Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

Etiqueta: Ian McEwan

Ian McEwan: Jardín de cemento

Lo bueno de echar algunas horas explorando las estanterías irregulares, mesas colmadas y cajas repletas de las librerías de viejo es que uno, de vez en cuando, termina encontrando alguna obra por la que siente una extraña predilección. No tiene por qué tratarse de un clásico, ni siquiera de un libro de contrastada calidad; basta, simplemente, con tener algún tipo de impulso hacia la obra o el autor en cuestión. En este sentido, hacía ya unos cuantos años que deseaba encontrarme con la primera edición en español (1982) en la clásica colección andanzas de Tusquets, del libro Jardín de cemento de Ian McEwan (Aldershot, 1948), la que fue su primera novela, publicada originalmente en 1978. Esta apetencia se fraguó en cuanto acabé de leer la primera parte del texto (¿seis, siete años ya?), cuando lo saqué de la biblioteca: entre lo cómico y lo trágico, esta historia se queda muy corta en algunos aspectos, pero en otros resulta muy interesante y perturbadora. La semana pasada di con este ejemplar, en perfectas condiciones, por apenas seis euros, y el lunes lo terminé. Siempre lo diré: esta clase de encuentros me hacen muy feliz.

ian_mcewan_cemento

                           Ian McEwan

Si de mí dependiese, comentaría únicamente esto del argumento: en Londres, en los suburbios de Londres por ser más precisos, hay una familia que va a cambiar. Pero como en la contraportada se encargan de desvelar más rasgos de la trama, algo que a mí casi nunca me termina de agradar (resulta más sorprendente la lectura, creo, si no se conoce apenas nada, salvo quién sea el autor o los temas que pueda abarcar), añadiré las menciones al argumento que ahí se encuentran: el padre de esta familia se muere (esto lo sabemos en las primeras líneas) y, estando la madre enferma, gravemente enferma, los hijos (dos niñas y dos niños) se ven obligados a tomar las riendas del hogar, a ocupar el espacio que representaba la autoridad paterna y a conducir la vida de la casa y las suyas. Esta circunstancia provoca que los hijos adquieran pautas, comportamientos propios, que se organicen de acuerdo a sus propias reglas. Para que se hagan una idea, es algo parecido, aunque hay que salvar las distancias, al libro de Golding, El señor de las moscas: en el caso de Jardín de cemento habría que hablar de algo así como de una isla doméstica en la que se suceden sufrimientos físicos, ilusiones, pensamientos, juegos incestuosos. Así, los temas que recorren la novela son principalmente la muerte, la justicia, el sexo, aunque se puede indagar en muchos otros a partir de sucesos concretos que se relatan: así, la violencia tiene también espacio.

Yo no maté a mi padre, pero a veces me sentía como si hubiera contribuido a ello. Y, de no ser por un momento específico de mi desarrollo físico, su muerte pareció insignificante comparado con lo que siguió. Mis hermanas y yo hablábamos de él una semana después y, a decir verdad, Sue se echó a llorar cuando los enfermeros lo envolvieron en una manta rojo chillón y se lo llevaron. Era hombre frágil, irascible, obsesivo y de manos y rostro amarillentos. Si incluyo aquí el breve relato de su muerte es únicamente para explicar cómo mis hermanas y yo tuvimos a nuestra disposición tanto cemento. 

Al comienzo de esta entrada dejé caer que el texto se quedaba corto en algunos aspectos. Esta opinión la sostengo por una sencilla razón: ciertos acontecimientos y situaciones de la novela permitirían un mayor desarrollo literario, un detallismo y recreación que podría convertir las escenas, muchas de ellas, en auténticas vivencias para el lector, unas vivencias oscuras, realmente punzantes y perdurables. Ésta es, por supuesto, una objeción menor pero que como siempre me ha acompañado, y nunca la he expresado, me ha parecido el momento (y el espacio) idóneo para ello. Sí, Jardín de cemento es un buen libro en términos generales, y, al menos para mí, uno de los mejores de McEwan: de los suyos, quizá sea uno de los menos conocidos en España, pero si pueden intenten hacerse con él, no parece probable abandonarlo con indiferencia.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Ian McEwan: Chesil Beach

Inglaterra, julio de 1962. Dos jóvenes recién entrados en la veintena están cenando en la habitación de un hotel georgiano, frente al Canal de la Mancha, en su noche de bodas a la que han llegado, esto se pone de manifiesto en la primera línea (quinta palabra) vírgenes. Ella pertenece a una clase social alta, mientras que él, por el contrario, más bien a la zona baja de la clase media. Cenan nerviosos, calados de cierta ansiedad por lo que pueda suceder en el primer encuentro que se dé entre sus trémulos cuerpos. Los nervios de Edward son convencionales, casi una simple formalidad, pero los de Florence son de una naturaleza más problemática: ella siente temor, un auténtico pavor que supone a la vez una manifiesta actitud de repulsa por el acercamiento y el contacto íntimo.

Ian McEwan (Google imágenes)

                          Ian McEwan (Google imágenes)

Esta circunstancia psicológica de la joven Florence, »que lisa y llanamente no quería que la entraran ni la penetraran» porque »todo su ser se rebelaba contra una perspectiva de enredo y carne», provocará un choque con el taciturno Edward, que desconoce por completo esta »mancha en la felicidad» de su esposa, una mancha que viene de muy atrás. Desde este punto toda la historia echa a rodar; un rodar que irá por el presente, avanzando paciente, y que también se deslizará suavemente por el pasado. La narración que Ian McEwan (Aldershot, 1948) nos presenta en Chesil Beach (Anagrama, 2008) probablemente atrape desde el primer momento al lector, sobre todo por su ritmo sosegado, por los temas que aborda: ¿El sexo? ¿El amor? ¿El contexto social en el que se inscriben el sexo y el amor? Sería muy simple dejarlo aquí, entre estos distantes polos.

»Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor…»

Hay una pieza, entonces, que juega un papel importante en todo el entramado que despliega McEwan, y es la idea, a mi juicio completamente acertada, pero que en el texto aparece de una forma muy velada, de que el amor requiere necesariamente, si desea prosperar y permanecer, de la paciencia. La paciencia y el amor es el enredo necesario, más que el de la carne, para que el querer se impregne de cierta estabilidad, pues el amor, quizá, sea únicamente paciencia y encuentro. Pero una cosa hay que advertir: que nadie espere finales felices, aquí simplemente hay un final (y esto es algo que se agradece). En definitiva, una obra atractiva, coherente y algo perturbadora.

(También he hablado en este blog de Los perros negros, otra novela menos conocida y muy interesante de McEwan.)

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ