Yasunari Kawabata: La casa de las bellas durmientes
Este 2022 se cumplen sesenta y un años de la publicación de una de las novelas más desconcertantes, atractivas (y a la vez repulsivas) de Yasunari Kawabata, primer escritor japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968. Esta novela de apenas cien páginas no es otra que La casa de las bellas durmientes que, desde su aparición en 1961, no ha dejado de fascinar a muchas generaciones de lectores. Así, su brevedad parece acentuar su magnetismo: la belleza de la narración nos atrae, mientras que las implicaciones morales de la historia nos tienen continuamente contra las cuerdas. Desde luego, la literatura puede ser a veces una experiencia realmente subyugante, y este libro de Kawabata es la prueba de ello: si se me permite la metáfora, es como una caricia suave que en realidad nos amorata la piel. Veamos ahora por qué motivo digo esto.
El protagonista de esta historia es Eguchi, un anciano de 67 años que visita, por primera vez y tras la recomendación de un amigo, un prostíbulo que posee unas características especiales: sólo lo frecuentan ancianos, personas mayores que deben pasar en él la noche hasta el amanecer junto a jóvenes mujeres que, fuertemente narcotizadas y desnudas, dormirán profundamente junto a ellos sin despertarse en ningún momento. Otra característica: estos ancianos no pueden hacer nada de mal gusto con ellas, simplemente dormir. Para ello, junto a la cama, hay siempre un par de pastillas, pastillas que tomarán los anciano para descansar y pasar plácidamente la noche. Las premisas de esta historia son, sin duda, tan desconcertantes como sugestivas. Ahora bien ¿cuál es la experiencia de Eguchi en este contexto? ¿Qué nos puede mostrar que sea de interés? ¿De qué trata realmente este libro?
Este es un libro que aborda la vejez desde una perspectiva concreta: el prostíbulo de las bellas durmientes opera como una de las formas posibles de enmascarar la vergüenza de ser viejo, de superar el hecho de avergonzarse de serlo ante los ojos de las personas jóvenes; es decir, la conciencia de estar aproximándose al final de la vida y de padecer los paulatinos achaques y feos rasgos de la edad, lo que supone ser consciente de las nuevas limitaciones que lleva aparejada dicha decadencia y la repulsa que parece provocar en aquellos que no participan aún de ella. Este es el motivo por el que se acuestan junto a chicas jóvenes: este placer deforme, que demuestra que los ancianos no están en paz consigo mismos, les permite no sentirse juzgados. Ahora bien, tras esta posibilidad de no sentirse condenados, también encontramos que los cuerpos de las chicas cumplen una función fundamental: Eguchi, y como es de suponer también los otros ancianos, los utilizan para viajar por sus memorias como si fuesen pantallas de cine sobre las que cae la luz entrecortada de sus recuerdos, sobre la que proyectan la experiencia vital acumulada.
Por otro lado, existe también una reflexión constante sobre las implicaciones morales de pasar la noche en semejantes circunstancias. Las cavilaciones sobre el mal, sobre lo decadente, dejan su tenue aroma por todas las páginas de esta fascinante novela: «tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se atrofiaba». Y eso parece realmente, pues Eguchi, a medida que va visitando La casa de las bellas durmientes, parece ir acomodándose a las prerrogativas e insensibilidad que lo rodea. En definitiva, esta es una novela que hay que leer por dos motivos: el primero es que nos invita a sumergirnos en un contexto desasosegante en el que parece difícil imaginarse; el segundo es que dicho desasosiego es fecundo para reflexionar sobre las vías de escape que podemos encontrar con tal de no sentirnos acabados, aunque ello suponga dejarse caer en, como ya he dicho, terribles placeres deformantes.
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