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Impresiones literarias

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El dios que fracasó: Richard Crossman (ed.)

Si los ideales democráticos ya producen grandes desencantos entre quienes los profesamos, imagínense ustedes el resultado de creer y ponerse al servicio de una causa, como lo era y es el comunismo, que prometía traer el paraíso a la tierra. Porque fueron muchos los hombres y mujeres que pasaron de la exaltación devota y militante a la más profunda de las decepciones. Y cuando uno se decepciona de una forma tan profunda, de un modo en el que se llegan a poner en cuestión los propios cimientos políticos y espirituales, termina uno por apartarse del credo profesado, sintiendo la necesidad, si sabe y puede, de comunicar su experiencia para aleccionar a otros o, simplemente, por aquello de desahogarse, de purgar el veneno ideológico. También puede suceder, y esto es peor, qué duda cabe, que tras abominar del comunismo se dé el salto a la orilla contraria, como hicieron otros muchos pasándose a las filas del fascismo. Es obvio que los extremos se tocan; obvio, puntualizo, salvo para aquellos que se parapetan idílicamente en ellos: basta con detenerse a examinar los hechos y se comprobará que la frase no es simple retórica, sino triste realidad.

El dios que fracasó, libro editado por Richard Crossman y publicado en 1949, recoge los testimonios autobiográficos de Koestler, Silone, Gide, R. Wright, L. Fischer y S. Spender sobre sus tormentosas relaciones con el comunismo: todas en esencia iguales en sus motivaciones, pero absolutamente distintas en sus manifestaciones. Estos nombres pertenecían a figuras de especial relevancia y actualidad en su momento, aunque hoy, algunas de ellas, han perdido, no solo su trascendencia, sino también sus reminiscencias en el imaginario popular. Pero por suerte para nosotros, lectores del siglo XXI, la editorial Ladera Norte acaba de recuperar y poner a nuestra disposición este libro que en su día vio la luz para testimoniar (entre otras cosas) el fracaso de la soberbia de creer que es posible hacer del mundo, rápida y revolucionariamente, un lugar perfecto en el que la injusticia, la desigualdad, la explotación, etc., sean poco más que fósiles en la memoria de la feliz sociedad futura. ¡Utopía que aún sigue encandilando a ingenuos bien intencionados, a mesiánicos políticos y a propagandistas ávidos de reconocimiento! Desde luego, las mentes privilegiadas que escriben aquí cometieron la estupidez (entonces, y hasta cierto punto, justificable) de hacerse comunistas, pero por suerte no la redoblaron comulgando después con el fascismo.

Richard Crossman, en su introducción al volumen, nos advierte de algo que constatamos a medida que vamos indagando en las páginas escritas por todos ellos: «El verdadero excomunista nunca podrá volver a gozar de una personalidad completa». Aunque la frase puede resultar exagerada, los hechos narrados y las reflexiones lanzadas por estos escritores lo demuestran bien. No hay que olvidar, sin embargo, que este libro se estructura en dos partes: la primera, la de «Los iniciados», es decir, la de aquellos que fueron comunistas con toda el alma (Koestler, Silone y Wright); y la segunda, la de «Los adoradores en la distancia», algo que, mal que bien, podría traducirse como los momentáneamente «prosoviéticos». La frase de Crossman, por tanto, se aplica especialmente a los primeros. Sobre los segundos podemos recordar estas palabras de Louis Fischer (1896-1970): «El extraordinario atractivo de la revolución bolchevique residía en su universalidad. No se proponía simplemente introducir un cambio drástico en Rusia. Pretendía la abolición mundial de la guerra, la pobreza y el sufrimiento». Esto, unido a los problemas propios de las democracias occidentales, condicionó y orientó las posiciones de muchos intelectuales y artistas hacia el comunismo y la Unión Soviética.

Ahora bien, a diferencia de muchos otros (pensemos en el necio de Sartre), los autores aquí compilados no tardaron en admitir, aunque a algunos les costó más, desde luego, las atroces circunstancias y hechos que se sucedían en esa nueva sociedad en la que, se suponía, no habría pobreza ni sufrimiento, ni injusticia ni explotación. Lo cierto es que la realidad, como explica Koestler (1905-1983), una vez que se adhiere uno al comunismo, queda aislada tras «la neblina de eufemismos dialécticos». Esto significa que da igual lo que suceda ante los ojos de un comunista de verdad, pues todo se explica atendiendo a la grandeza de los fines que se persiguen y al futuro que prometen. Los asesinatos políticos, los campos de trabajo, la represión, el sometimiento general a las directrices de la cúpula del partido, las delaciones, el clima de terror, todo esto se justificaba apelando a que formaba parte de una etapa previa y necesaria (la revolución) en la consecución de una sociedad libre de todos los males del capitalismo.

Uno de los descubrimientos más interesantes del libro radica en que todos estos escritores acabaron dentro o cerca del comunismo buscando aquello que solo las posiciones liberales podían darles: libertad de expresión y opinión, pluralismo político, libertad. En este sentido el ejemplo más ilustrativo, por su concreción sintética, es el del poeta Stephen Spender (1909-1995), quien nos dice que su participación en la Guerra Civil española fue lo que lo acercó al partido y también la que lo sacó fuera de él. «Empecé a darme cuenta pronto de que, aunque la fuerza que dirigía y organizaba el apoyo a la República española era comunista, la verdadera energía del Frente Popular la aportaban los apasionados por los valores liberales». Comprendía, además, que el papel de los comunista estaba exclusivamente dirigido a hacerse con el poder, pues aquella conflagración la vivían como una fase más de la lucha por él. Es más, Spender no pierda la oportunidad de destacar que las obras literarias más importantes sobre la Guerra Civil, cuyos autores participaron además en ella (Malraux, Hemingway, Koestler y Orwell), describen la tragedia desde «un punto de vista liberal, y son testigos de cargo contra los comunistas».

Ignazio Silone (1900-1978), intelectual, novelista y ensayista italiano, al que Orwell describió, no solo como un hombre honesto, sino como el tipo de persona a la que los comunistas tachan de fascista y los fascistas de comunista, describe a la perfección uno de los grandes problemas del comunismo: su incapacidad para distinguir entre teorías y valores. «Sobre un conjunto de teorías se puede fundar una escuela; pero sobre un conjunto de valores se puede fundar una cultura, una civilización, una nueva forma de convivencia entre los hombres». Esta distinción tan sustancial y necesaria conduce a la afirmación de que el ser humano, su dignidad, está por encima de toda cuestión: no es un medio, sino un fin encaminado (al menos así lo cree Silone) a un existencia ética que va desde la responsabilidad individual y familiar hasta la sociedad en su conjunto. El italiano lo denomina «necesidad de fraternidad efectiva». Su historia es muy feraz, pues se centra en sus orígenes, en cómo nacieron en él, siendo ya pequeño, los sentimientos de preocupación y atención ante las desdichas y la pobreza. No en vano, Silone fue uno de los fundadores del Partido Comunista en 1921 y entró en contacto directo, mediante reuniones y encuentros, con, entre muchos otros, Stalin y Trotski.  

El caso de Richard Wright (1908-1960), por su parte, no deja de ser especial, precisamente por el matiz que introduce al conflicto general entre comunismo y tolerancia: el racismo del Partido Comunista americano que vivió en sus carnes. Cuando pasa a formar parte del partido descubre que sus compañeros, negros como él, hacen comentarios sobre sus zapatos, camisa y corbatas, todo limpio y lustroso, que llevaba, así como sobre la forma que tenía de hablar. Como era escritor pensaban que era ya un burgués: les daba igual que se ganase la vida como barrendero. ¡La teoría siempre por encima de los hechos!, eso es el comunismo. Al menos ése es su espíritu. Así, tras un largo viaje que hace desde Chicago a un congreso del partido en Nueva York en 1935, descubre lo siguiente: «Durante el viaje no había pensado en que era negro; había estado reflexionando sobre los problemas de los jóvenes escritores de izquierdas que conocía. Ahora, mientras observaba cómo un camarada blanco hablaba frenéticamente con otro sobre el color de mi piel, me sentía asqueado». ¿Qué es lo que lleva a Wright a abandonar, finalmente, el Partido? Nos dice que era inconcebible para él que un hombre no pudiera opinar, algo que podía soportar menos que las referencias al color de su piel. Es más, añadía que había algo que molestaba especialmente al comunismo, lo que él llama «alfabetización autodidacta». Crearse a uno mismo individualmente, sin someterse a los dictados de una doctrina, tener la voluntad de aprender a leer para entender el mundo, esto atacaba el comunismo.

El dios que fracasó, en su conjunto, termina por volverse tan interesante que incluso parecen escasos los testimonios que nos brinda. Podría escribir varias páginas más sobre ellos. ¿Se dan cuenta de que ni siquiera he podido hablar de André Gide? El lector descubrirá página a página, frase a frase, cómo las buenas intenciones y los mejores deseos que puede albergar el ser humano conducen a la destrucción y a la muerte de millones de personas en el momento que olvida que el fin nunca justifica los medios. Mucho más cuando esos medios son personas como usted o como yo. Este es un libro cuya música parece que suena muy bien para con estos tiempos: no solo advierte, sino que también alecciona. Léanlo.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Mircea Cărtărescu: El ojo castaño de nuestro amor

Algo que siempre me ha interesado de los escritores que yo considero valiosos, es que hagan literatura de su propia vida: me gusta que ahonden en su propia vida, da igual si es de forma orgánica o no. Las biografías escritas por otros sobre escritores a los que admiro no suelen interesarme lo más mínimo. Sin embargo, cuando un escritor indaga con su propio estilo en su propia vida suele suceder algo que a mí me fascina: con lo que nos cuenta (u omite) podemos ser capaces de atender, de poner el foco donde él o ella lo pone, comprobar lo que ofrece de los rasgos más humanos (o no) de su personalidad. Algunos ejemplos: los Relatos autobiográficos, de Thomas Bernhard, Sobre los ríos que van, de António Lobo Antunes, las Memorias de Arthur Koestler y la Autobiografía de Bertrand Russell. Todos son fascinantes ejemplos, con sus estilos distintos, de las posibilidades de la autorreflexión, de la capacidad para poner la atención en detalles, en escenas que han sido relevantes para ellos y, por tanto, para nosotros como lectores que amamos a esos escritores.

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                        Mircea Cârtârescu

Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) no es un escritor que yo pueda poner al nivel de Bernhard o António Lobo Antunes; al menos no significa lo mismo para mí que ellos. Pero, aun así, me parece un auténtico animal literario, un hombre que sabe ponerle literatura a las cosas para hacerlas vivir. El ojo castaño de nuestro amor (Impedimenta, 2016), es una interesante aproximación episódica a ciertos acontecimientos relevantes o coyunturales de la propia vida del escritor rumano. Sus novelas más conocidas, Nostalgia, Lulu y El levante (¿es esto una novela?) son tres piezas que no hay que evitar si uno se las encuentra por el camino. Por eso recomendaría leerse al menos algo de él (Lulú, quizá), antes de entrar en El ojo castaño de nuestro amor, pues, aunque son textos para disfrutar, están enfocados a las personas que van más allá de la literatura de Cărtărescu y que quieren conocerlo de primera mano. Al menos con lo que él deja ver de sí mismo.

Como si, al escribir, cada línea que trazo en la página con el bolígrafo se cubriera de moho y cada página que dejo atrás, cubierta con mi escritura, se abarquillara, amarilleara y se retorciera como una hoja seca. Pero yo seguiría escribiendo igualmente cada vez más rápido, para que no me alcancen el desastre y la desgracia.

Los textos que componen este libro tienen un expresivo barniz nostálgico (¿por qué se escribe si no del pasado?), pero por suerte nada sentimental, nada afectado: con un alto grado de precisión expositiva, Cărtărescu habla igualmente de unos pantalones vaqueros o de una isla perdida de la infancia, de Jesús o del ímpetu de los escritores jóvenes, que de la muerte de su hermano gemelo (la pieza que da título al libro). Lo cierto es que esta breve narración, en la que realiza la descripción del tiempo que pasó con su hermano, es bastante conmovedora. En conjunto es una obra bastante compacta, no una absurda recopilación de cosas intrascendentes, que tiene momentos de absoluta poesía (Una vez, en un país tan remoto que solo se podía llegar hasta él enlazando diez vidas, como esos pañuelos anudados que el ilusionista se saca de la boca en el circo…). Claro que sí, hay que leer a Cărtărescu.