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Impresiones literarias

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Rodrigo Rey Rosa: Cárcel de árboles

Tenía muchas ganas de leer a Rodrigo Rey Rosa (Ciudad de Guatemala, 1958), muchas. Y esta semana me he pegado un auténtico atracón de él, como si fuese turrón navideño. Glotonería literaria o qué sé yo. Ha favorecido este acercamiento que el guatemalteco escriba novelas más bien cortas, o cuentos más bien largos. Lo importante, en todo caso, es que leerlo me ha entusiasmado y me ha confirmado de alguna forma algo que ya tenía bastante asumido: la literatura que se hace en Hispanoamérica es mucho más interesante y arriesgada que la tediosa y complaciente que se hace en España. Y quien lo niegue, no se ha enterado de lo que hay.

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                         Rodrigo Rey Rosa (Google imágenes)

Como decía, entrando ya de lleno en Rey Rosa, he leído varios libros suyos durante estos días: Cárcel de árboles/El salvador de buques (Seix Barral, 1992), Lo que soñó Sebastián (Seix Barral, 1994) y El cuchillo del mendigo/El agua quieta (Seix Barral, 1992). Todos recomendables, pero quizá resulte más interesante Cárcel de árboles. En esta novela (47 pág.) se presentan dos asuntos: la liberación del que escribe y lee, por un lado, y por otro, el sometimiento al que puede conducir la política fusionada con la técnica. Es casi una versión selvática-centroamericana del cosmos orwelliano.

El doctor William Adie, médico practicante y residente en Gallon Jug, dormía el sudoroso sueño de la siesta cuando lo despertaron los gritos de los niños. Los oía correr de un lado para otro, frente a la vieja casa que servía de hospital. El doctor Adie se levanto del maltrecho camastro y acercó la cara al cedazo de la ventana, que olía a óxido y a polvo.

Unos niños descubren a un hombre desnudo abrazado a un cuaderno. El doctor Adie se encarga de él, junto con el sargento local: el individuo sólo es capaz de pronunciar la sílaba yu y le toman por loco. Interesado en el cuaderno, el doctor emprende escéptico su lectura, después de que le comunicaran que nada en él tiene sentido. Aquí aparece narrado el pasado reciente del enfermo: un pasado de cadenas y sinrazón que se supera mediante el poder liberador de la literatura al que aludía antes. Una frase será ilustrativa:

El instante en que mi mano comenzó a formar palabras yo comencé a comprender.

El que ha escrito alguna vez sabe que esto es real, que sucede: la inteligencia de la mano. Un texto crítico y entretenido, que atrapa y sugiere, que no sentencia. Lo que soñó Sebastián, que tiene una versión cinematográfica dirigida por el mismo Rey Rosa (2004), es otro texto de interés. Anécdota: en una entrevista el escritor cuenta que una señora le preguntó si se había basado para Cárcel de árboles en una historia real, a lo que él contestó que no. La señora le terminó enseñando un artículo que hablaba de un suceso similar que se parecía asombrosamente al texto. Terrible eso de la realidad.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Rafael Chirbes: en la otra orilla

Rafael Chirbes vivía solo en una casa de campo con dos perros, fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios y tomaba varios gin-tonics (diez nada menos) al día. Esta es la idea que tengo yo en la cabeza de él, la que me hice hace unos años al leer alguna entrevista que le hicieron. Fue en 2013 o así cuando tuvo que dejar esos habitos tan perjudiciales, y humanos al fin y al cabo, por motivos de salud. Desconozco si los había retomado. La cuestión es que ayer me encontré más que sorprendido al enterarme de su muerte rápida, total: aunque uno ya sabe que la vida es frágil y sin sentido no deja de asombrarse por su crudeza.

Una crudeza que ha hecho que ahora Chirbes esté en la otra orilla, lejos de esta realidad que no dejó de retratar y analizar con sus novelas y ensayos. Quizá fuese uno de los escritores españoles vivos más importantes, no lo sé, por el hecho mismo de tener una voz propia y contundente, además de una vocación inevitable de escritor con la que se enfrentaba al mundo, a lo que no le gustaba de él. Hace un año, en una entrevista, apuntaba:

»Yo ya estoy más para allá que para acá, con un pie en el abismo. Tengo 65 años en los que he disfrutado, son años bien fumados y bien bebidos, pero no creo que me quede mucha tierra por pisar.»

Entonces habrá que quedarse con eso: con que disfrutó de su vida, por un lado, y por el otro, por el nuestro, con sus libros.

Paul Auster: La noche del oráculo

Tuve unos meses, hace algo más de un año, en los que me dio por leer todo lo que pude de Paul Auster (Newark, 1947). En España siempre se le ha tenido muy presente, sobre todo entre la gente joven (y no tan joven) y podría decirse que el Premio Príncipe de Asturias que recibió en 2006 da cuenta de alguna forma de esta realidad. Pero contra este entusiasmo por lo austeriano, también surgió una reacción que se opuso a él, justificado sobre todo por el calado que tuvo entre ese amplio abanico cool de lectoras y lectores que leen lo que propone/dicta la moda. Porque en esto, quién lo duda, siempre hay moda, postura.

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        Paul Auster (Google imágenes)

Pero siendo sinceros, y dejando al margen la gran repercusión que pueda tener Auster entre determinados grupos, parece imposible afirmar que no hay que leerlo. Todo lo contrario: a Paul Auster hay que leerlo. Cierto es que hay obras que quizá resultan algo más inaccesibles como, por citar sólo un ejemplo, Viajes por el Scriptorium. Más, por otro lado destacan sus buenos momentos literarios. Y no hablo de La trilogía de Nueva York o Brooklyn Follies, quizá sus obras más conocidas. Hablo de libros como El Palacio de la Luna, El libro de las Ilusiones o La noche del oráculo (Anagrama, 2004), que es la que quiero comentar hoy. He leído esta novela tres veces, y cuando me pregunto cuál es la razón, porque no tengo por costumbre releer mucho (aunque a algunos autores sí) no soy capaz de dar con ella: quizá sea simplemente una fascinación injustificada y eso sea todo.

»Había estado mucho tiempo enfermo. Cuando llegó el día de salir del hospital, apenas sabía andar, casi no recordaba quién era. Haga un esfuerzo, me dijo el médico, y en tres o cuatros meses volverá a habituarse a las cosas. No le creí, pero de todos modos seguí su consejo. Me habían desahuciado, y ahora que había desbaratado sus predicciones y seguía misteriosamente con vida, ¿qué otra cosa podía hacer sino vivir como si tuviera todo un futuro por delante?»

La historia es la de un escritor, Sidney Orr, en fase de recuperación tras haber sufrido una enfermedad: pasea por las calles de Nueva York poco a poco, paso a paso, intentando encontrase de nuevo a sí mismo física y mentalmente. En una de sus varias caminatas da con una papelería regentada por un tal señor Chang, que la ha abierto recientemente, y con el que tendrá una curiosa relación. Allí, compra unos cuadernos para reemprender la escritura, en la soledad de su estudio y en compañía de su mujer Grace, que por culpa de su postración ha tenido que dejar de lado. Un amigo suyo, y de su esposa especialmente, también escritor pero de mayor relieve que Orr, le contó una anécdota aparecida en El halcón maltés, que será el punto de arranque de su nuevo texto: una segunda historia, narrada por el enfermo escritor, se desarrolla sobre el papel de su nuevo cuaderno, que parece ejercer sobre él un poderoso influjo. Las dos lineas argumentales presentan ciertos paralelismos y se entrecruzan en su esencia: el tema de la insatisfacción, de las posibilidades del cambio, del conflicto y complejidad de las relaciones humanas son las claves de la narración.

Yo, como entusiasta de Auster, creo que es una lectura inexcusable para ir más allá de la imagen superficial que se pueda tener de él, debido en parte a lo ya comentado al principio de esta entrada, y así valorar mejor su talla como escritor. Leerlo, siempre es una buena opción.