Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

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Thomas Pynchon: Vineland

Aunque varía en función de distintos factores, como la cantidad de libros publicados o el tiempo en el que se escribieron, he comprobado por experiencia propia que basta con tres libros de un autor para constatar su talla literaria y su profundidad analítica. Es decir, que con tres obras podemos hacernos una idea, en tanto lectores, de quién es un autor y de si merece la pena, no sólo en sí mismo, como es de entender, sino en tanto que encaja con nuestros propios gustos e intereses. Y esta teoría que sostengo sobre los tres libros (que es más bien una constante orientativa, nada más, pues como ya he dicho está sometida a muchas variables) se me ha confirmado una vez más con mi tercer libro del neoyorkino Thomas Pynchon: el primer libro suyo que leí, y el que supongo que es la entrada habitual a su mundo, fue El arco iris de gravedad (1973), que me pareció una experiencia literaria tan delirante como apabullante; el segundo fue Mason y Dixon (1997), que fue también una experiencia apabullante aunque con un delirio más controlado y dieciochesco. Ahora bien, la obra de la que voy a hablar hoy, Vineland (1990), es la que me ha parecido más equilibrada en términos de forma y materia: esto puede ser porque esta historia se resuelve prácticamente en la mitad de páginas que las otras, pero puede que se deba, realmente, aunque suene a terrible y deplorable cliché, a que bulle en ella una humana actualidad.

Empecemos con unos someros brochazos sobre su trama, que yo introduciría brevemente de esta forma: estamos a caballo de dos tiempos que, aunque no median ni dos décadas de diferencia, ha supuesto una transformación considerable en las vidas de distintas personas que, en su día, fueron presa de ese complejo cosmos de idealismo y carnalidad, de pacifismo y revolución, que era el movimiento hippy. Pynchon sitúa en 1984 el arranque de este texto, en el que, con esos vaivenes hippy-temporales, un excéntrico personaje, Zoyd Wheeler, y su joven hija Prairie sobreviven cada uno a lo suyo, aunque viviendo juntos: ella como camarera, él como una especie de pirado local de Vineland (región californiana creada por Pynchon) que recibe una paga del Estado por hacer sus locuras cada cierto tiempo: es decir, finge y actúa excéntricamente, es un loco que sabe lo que hace. La madre, Frenesí, no está presente, hace años que desapareció. El interés por ella, su paradero y su historia, renace bruscamente con la disruptiva presencia de un antiguo pez gordo gubernamental del Departamento de Justicia estadounidense, Brock Vond, que ha decidido tomar por la fuerza el hogar de Zoyd y Prairie con una fuerza paramilitar. Pero ¿por qué este oscuro individuo aparece ahora en escena? ¿Qué sucede para que se dé este explosivo interés por Frenesí que, dadas las circunstancias, pone a su hija en marcha para descubrir la verdad sobre su progenitora y un gran numero de personajes más? Las respuestas a estas preguntas y a muchas otras que van surgiendo sólo se pueden resolver leyendo el libro, desde luego.

En el plano literario, Pynchon exhibe el hipnótico poder de su delirante imaginación, en la línea habitual de sus libros, pero está vez entreverado con un nostálgico lirismo, que dota de un equilibrio constatable a las dimensiones cómica y trágica de la historia. El tono y el ritmo narrativo no pierden vigor, por lo que la lectura, al no presentar acentuados baches o declives, se hace amena de principio a fin: si uno consigue entrar desde el principio, ya sólo saldrá al final. En su exploración de la naturaleza humana, Pynchon, a pesar de esa distancia que superficialmente siempre suponen el humor y la deformación de los rasgos, los contextos frenéticos y los elementos objetivos que introduce (instituciones, tecnología, etc.), consigue analizar y presentar lo cerca que están las personas de, en un abrir y cerrar de ojos, ser lo contrario de aquello por lo que luchan, de aquello por lo que viven o aquello por lo que vivieron o creyeron vivir. En fin, que las disparatadas peripecias de los personajes y la voluptuosidad de los detalles no nos engañen, este es un libro más profundo de lo que parece.

Si a Thomas Pynchon le gusta permanecer oculto, creo, es porque sus libros tienen una presencia autosuficiente, una densidad literaria que no precisa de acotaciones o comentarios de su autor; y esto no significa que todo escritor que se esconde sea un buen escritor, por supuesto. Al leerlo, nadie echa de menos a su autor, porque no importa quién sea este. Antes de cerrar esta invitación a la lectura de Vineland, sólo me queda añadir que espero reseñar otro de sus libros antes de que finalice el año: desde hace tiempo tengo su novela La subasta del lote 49 apuntada…

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Milan Kundera: El libro de la risa y el olvido

En el número 15 de la revista Quimera (enero de 1982) aparece una entrevista realizada por Philip Roth a Milan Kundera (Brno, 1929). En ella, el escritor norteamericano se refiere a un pasaje de El libro de la risa y el olvido (Tusquets, 2013) en el que Kundera compara la risa de los ángeles con la del diablo: unos se ríen porque en el mundo de Dios todas las cosas tiene significado y, por el contrario, el diablo se ríe porque nada lo tiene. El escritor checo responde de la siguiente manera a este mención: «Sí, el hombre usa la misma manifestación fisiológica, la risa, para expresar dos actitudes metafísicas diferentes. Dos amantes corren por un prado, cogidos de la mano, riendo. Su risa no tiene nada que ver con los chistes o el humor, es la risa seria de los ángeles expresando su alegría de vivir. Los dos tipos de risa forman parte de los placeres de la vida pero cuando la risa se lleva al exceso también denota un apocalipsis dual: la risa entusiasta de ángeles fanáticos, tan convencidos de su concepción del mundo que están dispuestos a colgar a cualquiera que no comparta su alegría. Y la otra risa, que nos llega desde el lado opuesto, y que proclama que nada tiene sentido, que incluso los funerales son ridículos y el sexo en grupo una mera pantomima cómica. La vida humana está limitada por dos abismos: el fanatismo de un lado y el absoluto escepticismo del otro.»

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De alguna forma, la esencia misma del libro está concentrada en esta respuesta. El libro de la risa y el olvido es, más que una novela al uso, una típica aproximación creativa de Kundera, a través de distintas historias, a unos mismos temas que se van ramificando: el fanatismo y el escepticismo de las emociones en lo cotidiano están en su centro. Por supuesto no se trata de un ensayo, Kundera no va a hablar directamente sobre estos asuntos. Lo hará refiriendo, en una suerte de variaciones, temas políticos, literarios, amatorios y sexuales: en fin, los puntos clave de su producción literaria. Aunque a estos es necesario sumarles otra línea cordial esencial aquí. La memoria y su recuperación es aquí un asunto capital. Por un lado está la historia de Tamina, una joven viuda que intenta recuperar desde el exilio sus diarios con la intención de superar el olvido en el que se va disolviendo su pasado. Para conseguirlo intentará contar con la colaboración de algunos amigos, de su familia. Al igual que Tamina, durante las siete partes de las que consta el libro, otros personajes deberán surcar los límites de ellos mismos para conquistar algún tipo de certezas sobre la vida (que es memoria y olvido) propia y ajena, pública y privada.

Estamos en 1971 y Mirek dice: La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido. Quiere justificar así lo que sus amigos llaman imprudencia: lleva cuidadosamente su diario, guarda la correspondencia, toma notas de todas las reuniones en las que analizan la situación y discuten sobre lo que se puede hacer. Les explica: No hago nada que esté en contra de la Constitución. Esconderse y sentirse culpable sería el comienzo de la derrota.

No es, sin duda, el libro más excepcional de Kundera, pero para mi siempre es un placer leerlo: a diferencia de lo que le pasa a mucha gente (según se puede comprobar atendiendo a algunas reseñas y comentarios de los muchos que hay en Internet), nunca salgo decepcionado de un libro suyo: el que compra uno de sus libros habiendo leído algo de él con anterioridad sabe lo que se va a encontrar. Y yo lo que encuentro es una voz propia, un esfuerzo por cultivar hasta el final la propia esencia. Eso es un gran logro. Kundera es un gran logro en sí mismo. Hay que leer a Kundera.

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Ian McEwan: Jardín de cemento

Lo bueno de echar algunas horas explorando las estanterías irregulares, mesas colmadas y cajas repletas de las librerías de viejo es que uno, de vez en cuando, termina encontrando alguna obra por la que siente una extraña predilección. No tiene por qué tratarse de un clásico, ni siquiera de un libro de contrastada calidad; basta, simplemente, con tener algún tipo de impulso hacia la obra o el autor en cuestión. En este sentido, hacía ya unos cuantos años que deseaba encontrarme con la primera edición en español (1982) en la clásica colección andanzas de Tusquets, del libro Jardín de cemento de Ian McEwan (Aldershot, 1948), la que fue su primera novela, publicada originalmente en 1978. Esta apetencia se fraguó en cuanto acabé de leer la primera parte del texto (¿seis, siete años ya?), cuando lo saqué de la biblioteca: entre lo cómico y lo trágico, esta historia se queda muy corta en algunos aspectos, pero en otros resulta muy interesante y perturbadora. La semana pasada di con este ejemplar, en perfectas condiciones, por apenas seis euros, y el lunes lo terminé. Siempre lo diré: esta clase de encuentros me hacen muy feliz.

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                           Ian McEwan

Si de mí dependiese, comentaría únicamente esto del argumento: en Londres, en los suburbios de Londres por ser más precisos, hay una familia que va a cambiar. Pero como en la contraportada se encargan de desvelar más rasgos de la trama, algo que a mí casi nunca me termina de agradar (resulta más sorprendente la lectura, creo, si no se conoce apenas nada, salvo quién sea el autor o los temas que pueda abarcar), añadiré las menciones al argumento que ahí se encuentran: el padre de esta familia se muere (esto lo sabemos en las primeras líneas) y, estando la madre enferma, gravemente enferma, los hijos (dos niñas y dos niños) se ven obligados a tomar las riendas del hogar, a ocupar el espacio que representaba la autoridad paterna y a conducir la vida de la casa y las suyas. Esta circunstancia provoca que los hijos adquieran pautas, comportamientos propios, que se organicen de acuerdo a sus propias reglas. Para que se hagan una idea, es algo parecido, aunque hay que salvar las distancias, al libro de Golding, El señor de las moscas: en el caso de Jardín de cemento habría que hablar de algo así como de una isla doméstica en la que se suceden sufrimientos físicos, ilusiones, pensamientos, juegos incestuosos. Así, los temas que recorren la novela son principalmente la muerte, la justicia, el sexo, aunque se puede indagar en muchos otros a partir de sucesos concretos que se relatan: así, la violencia tiene también espacio.

Yo no maté a mi padre, pero a veces me sentía como si hubiera contribuido a ello. Y, de no ser por un momento específico de mi desarrollo físico, su muerte pareció insignificante comparado con lo que siguió. Mis hermanas y yo hablábamos de él una semana después y, a decir verdad, Sue se echó a llorar cuando los enfermeros lo envolvieron en una manta rojo chillón y se lo llevaron. Era hombre frágil, irascible, obsesivo y de manos y rostro amarillentos. Si incluyo aquí el breve relato de su muerte es únicamente para explicar cómo mis hermanas y yo tuvimos a nuestra disposición tanto cemento. 

Al comienzo de esta entrada dejé caer que el texto se quedaba corto en algunos aspectos. Esta opinión la sostengo por una sencilla razón: ciertos acontecimientos y situaciones de la novela permitirían un mayor desarrollo literario, un detallismo y recreación que podría convertir las escenas, muchas de ellas, en auténticas vivencias para el lector, unas vivencias oscuras, realmente punzantes y perdurables. Ésta es, por supuesto, una objeción menor pero que como siempre me ha acompañado, y nunca la he expresado, me ha parecido el momento (y el espacio) idóneo para ello. Sí, Jardín de cemento es un buen libro en términos generales, y, al menos para mí, uno de los mejores de McEwan: de los suyos, quizá sea uno de los menos conocidos en España, pero si pueden intenten hacerse con él, no parece probable abandonarlo con indiferencia.

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J.M.G. Le Clézio: Desierto

Un buen lector siempre tendrá carencias. Una de las muchas que yo tengo, o que más bien tenía, era forzar el enfrentamiento con alguna obra de J.M.G. Le Clézio (Niza, 1940), escritor francés ganador del Nobel en 2008, al que no conocía directamente. Esto significa que directamente no lo conocía: sólo es posible la relación con un autor por la vía de la lectura, y no de la crítica o cualquiera de sus múltiples variaciones. A principios del mes pasado Tusquets editó en su serie Maxi uno de los libros más celebrados del francés, Désert(1980). No lo pensé mucho y fui a la librería a comprarlo, casi sin mirar en derredor, para no sentirme tentado por otras opciones y relegar la lectura de Desierto para otra ocasión.

Le clezio

                                J.M.G. Le Clézio

Le Clézio, según he podido comprobar en este libro, es una mezcla de portentoso paisajista y pausado narrador, un escritor que se detiene en lo pequeño y lo aprovecha al máximo, volviendo una y otra vez sobre los mismos aspectos pero incorporándolos como si se tratasen de novedades. El desierto, y todos los elementos físicos y espirituales que lo componen, es el marco esencial en el que se desarrolla la novela, una novela que alberga dos momentos distintos: los años finales de la primera década del siglo XX, en los que un grupo de guerreros del desierto se reúnen para deliberar y actuar en medio de un conflicto, y un tiempo posterior en el que la protagonista de la historia, Lalla, una niña apenas entrada en la pubertad, una adolescente crecida en el misticismo y el vacío del desierto, es el eje central de los acontecimientos. Asistimos aquí al deslumbramiento paulatino que acontece en Lalla ante su propia cultura, a la concienciación y nostalgia por su vida en las dunas una vez que se traslada a Marsella, donde verá que todo es distinto. Lalla mirará siempre hacia el sur, esté donde esté, recordando su hogar y a las personas que han influido en ella: Namán, un anciano pescador, y el Hartani, un joven que la ayudará a ver y conocer los secretos de las pequeñas cosas.

El sol se eleva sobre la tierra, las sombras se alargan en la arena gris, por el polvo de los caminos. Las dunas se hallan detenidas frente al mar. Las plantas carnosas se estremecen al viento. En el cielo azulísimo, frío, no hay ni un pájaro, ni una nube. Está el sol. Pero la luz de la mañana se mueve un poco, como si no estuviera del todo segura.

El desierto, tal y como lo plantea Le Clézio, que de niño vivió en África, es un lugar mágico, misterioso, en el que la vida se desarrolla sin prisa, con la pausa de saber que la misma está absolutamente enraizada en la naturaleza, o al menos en una de las caras que ésta pueda tener. El ritmo de la narración es prácticamente igual de tranquilo, pero sin renunciar a la captura de lo esencial, casi en passant, e incluyendo además un lirismo que distanciará a los lectores impacientes: este libro es absolutamente para el sosiego. Pero esto no significa que el francés renuncie a  la velocidad, pues algunos tramos de la obra se vuelven vertiginosos y cautivadores: lo crudo y lo descarnado, por supuesto, tienen en este libro su espacio. Desierto, sí, es una novela que merece la pena; ya están tardando en leerla.

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Milan Kundera: La inmortalidad

Mañana se falla el Premio de los premios literarios: el Único y Caprichoso Nobel de Literatura. Ta-chán. Tenía pensado soltar algunas pestecitas sobre lectores, editoriales y dudosos escritores, pero he preferido hacer algo más interesante (creo) y así ahorrarme los comentarios satíricos e irónicos, de esos que abundan tanto en cualquier blog decente. Entonces, pensé, hablemos de Milan Kundera, uno de esos individuos cuyo nombre está siempre revoloteando sobre los papeles de la Academia Sueca pero que no termina nunca de cuajar.

Milan Kundera (Google imágenes)

                              Milan Kundera

La inmortalidad (Tusquets, 1990) publicada por primera vez en 1988, es el tipo de libro que le tenéis que recomendar (o regalar, si es que estáis en plan cariñoso) a algún amigo o amiga al que no le guste sólo la novela, la literatura, sino que esté también interesado en el pensamiento, en las ideas y sobre todo en la reflexión. Esto lo digo porque Kundera emprende aquí una nueva apertura del concepto de novela, a la que definía así en una entrevista con Philip Roth: »Una novela es un fragmento largo de prosa sintética basada en la experimentación con personajes inventados. Estos son los únicos límites». Estos límites son sus posibilidades. Por las páginas de La inmortalidad aparecen hombres y mujeres conocidos y desconocidos. Por ejemplo, Agnes y sus familiares (invención del autor); también Goethe y Hemingway (reales, pero hechos ficción en la mente del autor). Estos son los focos en torno a los cuales reflexiona Kundera sobre múltiples temas: la apariencia, los gestos, la obnubilación consumista y obtusa de los que se creen libres y ajenos a cualquier forma de esclavitud, etc. También está el amor, la muerte, la belleza, la inmortalidad, aunque no necesariamente en un sentido religioso.

»Si a partir del momento en que apreció en el planeta el primer hombre pasaron por la Tierra unos ochenta millones de personas, resulta difícil suponer que cada una de ellas tuviera su propio repertorio de gestos. Desde un punto de vista aritmético esto es sencillamente imposible. No la hay menor duda de que en el mundo hay muchos menos gestos que individuos. Esta comprobación nos lleva a una conclusión sorprendente: el gesto es más individual que el individuo. Podríamos decirlo en forma de proverbio: mucha gente, pocos gestos.»

La inmortalidad: siempre estamos pensando en ella porque es algo a lo que aspiramos todos de alguna forma. No estamos dispuestos a perder nuestros recuerdos y por eso morir nos aterra, porque supone la pérdida del yo, aceptar que no perduraremos más que nuestro cuerpo. Pensamos mucho en la posteridad pero Kundera nos advierte de que nos olvidamos siempre de la muerte: El hombre cuenta con la inmortalidad y olvida contar con la muerte. Amén.

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