también gracias a sus diarios: desde León Bloy hasta Susan Sontag, pasando por Grillparzer, Cesare Pavese, Ribeyro, Pizarnik o Kafka, entre otros. A diferencia de algunos de los nombres que acabo de citar, esa obra de Nin que cae fuera de sus memorias suele quedar bastante más oculta de lo que pudiera esperarse. Tanteando por dicha sombra, que siempre es más densa de lo que se la supone supone, recorriéndola con expectación, fui a dar con uno de sus textos primigenios, el que la propia autora consideraba como el germen de su ulterior trabajo, un poema en prosa que quiere ser un relato, publicado en una edición privada de 1937 con el título de La casa del incesto. Veamos que hay en ella.

Al comenzar esta lectura nos encontramos con una decena de páginas cargadas de un oscuro lirismo, sin duda con una mayor vocación poética que narrativa: la narradora, inestable y extremada, despliega las palabras con el único objetivo de alcanzar imágenes sorprendentes, sobrecogedoras y adoloradas, en lo que parece una explicación preliminar por situarnos en la génesis de sus sufrimientos; aunque lo hace de una forma tan críptica que no sabemos dónde hacer pie. En esta primera etapa del texto, como la voz que nos reclama nos confiesa, se esfuerza, se entrega a la tarea de escribir, de “vomitar” su corazón, algo que hace de forma torrencial y sin cortapisas.

Tras la vomitona poética de su corazón, el torrente se embrida y se pone al servicio de los hechos: ahora estamos en una habitación asistiendo a una ruptura, a un alejamiento de aquellos a quienes la narradora ama, y también ante una duda entre la muerte y el cambio en la propia existencia: “Lo que me excita no es el miedo a morir, sino el terror a una nueva vida”, apunta. Por eso, una de las características principales de la psiqué de la narradora es que está incómoda en sí misma, no acepta la realidad, pues la vemos retorcerse una y otra vez dentro de su propia vida. Esto la lleva al abandono de lo que existe para conducirla a la apuesta por el reino de lo inventado. Después de este hiato narrativo, en el que el lector comprende y se ubica levemente, entramos en una nueva fase de pulsión poética. La narradora no se siente segura de nada, salvo de su soledad. Sus sentidos se afilan de tal forma que trascienden lo real: deja espacio para la mitología grecolatina, la fantasía propia, los relatos bíblicos. Después, en un arrebato de laconismo, afirma que ama a su hermano, y que ese amor es un amor sin esperanza alguna de realidad.

Este es el momento en el que la casa del incesto entra en escena en tanto escenario viviente. Es un lugar que existe contra el afecto, y está hecho de estatismo y cuya esencia rechaza cualquier alteración. La casa está llena de escaleras de peldaños desnivelados, de estancia situadas a distintas alturas, con pequeñas ventanas. Este laberinto es el que recorre la protagonista en busca quizá de una respuesta que no le llega. “Luchó contra la muerte que se aproximaba: no amo a nadie; no amo a nadie, ni siquiera a mi hermano”. ¿Teme que si lo confesase la muerte (la culpa, el señalamiento, el final) caería sobre ella, o simplemente intenta convencerse de que tal sentimiento no puede ser cierto?

Este texto complejo de difícil lectura, que está estructurado con la difusa realidad de un sueño, de una pesadilla, nos exige la máxima atención y, aun así, no saldremos bien parados con una única lectura. Es tan simbólico y secreto en sus imágenes que, de no ser por su acertada extensión, sería fácil abandonarlo: los amantes de Nin lo surcaran con la devoción habitual que le profesan, pero aquellos que no estén acostumbrados a su obra difícilmente encontrarán en él razones para regocijarse. Con todo, es una apuesta literaria que entraña riesgo y, por tanto, siempre celebrable.

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John Updike: Los Maple

John Updike murió en 2009 dejando tras de sí un considerable número de buenos libros que, si bien no representan ningún hito literario dentro de las letras norteamericanas (aunque gozó, con razón, de muchas atenciones y prestigio por parte de la crítica y el público durante buena parte de su vida), sí puede considerársele como uno de esos agudos analistas del modus vivendi estadounidense: sus libros diseccionan, o viviseccionan, cabría mejor decir, a esos proteicos componentes de las clases medias occidentales, y lo hace con grandes dosis de humor y profundidad existencial: los  claroscuros del amor y el sexo, las pasiones más sofisticadas y civilizadas, así como la soledad y el hastío, quedan bajo la lupa de Updike elegantemente retratadas.

Su creación más relevante fue Harry Angstrom, conocido como “Conejo”, personaje que ocupó a Updike en cuatro celebradas novelas, dos de las cuales, en 1982 y 1991, merecieron el premio Pulitzer. También creó otro personaje para nada carente de interés, por su naturaleza antiheroica y que a mí me resulta muy agradable, llamado Henry Bech, que apareció en varias historias y que fueron luego extendiéndose en tres distintos libros. Como se puede comprobar por lo dicho hasta ahora, Updike sintió verdadero apego por sus personajes y disfrutó de su compañía a menudo, dándoles más y más peripecias y crecimiento sobre el papel en blanco. Así, Los Maple, conjunto de cuentos editados en 2020 por Alba editorial en su colección de literatura contemporánea, es otra de esas creaciones idiosincrásicas de Updike, tan recurrente como entretenida: los Maple son el matrimonio protagonista de estos dieciocho relatos que Updike fue escribiendo intermitentemente hasta mediados de los años ochenta. Como él mismo dice en el prólogo que acompaña a esta antología, los Maple se le aparecieron por primera vez (en la cabeza, claro está), en Nueva York en 1956 y «desaparecieron de su vista durante siete años y reaparecieron a las afueras de Boston en 1963 donando sangre». Más adelante seguirían llamando a su puerta, envejeciendo como si fuesen de carne y hueso, como él mismo.

Cargado de vaivenes, inseguridades, cercanías, distancias, celos e ironías, el matrimonio de Richard y Joan Maple es un caso perdido. Sinceros hasta el absurdo, bromean incluso, el uno ante el otro, sobre sus amantes. Se hacen daño, se hacen gracia; miran para otro lado, no se aclaran. El carácter fragmentario al que se ve sometida su historia, por no tratarse de una novela y carecer por tanto de una mayor coherencia narrativa y estilística, nos obliga a someternos a episodios específicos de la vida de la pareja: desde que se mudan a Greenwich Village, tras dos años de casados, hasta que finalmente el matrimonio hace aguas y ellos, con distintas parejas, se hacen viejos. Señalar esto no implica destripar el asunto: ya el propio Updike se encarga en sus palabras preliminares de apuntarlo. Lo importante es, en todo caso, hacer vida con ellos al leerlos, con sus hijos y sus amigos, con sus miedos y sus alegrías.

Por último, parece prudente advertir que este es un libro que merece la pena, especialmente, si ya se ha leído a Updike con anterioridad y se ha disfrutado de él: nunca lo recomendaría como primera opción o toma de contacto con él, pues el lector puede llevarse una idea demasiado desacertada de la capacidad y calidad narrativa del escritor norteamericano. Me atrevo a decir, y creo que sería difícil no convenir en esto, que la función de este libro es la de complementar la visión que ya se tenga de Updike para seguir explorándolo y entendiéndolo en otro contexto: en el de las distancias cortas durante un largo periodo de tiempo. Sí, para leer Los Maple, uno ya tiene que sentir cariño por Updike. Algo que tampoco resultará complicado que suceda.

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Charlotte Brontë: El profesor

Uno de los objetivos literarios que me planteé para este 2021 fue el de leer aquellas obras consideradas secundarias, aquellas que están a la sombra de sus más renombradas creaciones, de las celebérrimas Charlotte y Anne Brontë. Mi razón para ello no está basada en algún tipo de preocupación ajena a la propia literatura; simplemente deseo profundizar más en sus esfuerzos y aprender y disfrutar, así, de su trabajo. Obviamente, mi intención es leer, en principio, una única muestra de cada una, pues son muchas las lecturas que ya tengo programadas para los próximos meses y sobre las que quiero dar cuenta aquí. Ahora bien, podéis preguntar: ¿Emily? ¿Dónde está Emily, que pareces dejarla manifiestamente de lado? Esto tiene una explicación. De ella aún no he leído su única novela, “Cumbres borrascosas”, por lo que, probablemente para el verano o el otoño, pueda reseñarla finalmente aquí. Pero esa es otra historia.

Para situar un poco cronológica y espacialmente a Charlotte Brontë (1816-1855), cuya novela El profesor, escrita en 1845-46 y publicada en 1857, voy a comentar hoy, valdrá decir que nació en el condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Fue la tercera de seis hermanos. María y Elizabeth, mayores que ella, murieron con doce y once años respectivamente de tuberculosis, en el año 1825. El único varón fue Branwell Bontë, cuarto hermano y de profesión pintor: el tan reproducido cuadro en el que aparecen Charlotte, Emily y Anne reunidas se debe a él, así como otras caricaturas que dan buena prueba de su humor un tanto oscuro, como demuestra un dibujo en el que, enfermo ya y a las puertas de la muerte, representa a la misma acercándose a su cama para llevárselo. Las hermanas, como es notorio, se esforzaron con grandes resultados en otra disciplina, la literaria: la muerte temprana de todas ellas, Charlotte con 37, Emily con 30 y Anne con 29, nos privó sin duda de muchos libros interesantes. Pero tampoco merece la pena lamentarse, sino leer lo que han dejado.

En El profesor, Charlotte Brontë nos entrega un testimonio en primera persona sobre un joven estudioso de origen aristocrático, pero carente de todos los prejuicios y riquezas asociados a su estatus, que desea emprender una carrera como industrial, o al menos intentarlo: este es el dilema inicial que habrá de afrontar, pues en el fondo de su corazón sabe que sus intereses, la literatura y el conocimiento, pugnan por orientarlo hacia otros lugares en apriencia menos feroces y desalmados. Gracias a su hermano, con el que no se lleva bien y al que apenas conoce, se inicia, de mala manera y sin entusiasmo, en los negocios. Debido a distintos avatares terminará ejerciendo las funciones de profesor en un colegio belga (Charlotte y Emily fueron internadas en uno). De aquí en adelante, el joven William Crimsworth, al que veremos asentarse en la vida a base de trabajo y diligencia, nos transmitirá con agudeza los matices psicológicos de los personajes con los que se encuentra y con los que se relaciona, valorando desde un perspectiva severa y abnegada todo cuanto sucede: el amor, el egoísmo y la fuerza de la voluntad son los núcleos temáticos del texto.

Era sensual en aquel momento, y al cabo de diez años sería ordinaria; en su rostro llevaba escrita la promesa de grandes insensateces futuras.

Como por otro lado es normal para una primera novela, a veces la autora se excede en las imágenes que utiliza y peca de una excesiva, digámoslo así, propensión a vincular los rasgos físicos con los rasgos psicológicos y morales: la frenología, esa pseudociencia elaborada por Franz J. Gall que estaba entonces en boga, la sedujo hasta tal punto que, en 1851, la propia Charlotte se decidió a visitar a un frenólogo. Como podrá observar el lector, continuamente se suceden en el texto estas etapas fisonómicas (así las llamo yo) en las que el narrador se esmera por encontrar significaciones morales a las frentes, las mandíbulas, los ojos, etc., de sus interlocutores. Lo apreciable es que esto está narrado con soltura, por lo que puede ser una gran fuente material para todo aquel que esté escribiendo y necesite apoyo para configurar, con sutileza, a sus personajes. Una novela interesante, que, aunque lo esperaba, me acaba de animar a leer alguna más de ella: no sé si releer Jane Eyre u optar por Shirley o Villette. Ya veremos.

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Thomas Bernhard: En busca de la verdad

Suelo afirmar que los libros de Thomas Bernhard son siempre para lectores bernhardianos, y por tanto para personas decididamente pesimistas pero con un alto nivel de humor, por decirlo de una forma excesivamente sintética. Ahora, una vez acabado de leer En busca de la verdad (Alianza, 2014), me he dado cuenta de que esta recopilación de textos públicos del escritor austriaco (artículos, entrevistas, cartas, discursos, etc.) está indefectiblemente dirigida a hombres y mujeres bernhardianos, por lo que puedo casi afirmar sin lugar a dudas que a nadie más satisfará. Aunque esto último no tiene por qué ser del todo cierto, ya se sabe de los complejos milagros obrados por la literatura.

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                     Thomas Bernhard (Foto: Sepp Dreissinger)

Presentados cronológicamente, leídos por tanto de forma lineal, tal y como yo lo he hecho, sin dejarme llevar por la idea de ir saltando de pieza en pieza según mis probables apetencias, tengo la extraña sensación de que he presenciado de alguna forma la vida, y a la vez asistido a la muerte, de Thomas Bernhard. No, no es una exageración: al terminar el libro me ha quedado una inexplicable sensación de culpa, de abatimiento, derivada sin duda del hecho de que creo haber comprendido mejor quién era ese hombre perdido en las montañas de su soledad. Sus novelas, pero sobre todo sus Relatos autobiográficos (que comenté brevemente aquí), ya me decían mucho de él; pero el mérito de los textos de En busca de la verdad radica en que han sabido poner en perspectiva su temperamento y su personalidad fuera del acto que le es más propio, el de la creación artística. En este libro predomina la persona más que el escritor y se puede descubrir incluso a un hombre profundamente enamorado (una auténtica revelación para mí):

Mi madre murió a los cuarenta y seis años. En 1950. Un años antes conocí a la compañera de mi vida. Al principio fue una amistad y una relación muy fuerte con una persona mucho mayor. En cualquier lugar del mundo que yo estuviera, ella era mi punto central, del que lo extraía todo. Sabía siempre que esa persona estaba ahí para mí por completo si las cosas eran difíciles. Solo tenía que pensar en ella, ni siquiera buscarla, y todo se arreglaba. Todavía ahora vivo con esa persona. Cuando tengo preocupaciones le pregunto, ¿qué harías tú? De esa forma me he abstenido de absolutas atrocidades, que todavía se pueden cometer con la edad, porque todo está dentro de uno. Ella fue para mí la que me contenía, me disciplinaba. Y por otra parte también la que me abría el mundo. 

Pero también está (¡no podía faltar!) el Bernhard que no realiza concesiones, que se enfrenta a todo lo que considera indigno, lo que abarca, obviamente, desde el Estado austriaco y su gobierno hasta los periodistas y los críticos, pasando por otros compañeros de profesión y políticos, así como por el mismo público y la Iglesia. Este libro puede verse incluso como un acerado manual para el conflicto verbal, créanme. Las entrevistas son especialmente interesantes, en todas ellas es claro (oscuro más bien) y va desgranando de forma temperamental detalles de su vida que resultan a la vez crudos y conmovedores.

BERNHARD: Para mí sería interesante si pudiera matarme y observarme luego.
PREGUNTA: Desgraciadamente eso es imposible.
BERNHARD: Que no sea posible es mi mayor decepción.

A pesar de su aparente misantropía, que es la característica fundamental que rueda de boca a oreja cuando se trata sobre él, yo no puedo dejar de ver, bajo ese pesado caparazón lingüístico y temático, a un humanista que luchó contra el conformismo y la mediocridad intelectual desde sus propias y complicadas circunstancias vitales: detrás de sus hirientes palabras, en su inmensa soledad, siempre tuvo espacio para el verdadero amor, algo que no todo el mundo puede, ¡ay!, afirmar. Así que yo me quedo con su cara más sencilla, con las pequeñas brechas por las que se filtra su entristecida devoción por lo humano.

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