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Impresiones literarias

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Joseph Conrad: El negro del Narcissus

Joseph Conrad, con toda probabilidad el novelista polaco más universal (a pesar de que a menudo se olvidan sus orígenes debido a la adopción del inglés como su lengua de expresión literaria, ya que nunca, además, usó el polaco para sus trabajos), ha tenido la relativa suerte o la feliz desgracia de haber legado a la posteridad una obra imperecedera, El corazón de las tinieblas (1899), lo que le ha robado, al menos para el lector generalista, una visión más comprehensiva del conjunto de su obra. Esta opacidad, sin embargo, no llega a límites tan lacerantes como el de, por ejemplo, Arthur Conan Doyle, cuyos libros (aquellos que no tratan de su famoso detective) han sido devorados por la fama de su magna criatura bicéfala, el ínclito Sherlock Holmes y su compañero James Watson. Ahora bien, novelas como Lord Jim (1900) o Nostromo (1904), si se ha profundizado un poco más en el trabajo del polaco, acuden también a la mente con cierta presteza cuando se piensa o habla de Conrad; esta última, por cierto, está aquí reseñada. Unida a estas y dentro de los límites del canon conradiano, otra de sus más importantes novelas es El negro del Narcissus. Una historia en el mar (1897), editada en español por Valdemar. Si nos fijamos bien en las fechas, vemos lo feraz que resultó el trabajo del autor polaco durante esos siete años en los que dio a la imprenta estas grandes novelas.

Para entender bien lo que quiso hacer Joseph Conrad (1857-1924) en esta novela sobre la que voy a dar un pinceladas hoy, y adentrarnos de paso en sus postulados estéticos generales, resulta esclarecedor el prefacio que escribió para ella y en el que da cuenta de algunas de sus ideas sobre el papel del artista, del arte y de la creación literaria. De las ideas que se pueden extraer de este prefacio, y que sirven para entender el resultado de la forma de trabajar del autor, cabe destacar para nuestro propósito la importancia que le da Conrad, no tanto a la acción en sí, como al narrador y a cómo este ofrece la historia. Relacionado con esto y siguiendo sus directrices, el escritor debería preocuparse de alcanzar con sus palabras la plasticidad y colorido que ofrecen a los sentidos la escultura o la pintura, así como la sugestión de la música (a la que consideraba como «arte de las artes»). El objetivo sería hacer ver, sentir y oír al lector hasta tal límite que a este no le quedase más remedio que profundizar tanto en sí mismo, como en la realidad, en ambos casos haciéndolo en toda su densa complejidad. Además, aquí expresa Conrad su concepción de que la literatura es el resultado de una experiencia personal de la vida, por lo que la visión del mundo que ofrece el artista pasa por el descenso a las propias entrañas, a todo lo bueno y lo malo que hay en ellas, para buscar siempre lo permanente, lo duradero, los sentimientos de solidaridad, dolor, belleza, etc. «La tarea acometida con amor y fe —nos dice— es presentar incondicionalmente, sin reservas y sin aprensiones, el rescatado fragmento a los ojos de todos e iluminado por un talante de sinceridad. Es mostrar sus vibración, su color, su forma; y, a través de su movimiento, de su forma y de su color, revelar la sustancia íntima de su verdad».

La novela que nos ocupa se inicia con la llegada de la vieja y nueva tripulación a un buque llamado Narcissus, en el que se desarrollará toda la acción, y que espera en el puerto de Bombay para partir hacia su destino, Londres. Asistimos al desfile de distintos marineros que se van presentado a grandes rasgos a través de un narrador en primera persona, también marinero y testigo de los hechos que relata. De entre estos destacan dos de ellos, recién incorporados a la futura travesía: Donkin, al que le gusta enfangar, discutir, quejarse y no dar un palo al agua, y James Wait, una extraña y enigmática figura a la que el narrador tilda de severo, frío y dominador, y en torno a cual se desarrollará el núcleo de la historia por el rechazo y fascinación que produce casi a partes iguales. Estos dos personajes son los encargados de ofrecerle dinamismo a una narración que es en sí misma como un mar apenas cambiante. Buena parte de él está en calma, es un fluido estético y lírico plagado de profundas atenciones a las condiciones climáticas (la vibración, color y forma de la que hablaba Conrad en su prefacio) y a los elementos y estructura del barco, con una atención minuciosa al vocabulario técnico, que, por otro lado, es un recurso clásico del autor y de cualquier escritor que se quiera embarcar con veracidad en narrar historias del mar. Esta calma narrativa solo se verá violentamente interrumpida en tres o cuatro ocasiones (a las que no remito por aquello de no destripar los hechos), principalmente por las acciones capitales en torno a las cuales se articula la narración y, en algún caso, por las condiciones físicas del entorno.

Espiritualmente hablando, por decirlo así, la novela toca algunos temas de interés. La vida en un barco, por muy pirata que sea, no es la vida mejor, pues se está a merced, especialmente entonces y entre otras cosas, de la violencia del mar y del viento, por no hablar de rocas, icebergs y un sinfín de contratiempos más. La disciplina a bordo no es tampoco un capricho, sino una necesidad que, si no se mantiene, suele derivar en amotinamientos y conflictos que pueden extenderse y echar por la borda la empresa traída entre manos. El hecho de que aparezcan factores que la desestabilicen es siempre, por tanto, un motivo de preocupación: Donkin y Wait representan esta perturbación que arrastrará, en mayor o menor profundidad, al resto de marineros. El negro del Narcissus, esto es, James Wait, parece presa de una enfermedad que lo acerca cada vez más a la muerte, como muestra su estadio físico y sus expresiones constantes, pero a la vez se extienden rumores de que puede ser simplemente una estrategia para librarse de la carga del trabajo en el barco. Los marineros orbitan en torno a él, con esa mezcla de rechazo y atención de la que hablaba antes, lo que da pie a caracterizar personajes y situaciones.

Aunque el paso del tiempo no le haya causado, en general, muchos estragos al conjunto de su obra, sí que es cierto que uno tienen la sensación de que, en términos de ritmo, son libros, los de Conrad, escritos a finales del siglo XIX y principios del XX para dichos momentos; a excepción, claro está, de El corazón de las tinieblas. Y esto, obviamente, no es malo en sí, pues nadie sabe escribir para quienes vivan dentro de dos siglos. A lo que me refiero con esta apreciación es a que en el caso de El negro del Narcissus, y en la práctica totalidad de su obra, esta vetustez se hace patente en el resultado final de su creación, que es hermosa en su factura pero poco sugestiva hoy (probablemente por su pausado discurrir) para el lector medio: si alguien empieza a leer a Conrad por este libro, nadie perderá el tiempo, desde luego; pero no entenderá por qué el autor era un gran escritor. Ahora bien, el arte en general, y la literatura en particular, está plagada de estímulos y siempre podría suceder que, acercándose uno a un libro como este, o a cualquier otro mucho menos logrado, alguien encontrase impulso para iniciar o continuar un escrito que se trajese entre manos. Si yo recomiendo la lectura de este libro es porque de él se puede aprender, entre otras cosas, a ejercitarse en la prosa atenta y lírica, en la que Conrad es un maestro: una fuente de pausado deleite y una escuela para escritores que quieran mejorar la poesía con la que describen la naturaleza y sus elementos.

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Sándor Márai: La mujer justa

Hacía algo más de un año que no leía a Sándor Márai (Kassa, 1900 – San Diego,1989), de cuya lectura salió una reseña que publiqué aquí refiriéndome a su libro, magnífico libro por lo demás, El último encuentro (1942). No sé si sería correcto plantearlo así, pero con el paso de los años se ha ido convirtiendo en uno de los escritores a los que más me gusta volver: ¿podría definir mi situación con respecto a él como una especie de fetichismo, de adoración o culto idolátrico? Nunca llegaría tan lejos, la verdad, sobre todo porque sentimientos de ese tipo me quedan (qué le vamos a hacer) muy a desmano. Ahora bien, tampoco voy a esconder esta admiración por él, que se debe esencialmente a las cualidades generales que aprecio en su obra: bien labrada, tendente a la pulcritud formal, reflexiva sin ser estomagante, aguda en su exploración de las emociones humanas y sus infinitos matices… Estas cualidades son, generalmente, difíciles de encontrar por sí solas, y mucho más, como cabe suponer, en un mismo escritor. Por suerte para nosotros el conjunto de la obra de Márai se abre en múltiples novelas y textos autobiográficos como fragantes flores mediante los cuales es posible saciarse literariamente, lejos del anodino mar del mercado literario. Uno desearía que nunca hubiese dejado de contar historias, pero la muerte no salva a nadie por muy bien que escriba.

Aunque no figura entre sus obras más destacables de las tres o cuatro que podrían ofrecerse como paradigmáticas de su quehacer, como novelas insoslayables del autor a las que cualquier lector no podría renunciar, Sándor Márai tiene un gran ejemplo de su forma de trabajar los matices emocionales y perceptivos de sus personajes en La mujer justa, editada por Salamandra con traducción directa del húngaro de Agnes Csomos. Esta obra, podría decirse así, quisiera ser un conjunto de novelas cortas, tres para ser exactos, en torno a unos mismos personajes. En La mujer justa tenemos un elenco de actores limitado a tres voces que se autoexplican, que ofrecen con detenimiento a sus mudos pero atentos interlocutores el panorama emocional y contextual que las estructura y rodea. Las poco más de cuatrocientas páginas se dividen, como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, en tres partes: la primera dedicada a una mujer, Marika, que está tomando algo con una amiga en una pastelería de Budapest y que ve a su ex marido entrando en ella a comprar; la segunda parte presenta a dicho ex marido, Péter, que le cuenta a un amigo suyo, que ha vivido durante años en el extranjero, Perú para ser más precisos, su historia de amor imposible; y en la tercera se despliegan las palabras de Judith, la que fuera criada en casa de los padres de Péter.

Así, Marika se desahoga con tranquilidad en un sólido monólogo dirigido, como si realmente fuese una conversación, a su amiga, y decide narrarle pormenorizadamente todos los detalles de su vida de casada y cómo finalmente fracasó su apuesta por el amor. Habla de su entrega, de la profunda devoción que sentía por su marido a pesar de las diferencias de clase que los separaban: él era un burgués muy bien situado gracias a su familia, mientras que ella, sin ser pobre, se encontraba un buen número de peldaños por debajo de él. No tardó en percatarse de que, hiciese lo que hiciese, el proceder de su pareja estaba ceñido por hilos vigorosos y casi invisibles a los modos culturales de la burguesía. Porque el burgués, a diferencia del aristócrata, tiene que estar demostrando continuamente quién es, como si no pudiese entregarse libremente a sí mismo, sino que tiene que cumplir continuamente con un deber, con multitud de obligaciones ajenas. Aunque las cosas no pintan bien, parece que la huida hacia adelante después de una tragedia es la única salvación. ¿Pero realmente es así?

Las partes de la novela correspondientes a Péter y a Judith persisten, cada una con su propia compañía (ante las cuales parecen justificarse, aunque en realidad hablan para justificarse ante ellos), en los mismos asuntos planteados e introducidos por Marika. ¿Se dan simple y llanamente en este libro distintas versiones de unos acontecimientos? Así es, pero no solo eso. Aunque los hechos expuestos por todos son coincidentes, las motivaciones que los ponen en marcha y las reacciones que provocan tienen una naturaleza completamente distinta: Péter siente una especie de fría distancia con respecto al mundo y a las cosas que pueblan el mismo, se cuestiona el amor, la pasión, y se declara culpable de no haber sido lo suficientemente valiente para amar. Judith, que no es solo la tercera en discordia, sino una mujer marcada profundamente por la pobreza de sus orígenes, no tiene el menor reparo en mostrarse descarnada a la hora de contarle a uno de sus amantes el proceso mediante el cual llegó a la riqueza, cómo actúo después en ese contexto y cómo finalmente lo abandonó. Al final, los tres personajes que copan la atención del lector se muestran, emocional y vivencialmente, como en compartimentos estancos, como si no fuese posible trascender el destino deparado por las clases sociales para fundirse en unas relaciones profundas, estables y sinceras.

La mujer justa es sin duda un estudio complejo de Sándor Márai sobre esas limitaciones que el dinero y el rango social imponen a la conciencia individual, que se muestra incapaz de librarse del todo de los modos culturales que su estatus lleva parejo. Vemos aquí, por tanto, una lucha con vistas a superarlos a través del amor, con el resultado último, sin embargo, de que todo fuerzo es más bien inútil. Al final, nos parece decir Márai, el gran problema personal de cada uno de nosotros, independientemente de nuestra extracción social, es disolver la soledad existencial, y hacerlo a través del dinero, la fama, el sexo, los caprichos, etc., no parece conducir realmente a la liberación. Aunque ciertamente se puede hacer algo larga, sobre todo por la frescura de algunas voces y el sentido de lo narrado, destacando de entre dichas voces, quizá, la de Marika, es una lectura muy recomendable para los que ya han leído con interés al gran escritor húngaro. Un escritor que no se agota y que envejece sin apenas achaques.

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Dezső Kosztolányi: Alondra

No ha pasado un año todavía desde mi última lectura de Kosztolányi (lectura de la que, por cierto, di cuenta aquí mismo el pasado noviembre) y, así es, ya estoy otra vez completamente entregado a él. Cómo para no estarlo. Siempre he dicho que Kosztolányi (1885-1936) es un escritor adscrito al sentido más noble y artesanal de esta palabra, pues sus obras muestran, por un lado, la preocupación por contar bien las historias, y, por otro, una vocación por la exploración de los sentimientos y emociones humanas hecha de forma rigurosa, con sus claroscuros, equilibrada y marcadamente artística. Mucha literatura contemporánea, basada en las indagaciones del yo, del más acá personal, podría aprender de Kosztolányi, como de tantos otros, la verdad sea dicha, una lección más que importante: cuándo cortar el huracán verboso de la autocomplacencia para hacer algo tan simple como buena literatura. Ahora bien, gracias a la editorial zaragozana Xordica esto es más fácil, pues está publicando buena parte de su obra, actualizándola, y con ello demostrando un gran criterio editorial, que no hay que dejar de aplaudir. Dicho esto, hablemos ya de Alondra (Xordica, 2022; traducción de Judit Xantus), una novela que, a pesar de su alado nombre y su aparente ligereza estilística, está impregnada de una desasosegante atmósfera de pesadilla. Una pesadilla muy sutil, por lo demás, y no en vano muy profunda.

Empecemos por los hechos: estamos en el primero de septiembre de 1899 y un matrimonio se afana con ordinaria meticulosidad en preparar la maleta de su hija, que va a hacer un viaje. ¿Adónde va esta joven? Pues a pasar una semana de tranquilidad en una hermosa finca de Tarkö, propiedad de su tío materno y donde se reunirá, Alondra, con familiares que hace mucho tiempo que no ve. Los padres, aunque estaban invitados también, decidieron a última hora que no la acompañarían debido únicamente a una razón, esto es, a que se excusaban en que ya estaban demasiado viejos para cualquier tipo de traqueteo. Tras hacer la maleta de su hija deciden, cómo no, acompañarla hasta la estación en la que cogerá el tren. Es en este trayecto, mientras nos habla del padre de la muchacha, cuando Kosztolányi introduce una información que cae como de pasada, pero que al lector le resulta un poco perturbadora. Entre los sentimientos del padre, quien ama a su hija y la considera muy buena persona, está el de sentir dolor frente al aspecto físico de Alondra. No es una chica deforme, no tiene cicatrices ni está mutilada, pero al ver en su día ya que su hija no era nada agraciada, el padre decide, para soportarlo, verla desde hace años de forma más indefinida, desdibujando su imagen para suavizar sus rasgos.

¿No resulta un tanto perturbadora la posición en la que nos coloca tan prontamente Kosztolányi con respecto a la percepción de este hombre? El lector piensa, sin duda, que es un comentario muy duro y se pregunta ¿continuarán esas apreciaciones tan incómodas sobre el rechazo de un padre a la falta de belleza de su hija o se trata esto más bien de un matiz coyuntural que ofrece el autor para entender más apropiadamente la psicología del personaje? Para nuestra sorpresa Kosztolányi no cesa, al menos durante unas páginas: «Alondra le daba pena y para mitigar su pena se atormentaba a sí mismo. Se atormentaba al mirar su rostro con detenimiento, casi con descaro, y percibir que era incapaz de acostumbrarse a él». A esto se une la terrible y privada visión que tiene de su hija, de la cual tiene la certeza de ser una solterona vieja y casi marchita. El siguiente paso en el desconcierto del lector llega cuando, a pesar de que la novela lleva por título el apodo de la protagonista, está desaparece de escena en el capítulo dos y ya no regresará hasta el doce, de los trece que tiene. ¿Qué pasa entretanto?

Kosztolányi pone entonces el foco en los días que pasan los padres de Alondra sin su hija. Ambos son de hábitos limitados, cargados de miedos y rechazos, y viven sumidos desde hace tiempo en una reclusión voluntaria de costumbres fijas, unas costumbres que los han alejado paulatinamente de su entorno. Y Kosztolányi, con su maestría habitual, refleja esta mentalidad en los objetos reunidos en la casa del matrimonio: «Brillaban también en su sitio todos los objetos menudos, los chismes sin ningún valor, sin ningún uso, sin ninguna utilidad: tazas compradas en los mercadillos, figurillas de porcelana en forma de perrito, pequeñas jarras de plata, angelitos dorados, todos esos horribles ídolos de la existencia provinciana…». Un espacio físico materializando un estado mental. Ahora bien, la ausencia de Alondra les obliga a una transformación, la soledad les impele a un nuevo reencuentro con el mundo, al menos con el que les rodea. Por ejemplo, detestaban los restaurantes, pero ahora deciden entrar en uno: un hecho tan banal pondrá en marcha el mecanismo de una transformación de su realidad que los llevará al reencuentro, especialmente al marido, con personas que remitían a un estado de cosas distintos.

De aquí en adelante el lector asistirá a la transformación, por el periodo de una semana, de la vida de este padre y de esta madre, constatando el acelerado afloramiento de los sentimientos más oscuros e inestables de estos, llegando hasta límites, ciertamente, insospechados, aunque no por ello poco impactantes. Kosztolányi es un maestro de la frase simple, del matiz sorprendente y atractivo, de la expresión del sentimiento humano en su complejidad. El conjunto de su obra es una muestra de ello; aunque todo esto se refleja sintéticamente en esta obra. Como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, ya queda menos para que vuelva a leer, y a traer aquí por tanto, a Kosztolányi. Si se cruza usted en una librería o en una biblioteca con él, no dejen de agarrarlo por las solapas y llévenselo a casa. Lo agradecerán.  

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Nathaniel Hawthorne: La letra escarlata

Crecí con la absurda creencia de que La letra escarlata, publicada originalmente en 1850, era algo así como un novelón decimonónico para mujeres decimonónicas. Un ligero drama de época para otra época. Y claro, estaba bastante equivocado. Es lo bueno que tiene ir creciendo como lector y persona, que uno se va dando cuenta de que arrastra ciertos y ligeros prejuicios sin otro motivo que las asunciones que uno acepta cuando es más joven por no querer enfrentarse directamente a las cosas. Y las cosas se aceptan hasta que se las cuestiona, claro. Así, desterrar prejuicios, afinar la sensibilidad estética, adentrarse sin remilgos en lo conocido de oídas (como si se pudiese conocer algo de verdad de esa forma) y remodelar el moblaje intelectual sin miedo, son algunas de las inevitables acciones que uno tiene que realizar para, como digo, desarrollarse lo más ampliamente posible y así disfrutar más de todo lo que le rodea. Es interesante, además, indagar también en las raíces de estas ideas prefabricas para ver si se deben a una construcción personal o a una asimilación, digamos, de inercia exógena (perdón por la expresión).

En mi caso, esta velada percepción que tenía del libro de Hawthorne se debía esencialmente, tal y como he descubierto tanteando en mi mente en busca del origen de este prejuicio, a la película de 1995 de Roland Joffé en la que actuaban Demi Moore, haciendo el papel de Hester Prynne, y Gary Oldman, en el de Dimmesdale. Recuerdo haberla visto en mi temprana adolescencia y, como cabe suponer por lo escrito hasta ahora, el recuerdo que me dejó fue más bien de algo meloso y afectado, de drama intenso de sobremesa; esto, por otro lado, significa que haría bien en volver a ver el filme una vez más para contrastar estas afirmaciones que estoy haciendo, pues quizá ahora no lo perciba igual. Resumiendo el problema en una cuestión, diría: ¿una historia que trata sobre el adulterio y su castigo en la Nueva Inglaterra del siglo XVII podía entonces alentar en mí algún vínculo con ella? No lo creo, y la verdad es que puedo entender que entonces me quedase algo lejos. Lo bueno es que ahora me queda algo cerca y ha sido un gran y profundo descubrimiento.

Sin duda, la novela de Hawthorne tiene un marcado aire de clásico, en el sentido de que todo el mundo ha escuchado el título de esta historia pero no muchos parecen haberla leído. Al menos eso he comprobado en mi círculo más cercano. Además, abundando en este sentido, Hester Prynne es también una (anti)heroína citada aquí y allá como paradigma de la mujer sufriente, consciente de sus principios y defensora a ultranza de los mismos, que se enfrenta a los prejuicios de la sociedad desde su autonomía. ¿Dónde está, sin embargo, el núcleo vibrante de la grandeza de este personaje y de su historia? No puedo hacer otra cosa salvo remitirla a la magnífica prosa de Hawthorne, que es profunda, cargada de matices y de imágenes sugestivas, oscura y luminosa a un tiempo. No es solo el tema que trata, el asunto (que hoy se ha convertido, por lo que parece, en lo único importante y que hace una obra digna de publicarse y abordarse), sino el arte de hilvanar y trabar un vigoroso mosaico de palabras.

Nuestra heroína (ya toca dar unas pinceladas sobre la trama) se enfrenta desde el principio de la novela al juicio y desprecio de su entorno, en la puritana y restrictiva Nueva Inglaterra, por haberse quedado embarazada fuera del matrimonio de un hombre cuya paternidad es desconocida por todos, salvo, obviamente, la propia Hester. Su culpabilidad se ve acentuada por el castigo, que no por simbólico es menos hiriente y pesado, de llevar una letra escarlata, la letra A de adultera, porque, unido a esto, está la sombra del marido de la propia Hester, que está desaparecido y se desconoce su paradero. La mujer da finalmente a luz y trae al mundo a una niña, llamada Pearl. La letra escarlata que va bordada sobre su pecho tiene la propiedad de funcionar como un hechizo, como una maldición, y esto la obliga a abandonar la esfera de las relaciones sociales para encerrarla en una burbuja de aislamiento, primero ocupada solo por ella, después por la criatura a la que trae al mundo. Los ojos de todos los habitantes de su entorno se posan sobre ella, rechazándola, relegándola a la sociedad: Thus will be a living sermon against sin, until the ignominious letter be engraved upon her tombstone (así será un sermón viviente contra el pecado, hasta que la ignominiosa letra se grabe sobre su tumba), dice un personaje.

La irrupción de Pearl desde el capítulo sexto añade una dimensión más humana si cabe a la historia, pues la hija de Hester hereda de alguna forma el oprobio que le entrega la sociedad a su madre, algo de lo que la criatura parece ser consciente, incluso cuando aún no es capaz de hablar o comprender su situación existencial cabalmente, pues, como nos dice Hawthorne, la letra escarlata es el primer objeto que llama profundamente la atención de la hija ilegítima: aisladas de la sociedad, ambas reconocen las circunstancias adversas del mundo que las ciñe opresivamente y en el que han de sobrevivir, llegando incluso a muestras ostensible de rechazo a Dios, por sentirse desamparadas, desahuciadas. Más adelante veremos como la trama se va complicando gracias a la llegada de un marido dispuesto a todo para conocer el nombre del hombre que le dio una hija a su mujer.

La soledad, el desprecio social, el adulterio, el erotismo, el deseo, todo conjugado con una prosa profundamente literaria y sutil, hacen de esta novela una joya oscura que no debería obviar ningún lector: no solo porque es una lectura que aviva y sostiene el interés, sino porque, además, permite reflexionar sobre muchos aspectos de la existencia individual y social del ser humano.   

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Stephen King: Después

Qué alargada y popular es la sombra literaria de Stephen King (Maine, 1947). De vez en cuando acabo felizmente atrapado en ella, fascinado por su capacidad para el manejo del ritmo (lingüístico, verbal) de sus historias y la equilibrada tensión que genera cada pocas páginas, lo que hace que uno termine, como ya he dicho, atrapado en su ubicua sombra literaria. Desde luego, no son muchas las novelas que he leído de él, habida cuenta de lo extenso de su obra, pero sí que he disfrutado unas cuantas. Lo primero que leí de él fue una colección de relatos, Todo es eventual, en una edición que aún conservo de 2004; más adelante, mientras estudiaba la carrera, recuerdo haber leído algo de él, pero no soy capaz de atinar con el título ni la historia (no debió de engancharme); después cayó en mis manos uno de sus clásicos, Cementerio de animales, que tengo en edición en inglés de Hodder & Stoughton, un libro que me gustó bastante y leí en pocos días; tras este me decidí, poco tiempo después, por uno de sus más renombrados clásicos, It, también en edición de Hodder & Stoughton, y que, para mi sorpresa, era un volumen de más de 1300 páginas con una estructura más compleja de lo que también había supuesto.  

Ahora bien, siempre que me voy de viaje, por muy corto que sea, tengo por costumbre llevarme un libro nuevo. Aunque ya esté leyendo alguno, y esté completamente metido en él, lo dejo de lado por unos días y me doy al placer de entrar en una librería (normalmente la librería Cervantes en Oviedo) y elijo un libro que no tenía previsto en mi horizonte de lecturas para los próximos meses. Y así fue que esta vez, antes de marchar a Bélgica por mi cumpleaños, me decidí por Later, novela publicada por Hard Case Crime en 2021, y, en España, por Plaza & Janés en traducción de José Óscar Hernández Sendín, también el mismo año. Lo compré, por un lado, por una razón maravillosamente superficial, y es que la portada de Hard Case Crime tenía unas vibraciones muy pulp, y, por otro, porque me apetecía leer alguna historia de tintes sobrenaturales. Y es que en esta novela nos encontramos con, Jamie Conklin, un niño normal y corriente que tiene una característica que lo hace, sin duda, muy peculiar, esto es, es capaz de ver y relacionarse con los muertos durante unos días tras la muerte de estos. ¿Recuerda esto a la película El sexto sentido, verdad? Puede, pero las similitudes terminan en esa premisa, ya que hay matices que plantea esta historia de una forma diametralmente opuesta, haciendo que esta aparente semejanza quede rápidamente desdibujada.

En esta novela Stephen King mezcla la trama policial (concretamente la corrupción policial) y la persecución de un huidizo terrorista con las virtudes del pequeño Conklin, que gracias a su “sexto sentido” puede ser de mucha utilidad para ayudar a una inspectora de policía que no parece muy devota de la ley y el orden. Jamie Conklin vive con su madre, una agente literaria de renombre que se ve sumida en los vaivenes de la crisis económica de 2008 y en sus años posteriores, por lo que, al menos durante un tiempo, tienen que ajustarse el cinturón y rebajar su calidad de vida. El hermano de su madre y tío del niño lleva unos años afectado de Alzheimer por lo que está postrado y no puede comunicarse. Así, un día, tras llegar de clase con su madre, se encuentra en el pasillo de su planta con un anciano y su mujer. Este hecho, que no tiene nada de sorprendente ni de especial, cambia su cariz cuando descubrimos (esto está en las primeras páginas, que nadie tema destripes aquí o más adelante) que la anciana está muerta. Este hecho da pie a que el narrador, el propio Jamie, despliegue y ofrezca las claves de su historia y nos cuente las peculiaridades de su don: ve a los muertos tal y como murieron, lo que supone encontrárselos por la calle con las señales de sus muertes: heridos, deshechos, serenos, agitados, etc. Esto, como cabe esperar, supone una experiencia aterradora para el niño, al que vemos crecer a los largo del libro.

Como ya he señalado, la trama se desarrolla bajo las coordenadas de la corrupción policial y la persecución de un terrorista, a lo que cabría añadir otras también estimulantes y que redondean la historia; por ejemplo, la posibilidad de que un escritor de éxito muerto, que, desde la tumba, sea capaz de ofrecer su última obra, nunca escrita, a sus lectores, gracias a la intervención de Jamie… Podría, como siempre me sucede cuando escribo sobre mis lecturas, extenderme más en cada una de las etapas de la historia, en los hechos narrados, etc., pero la verdad es que eso nunca me ha interesado (de hecho en este blog siempre me quedo corto para no excederme y revelar demasiado de las tramas), porque nunca he querido robarle al lector el asombro y el descubrimiento de lo que han concebido los escritores y escritoras a los que hago desfilar por aquí. Eso sí, diré por último que el final tiene un giro inesperado, sorprendente: ¿un rizo demasiado rizado? No lo sé. Pero, en fin, no es nuevo esto que voy a decir ahora, pero Stephen King es sinónimo de entretenimiento y literatura, buena literatura, por lo que se merece todo el respeto y consideración por parte de todos los lectores, pues parece que, muchas veces, para muchos exquisitos, su éxito lo relega de una baja y superficial concepción.

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Günter Grass: El rodaballo

Hacía muchos años que no retomaba la obra de uno de los grandes escritores alemanes del siglo XX. Lo último que había leído de él, hace más de diez años ya, qué barbaridad, fue una de sus novelas, una de esas que tampoco goza de especial interés dentro de su canon, y que, realmente, me dejó bastante indiferente, sin sugerir con esto, desde luego, que sea, algo así, como una mala novela: aquel libro fue Malos presagios (1992), una historia de amor entre una polaca y un alemán viudos, de la que tampoco guardo muchos recuerdos. Sin embargo, andando el tiempo, me encontré en una librería de viejo con uno de sus títulos más celebrados, al menos en su día, aunque un tanto olvidado hoy, como es El rodaballo, libro publicado originalmente en 1977 y traducido al español por esa institución que es ya, y con todo mérito y razón, Miguel Sáenz.

Siempre a la sombra de su Tambor de hojalata, al menos en el imaginario popular de los lectores, Günter Grass (1927-2015) parece reclamar, cada vez que uno ve su nombre aquí o allá, una mayor atención para su trabajo, y, una vez leído El rodaballo, no puedo hacer otra cosa sino confirmar el renovado interés que ha despertado en mí su obra tras posar, satisfecho, este grueso libro. Su capacidad imaginativa y fabuladora, su tono satírico, la fluidez de la prosa y, por supuesto, la delirante y obnubilante trama de esta novela, me han dejado realmente, como digo, entre fascinado y complacido. Tiene mucho, El rodaballo, de novela experimental, aunque sin caer en excesos de opacidad, pero a la vez es una obra que entronca con esa tradición de novelas critico-cómicas, como El Quijote de Cervantes o el Gargantúa de Rabelais, por citar solo dos ejemplos tan lejanos como irremediablemente contemporáneos. Dicho esto, veamos ya lo que nos propone Grass en esta fantástica novela.

La premisa de la que parte el libro es ya en extremo sugestiva: una rodaballo que proviene de la noche de los tiempos y que vive en el báltico decide ayudar a los hombres, ya desde el neolítico, a librarse de la tutela femenina que imperaba entonces, pues, según este feucho y metomentodo pez, el sexo masculino vivía entonces en una minoría de edad. Su objetivo esencial era conseguir, paulatinamente, que la situación de dominio femenina pasase al bando masculino. Seguro que al lector del siglo XXI se le antoja curiosísima esta propuesta, habida cuenta de su carácter disruptivo: habrá quien piense, incluso, que algo así no podría publicarse hoy, tan solo conociendo lo que acabo de esbozar, y yo me encuentro entre ellos, no porque crea que no debería darse a la imprenta semejante obra, sino porque echaría para atrás, me temo, a cualquier editor. Pero, en fin, el libro no se agota en esta síntesis.

Para conocer el progreso de esta historia de la humanidad, pues básicamente ese es el asunto y el arco temporal que abarca esta novela, tenemos a un narrador que posee una característica interesante, una capacidad conocida como tempotránsito, habilidad esta que supone una serie de distintas reencarnaciones que permiten a dicho narrador contarnos la historia de distintas tensiones sociales y sexuales que se han venido desarrollando a lo largo de tan extenso tiempo y que tienen al pez por extraño incitador. Este rodaballo, que parece una constante histórica, posee además, ¡pues tiene mucho de charlatán!, una personalidad vanidosa, parlanchina, es un liante de los de siempre, deseoso probarlo y de meterse en todo. Tanto es así que, llegado el momento, decidirá, incluso, colaborar por propio interés con la causa femenina, para promover, así, el inicio de una nueva etapa en el desarrollo de la humanidad: unas mujeres acaban por pescarlo y deciden dar parte a los distintos círculos feministas del mundo, para así llevarlo a un juicio en el que habrá de dar cuenta de sus actividades patriarcales.

Entre otras muchas cuestiones, la alimentación juega aquí un papel destacado, no meramente coyuntural: se hacen constantes menciones a recetas, plantas y animales, unas veces de forma superficial, otras en profundidad, refiriendo incluso su papel histórico y social en el desarrollo social del mundo. El narrador, que asiste al ya mencionado juicio contra el rodaballo, un juicio que se desarrolla en distintas jornadas debido a constantes debates de procedimiento del tribunal feminista, nos da cuenta también de sus fracasos existenciales, de los problemas conyugales que tiene con su mujer embaraza. El texto no se aviene a una progresión cronológica lineal: «Las fechas no pueden sujetarnos. No somos de hoy. En nuestro papel, todo ocurre casi siempre simultáneamente»; tanto el tiempo como los hechos se presentan recurriendo, precisamente, a esa simultaneidad, otorgándole al texto un mayor y fluido dinamismo.

En fin, esto, desde luego, es solo un somero esbozo de lo que puede encontrar cualquier lector en este libro de Grass que es tan moderno y, a la vez, posee un sabor tan clásico. Estoy convencido de que, una vez se entre en él, ya no se podrá abandonar su lectura: tiene algo, en el nivel de su estilo y en el de la propia historia, que lo hace realmente atractivo, imantado, sorprendente. Así es: nadie debería perder la oportunidad de leer esta gran novela que parece haberse perdido en el maremágnum de las publicaciones literarias.   

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Dezső Kosztolányi: Kornél Esti

No sé hasta qué punto se estima de forma adecuada la obra literaria de Dezső Kosztolányi (1885-1936). Periodista, traductor, ensayista, poeta y, en el sentido más noble y profundo de la palabra, escritor, en los últimos años nunca se le ha visto centrando el interés de críticos y lectores: sus novelas están en una suerte de limbo, no solo por ese sobresaturado mercadeo de novedades editoriales que prometen, con sus cansinas y machaconas hipérboles, mucho más de lo que real y tristemente ofrecen, sino también, como digo, por esa falta de reivindicación por parte de los que (como cabe suponer) más saben de literatura, esto es, aquellos y aquellas que distinguen lo crudo de lo cocido, lo hecho de lo contrahecho. Pero, en fin, una cosa es preciarse de algo y otra darle el cumplimiento que se le supone.

Dada esta situación, sin embargo, he recibido la noticia, desde hace no mucho, aunque no he podido reflejarlo por aquí hasta hoy, de la necesaria recuperación de la obra de Kosztolányi que está haciendo Xordica, editorial zaragozana independiente y casi treintañera, que ya ha publicado “Anna la dulce”, “Alondra” y, recién salida del horno, “La cometa dorada”, todas ellas novelas que reaparecen, además, en perfecta forma. Dado esto, sucedió entonces que, teniendo yo ganas de volver a Kosztolányi, me encontré con que paseaba la semana pasada por Madrid, pues había bajado desde Asturias a pasar unos días por allí, lo que siempre es un placer, y me encontré en una librería de viejo con un ejemplar de Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, una novela del escritor húngaro que aún no había leído, editada en 2007 por Bruguera. Esta fortuita coincidencia me obligó, felizmente, a decidirme por leer y escribir sobre esta obra publicada originalmente en el año 1934.

Podemos empezar señalando que Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, es una novela que tiene un espíritu vanguardista y juguetón ataviado con ropajes que nos recuerdan a obras que vienen de antiguo, a formas de hacer literatura de corte clásico, incluso. Esto se constata, con un simple vistazo, ya en los títulos explicativos que el autor va dando a los distintos capítulos en los que está estructurada la obra y que tienen ese aroma que va muy atrás en el tiempo: Donde el escritor nos presenta y descubre a Kornél Esti, el único héroe del presente libro, Donde aparece Kücsük, la joven turca que semeja un pastel de miel o Donde se desvelan las misteriosas andanzas de Gallus, un traductor culto, pero descarriado. Podría citar otros muchos ejemplos de otras obras del pasado, pero pensemos en Rabelais (al que siempre tengo a mano) y sus títulos, formalmente en absoluto de él privativos: De cómo empleaba el tiempo Gargantúa cuando el ambiente estaba lluvioso, De cómo Grangaznate conoció el maravilloso ingenio de Gargantúa por la invención del limpiaculos, etc. Ahora bien, estas presentaciones de Kosztolányi están encaminadas a poner de relieve la épica inventiva de su personaje central, Kornél Esti, que entronca con esa renovación de la literatura y preocupaciones iniciada en los siglos XVI y XVII.

Así, esta novela está estructurada en tres partes: un poema inicial, que también aumenta esos visos de obra antigua; un capítulo inicial en el que se nos da cuenta de la naturaleza del protagonista y de un amigo suyo; y, por último, lo que es la propia obra, compuesta por una serie de cuadros en los que se van narrando diferentes acontecimientos relacionados con Esti, elevados o prosaicos, y que está escrita por estos dos amigos. Al igual que el Quijote y Sancho, que Sherlock y Watson, Kórnel y su amigo presentan esos caracteres complementarios, y en cierta medida antagónicos, que tan buenos resultados dan en términos narrativos. Están tan imbricados que, incluso, al lector le parece que el héroe de la novela no es otra cosa que una invención natural y bohemia de la imaginación del otro. Según nos cuenta el narrador, su parecido físico es tan notable, incluso, que la gente está convencida de que las fechorías de Esti son obra de su íntimo amigo. Como suele suceder, esta disparidad entre ambos los conduce a separarse durante años, para retomar, tras una nostalgia manifiesta, su amistad. Es aquí, con este reencuentro, donde da comienzo el libro.

Kornél Esti, como ya vengo insinuando, representa una actitud antiburguesa que se erige artísticamente contra los convencionalismos de la sociedad, queriendo, así, sumergir su vida en aguas de sales dadaístas y experimentalistas. Está atravesado todo él por lo imposible y lo inverosímil, por la exageración y la reflexión. Sus límites son difusos en sus concepciones: es capaz de rechazar con brío fórmulas sociales de comportamiento, pero a la vez es fiel a convicciones absurdas que el mismo se ha dado. La novela nos narra, con una profundidad guasona, los orígenes de Esti y su peripecia vital hacia la escritura y el arte contradictorio de ser uno mismo. Esto Kosztolányi nos lo presenta con un estilo fluido y siempre atento a los detalles, a los matices. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace de una mujer que viaja en un tren, fantástica por su colorida concreción: «Contaba con unos treinta y ocho o cuarenta años, como la madre de él. Le pareció extraordinariamente simpática desde el primer instante. Sus ojos verdes despedían visos ambarinos. […] Con la vista perdida, ofrecía un aspecto cansado, triste, incluso algo indiferente. […] Destilaba una docilidad y una intimidad lánguidas, como una paloma. No era gorda, en absoluto, sino llenita, también como una paloma». Estas certeras pincelas llenan todo el texto, elevándolo.

A lo largo de la novela abundan las situaciones tragicómicas, aunque hay algunas que resultan sobrecogedoras por el desasosiego que transmiten. Esto lo consigue Kosztolányi gracias a su capacidad para expresar con las palabras adecuadas la quiebra mental y contextual de alguno de los personajes que viven y trastean por el libro. Un ejemplo de esto es el capítulo octavo, dedicado a un periodista que culmina su proceso de locura ante unos frívolos compañeros de profesión y acaba encerrado en un manicomio. Todo sucede de una forma tan equilibrada, gracias al buen hacer literario del húngaro, que, como digo, conduce al lector a fuertes sentimientos de compasión y tristeza. Porque una cosa es hablar del dolor y otra bien distinta transmitirlo. Nuestro héroe medita también sobre otros temas, como la tarea auténtica del escritor, de cualquier escritor: «deseo llamar a las puertas de la existencia y esforzarme por alcanzar lo imposible. Cualquier meta menos ambiciosa me parece despreciable». Y añade: «Desprecio lo banal, lo desdeño con toda mi alma». ¿Cuántos supuestos artistas han renunciado a una posición de partida tan acertada y encomiable en favor de otras gratificaciones más insustanciales, aunque velozmente instantáneas?

Dezső Kosztolányi tiene literatura para rato, aunque desde su muerte, obviamente, ya no puede presentarnos nuevas creaciones. Su grandeza radica en su entrega a la literatura y a un gran conocimiento de esta, en tanto tradición que permite transformarse y crecer sin perder su esencia: contar de la mejor manera posible buenas historias. Solo añadiré, antes de poner fin a esta invitación a su lectura, que nadie debería perder la oportunidad, la grata oportunidad, de entregarse al placer de leerlo. Hay que leer a Kosztolányi.

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Ismail Kadaré: El Palacio de los Sueños

En octubre de 2009 asistí a una charla que dio Ismail Kadaré (Gjirokastër, Albania, 1936) en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo, en la que por entonces yo estudiaba mi Licenciatura en Historia del Arte, con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Aunque no recuerdo mucho de lo que contó, sí guardo el recuerdo del escritor albanés como el de alguien serio, en cierta manera opaco, aunque no a la defensiva. Dijo entonces que se había iniciado en la literatura escribiendo Macbeth, pues a los 11 años había transcrito algunas de sus partes, y que no se debía escribir estando muy enamorado o si se era desgraciado, pues estas condiciones provocan que la obra se arriesgue a una manifiesta superficialidad. También recuerdo su enfado momentáneo cuando una mujer le preguntó sobre la posible orientación que estaba tomando su obra, desde hacía unos años, hacia derroteros posmodernos. ¡Todo el mundo notó cómo se llenaba de sombras aquel salón de actos al agriarse el rostro del albanés! Estoy seguro de que lo vivió como un insulto, pues su literatura, aunque ha cambiado con el tiempo, no se deja vencer de ese lado y así se lo hizo saber a la mujer. Estaba acompañado, allí, de su traductor al español, Ramón Sánchez Lizarralde, quien aseguró que Kadaré era uno de los grandes escritores europeos. Por lo que a mí respecta, solo puedo darle la razón.

Para ejemplificar su grandeza literaria, pues ya llevaba años queriendo dedicarle al menos una entrada en el blog, he decidido reseñar una de sus obras más notables, El Palacio de los Sueños, publicada en Albania en 1981. Antes de pasar a analizar esta novela, merece la pena apuntar que Kadaré ha vivido siempre inmerso en un clima de censura y represión en su Albania natal. Tanto es así que en 1990 decidió exiliarse en Francia, pues ya había tentado demasiado a la suerte con sus obras, que no sólo no se plegaban a las demandas del régimen de la dictadura comunista, sino que además las enfrentaba a través de la literatura. Ramiz Alia, sucesor del dictador Enver Hoxha en el gobierno de Albania, llegará a atacar públicamente al escritor: «El Pueblo y el Partido te han elevado al Olimpo, pero si no te mantienes fiel a ellos, pueden arrojarte al abismo». Nunca se llegó a materializar ninguna de estas amenazas contra Kadaré gracias, especialmente, a la presión internacional. También hay que resaltar que, aunque maneja la lengua francesa con perfección, y a pesar de vivir en París desde hace veintidós años, el escritor albanés nunca ha sentido la necesidad de dejar atrás la lengua albana para escribir. Dicho esto, pasemos ya a la novela.

El Palacio de los Sueños es una novela que está dividida en siete capítulos que narran, por un lado, las peripecias de uno de sus nuevos funcionarios, Mark-Alem, miembro de una familia importante y aristocrática dentro de la historia de Albania, los Qyprilli, y, por otro, la propia historia y alcance represivo de esta institución estatal llamada El Palacio de los Sueños. ¿Qué peculiaridades tiene este órgano de tan rimbombante nombre? En una conversación que se da en cierto momento de la novela, nos encontramos con una buena definición de la misma, cuando se afirma que es una de las más antiguas y más temibles del Estado. Dicha institución produce terror, pero, a diferencia de las otras, no lo hace de forma manifiesta, pues es la más distante «a la voluntad de los hombres, ajena a la razón de todos, el más ciego, el más fatal» de los instrumentos estatales. Esto significa que, en un Estado totalitario como el que se describe en la narración, incluso el reverso de las conciencias, el reino de los sueños, queda bajo el poder de unos pocos. Pero ¿cómo funciona el Palacio de los Sueños? El mecanismo tan aparatoso como tentacular: existen muchas delegaciones de este por todo el imperio y a ellas acuden los ciudadanos para contar, ya de buena mañana y antes de que se les olviden, sus sueños de la noche anterior. Después pasan a ser analizados en distintas instancias por distintos funcionarios que, asimismo, pertenecen a distintos departamentos con el objetivo de cribar y descubrir si, en los sueños de los súbditos, del pueblo mismo, se pueden encontrar amenazas cifradas en símbolos que afecten a la existencia o destino del poder («…a primera vista las cosas siempre parecen así, inofensivas, cuestión de verduras, de campos de hierba, pero después resulta que detrás se oculta el desastre»).

En esta novela se presencia el ascenso de dicho funcionario, Mark-Alem, hacia las cumbres de dicha máquina de dominio, en lo que no deja de ser una peripecia onírica fundada en la posibilidad de descubrir la auténtica naturaleza de dicha institución. A medida que avanza en su lectura, el lector tiene la percepción de que el Palacio de los Sueños es un órgano de represión de cometido impreciso, de función muy vaga, aunque por lo visto muy respetada e importante dentro del esquema totalitario en el que esta inserta, tanto dentro del estado como por el pueblo, dada su amplia tradición. El narrador nos dice, en cierto momento, que la madre del protagonista «se sentía atraída en especial por su carácter indeterminado, nebuloso. Allí la realidad se trastocaba, penetraba de inmediato en el terreno de lo inalcanzable». Esta percepción la tiene también el lector, pues va comprobando, página tras página, que detrás de esa tarea tan excéntrica y absurda solo queda una pulsión obsesiva del Estado por la vigilancia, el control y la represión desde un punto de vista menos tangible.

No abundan aquí las descripciones, los detalles sobre el candor de unas mejillas, la decoración de un salón o el color del pelo de un personaje. No vemos a dichos personajes más que a través de sus pensamientos y de los hechos mismos en los que están inmersos, pues a Kadaré no le interesa otra cosa que describir un mundo tan terrible como posible recurriendo a esa cierta frialdad y solidez en el estilo, que está encaminada a resaltar el hermetismo y los mecanismos impersonales de lo narrado, que no es otra cosa que una tragedia. En este sentido, no me parece, como se ha apuntado en algunas ocasiones, que la novela sea ágil. Es cierto que se requiere mucha maña literaria para fluir sin trompicones por el laberinto que nos propone el albanés, y es cierto también que otros escritores hubiesen fracasado en la misma tarea, pero lo cierto, a mi entender, es que dicha agilidad para narrar no se traduce en un texto ágil, ya que los hechos narrados impiden un auténtico dinamismo, aunque según va avanzando la trama esta va acelerándose cada vez más. Desde luego, esto no tiene que verse como una crítica a la novela, sino como una aclaración para posibles lectores.

Por último, quien haya leído con anterioridad a Kadaré pero no El Palacio de los Sueños, ya está tardando en hacerlo; sin embargo, quien no haya leído nunca a Kadaré debería empezar (aunque está es una sugerencia en extremo personal) por otro de sus libros, como Abril quebrado, que es posiblemente una de las mejores puertas a su universo literario. 

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Marguerite Yourcenar: Alexis o el tratado del inútil combate

Marguerite Yourcenar se encuentra, al menos por lo que respecta al lector más generalista, entre ese número de escritores y escritoras que existen felizmente atados, podría decirse que para siempre y con razón, a uno de sus libros. En el caso de Yourcenar, escritora de origen belga que vivió desde joven en distintos países, lo cual enriqueció mucho su ya de por sí excelente formación, Memorias de Adriano son su piedra de toque, el centro en torno al cual parece orbitar el resto de su trabajo. Este vínculo con una obra concreta, como suele suceder con todas las personas que se dedican a la literatura, se agrava con el paso del tiempo, pues es de sobra conocido que el correr de los años reduce la memoria de los habitantes del futuro con respecto al pasado, y la criba y olvidos se hacen cada vez más considerables, incluso grotescos. Con todo, Yourcenar puede preciarse de que su obra continúe editándose, y no es por ello difícil encontrar hoy su Opus nigrum, El laberinto del mundo o incluso sus cuentos completos. Por lo que a mí respecta, en esta ocasión he decidido acercarme a una obra que Yourcenar escribió, nada menos, que con veinticuatro años: Alexis o el tratado del inútil combate, publicada en 1929. Veamos de qué trata y cómo aborda el tema.  

La novela está estructurada en distintos parágrafos que, sumados, nos ofrecen el testimonio personal, en forma de carta, de un narrador que, no sin cierto esfuerzo, se ha liberado de las ataduras psicológicas y morales que venían acosándolo desde la infancia. Esta carta, por otro lado, no está lanzada al vacío, sino que se dirige a una persona concreta, Mónica, su mujer. El narrador se esfuerza, con una capacidad reflexiva tan certera como descreída, en contar los hechos más destacables de su vida, al menos aquellos que tiene relación con el objetivo final de su carta: una despedida, una imposible aclaración, una quizá inaceptable justificación. Así, sabemos que pertenecía a una familia noble venida a menos, que desde pequeño descubrió en la música su gran pasión o que fue un niño solitario, tímido y taciturno. El narrador, Alexis, advierte ya desde el principio su fracaso para justificar con palabras sus acciones, su posición: son constantes las referencias a la traición de las palabras para con el pensamiento y las emociones, algo que parece justificar en su apuesta por una subjetividad a ultranza, conquistada después de un terrible proceso de autoaceptación. Curiosamente, a pesar de despreciar por inútiles a las palabras, e incluso a los libros, se entrega a la escritura. Quizá dicha entrega a las justificaciones se base en afirmaciones como esta: «No se debe tener miedo a las palabras, cuando se ha consentido los hechos».

El asunto principal de la novela está expresado con cuentagotas, pues Alexis, adoptando la forma de voz adolorada y sentenciosa, no se atreve a nombrar sin miedo, es decir, no se atreve a expresar con claridad su naturaleza homosexual, ni siquiera a su mujer. Esto resulta un tanto paradójico, pues al final de su carta dice ser dueño de su conciencia y de su cuerpo, al que admite por fin como instrumento de placer sin culpa, y que está libre ya de todos los condicionamientos morales exteriores; este tiento nos permite pensar que Alexis continúa realmente condicionado y que su aceptación no ha llegado a completarse. Es más, puede entenderse, incluso, que la soberbia que exuda a ratos y su autoproclamada independencia, son escudos, muros tras lo que continuar parapetándose por miedo. Pero ¿no ha sido el viaje de Alexis un periplo que le ha llevado a liberarse de los sentimientos de culpa y pecado con respecto a su naturaleza e instintos, pero que ha excitado y entronado su ego al abandonar a su mujer y su hijo sin tan siquiera pedirles perdón? El lector comprende el sufrimiento de Alexis, pero en el fondo siente un cierto desprecio por las formas altivas que adopta, con la frívola prepotencia con la que, egoístamente, tortura y trastorna a su mujer, pues acepta que, casándose con ella, no hizo más que robarle la felicidad de un amor verdadero. Alexis llega al extremo de afirmar, sin tacto alguno, que nunca la ha querido.

Como se puede ver por la contado hasta aquí, y como se aprecia con mayor claridad en la obra, Marguerite Yourcenar nos presenta en esta novela varios conflictos que nacen de la tensión en trance de atenuarse de la conciencia y del instinto de Alexis: este proceso de reconciliación con uno mismo es la vez un camino de rechazo por su familia, a la que no ha sido capaz de amar en ningún momento. «El sufrimiento nos hace egoístas porque nos absorbe por entero», llega a decir en algún momento. Y aquí está el quid de la cuestión: el dolor puede hacernos perder nuestros lazos con el mundo, sobre todo aquellos que no dependen del cuerpo, sino del alma. Es decir, a veces podemos crecer, sí, pero eso no evita que crezcamos torcidos, mirando tristemente hacia abajo, y no felizmente hacia arriba.

Yourcenar es una escritora a la que siempre hay que visitar, pues en todos sus textos, al menos los que un servidor ha leído, ha hecho gala de un gran entendimiento de la estructura de la narración, de la solidez de los personajes y de las precisiones psicológicas y morales, con sus múltiples paradojas y claroscuros. Nadie debería perder la oportunidad de profundizar más en su trabajo, pues las recompensas para el lector están aseguradas.

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Jakob Wassermann: El caso Maurizius

El escritor Jakob Wassermann, nacido en Fürth en 1873 y muerto en Altaussee, Austria, en 1934, no llegó a vivir, como judío y europeo, la intensidad de la debacle moral, humana y material a la que condujeron los ideales viscerales del nazismo, no sólo en su Alemania natal, sino a lo largo y ancho del mundo: sintió con fuerza, sin embargo, el despertar de esas fuerzas elementales, primarias y retrógradas que se iban condensando y afianzando en las mentes y corazones de muchos alemanes de la preguerra, gracias al provecho que el populismo fascista obtuvo del desalentador panorama económico y social que entonces agostaba a la nación teutona. Prueba de esta sensibilidad fueron algunos de sus escritos, encaminados a testimoniar sus inseguridades y temores como ciudadano alemán, aunque sobre todo como judío. Wassermann, como se aprecia con claridad en el grueso de su obra, siempre tuvo una punzante preocupación por el alcance de la justicia, no sólo entendida como teoría y práctica de la ley, sino como acontecimiento prosaico en el que interviene la conciencia individual. El caso Maurizius, novela publicada en 1928 de la que hoy voy a hablar, engarza ambos sentidos con una gran pericia.

Etzel Andergast, un adolescente de dieciséis años, vive en un entorno en exceso severo, y en el centro de dicha severidad está la figura omnímoda de su padre, el celebrado y no menos respetado fiscal Wolf von Andergast. En dicho hogar no hay muestras de afecto, pues es una casa estricta, hecha para que se cumplan las obligaciones que se esperan de cada uno de sus habitantes. Por su parte, Etzel es un joven despierto aunque reservado, curioso aunque temeroso, que se encuentra sumido en una creciente oscuridad debido a dos hechos que no es capaz de comprender, por desconocer sus raíces. Por un lado, no sabe nada de su madre, ni siquiera dónde vive o su nombre, aunque bien es cierto que, misteriosamente, de vez en cuando parecen llegar cartas de ella a su casa, cartas que el padre se encarga de guardar. ¿Por qué su padre la ha apartado de él? ¿Qué sucedió para que esta situación se diese?, se pregunta Etzel. Por otro lado, entra en escena una figura un tanto espectral y no menos misteriosa, un anciano con gorra de capitán que se va cruzando en su camino, sin dirigirse a él, siguiéndolo en la distancia, hasta que un día se da un primer y brusco encuentro real, de palabra, entre ellos: se trata de Peter Paul Maurizius, un hombre que busca justicia desesperadamente para su hijo, que lleva dieciocho años en prisión aun siendo inocente, al menos él lo entiende así, debido a la labor del padre de Etzel.

Sobre estas vagarosas figuras, es decir, sobre su madre y Maurizius padre e hijo, intenta obtener información, y para ello tantea a su abuela, la Generala. Esta es críptica, huidiza y un tanto vanidosa, pues no revela muchos datos: nada sobre su madre, poco sobre el caso Maurizius. Por lo visto, Maurizius, el hombre que está en la cárcel y para el cual su padre pide un indulto, era un crítico de arte al que se acusó de matar a su mujer. Dicho asunto causó una gran conmoción en la sociedad, que se posición en favor en contra del mismo con gran fervor. En un principio había sido condenado a muerte, pero su pena se conmutó por una condena perpetua. Y hasta aquí llega esté primer hilo de información, que es escaso, y no hace sino acentuar la curiosidad del muchacho. Esta nueva dimensión de su insatisfacción le lleva a intentar sincerarse sobre su situación con un amigo, aunque no le lleva muy lejos, poco más que a otra fase de su frustración. Es entonces cuando desea ir al centro del meollo y visitar a Maurizius padre, que le ofrecerá todas las claves sobre la personalidad e historia de su hijo, hombre de ingenio, vanidoso también, además de interesado y poco preocupado por agradecerle a su padre los esfuerzos que hizo durante su vida para sacarlo adelante. También le revela al joven Etzel los pormenores del caso, sus grietas, sus fallos, todos aquellos matices que demostraría la inocencia de su hijo.

Es aquí cuando todo empieza a rodar con mayor velocidad y todas las incógnitas se van dejando alumbrar sin abandonar sus claroscuros para mostrar su alcance y naturaleza. En esencia, es esta una novela que, explorando la trascendencia y complejidad de la justicia, nos muestra el crecimiento y toma de conciencia de Etzel en un contexto cercado por las densas sombras que proyecta su padre y, no menos, la propia existencia en sí misma: el chico tiene el deber de abandonar ese mundo de fantasmas que le rodea y crecer fortaleciendo su conciencia. Sin duda, Wassermann es un escritor de los que siempre es provechoso leer, pues su capacidad para relacionar sutilmente las líneas cordiales de los hechos con sus causas, su maestría para la indagación psicológica y moral, para dotar de vida a sus personajes, son totalmente meritorias y ejemplos de buen hacer literario. Así, es también destacable su capacidad para no ahogarse en metáforas banales y su valiosa atención a los detalles, pues estos generan siempre, si no se abusa de ellos, una gran profundidad en los hechos narrados. En definitiva, hay que leer a Wassermann, aunque ya nadie lo diga.    

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