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Harvey Sachs: Por qué Schoenberg

Comencemos con una anécdota personal sobre Schoenberg: durante los dos últimos años de la licenciatura en Historia del Arte que hice en la Universidad de Oviedo era obligatorio cursar dos asignaturas sobre historia de la música. Los alumnos de musicología, por su parte, tenían que entregarse también al estudio de las materias propias de la historia del arte. Gracias a esto, y al hecho de compartir en esos años algunas asignaturas optativas, conocí y me hice amigo de algunos futuros musicólogos. Así, recuerdo estar en la biblioteca preparando exámenes y encontrarme allí con uno de estos compañeros. Nos pusimos a hablar de la pereza de ponerse a estudiar y todas esas cosas propias de quienes quieren ser responsables pero a quienes, a su vez, les falta el sueño o les sobra el cansancio. O las dos cosas, claro. A propósito de esto, le dije: «Te puedes creer que últimamente me echo la siesta escuchando a Schoenberg. Concretamente su Pierrot Lunaire». Entonces, mirándome sorprendido y jocoso a partes iguales, me contestó con ímpetu: «¡Pero bueno! Eso es como decir “qué sueño tengo, voy a tumbarme en mi cama de pinchos”». La metáfora no solo me hizo gracia, sino que me pareció acertadísima por expresar mi aparente masoquismo, así como porque representaba lo espinosa y poco amable que resulta aún hoy la práctica totalidad del trabajo, fascinante por otro lado, del compositor vienés.

Por aquel entonces, aunque yo ya conocía con cierta precisión el conjunto y sentido de la música clásica hasta el siglo XIX y principios del XX, sí que no había tenido la oportunidad de profundizar en las formas musicales, digámoslo así, menos asequibles. En mi caso, descubrir la música de Schoenberg fue una experiencia que me dejó una profunda marca: por su extraña fuerza y poder de sugestión, porque me demostraba además que, como artista y creador, siempre se pueden abrir nuevos caminos y formas de expresión meritorias y no decididamente caprichosas. De hecho, el libro recién publicado de Harvey Sachs, Por qué Schoenberg (Taurus, 2024), con traducción de Mariano Peyrou, es un esfuerzo por demostrar que la propuesta musical del austríaco tiene valor en sí misma y dentro de la propia evolución de la música occidental. Aunque el autor no se declara en el prólogo ni pro-Schoenberg ni anti-Schoenberg, sí que afirma en el epílogo que haber estudiado sus composiciones, profundizando más en ellas a través de la lectura y análisis de las partituras, y de la escucha repetida de las distintas versiones grabadas a lo largo de la historia, todo ello le ha hecho acercarse más a Schoenberg que a aquellos que lo rechazan o, directamente, lo desprecian.

La materia de este libro no es, desde luego, el análisis árido y erudito de la obra de Schoenberg, sino la presentación de su vida en consonancia con su desarrollo compositivo; algo que Sachs, ya versado en estas cuestiones, consigue realizar con gran pericia. Podemos afirmar que el logro más importante de esta biografía está en conseguir humanizar a Schoenberg, esto es, en demostrar que había un hombre de carne y hueso detrás de todas esas notas estridentes y disonantes que parecen no invitar al público en general a interesarse ni por el autor ni por su música. Sachs supera este aparente abismo construyendo unos puentes sólidos, y lo hace de forma amena, sintética y también, por qué no decirlo, humilde. En lo tocante a su amenidad, los episodios que selecciona de su vida son lo suficientemente expresivos como para hacernos una imagen acertada de él; su capacidad de síntesis se muestra bien en los análisis que hace de las obras, que no son extensos pero sí esbozan marcadamente sus características formales y sus resultados. A todo esto se le unen las apreciaciones personales de Sachs, que no resulta sentencioso ni soberbio, sino que siempre recuerda que donde ofrece una opinión bien puede estar equivocado.

Pero ¿quién fue Schoenberg y por qué importa? Arnold Schoenberg, no sabemos si para su propia incomodidad vital, pues padeció de triscaidecafobia, tuvo la aparente desgracia de nacer el 13 de septiembre de 1874. A lo largo de su vida había sentido aversión por ese número y, por ello, en los momentos finales de su vida, estando ya enfermo y sin fuerzas, temía la llegada de una fecha concreta, el viernes 13 de julio de 1951. Pidió que se le consiguiese un médico para que pasase aquella noche con él. Su mujer le consiguió a un alemán que no tenía licencia para ejercer en los Estados Unidos, que era donde se encontraba el compositor a la sazón junto a su familia tras el exilio. Aunque ese día durmió, lo cierto es que durmió bastante inquieto, según recordaba su mujer Gertrud en una carta que le envió después a la hermana de Schoenberg. Gertrud miraba el reloj con impaciencia y a las 11:45 de la noche ya se consolaba pensado que, en quince minutos, lo peor habría quedado atrás. Fue entonces cuando bajó el médico a darle la noticia: Arnold Schoenberg había muerto a los setenta y seis años (recordemos además que 7 + 6 son 13, algo que había acentuado su miedo) en su casa de Los Ángeles. «Su cara estaba tan relajada y tranquila —escribe Gertrud— como si estuviese durmiendo. Sin convulsiones, sin estertores. Yo siempre había rezado para que el final fuese así. ¡No hay que sufrir!».

La vida de Schoenberg, por otro lado, estuvo marcada por algunos acontecimientos aparentemente contradictorios. Siendo de origen judío se convirtió al luteranismo en una ciudad como Viena, en la que predominaban los católicos, para volver a convertirse al judaísmo en París, en presencia del pintor Marc Chagall, en una época en la que Hitler ya había llegado al poder y el antisemitismo se había acrecentado sobremanera. Además, estaba esa extraña pulsión nacionalista y vanidosa, que le llevaría a afirmar, por ejemplo, que el hecho de atacarle a él, a su música, y mucho más en Alemania, suponía intentar acabar con la propia grandeza de la música alemana. Añadía: «Porque solo por medio de mí y de lo que he producido por mi cuenta, que no ha sido superado por ninguna nación, la hegemonía de la música alemana está garantizada al menos para esta generación». Es más, durante la primera Guerra Mundial también se mostró en exceso chovinista. En una carta a Alma Mahler decía: «Ahora vamos a someter a todos esos cursis y les enseñaremos a venerar el espíritu alemán y a adorar al Dios alemán», y lo hacía dirigiendo estas palabras, indirectamente, también contra Stravinski, Ravel e incluso Bizet, que ya llevaba muerto unas décadas. Más adelante se justificaría a sí mismo diciendo que estaba sumido en una especie de psicosis de guerra.

Resulta también provechoso observar cómo la literatura tuvo una gran influencia en su obra a la hora de ofrecerle temas, escenas y asuntos que musicalizar y adaptar. Desde Strindberg hasta Balzac, pasando por el Antiguo Testamento, Petrarca, Maeterlinck y otros poetas más o menos contemporáneos como Dehmel o Stefan George. Schoenberg acabó por relacionarse con las grandes figuras de la música de su época y contando con el entusiasta apoyo de compositores como Mahler o Richard Strauss. El primero de estos, aunque no comprendía bien lo que hacía Schoenberg, era capaz de reconocer su talento y le ayudó económicamente, pues, durante buena parte de su vida, el autor de Pierrot Lunaire o Erwartung pasó grandes dificultades materiales. Eso sí, como nos recuerda Sachs, un tanto sorprendido, Schoenberg, aunque no tuviese dinero, siempre se las arreglaba para ir de vacaciones de verano a «lugares encantadores». Y fue en una de estas vacaciones cuando descubrió que su primera mujer le era infiel con el joven pintor Richard Gerstl, miembro del círculo de seguidores del compositor, y quien acabaría suicidándose a los veinticinco años, desnudo frente al espejo, colgándose y apuñalándose a sí mismo.

En 1923, a los cuarenta y tres años, su mujer moría repentinamente debido a una enfermedad. A pesar de las tensiones conyugales derivadas de los escarceos amorosos de esta, Schoenberg sufrió profundamente la pérdida durante un año (fumaba sesenta cigarrillos, bebía tres litros de café y también consumía alcohol, codeína, etc.), hasta que se casó, en 1924, con la hija de veinticuatro años de uno de sus antiguos alumnos. Con ella tendría varios hijos y sería feliz hasta el día de su muerte. Ahora bien, con respecto a su obra nunca se acabarían las disputas y enfrentamientos, pues uno de los rasgos de Schoenberg, como bien recoge Sachs, era su tendencia o propensión al enfrentamiento, a sentirse ofendido y a atacar. Como escribió el joven Robert Craft en su diario, la humildad de Schoenberg era insondable, pero toda ella estaba «laminada por una soberbia de acero inoxidable». Tal era su soberbia que llegó a suavizar su alabanzas post mortem a Mahler cuando supo que este tenía ciertas reservas hacia su obra; aunque en algunos casos sus enfrentamientos no era necesariamente una cuestión de orgullo, sino que parecían inevitables, como fue el caso del que tuvo con Richard Strauss, quien había dicho, tras escuchar las Cinco piezas para orquesta, op. 16, que Schoenberg debería estar en un psiquiátrico. Lo cierto es que afirmaciones parecidas le llovieron al vienés en múltiples ocasiones. Así, en 1913, durante un concierto que fue un escándalo, un médico allí presente declaró que «muchos de los presentes empezaron a mostrar señales evidentes de ataque de neurosis».

Definitivamente, ningún amante de Schoenberg y de la música en general puede perderse esta aportación de Sachs. No es que descubra cosas nuevas sobre el compositor, sino que las organiza de una forma que resulta atractiva, equilibrada y coherente. En mi caso, y aludiendo a la anécdota con la que iniciaba esta reseña, solo puedo decir que no solo soy schoenberguista, sino además capaz de tener dulces sueños en sus camas de pinchos.

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Joseph Conrad: El negro del Narcissus

Joseph Conrad, con toda probabilidad el novelista polaco más universal (a pesar de que a menudo se olvidan sus orígenes debido a la adopción del inglés como su lengua de expresión literaria, ya que nunca, además, usó el polaco para sus trabajos), ha tenido la relativa suerte o la feliz desgracia de haber legado a la posteridad una obra imperecedera, El corazón de las tinieblas (1899), lo que le ha robado, al menos para el lector generalista, una visión más comprehensiva del conjunto de su obra. Esta opacidad, sin embargo, no llega a límites tan lacerantes como el de, por ejemplo, Arthur Conan Doyle, cuyos libros (aquellos que no tratan de su famoso detective) han sido devorados por la fama de su magna criatura bicéfala, el ínclito Sherlock Holmes y su compañero James Watson. Ahora bien, novelas como Lord Jim (1900) o Nostromo (1904), si se ha profundizado un poco más en el trabajo del polaco, acuden también a la mente con cierta presteza cuando se piensa o habla de Conrad; esta última, por cierto, está aquí reseñada. Unida a estas y dentro de los límites del canon conradiano, otra de sus más importantes novelas es El negro del Narcissus. Una historia en el mar (1897), editada en español por Valdemar. Si nos fijamos bien en las fechas, vemos lo feraz que resultó el trabajo del autor polaco durante esos siete años en los que dio a la imprenta estas grandes novelas.

Para entender bien lo que quiso hacer Joseph Conrad (1857-1924) en esta novela sobre la que voy a dar un pinceladas hoy, y adentrarnos de paso en sus postulados estéticos generales, resulta esclarecedor el prefacio que escribió para ella y en el que da cuenta de algunas de sus ideas sobre el papel del artista, del arte y de la creación literaria. De las ideas que se pueden extraer de este prefacio, y que sirven para entender el resultado de la forma de trabajar del autor, cabe destacar para nuestro propósito la importancia que le da Conrad, no tanto a la acción en sí, como al narrador y a cómo este ofrece la historia. Relacionado con esto y siguiendo sus directrices, el escritor debería preocuparse de alcanzar con sus palabras la plasticidad y colorido que ofrecen a los sentidos la escultura o la pintura, así como la sugestión de la música (a la que consideraba como «arte de las artes»). El objetivo sería hacer ver, sentir y oír al lector hasta tal límite que a este no le quedase más remedio que profundizar tanto en sí mismo, como en la realidad, en ambos casos haciéndolo en toda su densa complejidad. Además, aquí expresa Conrad su concepción de que la literatura es el resultado de una experiencia personal de la vida, por lo que la visión del mundo que ofrece el artista pasa por el descenso a las propias entrañas, a todo lo bueno y lo malo que hay en ellas, para buscar siempre lo permanente, lo duradero, los sentimientos de solidaridad, dolor, belleza, etc. «La tarea acometida con amor y fe —nos dice— es presentar incondicionalmente, sin reservas y sin aprensiones, el rescatado fragmento a los ojos de todos e iluminado por un talante de sinceridad. Es mostrar sus vibración, su color, su forma; y, a través de su movimiento, de su forma y de su color, revelar la sustancia íntima de su verdad».

La novela que nos ocupa se inicia con la llegada de la vieja y nueva tripulación a un buque llamado Narcissus, en el que se desarrollará toda la acción, y que espera en el puerto de Bombay para partir hacia su destino, Londres. Asistimos al desfile de distintos marineros que se van presentado a grandes rasgos a través de un narrador en primera persona, también marinero y testigo de los hechos que relata. De entre estos destacan dos de ellos, recién incorporados a la futura travesía: Donkin, al que le gusta enfangar, discutir, quejarse y no dar un palo al agua, y James Wait, una extraña y enigmática figura a la que el narrador tilda de severo, frío y dominador, y en torno a cual se desarrollará el núcleo de la historia por el rechazo y fascinación que produce casi a partes iguales. Estos dos personajes son los encargados de ofrecerle dinamismo a una narración que es en sí misma como un mar apenas cambiante. Buena parte de él está en calma, es un fluido estético y lírico plagado de profundas atenciones a las condiciones climáticas (la vibración, color y forma de la que hablaba Conrad en su prefacio) y a los elementos y estructura del barco, con una atención minuciosa al vocabulario técnico, que, por otro lado, es un recurso clásico del autor y de cualquier escritor que se quiera embarcar con veracidad en narrar historias del mar. Esta calma narrativa solo se verá violentamente interrumpida en tres o cuatro ocasiones (a las que no remito por aquello de no destripar los hechos), principalmente por las acciones capitales en torno a las cuales se articula la narración y, en algún caso, por las condiciones físicas del entorno.

Espiritualmente hablando, por decirlo así, la novela toca algunos temas de interés. La vida en un barco, por muy pirata que sea, no es la vida mejor, pues se está a merced, especialmente entonces y entre otras cosas, de la violencia del mar y del viento, por no hablar de rocas, icebergs y un sinfín de contratiempos más. La disciplina a bordo no es tampoco un capricho, sino una necesidad que, si no se mantiene, suele derivar en amotinamientos y conflictos que pueden extenderse y echar por la borda la empresa traída entre manos. El hecho de que aparezcan factores que la desestabilicen es siempre, por tanto, un motivo de preocupación: Donkin y Wait representan esta perturbación que arrastrará, en mayor o menor profundidad, al resto de marineros. El negro del Narcissus, esto es, James Wait, parece presa de una enfermedad que lo acerca cada vez más a la muerte, como muestra su estadio físico y sus expresiones constantes, pero a la vez se extienden rumores de que puede ser simplemente una estrategia para librarse de la carga del trabajo en el barco. Los marineros orbitan en torno a él, con esa mezcla de rechazo y atención de la que hablaba antes, lo que da pie a caracterizar personajes y situaciones.

Aunque el paso del tiempo no le haya causado, en general, muchos estragos al conjunto de su obra, sí que es cierto que uno tienen la sensación de que, en términos de ritmo, son libros, los de Conrad, escritos a finales del siglo XIX y principios del XX para dichos momentos; a excepción, claro está, de El corazón de las tinieblas. Y esto, obviamente, no es malo en sí, pues nadie sabe escribir para quienes vivan dentro de dos siglos. A lo que me refiero con esta apreciación es a que en el caso de El negro del Narcissus, y en la práctica totalidad de su obra, esta vetustez se hace patente en el resultado final de su creación, que es hermosa en su factura pero poco sugestiva hoy (probablemente por su pausado discurrir) para el lector medio: si alguien empieza a leer a Conrad por este libro, nadie perderá el tiempo, desde luego; pero no entenderá por qué el autor era un gran escritor. Ahora bien, el arte en general, y la literatura en particular, está plagada de estímulos y siempre podría suceder que, acercándose uno a un libro como este, o a cualquier otro mucho menos logrado, alguien encontrase impulso para iniciar o continuar un escrito que se trajese entre manos. Si yo recomiendo la lectura de este libro es porque de él se puede aprender, entre otras cosas, a ejercitarse en la prosa atenta y lírica, en la que Conrad es un maestro: una fuente de pausado deleite y una escuela para escritores que quieran mejorar la poesía con la que describen la naturaleza y sus elementos.

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Dezső Kosztolányi: Kornél Esti

No sé hasta qué punto se estima de forma adecuada la obra literaria de Dezső Kosztolányi (1885-1936). Periodista, traductor, ensayista, poeta y, en el sentido más noble y profundo de la palabra, escritor, en los últimos años nunca se le ha visto centrando el interés de críticos y lectores: sus novelas están en una suerte de limbo, no solo por ese sobresaturado mercadeo de novedades editoriales que prometen, con sus cansinas y machaconas hipérboles, mucho más de lo que real y tristemente ofrecen, sino también, como digo, por esa falta de reivindicación por parte de los que (como cabe suponer) más saben de literatura, esto es, aquellos y aquellas que distinguen lo crudo de lo cocido, lo hecho de lo contrahecho. Pero, en fin, una cosa es preciarse de algo y otra darle el cumplimiento que se le supone.

Dada esta situación, sin embargo, he recibido la noticia, desde hace no mucho, aunque no he podido reflejarlo por aquí hasta hoy, de la necesaria recuperación de la obra de Kosztolányi que está haciendo Xordica, editorial zaragozana independiente y casi treintañera, que ya ha publicado “Anna la dulce”, “Alondra” y, recién salida del horno, “La cometa dorada”, todas ellas novelas que reaparecen, además, en perfecta forma. Dado esto, sucedió entonces que, teniendo yo ganas de volver a Kosztolányi, me encontré con que paseaba la semana pasada por Madrid, pues había bajado desde Asturias a pasar unos días por allí, lo que siempre es un placer, y me encontré en una librería de viejo con un ejemplar de Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, una novela del escritor húngaro que aún no había leído, editada en 2007 por Bruguera. Esta fortuita coincidencia me obligó, felizmente, a decidirme por leer y escribir sobre esta obra publicada originalmente en el año 1934.

Podemos empezar señalando que Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, es una novela que tiene un espíritu vanguardista y juguetón ataviado con ropajes que nos recuerdan a obras que vienen de antiguo, a formas de hacer literatura de corte clásico, incluso. Esto se constata, con un simple vistazo, ya en los títulos explicativos que el autor va dando a los distintos capítulos en los que está estructurada la obra y que tienen ese aroma que va muy atrás en el tiempo: Donde el escritor nos presenta y descubre a Kornél Esti, el único héroe del presente libro, Donde aparece Kücsük, la joven turca que semeja un pastel de miel o Donde se desvelan las misteriosas andanzas de Gallus, un traductor culto, pero descarriado. Podría citar otros muchos ejemplos de otras obras del pasado, pero pensemos en Rabelais (al que siempre tengo a mano) y sus títulos, formalmente en absoluto de él privativos: De cómo empleaba el tiempo Gargantúa cuando el ambiente estaba lluvioso, De cómo Grangaznate conoció el maravilloso ingenio de Gargantúa por la invención del limpiaculos, etc. Ahora bien, estas presentaciones de Kosztolányi están encaminadas a poner de relieve la épica inventiva de su personaje central, Kornél Esti, que entronca con esa renovación de la literatura y preocupaciones iniciada en los siglos XVI y XVII.

Así, esta novela está estructurada en tres partes: un poema inicial, que también aumenta esos visos de obra antigua; un capítulo inicial en el que se nos da cuenta de la naturaleza del protagonista y de un amigo suyo; y, por último, lo que es la propia obra, compuesta por una serie de cuadros en los que se van narrando diferentes acontecimientos relacionados con Esti, elevados o prosaicos, y que está escrita por estos dos amigos. Al igual que el Quijote y Sancho, que Sherlock y Watson, Kórnel y su amigo presentan esos caracteres complementarios, y en cierta medida antagónicos, que tan buenos resultados dan en términos narrativos. Están tan imbricados que, incluso, al lector le parece que el héroe de la novela no es otra cosa que una invención natural y bohemia de la imaginación del otro. Según nos cuenta el narrador, su parecido físico es tan notable, incluso, que la gente está convencida de que las fechorías de Esti son obra de su íntimo amigo. Como suele suceder, esta disparidad entre ambos los conduce a separarse durante años, para retomar, tras una nostalgia manifiesta, su amistad. Es aquí, con este reencuentro, donde da comienzo el libro.

Kornél Esti, como ya vengo insinuando, representa una actitud antiburguesa que se erige artísticamente contra los convencionalismos de la sociedad, queriendo, así, sumergir su vida en aguas de sales dadaístas y experimentalistas. Está atravesado todo él por lo imposible y lo inverosímil, por la exageración y la reflexión. Sus límites son difusos en sus concepciones: es capaz de rechazar con brío fórmulas sociales de comportamiento, pero a la vez es fiel a convicciones absurdas que el mismo se ha dado. La novela nos narra, con una profundidad guasona, los orígenes de Esti y su peripecia vital hacia la escritura y el arte contradictorio de ser uno mismo. Esto Kosztolányi nos lo presenta con un estilo fluido y siempre atento a los detalles, a los matices. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace de una mujer que viaja en un tren, fantástica por su colorida concreción: «Contaba con unos treinta y ocho o cuarenta años, como la madre de él. Le pareció extraordinariamente simpática desde el primer instante. Sus ojos verdes despedían visos ambarinos. […] Con la vista perdida, ofrecía un aspecto cansado, triste, incluso algo indiferente. […] Destilaba una docilidad y una intimidad lánguidas, como una paloma. No era gorda, en absoluto, sino llenita, también como una paloma». Estas certeras pincelas llenan todo el texto, elevándolo.

A lo largo de la novela abundan las situaciones tragicómicas, aunque hay algunas que resultan sobrecogedoras por el desasosiego que transmiten. Esto lo consigue Kosztolányi gracias a su capacidad para expresar con las palabras adecuadas la quiebra mental y contextual de alguno de los personajes que viven y trastean por el libro. Un ejemplo de esto es el capítulo octavo, dedicado a un periodista que culmina su proceso de locura ante unos frívolos compañeros de profesión y acaba encerrado en un manicomio. Todo sucede de una forma tan equilibrada, gracias al buen hacer literario del húngaro, que, como digo, conduce al lector a fuertes sentimientos de compasión y tristeza. Porque una cosa es hablar del dolor y otra bien distinta transmitirlo. Nuestro héroe medita también sobre otros temas, como la tarea auténtica del escritor, de cualquier escritor: «deseo llamar a las puertas de la existencia y esforzarme por alcanzar lo imposible. Cualquier meta menos ambiciosa me parece despreciable». Y añade: «Desprecio lo banal, lo desdeño con toda mi alma». ¿Cuántos supuestos artistas han renunciado a una posición de partida tan acertada y encomiable en favor de otras gratificaciones más insustanciales, aunque velozmente instantáneas?

Dezső Kosztolányi tiene literatura para rato, aunque desde su muerte, obviamente, ya no puede presentarnos nuevas creaciones. Su grandeza radica en su entrega a la literatura y a un gran conocimiento de esta, en tanto tradición que permite transformarse y crecer sin perder su esencia: contar de la mejor manera posible buenas historias. Solo añadiré, antes de poner fin a esta invitación a su lectura, que nadie debería perder la oportunidad, la grata oportunidad, de entregarse al placer de leerlo. Hay que leer a Kosztolányi.

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Benvenuto Cellini: Vida

Sería imposible creer que una figura tan expansiva y excéntrica, tan personal y proteica como la de Benvenuto Cellini (1500-1571) podría haber pasado desapercibida para las inquietas mentes, ansiosas de libertad y pasional autonomía, del romanticismo. De hecho, fue el siglo XIX en general el que recuperó con solvencia el poder de las palabras del famoso orfebre florentino, sobre las que, eso sí, ya se había situado el foco en torno a 1728, cuando Cocchi publicó en Nápoles esta Vida de Benvenuto Cellini. Desde entonces, los vicios y virtudes que estiló el artista a lo largo de su existencia generaron cada vez mayor interés: hoy ya no es una lectura de moda, no está ni mucho menos a la orden del día, pero cabe mencionar, como muestra del interés que suscitó en su momento, que Goethe, nada menos que Goethe, lo tradujo al alemán a finales del siglo XVIII. Con todo, ¿tiene sentido leer hoy esta Vida de Cellini? ¿Puede aportarnos algo o queda ya demasiado distante e inapetente? No cabe duda, esta obra está hecha para deleitar al lector de cualquier tiempo y, también, para enfrentarlo éticamente con acciones que hoy nos parecen, como poco, despreciables, a la par que censurables.  

Empecemos quedándonos a un lado y poniendo de relieve algunas de las características de la personalidad de Cellini a través de él mismo, de su propia voz. Veamos en este pasaje, por ejemplo, su conseguida capacidad para soltar sólidos aguijonazos, una capacidad que es notable y sutil en todo el texto: «Como dije antes, en Roma había comenzado la peste […]. Llegó a Roma un gran cirujano que se llamaba maestro Jacobo de Carpi. Este hombre valeroso, además de sus habituales medicaciones, se ocupó de las desesperadas curaciones de males franceses. Y porque aquellos males en Roma son muy amigos de los curas, especialmente de los más ricos, una vez conocido este hombre competente…» (los “males franceses”, por si alguien no lo recuerda, son enfermedades de transmisión sexual). De su respeto por los más grandes del arte tenemos esta anécdota en la que el florentino nos cuenta que quiere viajar a Inglaterra junto al maestro Piero Torrigiani para trabajar con él, pero un día éste le confiesa que siendo joven le dio un puñetazo al gran Miguel Ángel, cuando le criticó uno de sus dibujos («Buonarroti tenía por costumbre burlarse de todos los que dibujaban», dice Torrigiani): «Estas palabras me provocaron mucho odio, ya que contemplaba continuamente las gestas del divino Miguel Ángel, y a pesar de que me moría de ganas de irme con Piero a Inglaterra, no lo hice porque no podía ni verlo». ¿Renunciar a la riqueza que podría haber alcanzado allí por respeto a quien admira en la distancia? Maravilloso. Sobre sus volcánicos prontos, muy habituales en él, tenemos esto: «…henchido de cólera salí del palacio, corrí a mi taller, cogí un puñal y me dirigí a casa de mis adversarios, que estaban en su taller y sus aposentos. Los encontré a la mesa, y el joven Gerardo […] se me tiró encima. Le di una puñalada en el pecho que le atravesó de lado a lado el sayo, el coleto…». En fin, ¿no se aprecia ya con claridad, dadas estas mínimas muestras del poder de sus palabras, el sentido y tono de la obra?

En líneas generales, esta Vida de Cellini, compuesta por dos libros de una extensión más o menos similar, es un mosaico riquísimo de su peripecia vital y del contexto sociopolítico en el que se desarrolló: por estas memorias desfilan alegre y trágicamente todo tipo de personas, desde artistas hasta cardenales, pasando por prostitutas, Papas o pifanistas. La obra puede leerse como una comedia, como una novela picaresca incluso, que oscila entre el dinamismo de las situaciones rocambolescas y la seriedad de las reflexiones artísticas. Entre dichos polos, la personalidad de Cellini absorbe nuestra atención gracias a la ligereza de su expresión, a la pedestre sabiduría de sus reflexiones y al interés que suscitan los hechos que va narrando, marinados por la ya aludida ironía, gracia y maestría de sus palabras: además, lejos de poseer un enfoque eminentemente literario, Cellini parece más bien conversar con nosotros. Por otro lado, como ya advertí al principio, no todo lo que se recoge en esta obra parece hoy digno de nuestra atención, pues hay momentos en los que nuestra sensibilidad se pondrá a prueba: desde el siglo XVI hasta hoy ha pasado mucho tiempo, y esto habría de tenerse en cuenta cuando se leyese el libro, ya que las costumbres y principios más éticamente insostenibles de ese momento se muestran sin titubeos. Esto no habría de ser óbice, en ningún caso, para emprender su lectura.

Así, solo me queda añadir que es una suerte que este libro continúe editado, en feliz circulación, por su interés y amenidad. Cellini muestra una energía y vitalidad que resultan muy atractivas al lector, a la par que sospechosas, lo que hace que nos parezca que estamos inmersos en una novela de aventuras cuyo novelista siente mucho amor por sí mismo, pues el florentino se muestra siempre convencido de que su destino será inmenso y que todo le será favorable, pues se sabe un hombre superior. No hace falta ser un apasionado de las artes para disfrutar de esta obra, aunque si se tiene alma de esteta y entusiasmo por las anécdotas se podrán encontrar aún más motivos tanto para el goce como para el asombro.

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Thomas Mann: La muerte en Venecia

Mi primer recuerdo de Thomas Man (1875-1955) reposaba en la mesita de noche de mi padre. Durante años, un grueso volumen descansó como un objeto más (como la lámpara o la radio despertador) sobre ella: La montaña mágica debía de ser realmente compleja, vertical, escarpada, pues yo veía que el marcapáginas se movía muy lentamente por sus blancas estribaciones de celulosa. Un día, después de que desapareciese de dicha mesita y volviese a una estantería junto a otros libros, decidí leerla por mí mismo, comprobando que, de verdad, aquella era una montaña en la que el tiempo y las cosas se sucedían a su propio ritmo, con su natural y pausado avanzar. Quedé saciado de aquel ochomil insomne, y me dije que ya me encontraría a Mann más adelante, por el camino imprevisible de las lecturas, sin forzar nuestro inevitable choque. Así, más de una década después, apareció de nuevo ante mí, esta vez bajo los ropajes de una profunda reflexión estética, en el milenario archipiélago veneciano, lejos ya de aquel sanatorio de Davos y de la ubicua presencia de Hans Castorp.

Publicada en 1912, La muerte en Venecia presenta al lector la figura del ilustre escritor alemán Gustav Aschenbach, quien, ahíto de su trabajo y entorno, decide viajar, como hacía cada cierto tiempo, con el objetivo de depurarse, de desconectar y reiniciarse: «viajar no había sido para él sino una medida higiénica que, aun contra su voluntad, era preciso adoptar de tanto en tanto». Esta necesidad de cambiar de aires durante una temporada le lleva, no sin ciertas vacilaciones por su parte, a trasladarse a una isla del adriático, pues su objetivo es encontrarse en un entorno exótico, pero cuyo exotismo sea de «rápido acceso». Una vez allí, el bochorno y la lluvia, así como la inapetente y anodina presencia de los huéspedes austriacos, le hace tomar una rápida decisión, esto es, subirse a un barco que parte rumbo a Venecia. Tras instalarse en un lujoso hotel que cuenta con un tramo particular de playa, descubre con absoluto regocijo que entre las personas hospedadas se encuentra una familia polaca que cuenta entre sus miembros con tres hermanas y un hermano, este último «un efebo de cabellos largos y unos catorce años». El impacto estético que deja el chico en el escritor es absoluto, pues llega a afirmar que ni en la naturaleza ni en las artes plásticas había observado una creación tan lograda. Su estadía se verá entonces modifica, al igual que su espíritu, por el descubrimiento del joven, que, como un incansable acicate, incendiará las meditaciones y reflexiones del escritor en una vorágine marmórea de pensamientos y sentimientos sobre el arte y la belleza, sobre lo asible y lo inasible, sobre el amor ideal y el lenguaje. En cierto momento, agobiado por el calor y el olor de Venecia, Gustav Aschenbach decide irse, para regresar, sin embargo, rápidamente: el lector sabe que su retorno tiene que ver esencialmente con el joven, mas el escritor tarda un poco más en descubrirlo, o al menos en aceptarlo.

El placer que siente el espíritu ante la Belleza, como asunto al que entregarse, dominará entonces al escritor alemán. Tal es su encantamiento que se siente en la obligación de trabajar, incluso, en presencia de su ídolo: «escribir tomando como modelo la figura del efebo, hacer que su estilo siguiese las líneas de ese cuerpo, en su opinión, divino, y elevar su Belleza al plano espiritual». Este es su objetivo. El texto se trufa y estructura entonces en base a tanteos filosóficos y a imágenes de reminiscencias clásicas, como los dioses y mitos de la antigüedad grecolatina. A pesar de su amor a la belleza, Aschenbach demuestra que existe también un regocijo oscuro en todo esteta, una mezcla de bajo sentimiento y liberación, que le hace disfrutar (o quizá debamos decir consolarse) de las imperfecciones que va atisbando en el objeto de sus atenciones. Así, el ilustre y senescente autor piensa que el muchacho es un tanto delicado y enfermizo, contemplando además la posibilidad de que no llegase a viejo; y, tras hacerlo, «renunció a justificar ante sí mismo el sentimiento de satisfacción o de apaciguamiento que acompañaba a esta idea». Lo humano es imperfecto y constatarlo es, a la larga, una inevitable tranquilidad, parece decirnos. ¿Vive entonces la Belleza Perfecta fuera de este mundo y es solo consagrable en la obra de arte? ¿Puede la palabra reproducir la belleza o solo celebrarla?

El lector descubrirá página a página un sinfín de preguntas y respuestas elevadas, pues La muerte en Venecia es un ensayo estético y moral exornado por las infinitas posibilidades de la literatura: colocando este núcleo filosófico y especulativo en el centro de las pasiones y sentimientos de un artista, Mann nos invita a reflexionar con él sobre el objetivo de la creación artística y el amor ideal, así como sobre la fuerza de las obsesiones y sus postreras consecuencias. Es este un libro profundo, una constante cavilación sobre el papel del amor y la belleza en el lenguaje: «Nunca había sentido con mayor dulzura el placer de la palabra ni había sido tan consciente de que Eros moraba en ella». Ahora bien, la gran lección del libro es que la pulsión por la belleza no salvará a nadie de su destino: es más, puede perfecta, fatalmente presentarlo por sorpresa ante nuestros ojos antes de que lo esperásemos.

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Miguel Delibes: Las ratas

A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, El Norte de Castilla, periódico que fue durante toda su vida la casa de Miguel Delibes, realizó una campaña con una serie de artículos sobre el abandono al que estaban sometidos los campos y gentes de la vieja Castilla. Dicho abandono, que tomamos quizá como una circunstancia acotada, propia y única de la España de los últimos años, tenía sus raíces en las dificultades de los campesinos para hacer frente, no sólo a las miserias de la pobreza, en tanto pobreza económica, sino también a las condiciones de tierra y clima que dominaban las cosechas y las sometían a sus veleidades. La incertidumbre que lo envolvía todo minaba, con mayor o menor intensidad, el ánimo de los habitantes y trabajadores de aquellos términos. Llegado el momento, la censura franquista decidió que había que dar «cerrojazo» al tema y, por tanto, callar su denuncia. Este obligado silencio sobre el asunto fue un acicate para Delibes, quien creyó que, en vista de ello, quizá la novela se prestase a reflejar con agudeza y realismo un ambiente tan decadente y opresivo. ¿Superaría dicha obra de ficción la censura? Las ratas, novela que hoy traigo, se publicó en 1962 y consiguió reavivar el debate con fuerza: gracias a ella, el gobierno se vio en la obligación de realizar una serie de estudios, aunque finalmente no llegasen a nada, para el llamado Plan Tierra de Campos. Ahora bien, esta obra, como se puede suponer, es mucho más que una denuncia y como mucho más que una denuncia la abordaremos.

Delibes no ha sido nunca un escritor especialmente optimista, y Las ratas, quizá, sea su novela más oscura, no solo por la exposición que hace del tema y de la psicología de los personajes, sino por el tratamiento literario con el que lo envuelve todo. El protagonista de esta historia, si es que de verdad podemos considerarlo como tal, pues es más bien una luz inocente y sabia que enfoca con su prematura madurez la opacidad de los hechos y circunstancias que lo rodean (hechos y circunstancias que son en realidad el núcleo de la narración), es el Nini, un niño que con el tío Ratero y con su perra Fa habita en una apartada cueva. El tío Ratero vive cazando ratas, es de limitada inteligencia y parco en palabras; obsesivo también, a medida que avanza la historia vamos notando cómo algo va hirviendo fatalmente en él. Por su parte, el Nini es una criatura que, gracias a la observación y la atención prestada a los más mayores del pueblo, entiende cómo funcionan las estaciones, los animales, las cosechas e, incluso, mal que bien, las personas. Su sensibilidad está muy desarrollada y, aunque caza, siente auténtico respeto por la naturaleza que le absorbe y rodea.

La vida de los habitantes del pueblo, cuya dimensión temporal viene marcada por el flujo del onomástico del santoral, está marcada por la presión de las necesidades: viven como pueden, alimentándose incluso de ratas. Recordemos que «la guerra truncó muchas vocaciones y acorchó muchas sensibilidades y determinó muchos destinos», por lo que la amargura, una cierta apatía y reluctancia dominan la percepción y acciones de los personajes. Cada uno tiene sus neuras y afabilidades, pero todos están sometidos, salvo los más principales de ellos, a los caprichos y vaivenes del tiempo y las cosechas. Un nublado, una helada, una granizada, todo puede desfigurar la vida y futuro de los campesinos. ¿Puede nacer el optimismo en semejantes circunstancias? Poco refugio les queda salvo la religión y la ironía.

Al margen de los hechos y tensiones que se van desarrollando en la historia, el lenguaje de Delibes es, como siempre, tan certero como sombrío. Desde la primera página, todas las palabras conducen a la oscuridad: la atmósfera está poderosamente trabada, y en ella la decadencia de la vida y la aridez desastrada del paisaje se imbrican con tal soltura que todo parece uno. Veamos algunas de las imágenes para ilustrar lo que digo. «El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes». ¿Qué decir ahora de esta escena, tan triste y poderosa, sobre el entierro de los abuelos del Nini? «El borrico de la Simeona arrastraba alegremente los dos féretros cárcava abajo, pero al llegar al puentecillo la rueda izquierda se hundió en una de las juntas y cayó al río. El ataúd de la abuela Iluminada se abrió entonces y ella apareció mirándoles tranquilamente, la boca abierta, como sorprendida, y las manos en el regazo. Pero allí, dentro del cajón, flotando en las sucias aguas, parecía una mujer en conserva». ¿No valen estas descripciones para sintetizar la maestría de Delibes a la hora de exponer las miserias y pobre suerte de este perdido pueblo y de sus sufridas gentes?

Como ya sabéis, procuro no desvelar momentos de la trama para no robarle al lector el asombro y la novedad. Digamos tan solo que el primer drama que se plantea en la historia es la posibilidad de que los habitantes de la cueva, el Nini, el tío Ratero y la Fa, tengan que abandonarla obligados por la autoridad competente, que cree que da mala imagen de cara a posibles «turistas» y a otras partes de España más prósperas. Obviamente, sus moradores se niegan, especialmente el Ratero, que no deja de repetir que la cueva, al igual que las ratas, son suyas. Para los habitantes del pueblo este es un problema menor, pero que tiene su miguilla, dadas las condiciones existenciales bajo las cuales todos se ahogan. La dureza impenitente de la naturaleza, los dramas personales y los velos que cubren el alma humana se dan cita en esta obra mayor de Delibes para extasiar y asombrar, por igual, al lector.

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John Banville: Tetralogía científica

Es cierto que el estilo literario tiene algo de ciencia, por lo que supone en su tanteo y experimentación, por su exploración del lenguaje y el método a la hora de realizar el trabajo, así como por su objetiva masa de conquistas o fracasos estéticos. Por otro lado, como todo aquello que queda más allá del dominio de la ciencia, también existe en él el misterio, un misterio velado que no se resuelve en la parte consciente del escritor, por mucho que este pueda trabajar a diario con el mayor de los entusiasmos y las dedicaciones. Todo gran escritor, me temo, como todo gran artista, afirmo, debe mucho a esta parte que está más allá de la laboriosidad y el esfuerzo consciente. John Banville, escritor irlandés ganador del premio Princesa de Asturias de las Letras en 2014, es uno de estos privilegiados que, a fuerza de trabajo y talento, son capaces de no fracasar en la complicada tarea de contar historias.

Alfaguara, este mes de febrero, ha publicado en un único volumen cuatro novelas de Banville pertenecientes a un mismo ámbito, el de las figuras históricas que han ampliado, de alguna forma, nuestro conocimiento del universo. Estas obras son Copérnico (1976), Kepler (1981), La carta de Newton (1982) y Mefisto (1986), agrupadas bajo el epígrafe general de Tetralogía científica (2022), cuyo título en inglés responde a The Revolutions Trilogy, de cuya edición se excluye a Mefisto. Como muestra de lo interesante que resulta este volumen, no solo para que aquellos que ya conocemos bien a Banville podamos profundizar más en su trabajo, sino también para animar a nuevos lectores a que lo conozcan, he decidido dedicar esta crítica a la primera de sus obras, Copérnico, ganadora del James Tait Black Memorial Prize, y que representa y exhibe con precisión el pulso general de estas cuatro novelas.

Copérnico se divide en cuatro partes, de las cuales todas cuentan con un narrador en tercera persona salvo la tercera, en la que aparece un luterano apodado Rheticus, que nos contará su experiencia personal con Copérnico en un tono descuidado, pretencioso y mordaz, retando al lector incluso, pues se siente profundamente herido por él. La narración comienza con la muerte, siendo Copérnico pequeño, de la madre de éste, y cómo pasó la infancia con su padre, un comerciante con cuya personalidad chocaba, así como con sus hermanas y hermano, Andreas, que hace las veces de contraparte, de reverso oscuro y sensualista del científico, a lo largo de casi toda su vida. Tras la muerte del padre, quedan todos bajo la tutela de su tío, un importante y severo canónigo que será el encargado de pautar y dirigir las vidas de todos ellos. Llegado el momento, sacará a Copérnico de la universidad para meterlo en la Iglesia católica. Esta condición le obliga a viajar a Italia donde descubrirá las relaciones entre opulencia, política y conspiracionismo, a la par que irá profundizando en sus teorías, especialmente en la heliocéntrica. El grueso de la obra, que nos presenta las características psicológicas de Copérnico y su dificultad para relacionarse con el mundo, está marcado por el hecho del retraimiento del astrónomo a publicar sus teorías. La última parte, Magnum Miraculum, es una exploración intensa de la enfermedad y decaimiento del polaco, que en sus últimos días vive entre sus inasibles recuerdos y la tristeza de haber descubierto, quizá, el vacío que subyace tras la existencia.

Toda la obra presenta una atmósfera de corte expresionista, oscura y cargada de esas sombras que se iban disipando con el paso de la Edad Media al Renacimiento, gracias a la luz, entre otros, del propio Copérnico. Algunas de las descripciones de Banville son soberbias y se basta de dos o tres pinceladas para expresar lo que muchos no sabrían hacer en cinco páginas. A pesar de que la vida del astrónomo no está cargada de peripecias remarcables, Banville ha sabido dotar de interés a los aspectos prosaicos de su existencia, haciendo que el lector avance por las páginas con verdadera curiosidad por su desenvolvimiento. Leer a Banville es siempre un placer, por lo que tiene de solvente y detallista: esta tetralogía hará las delicias de cualquiera.

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Czesław Miłosz: El poder cambia de manos

A medida que corren los años me voy dando aún más cuenta de que fueron muchos los escritores que entraron en mi vida por esa puerta literaria llamada Joseph Brodsky. En sus ensayos y artículos siempre solía dejar las migas de algún nombre, alguna referencia que conducía, si se seguían dichas migas con una cierta ilusión, a nuevas oportunidades de seguir ampliando el bagaje cultural y experiencial de uno. Y como yo siempre he estado dispuesto a librarme de mis muchas ignorancias, aunque nunca lo haya conseguido, he terminado por calar en muchas lecturas gracias a él: algunas con escasa suerte, otras con mayor y duradero premio. Como no tengo ahora el libro de Brodsky a mano (titulado Menos que uno), no soy capaz de citar la frase de Miłosz en su forma exacta, pero decía algo así como que el corazón nunca muere cuando uno cree que debería: fue la primera vez que leí el nombre de este poeta polaco, Czesław Miłosz (1911-2004), Nobel de Literatura en 1980. Ahora, casi dos décadas después, he leído por primera vez una de sus novelas tras haberlo tenido siempre indefectiblemente asociado a la poesía. La experiencia no ha sido para nada decepcionante.

El poder cambia de manos (1953), novela a la que voy a dedicarle hoy unas palabras, nos presenta una coyuntura político-social en la que se desarrollan los miedos e incertidumbres de los distintos personajes que se ven enredados y sometidos a ella: a finales de la Segunda Guerra Mundial, en el verano polaco de 1944, los alemanes se han retirado del tablero y han aparecido, con su sangrienta dialéctica y burocracia, los revolucionarios soviéticos. En esta situación transitoria en la que, efectivamente, el poder cambia de manos, distintas fuerzas interactúan entre sí: por un lado, destacan los polacos que se enfrentan a los nazis con la intención de mantener su independencia y la permanencia del gobierno democrático, exiliado en Londres, conocidos como Ejército del país; por otro, el Ejército Popular, comunista y vinculado al Ejército Rojo, cuya intención es instaurar en Polonia, tras librarse del nazismo, una república soviética. En el libro nos encontramos con personajes que participan activamente en la lucha, como soldados, oficiales, enfermeras, redactores de periódicos: cada unos de ellos, además, con sus propias luchas internas, en las que las emociones más primitivas y elevadas tiene siempre cabida.

La narrativa de Miłosz no prescinde de imágenes poéticas precisas, insertadas en las reflexiones de los personajes («Esto y el sabor de una manzana, y el sol, serán lo mismo cuando ya no existamos»), en sus apreciaciones («detrás de una puerta abierta, una luz intensa. El vino se ilumina en los vasos. Las manos sobre la mesa: la tangibilidad, la redondez del poderoso cuerpo humano. Los cuellos: “mi amiga tiene el cuello transparente y por eso veo cuanto come y bebe”. Recuerdo esa canción. Detrás de ellos, en las paredes, unas cacerolas. Brillo de cobre») o bien en las descripciones generales del narrador. Asimismo, El libro posee escenas interesantes, sobrecogedoras incluso: por ejemplo, el banquete de los artistas y su cínica y patética sumisión al nuevo régimen; también está, durante un bombardeo en Varsovia, la presencia fantasmal de los pacientes de un psiquiátrico que han queda libres y vagan por las ruinas como espectros.  

Podemos afirmar que la novela nos habla, sobre todo y por supuesto no únicamente, de la tristeza del fanatismo político, de que las posiciones extremas terminan por suponer, esencialmente y para quienes solo quieren hacer su vida, estar tranquilos y prosperar en un mundo libre, un cambio de miedo, de sufrimientos, de sometimiento a un tipo distinto de tiranía. Definitivamente, esta es una buena novela que se deja leer muy fácilmente a pesar de su considerable contenido: Miłosz siempre supo poner de relieve el sentido más profundo de las cosas obvias, sin duda una de las tereas más elevadas dentro de la creación artística.

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Natsume Sōseki: Kokoro

Natsume Sōseki (1867-1916) es probablemente el escritor japonés que más ha visto incrementada su reputación y popularidad entre los lectores de todo el mundo en lo que va de siglo: parece que para ello ha hecho falta, no sólo el mérito propio de su trabajo junto al esfuerzo de múltiples editoriales, sino las declaraciones de otro celebrado escritor japonés, Haruki Murakami, que lo ha presentado como uno de sus escritores favoritos. De Murakami no puedo decir mucho, pues sólo he leído un libro suyo que ni siquiera es literatura (no recuerdo el título exacto, pero trataba sobre correr); sin embargo, de Sōseki sí que puedo decir algo más, que para eso estoy aquí. Mi primer encuentro con él fue a través de su libro Soy un gato, editado por Impedimenta en 2010, y lo terminé con ganas de más. Pero hete aquí que han pasado ya, ¡nada menos!, diez años para que haya vuelto a caer un libro suyo en mis manos. El tiempo…

Estoy convencido de que Soy un gato es la puerta de entrada habitual al conjunto de la obra de Sōseki. Y creo que, habiendo leído Kokoro (Impedimenta, 2014), que es precisamente el libro que voy comentar hoy, me doy cuenta de que es la opción correcta: a pesar de las dimensiones de Soy un gato, que son más o menos seiscientas páginas y que pueden llegar a desalentar como primer contacto con un escritor o escritora, es en todo caso mejor que Kokoro. Y no porque Kokoro sea un mal libro, sino porque en este último el arte de Sōseki no alcanza su plenitud, no se deja ver con claridad hasta la tercera parte del libro, pues Kokoro tiene una estructura tripartita: la primera, «Sensei y yo», resulta un tanto deslavazada e inestable; la segunda, «Mis padres y yo», gana en fuerza y coherencia formal; y la tercera parte, «El testamento de Sensei», ya es Sōseki siendo Sōseki. Esta disparidad de calidad creo que está determinada por el hecho de que el libro fue publicado por entregas originalmente. Pero veamos ahora por qué afirmo estas cosas.

En esta novela encontramos dos voces narrativas, la primera, es la de un joven japonés de carácter sensible y filosófico que desea conocimiento y sabiduría sobre la vida; la segunda es la voz de Sensei, un hombre lacónico, introspectivo y misantrópico que exhibe además una personalidad un tanto oscura y recelosa. Las dos primeras partes del libro son para el joven; la tercera para Sensei. La primera parte, como ya he avanzado, resulta literariamente insustancial y, aunque se deja ver en ella lo que Sōseki intenta transmitir, no llega a conseguirlo con claridad: resulta un poco difícil creerse la naturalidad con la que el presenta los hechos. La segunda parte está basada, por un lado, en el juego de ocultamiento que Sensei y su mujer presentan al joven, que intuye un doloroso misterio en el pasado de Sensei y en su mujer; por lo demás, la relación de estos está presentada de forma un poco tosca, pues no suscita el interés del lector, sino que más bien lo cansa: son tan innecesariamente nebulosos en su palabras y actos que no se entiende por qué el joven quiere pasar tiempo con ellos. En esta parte, por otro lado, la familia del joven, especialmente los padres, gana protagonismo: la enfermedad de su padre y la búsqueda de trabajo son los temas predominantes. La tercera parte, por último, ya tiene el nivel esperado: es coherente, dinámica y atrapa de verdad, pues está vez nos creemos las palabras e historia que Sensei nos confiese a través de una larga carta en la que justifica su personalidad, cómo se ha hecho a sí mismo en la vida, y en la que recoge las enseñanzas, sombrías y comprensibles, que puede legarle al joven.

Kokoro significa en japonés corazón: «No vacilaré en proyectar sobre ti las sombras de la vida», dice Sensei en su carta. Las sombras de su corazón, debemos añadir.

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Romain Gary: La vida ante sí

Es probablemente uno de mis libros favoritos. Si alguien me preguntase ¿con qué libros animarías a las personas a iniciarse en la lectura, a estimular su amor por ella?, yo incluiría sin duda «La vida ante sí», de Romain Gary (1914-1980), como uno de ellos. Tiene la suficiente frescura y humor como para absorber a los lectores más perezosos. El libro fue ganador del premio Goncourt en 1975, libro que Gary había escrito con su seudónimo de Émil Ajar: ni la crítica ni los lectores supieron quién se encontraba realmente bajo semejante etiqueta hasta después de su muerte. Así que veamos de qué trata y por qué es una lectura más que recomendable incluso (o a pesar) de su éxito.

La novela, aunque narrada por el pequeño Momo, un niño de 10 años, hijo abandonado de una prostituta y de origen árabe, y girando en torno a sus propios miedos, intereses y desconciertos, puede decirse que orbita entre el propio narrador y la señora Rosa, una anciana judía que sobrevivió al holocausto y que en Francia se encarga de cuidar y atender a hijos de prostitutas. Ella es, de alguna forma, la matriz de la que se desprenden la mayoría de las cuestiones y reflexiones: la muerte, la enfermedad, la soledad, la juventud, etc. A su alrededor, en el destartalado bloque de edificios en el que viven, personas humildes de toda condición aportan más dinamismo y trasfondo a la historia, dotándola de un mayor realismo: es como un Arca de Noé para marginados y emigrados.

Lo primero que puedo decirles es que vivíamos en sexto sin ascensor y que para la señora Rosa, con los kilos que llevaba encima y solo dos piernas, aquello era toda una fuente de vida cotidiana, con todas las penas y sinsabores.

En definitiva, la historia presenta un viaje de crecimiento, que como todo viaje hacia la madurez suele ser desconcertante y complejo: ha de dejar atrás la fuerza de la costumbre, la comodidad de una rutina en los bajos fondos, para iniciarse a una nueva dimensión de su epopeya vital. Todo el texto está narrado con un lenguaje coloquial, cargado de humor y negra ironía, que engancha desde la primera palabra a la última. Si no lo han leído ya están tardando.

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