Dezső Kosztolányi: Alondra

por Alejandro Prada Vázquez

No ha pasado un año todavía desde mi última lectura de Kosztolányi (lectura de la que, por cierto, di cuenta aquí mismo el pasado noviembre) y, así es, ya estoy otra vez completamente entregado a él. Cómo para no estarlo. Siempre he dicho que Kosztolányi (1885-1936) es un escritor adscrito al sentido más noble y artesanal de esta palabra, pues sus obras muestran, por un lado, la preocupación por contar bien las historias, y, por otro, una vocación por la exploración de los sentimientos y emociones humanas hecha de forma rigurosa, con sus claroscuros, equilibrada y marcadamente artística. Mucha literatura contemporánea, basada en las indagaciones del yo, del más acá personal, podría aprender de Kosztolányi, como de tantos otros, la verdad sea dicha, una lección más que importante: cuándo cortar el huracán verboso de la autocomplacencia para hacer algo tan simple como buena literatura. Ahora bien, gracias a la editorial zaragozana Xordica esto es más fácil, pues está publicando buena parte de su obra, actualizándola, y con ello demostrando un gran criterio editorial, que no hay que dejar de aplaudir. Dicho esto, hablemos ya de Alondra (Xordica, 2022; traducción de Judit Xantus), una novela que, a pesar de su alado nombre y su aparente ligereza estilística, está impregnada de una desasosegante atmósfera de pesadilla. Una pesadilla muy sutil, por lo demás, y no en vano muy profunda.

Empecemos por los hechos: estamos en el primero de septiembre de 1899 y un matrimonio se afana con ordinaria meticulosidad en preparar la maleta de su hija, que va a hacer un viaje. ¿Adónde va esta joven? Pues a pasar una semana de tranquilidad en una hermosa finca de Tarkö, propiedad de su tío materno y donde se reunirá, Alondra, con familiares que hace mucho tiempo que no ve. Los padres, aunque estaban invitados también, decidieron a última hora que no la acompañarían debido únicamente a una razón, esto es, a que se excusaban en que ya estaban demasiado viejos para cualquier tipo de traqueteo. Tras hacer la maleta de su hija deciden, cómo no, acompañarla hasta la estación en la que cogerá el tren. Es en este trayecto, mientras nos habla del padre de la muchacha, cuando Kosztolányi introduce una información que cae como de pasada, pero que al lector le resulta un poco perturbadora. Entre los sentimientos del padre, quien ama a su hija y la considera muy buena persona, está el de sentir dolor frente al aspecto físico de Alondra. No es una chica deforme, no tiene cicatrices ni está mutilada, pero al ver en su día ya que su hija no era nada agraciada, el padre decide, para soportarlo, verla desde hace años de forma más indefinida, desdibujando su imagen para suavizar sus rasgos.

¿No resulta un tanto perturbadora la posición en la que nos coloca tan prontamente Kosztolányi con respecto a la percepción de este hombre? El lector piensa, sin duda, que es un comentario muy duro y se pregunta ¿continuarán esas apreciaciones tan incómodas sobre el rechazo de un padre a la falta de belleza de su hija o se trata esto más bien de un matiz coyuntural que ofrece el autor para entender más apropiadamente la psicología del personaje? Para nuestra sorpresa Kosztolányi no cesa, al menos durante unas páginas: «Alondra le daba pena y para mitigar su pena se atormentaba a sí mismo. Se atormentaba al mirar su rostro con detenimiento, casi con descaro, y percibir que era incapaz de acostumbrarse a él». A esto se une la terrible y privada visión que tiene de su hija, de la cual tiene la certeza de ser una solterona vieja y casi marchita. El siguiente paso en el desconcierto del lector llega cuando, a pesar de que la novela lleva por título el apodo de la protagonista, está desaparece de escena en el capítulo dos y ya no regresará hasta el doce, de los trece que tiene. ¿Qué pasa entretanto?

Kosztolányi pone entonces el foco en los días que pasan los padres de Alondra sin su hija. Ambos son de hábitos limitados, cargados de miedos y rechazos, y viven sumidos desde hace tiempo en una reclusión voluntaria de costumbres fijas, unas costumbres que los han alejado paulatinamente de su entorno. Y Kosztolányi, con su maestría habitual, refleja esta mentalidad en los objetos reunidos en la casa del matrimonio: «Brillaban también en su sitio todos los objetos menudos, los chismes sin ningún valor, sin ningún uso, sin ninguna utilidad: tazas compradas en los mercadillos, figurillas de porcelana en forma de perrito, pequeñas jarras de plata, angelitos dorados, todos esos horribles ídolos de la existencia provinciana…». Un espacio físico materializando un estado mental. Ahora bien, la ausencia de Alondra les obliga a una transformación, la soledad les impele a un nuevo reencuentro con el mundo, al menos con el que les rodea. Por ejemplo, detestaban los restaurantes, pero ahora deciden entrar en uno: un hecho tan banal pondrá en marcha el mecanismo de una transformación de su realidad que los llevará al reencuentro, especialmente al marido, con personas que remitían a un estado de cosas distintos.

De aquí en adelante el lector asistirá a la transformación, por el periodo de una semana, de la vida de este padre y de esta madre, constatando el acelerado afloramiento de los sentimientos más oscuros e inestables de estos, llegando hasta límites, ciertamente, insospechados, aunque no por ello poco impactantes. Kosztolányi es un maestro de la frase simple, del matiz sorprendente y atractivo, de la expresión del sentimiento humano en su complejidad. El conjunto de su obra es una muestra de ello; aunque todo esto se refleja sintéticamente en esta obra. Como se puede suponer por lo dicho hasta ahora, ya queda menos para que vuelva a leer, y a traer aquí por tanto, a Kosztolányi. Si se cruza usted en una librería o en una biblioteca con él, no dejen de agarrarlo por las solapas y llévenselo a casa. Lo agradecerán.  

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ