Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

Etiqueta: Humor

Colin Higgins: Harold y Maude

Quizá uno de los grandes y esenciales rasgos de la amistad sea el de su capacidad para atravesar barreras que a priori se nos antojan lógicas, naturales, incluso necesariamente limitantes: la edad, el sexo, el género, la época, la ideología, la incomunicación prolongada, etc., son fortalezas de paja que ceden ante el viento renovador y vigoroso de esta forma sublime de amor. Si yo escribiese aquí, por ejemplo, que me siento amigo de escritores o escritoras con los que nunca he hablado, podría resultar desconcertante para ciertas personas (y nadie las podría culpar de ello), porque, en el fondo, estoy afirmando que he sido capaz de entablar amistad con personas que llevan años, décadas o siglos muertas: son cosas que pasan, qué se le va a hacer. Pero en el libro del que voy a hablar hoy no se aborda esta modalidad de amistad, sino una que atañe, en un primer grado, pero por supuesto no únicamente, a la edad. En Harold y Maude (Capitán Swing, 2021), novela escrita por Colin Higgins y famosa por su versión cinematográfica de 1971, comprobamos cómo las diferencias quedan en un segundo plano, se diluyen y empequeñecen paulatinamente, cuando se es capaz de establecer una conexión sincera y humana, empática y espiritual, con otra persona. Veamos un poco más detenidamente de lo que estoy hablando.

Harold Chasen es un joven ocioso de diecinueve años que vive sumido en una apatía existencial que le llevaba, en una suerte de recurrente deseo de oscura excitación y castigo, a fingir su muerte, por activa y por pasiva, ante los ojos de su madre, una mujer un tanto snob, culta y que goza de una vida social agotadora. Deseosa de meter en vereda a su hijo lo somete a sesiones de psicoanálisis, lo amenaza con entrar en el Ejército bajo la supervisión de su tío Victor, general en dicha institución, e incluso le inscribe en los servicios de una empresa encargada de concertar citas a través de pormenorizados cuestionarios, con vistas a casarse lo antes posible y así encarrilar sus energías hacia acciones más pragmáticas. Entre los gustos de Harold se encuentra visitar vertederos, así como acercarse hasta los cementerios, sobre todo si hay algún entierro, sobre todo si es de un desconocido, para unirse quedamente en el dolor a los afligidos familiares y amigos del difunto, para, simplemente, estar allí y observar. En uno de estos funestos contextos conoce a la anciana señora Maude, de ochenta años: ella estaba por allí, al igual que Harold, por razones más bien peregrinas, propias. Así, desde el primer momento surge una atracción mutua, un interés que prende por la extravagancia que ambos personajes destilan. Podemos decirlo con Schopenhauer: las almas emparentadas ya se saludan desde la distancia; o podemos decirlo también con la frescura del saber popular: nunca falta un roto para un descosido.

El deslumbramiento de Harold, en todo caso, esta fundamentado en la libertad de pensamiento y obra que manifiesta Maude, y que se contrapone a las cortapisas y el acomodo burgués de su madre y de su reglado entorno. Con ella, con Maude, descubre que la actitud lo es todo si se quiere vivir bien, digna, profundamente. Por supuesto, esto no significa que tener una buena actitud en la vida evite que a uno le pasen cosas malas, le ahorre sufrimiento. La idea viaja más bien por otro lado: adaptarse a los cambios con el mejor de los espíritus es la clave para no venirse abajo en este valle de lágrimas. Lo cierto es que la historia, de apenas 95 páginas, no nos permite comprobar el alcance de la sabiduría adquirida por Maude a lo largo de su prolongada vida: inmigrante de origen europeo, vitalista, antiautoritaria y excéntrica, sabe que todo está sometido a múltiples transformaciones y que cada criatura es única y que, por ello, merecen todo el respeto y devoción. Pero mejor citar una de sus reflexiones como síntesis de sus esquemas existenciales: «Mira, he vivido mucho, he visto todo lo que quería ver, he hecho todo lo que he podido y la experiencia me ha enseñado que lo más importante es el cariño».

En fin, una cosa está clara: cualquier persona que lea este libro se quedará atrapada por él, al menos durante un tiempo, como punto de partida para nuevas reflexiones sobre la naturaleza y alcance del amor, reflexiones que sin duda habrá de completar y moldear cada lector con su propia e intransferible experiencia.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Dorothy Parker: Narrativa completa

Lo sepa o no, quien no ha leído a Dorothy Parker (Nueva Jersey, 1893 – Nueva York, 1967) se niega la placentera y fructífera oportunidad de educarse en el siempre útil arte de la ironía. Y no me refiero a la ironía entendida como esa pantomima atropellada que practican, especialmente, políticos y periodistas por escrito, o en vivo y en directo, pálido reflejo de lo que habría de ser una sana acidez verbal, sino más bien al nivel más agudo e incisivo de dicho arte, el de decir lo que no se dice diciendo lo contrario de lo que se quiere decir. Pero diciéndolo con oscura e impasible gracia, claro. Ahora bien, como con todo, sucede aquí que querer ser un gran ironista no es poder ser un gran ironista, pues hace falta también una cierta predisposición u aptitud innata para ser bueno en algo, para dominarlo con solvencia, incluso la ironía. Pero no se alarmen, todo aquel que lea este libro saldrá renovado y mejorado en el sarcasmo: en esto, la escritora norteamericana es más que una maestra, es una escuela.

Prueba de ello, muestra de sus afiladas dotes literarias que a mí tanto me divierten, es este inapreciable volumen que contiene el grueso de sus historias, editado por Lumen en cartoné y que cuenta también con una edición más económica de bolsillo. Dorothy Parker dispuso en sus cuentos, que son una suerte de cuadritos sucintamente escuetos pero altamente incisivos, pinturas que cabrían en platos decorativos, toda la avaricia, toda la sumisión, toda la verborrea, todo el egocentrismo, todo el resentimiento y todos los celos que puede dar, intensamente, esa porción de la especie humana a la que llamamos civilizada. Lo hizo con historias de corte ligero en las que intervienen pocos personajes: todos ellos pertenecientes, las más de las veces, a las clases medias y altas norteamericanas de la primera mitad del pasado siglo. A veces es tan cruel que uno se siente mal al sonreír ante la afectación, pensamientos o maneras de sus humanas creaciones. Pero uno se ríe igual, claro.

La capacidad de Dorothy Parker como escritora va más allá de su afilada lengua y sus erosivas palabras, pues tiene también el maravilloso mérito de saber, con una o dos frases, darnos una idea clara de una situación, del espacio en el que se desarrolla y de la naturaleza de quienes están él. Sirva como ejemplo de esto último el inicio de su cuento El encantador anciano caballero: «Si los Bain hubiesen dedicado años de su vida a convertir el salón de su casa en un museo, pequeño pero admirable, de objetos destinados a sugerir incomodidad, sensaciones desagradables o incluso una tumba, no habrían tenido un éxito mayor». ¿Se puede expresar mejor la falta de gusto de un lugar y la psicología de sus moradores sin detenerse en pesadas enumeraciones de objetos y cachivaches? Como sería una tarea extravagante para el objetivo de este blog (que no es otro que animar a la gente a que descubra buenos libros y los disfrute), voy a detenerme en uno de sus relatos, que creo que representa bien el tono general de su obra.

El pequeño Curtis, publicado en febrero de 1927, es un cuento en el que se ridiculiza, esencialmente, esa tríada compuesta por la avaricia (dinero), la soberbia (inter pares) y el desprecio (clasista) en la figura de la señora Matson que, perteneciente a una clase acomodada, acaba de adoptar junto a su marido a un niño, el pequeño Curtis, elegido «como seleccionaba todas las cosas: uno bueno y que fuese duradero». El relato comienza dándonos un retrato, característico de la pluma de Parker, de la señora Matson. Para justificar lo agarrada que es, dicha señora elabora argumentos de todo tipo: para ella, comprar ropa nueva de uso diario es una acción extravagante y propia de clases inferiores, pues mientras una prenda continúe ofreciendo «calor y recato», nunca habrá motivo para abandonarla. Mientras va por la calle, después de salir de una tienda y tras haber apuntado en una libretita el precio de una canastilla de caramelos, casi choca con una mujer ciega, vendedora ambulante, de la cual piensa inmediatamente que en realidad no es ciega, que finge su discapacidad y que, probablemente, sea propietaria de un bloque de edificios; está convencida también, en su malpensado espíritu, de que quienes venden cosas en la calle poseen, a escondidas, «grandes cuentas bancarias». Estos desvaríos, unidos a su solemnidad, son la clave de su irónico humor.

Al volver a casa, la señora Matson se encuentra con su pequeño Curtis (al que jugando en la calle con el hijo de un fogonero, así que le manda separarse del otro niño, indignada, e irse para casa con ella. Esa tarde se reunirá con sus amigas para tomar el té, en su propia casa, y hablar del pequeño y de cosas vulgares con pretenciosidad. Una de estas mujeres está prácticamente sorda y ha pasado por innumerables especialistas para tratarse de su mal, siendo lo mejor que consiguió para ello, finalmente, una trompetilla a través de la cual se dirigían a ella, cuando lo hacían, con banalidades sobre el tiempo y otras naderías: «para escuchar tales observaciones había soportado indecibles sufrimientos durante años». Al final del relato, cuando se van a despedir, el señor Matson tira sin querer la trompetilla de la anciana, lo que provoca la risa del pequeño Curtis. Su madre le reprende y les pide perdón a las señoras, diciendo que nunca había visto a su hijo darse el funesto gusto de reírse. En fin, mejor es leer el cuento y dejar de leerme a mí.

Pasar las horas con Dorothy Parker es lo mejor que uno puede hacer si desea asistir en concentradas dosis a una memorable exhibición de causticidad y conocimiento de la naturaleza humana. Siempre hay que tenerla a mano, porque siempre es actual.  

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Martin Amis: Dinero

Siempre ha sido el dinero. ¿Qué tendrá el dinero que resulta tan seductor? No sólo es que amplíe las posibilidades de materializar nuestros caprichos, sino que parece que el dinero y el poder están indisolublemente emparejados, o por lo menos que lo uno siempre tiende a lo otro: el que tiene dinero tiene poder, y viceversa. Dos ejemplos. La actriz Gwyneth Paltrow tiene dinero porque se lo ha ganado haciendo algunas buenas películas, y su capricho, uno de ellos, era tener un ostentoso tanque con medusas; el multimillonario Donald Trump tiene dinero y quiere mucho poder, así que ahí está intentando echarle las manos al cuello de los Estados Unidos y, por eso de la causalidad, al mundo entero. ¿Ningún muchimillonario ha pensado todavía en la posibilidad de meter a Donald Trump en una jaula o estanque, como el de la actriz para sus medusas, y exhibirlo a sus ilustres visitas? Probablemente no, pero sí parece seguro que Martin Amis (Swansea, 1949) podría escribir alguna disparatada historia sobre ello.

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             Martin Amis en 1985. (David Montgomery/Getty Images)

Leyendo una entrevista reciente, concedida por el enfant terrible (no tan enfant hoy en día) de las letras anglosajonas a una revista española en relación a su último libro,  La Zona de Interés, me quedé con la copla, con el runrún de hacerme con él para comprobar si es tan polémico el asunto como se rumorea. Pero hete aquí que pasando por una librería de viejo descubrí, en el profuso mostrador de la entrada, a un solo golpe de vista, su novela Dinero (Anagrama, 1988) por el amable precio de un euro. Así que desplacé mí zona de interés hacia otra zona, simplemente por seguirle la corriente a la casualidad. He hice bien en dejarme llevar, porque es un libro que va creciendo, que va de menos a más a base de dinero, sexo, dinero, alcohol, dinero, algo parecido al amor, y, como podrán ustedes sospechar, más dinero. Planeando sobre todo ello, como es propio de Amis, una gruesa capa de humor.

Esto es la carta de un suicida. Cuando hayan terminado ustedes de leerla (y estas clase de cartas hay que leerlas despacio, centrando la atención en las claves, en los detalles delatores), John Self habrá dejado de existir. En cualquier caso, la idea es esa. Pero con las cartas de los suicidas nunca sabe uno a qué atenerse, ¿no es cierto? Si consideramos todo el conjunto de la vida planetaria, hay más cartas suicidas que suicidas. 

Tenemos a John Self, un publicista, director de anuncios, inmerso en el rodaje de una película que cuenta con un gran reparto y que le reportará, sin duda, mucho dinero. Tiene una novia con la que mantiene una relación basada en la confianza de que, si él conserva su dinero y le da a ella lo suficiente, conseguirá retenerla y disfrutar de ella todo lo posible. Sufre, a pesar de tener treinta y cinco años nada más, de múltiples dolencias físicas, derivadas de su abuso constante del alcohol y el tabaco (A no ser que les informe de lo contrario siempre estoy fumando un pitillo, nos dice John) y de una progresiva constatación del vacío que tiene dentro, de que algo no marcha bien, incluso teniendo dinero en abundancia y caprichos por doquier. Entre Londres y Nueva York discurre su vida, de un lado para otro, siempre cargado con sus ideas y ansiedades. Pero a pesar de que tiene dinero, de que tiene todo lo que quiere a mano, contempla la posibilidad de suicidarse.

Una novela divertida, satírica y entretenida, incluso para sus casi cuatrocientas páginas. No voy a descubrir a Amis, pero si encuentran esta novela en alguna parte del mundo no duden en leerla. Se divertirán.

Juan Marsé: Siempre pertrechado para irse al infierno

Juan Marsé (Barcelona, 1933) tiene otro ámbito como escritor menos explorado por el lector, apenas conocido para lo interesante que resulta. Todo el mundo conoce de oídas o ha leído alguna de sus novelas, Encerrados con un solo juguete (1960), Últimas tardes con Teresa (1966), La oscura historia de la prima Montse (1970) o El embrujo de Shanghai (1993) por citar algunas. Pero el Marsé cuentista es un gran Marsé.

Foto: Google imágenes

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Cuentos completos (Espasa Calpé, 2002) es la recopilación de los trabajos de Marsé como escritor de relatos. Incluye, tras una interesante introducción de más de cien páginas a cargo de Enrique Turpin, que contextualiza su obra y su vida, los textos aparecidos en el volumen de Teniente Bravo (1987) que incluyen los cuentos Historia de detectives, El fantasma del cine Roxy, Teniente Bravo y Noches de Bocaccio, y además otros cuentos que estaban dispersos, como La mayor parte del día, Plataforma posterior, Nada para morir, La calle del dragón dormido, Parabellum, El pacto, La liga roja en el muslo moreno, El jorobado de la sagrada familia y El caso del escritor desleído, todos escritos entre 1963 y 1994. Y la pregunta es, ¿qué hay de interés en estos cuentos?

»En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña: el barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir.»  (Historia de detectives)

Todos están cargados de ritmo, de riqueza expresiva, altamente eficaz, que ayuda a dotar de verosimilitud a sus historias. Barcelona está presente cómo no. Es capaz de generar imágenes que se presenta en la retina con una nitidez pasmosa, al igual que sucede con su producción novelística. Hay humor en ellos pero también insatisfacción y tristeza, tensión. Para estos tiempos en los que cada vez se lee menos, generalmente por falta de tiempo, estos cuentos pueden ser la opción perfecta para disfrutar de la lectura.

Únicamente espero que Marsé tarde mucho en irse al infierno, a pesar de estar siempre pertrechado para hacerlo en cualquier momento, como escribía él en Señoras y señores (Tusquets, 1988) en un Autorretrato.