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Harvey Sachs: Por qué Schoenberg

Comencemos con una anécdota personal sobre Schoenberg: durante los dos últimos años de la licenciatura en Historia del Arte que hice en la Universidad de Oviedo era obligatorio cursar dos asignaturas sobre historia de la música. Los alumnos de musicología, por su parte, tenían que entregarse también al estudio de las materias propias de la historia del arte. Gracias a esto, y al hecho de compartir en esos años algunas asignaturas optativas, conocí y me hice amigo de algunos futuros musicólogos. Así, recuerdo estar en la biblioteca preparando exámenes y encontrarme allí con uno de estos compañeros. Nos pusimos a hablar de la pereza de ponerse a estudiar y todas esas cosas propias de quienes quieren ser responsables pero a quienes, a su vez, les falta el sueño o les sobra el cansancio. O las dos cosas, claro. A propósito de esto, le dije: «Te puedes creer que últimamente me echo la siesta escuchando a Schoenberg. Concretamente su Pierrot Lunaire». Entonces, mirándome sorprendido y jocoso a partes iguales, me contestó con ímpetu: «¡Pero bueno! Eso es como decir “qué sueño tengo, voy a tumbarme en mi cama de pinchos”». La metáfora no solo me hizo gracia, sino que me pareció acertadísima por expresar mi aparente masoquismo, así como porque representaba lo espinosa y poco amable que resulta aún hoy la práctica totalidad del trabajo, fascinante por otro lado, del compositor vienés.

Por aquel entonces, aunque yo ya conocía con cierta precisión el conjunto y sentido de la música clásica hasta el siglo XIX y principios del XX, sí que no había tenido la oportunidad de profundizar en las formas musicales, digámoslo así, menos asequibles. En mi caso, descubrir la música de Schoenberg fue una experiencia que me dejó una profunda marca: por su extraña fuerza y poder de sugestión, porque me demostraba además que, como artista y creador, siempre se pueden abrir nuevos caminos y formas de expresión meritorias y no decididamente caprichosas. De hecho, el libro recién publicado de Harvey Sachs, Por qué Schoenberg (Taurus, 2024), con traducción de Mariano Peyrou, es un esfuerzo por demostrar que la propuesta musical del austríaco tiene valor en sí misma y dentro de la propia evolución de la música occidental. Aunque el autor no se declara en el prólogo ni pro-Schoenberg ni anti-Schoenberg, sí que afirma en el epílogo que haber estudiado sus composiciones, profundizando más en ellas a través de la lectura y análisis de las partituras, y de la escucha repetida de las distintas versiones grabadas a lo largo de la historia, todo ello le ha hecho acercarse más a Schoenberg que a aquellos que lo rechazan o, directamente, lo desprecian.

La materia de este libro no es, desde luego, el análisis árido y erudito de la obra de Schoenberg, sino la presentación de su vida en consonancia con su desarrollo compositivo; algo que Sachs, ya versado en estas cuestiones, consigue realizar con gran pericia. Podemos afirmar que el logro más importante de esta biografía está en conseguir humanizar a Schoenberg, esto es, en demostrar que había un hombre de carne y hueso detrás de todas esas notas estridentes y disonantes que parecen no invitar al público en general a interesarse ni por el autor ni por su música. Sachs supera este aparente abismo construyendo unos puentes sólidos, y lo hace de forma amena, sintética y también, por qué no decirlo, humilde. En lo tocante a su amenidad, los episodios que selecciona de su vida son lo suficientemente expresivos como para hacernos una imagen acertada de él; su capacidad de síntesis se muestra bien en los análisis que hace de las obras, que no son extensos pero sí esbozan marcadamente sus características formales y sus resultados. A todo esto se le unen las apreciaciones personales de Sachs, que no resulta sentencioso ni soberbio, sino que siempre recuerda que donde ofrece una opinión bien puede estar equivocado.

Pero ¿quién fue Schoenberg y por qué importa? Arnold Schoenberg, no sabemos si para su propia incomodidad vital, pues padeció de triscaidecafobia, tuvo la aparente desgracia de nacer el 13 de septiembre de 1874. A lo largo de su vida había sentido aversión por ese número y, por ello, en los momentos finales de su vida, estando ya enfermo y sin fuerzas, temía la llegada de una fecha concreta, el viernes 13 de julio de 1951. Pidió que se le consiguiese un médico para que pasase aquella noche con él. Su mujer le consiguió a un alemán que no tenía licencia para ejercer en los Estados Unidos, que era donde se encontraba el compositor a la sazón junto a su familia tras el exilio. Aunque ese día durmió, lo cierto es que durmió bastante inquieto, según recordaba su mujer Gertrud en una carta que le envió después a la hermana de Schoenberg. Gertrud miraba el reloj con impaciencia y a las 11:45 de la noche ya se consolaba pensado que, en quince minutos, lo peor habría quedado atrás. Fue entonces cuando bajó el médico a darle la noticia: Arnold Schoenberg había muerto a los setenta y seis años (recordemos además que 7 + 6 son 13, algo que había acentuado su miedo) en su casa de Los Ángeles. «Su cara estaba tan relajada y tranquila —escribe Gertrud— como si estuviese durmiendo. Sin convulsiones, sin estertores. Yo siempre había rezado para que el final fuese así. ¡No hay que sufrir!».

La vida de Schoenberg, por otro lado, estuvo marcada por algunos acontecimientos aparentemente contradictorios. Siendo de origen judío se convirtió al luteranismo en una ciudad como Viena, en la que predominaban los católicos, para volver a convertirse al judaísmo en París, en presencia del pintor Marc Chagall, en una época en la que Hitler ya había llegado al poder y el antisemitismo se había acrecentado sobremanera. Además, estaba esa extraña pulsión nacionalista y vanidosa, que le llevaría a afirmar, por ejemplo, que el hecho de atacarle a él, a su música, y mucho más en Alemania, suponía intentar acabar con la propia grandeza de la música alemana. Añadía: «Porque solo por medio de mí y de lo que he producido por mi cuenta, que no ha sido superado por ninguna nación, la hegemonía de la música alemana está garantizada al menos para esta generación». Es más, durante la primera Guerra Mundial también se mostró en exceso chovinista. En una carta a Alma Mahler decía: «Ahora vamos a someter a todos esos cursis y les enseñaremos a venerar el espíritu alemán y a adorar al Dios alemán», y lo hacía dirigiendo estas palabras, indirectamente, también contra Stravinski, Ravel e incluso Bizet, que ya llevaba muerto unas décadas. Más adelante se justificaría a sí mismo diciendo que estaba sumido en una especie de psicosis de guerra.

Resulta también provechoso observar cómo la literatura tuvo una gran influencia en su obra a la hora de ofrecerle temas, escenas y asuntos que musicalizar y adaptar. Desde Strindberg hasta Balzac, pasando por el Antiguo Testamento, Petrarca, Maeterlinck y otros poetas más o menos contemporáneos como Dehmel o Stefan George. Schoenberg acabó por relacionarse con las grandes figuras de la música de su época y contando con el entusiasta apoyo de compositores como Mahler o Richard Strauss. El primero de estos, aunque no comprendía bien lo que hacía Schoenberg, era capaz de reconocer su talento y le ayudó económicamente, pues, durante buena parte de su vida, el autor de Pierrot Lunaire o Erwartung pasó grandes dificultades materiales. Eso sí, como nos recuerda Sachs, un tanto sorprendido, Schoenberg, aunque no tuviese dinero, siempre se las arreglaba para ir de vacaciones de verano a «lugares encantadores». Y fue en una de estas vacaciones cuando descubrió que su primera mujer le era infiel con el joven pintor Richard Gerstl, miembro del círculo de seguidores del compositor, y quien acabaría suicidándose a los veinticinco años, desnudo frente al espejo, colgándose y apuñalándose a sí mismo.

En 1923, a los cuarenta y tres años, su mujer moría repentinamente debido a una enfermedad. A pesar de las tensiones conyugales derivadas de los escarceos amorosos de esta, Schoenberg sufrió profundamente la pérdida durante un año (fumaba sesenta cigarrillos, bebía tres litros de café y también consumía alcohol, codeína, etc.), hasta que se casó, en 1924, con la hija de veinticuatro años de uno de sus antiguos alumnos. Con ella tendría varios hijos y sería feliz hasta el día de su muerte. Ahora bien, con respecto a su obra nunca se acabarían las disputas y enfrentamientos, pues uno de los rasgos de Schoenberg, como bien recoge Sachs, era su tendencia o propensión al enfrentamiento, a sentirse ofendido y a atacar. Como escribió el joven Robert Craft en su diario, la humildad de Schoenberg era insondable, pero toda ella estaba «laminada por una soberbia de acero inoxidable». Tal era su soberbia que llegó a suavizar su alabanzas post mortem a Mahler cuando supo que este tenía ciertas reservas hacia su obra; aunque en algunos casos sus enfrentamientos no era necesariamente una cuestión de orgullo, sino que parecían inevitables, como fue el caso del que tuvo con Richard Strauss, quien había dicho, tras escuchar las Cinco piezas para orquesta, op. 16, que Schoenberg debería estar en un psiquiátrico. Lo cierto es que afirmaciones parecidas le llovieron al vienés en múltiples ocasiones. Así, en 1913, durante un concierto que fue un escándalo, un médico allí presente declaró que «muchos de los presentes empezaron a mostrar señales evidentes de ataque de neurosis».

Definitivamente, ningún amante de Schoenberg y de la música en general puede perderse esta aportación de Sachs. No es que descubra cosas nuevas sobre el compositor, sino que las organiza de una forma que resulta atractiva, equilibrada y coherente. En mi caso, y aludiendo a la anécdota con la que iniciaba esta reseña, solo puedo decir que no solo soy schoenberguista, sino además capaz de tener dulces sueños en sus camas de pinchos.

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Severino Boecio: Consuelo de la filosofía

Por debajo de la que podríamos denominar primera línea de la filosofía occidental, es decir, el conjunto de filósofos y filosofías que han gozado y gozan de un mayor predicamento en la cultura popular, existe toda una plétora de pensadores que aparecen como figuras secundarias o terciarias, un tanto vagarosas e imprecisas, destinadas a ser algo así como meros epígonos o subproductos de una historia del pensamiento que recorre cotas más elevadas. Pero nada más lejos de la realidad. Así, entre estos últimos, me parece que Boecio tiene un papel destacado. Es cierto que si se menciona en algún contexto distendido su obra principal, Consuelo de la filosofía, un buen número de lectores y personas con un mínimo nivel de cultura serán capaces de reconocerla, al menos de oídas. Su autor, Severino Boecio, puede venir también a la cabeza, pero con toda probabilidad se irá poco más allá de estas dos coordenadas. ¿De qué trata el libro? ¿En qué circunstancias se escribió? ¿De qué temas se ocupa y cómo? Son estas algunas de las preguntas que voy a abordar aquí brevemente, con el objetivo, como siempre hago en este espacio, de que cualquier lector se acerque a la obra mejor situado, si es que desea leerla, algo que recomiendo vivamente.

A Boecio (ca.480-524) se le tiene, nada menos, por el último de los romanos y el primero de los escolásticos, algo así como decir que fue el último de los hombres antiguos y, a su vez, el primero de los medievales. Esta afirmación tan categórica se debe a su papel como iniciador preocupado, en buena medida, por los que acabarían siendo los problemas intelectuales de la Edad Media. Su tarea principal consistió esencialmente en verter el conocimiento de la cultura griega al mundo latino a través de traducciones y comentarios de autores como Porfirio, pero especialmente de Aristóteles: sin embargo, su temprana muerte dio al traste con su proyecto de traducción de las obras del filósofo de Estagira. Los intereses de Boecio fueron variados, pero se preocupó especialmente por cuestiones relacionadas con la lógica y los universales (si existen o no, si son corpóreos, etc.), y también por todo lo tocante a la fe, la razón y la felicidad humanas. Pero Boecio, hay que tenerlo presente, no fue un filósofo encastillado en ninguna torre de marfil, sino que se dedicó activamente a la política («si deseé ejercer funciones públicas fue para que mi capacidad no se consumiera sin provecho»), llegando a ser cónsul en el año 510 y, más de una década después, aún continuaba ascendiendo y adquiriendo mayores responsabilidades en la corte de Teodorico el Grande (454-526), lo que finalmente conduciría a su propia ruina.

El poder, bien es sabido de todos, suele traer consigo, entre otras cosas, un buen número de enemigos y opositores que harán lo posible por despojar a uno de su poder; algo tan de ayer como de hoy. Esto precisamente le sucedió a Boecio, que fue calumniado y atacado por un miembro del partido contrario, un tal Cipriano, lo que supuso para el filósofo nada menos que ser arrestado y sentenciado a muerte sin poder, siquiera, defenderse. Antes de que le cortaran la cabeza en el invierno de 524 en el conocido como Ager Calventianus, en la llanura Padana, al norte de Pavía, pasó varias jornadas encarcelado, sumido en la mayor de las desesperaciones, y fue allí donde redactó su De consolatione philosophiae, la obra que aquí nos ocupa y que yo manejo en la edición de Acantilado, publicada en 2020 con una magnífica traducción de Eduardo Gil Bera. Da cuenta Boecio de su sufrimiento ya desde el principio: «Yo que siempre canté a la alegría, hoy entono estas tristes cadencias. Me dictan estas palabras las desgarradas musas y el llanto baña mi rostro mientras escribo». Pero Boecio, a pesar de su desconsuelo, no tarda en renunciar a su tristeza gracias a las palabras y conversación que le da una mujer que entra en su celda y a la que tarda un poco en reconocer: la filosofía.

Tras hacer una descripción de sus rasgos y vestimenta, Boecio se da cuenta del recelo, por no decir desprecio, con el que la personificación de la filosofía observa a las musas de la poesía que dictan al filósofo sus lamentos. La filosofía las tilda de «cortesanas del teatro», más preocupadas de agudizar los dolores del enfermo con sus dulces venenos que de remediarlos. En cuanto las espanta, la filosofía intenta volver a situar a Boecio en la cordura del conocimiento de la auténtica filosofía: quiere sacarlo de los lamentos y la desesperación para que no olvide quién es, es decir, un hombre que se nutrió de la filosofía y que debe recuperar las armas intelectuales y morales que esta le entregó para superar la tan pesada carga que ahora le toca vivir. El objetivo principal que se propone la personificación de la filosofía es apartar el miedo del prisionero a través de la discusión de distintos temas que le conciernen por lo trágico de su situación. Comprender que todo está gobernado por la inteligencia divina y no por el azar, demostrará a Boecio que nada debe temerse.

Para ello se aplican a discutir, el filósofo y la filosofía, sobre las características de la Fortuna, aunque especialmente una, pues parece contraintuitiva: cuanto más favorable es, más perniciosa resulta al ser humano, pues lo aleja de la auténtica felicidad. Lo que introduce el problema de cuál es el auténtico bien: no son los honores, el prestigio, los cargos políticos o sociales, los placeres o la riqueza, esto es, los bienes terrenales, sino que la auténtica felicidad está en Dios y en ninguna otra parte. Y como Dios es el origen de todo, las causas y el orden del mundo provienen, por tanto, de él, lo que deriva en la cuestión del mal. ¿Cómo es posible que exista el mal si Dios está detrás de todo? ¿Por qué a los malos se les recompensa y a los buenos se les hace sufrir? ¿Por qué él, Boecio, siendo un hombre honrado, ha de pasar por semejante calamidad? La respuesta a esta cuestión está relacionada con el problema del libre albedrío, esto es, de la libertad de acción de los hombres: el conocimiento humano está limitado a lo concreto, mientras que la inteligencia divina supone una comprensión simultánea de todo lo que acontece («un Dios omnisciente actúa dejando estupefactos a quienes ignoran su plan»).

Esto implica que, ante la imposibilidad del hombre de alcanzar el nivel de comprensión o inteligencia de Dios, no sea capaz de entender lo que parece un orden caótico y confuso, cuando en realidad no lo es. Las líneas generales que acabo de esbozar son tan solo una imagen superflua de lo que el libro expresa más profunda y elegantemente. Al final, nada como el propio Consuelo de la filosofía de Boecio para defender su valor por sí mismo. Este pequeño libro de filosofía resulta estimulante por su estilo y materia, que hará las delicias de cualquier lector que quiera observar una síntesis del pensamiento que se abriría camino a lo largo de la Edad Media. Las enseñanzas de Boecio recogidas en este testamento redactado a las puertas de la muerte son claras y válidas también para hoy por su sensatez, y aunque uno no sea cristiano. Recomienda apartarse de los vicios y cultivar las virtudes: «Si sois honestos con vosotros mismos, la bondad será vuestra ley». Un gran libro de filosofía que, especialmente si se es cristiano, resonará con especial sentimiento y ternura.

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Ismail Kadaré: El Palacio de los Sueños

En octubre de 2009 asistí a una charla que dio Ismail Kadaré (Gjirokastër, Albania, 1936) en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo, en la que por entonces yo estudiaba mi Licenciatura en Historia del Arte, con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Aunque no recuerdo mucho de lo que contó, sí guardo el recuerdo del escritor albanés como el de alguien serio, en cierta manera opaco, aunque no a la defensiva. Dijo entonces que se había iniciado en la literatura escribiendo Macbeth, pues a los 11 años había transcrito algunas de sus partes, y que no se debía escribir estando muy enamorado o si se era desgraciado, pues estas condiciones provocan que la obra se arriesgue a una manifiesta superficialidad. También recuerdo su enfado momentáneo cuando una mujer le preguntó sobre la posible orientación que estaba tomando su obra, desde hacía unos años, hacia derroteros posmodernos. ¡Todo el mundo notó cómo se llenaba de sombras aquel salón de actos al agriarse el rostro del albanés! Estoy seguro de que lo vivió como un insulto, pues su literatura, aunque ha cambiado con el tiempo, no se deja vencer de ese lado y así se lo hizo saber a la mujer. Estaba acompañado, allí, de su traductor al español, Ramón Sánchez Lizarralde, quien aseguró que Kadaré era uno de los grandes escritores europeos. Por lo que a mí respecta, solo puedo darle la razón.

Para ejemplificar su grandeza literaria, pues ya llevaba años queriendo dedicarle al menos una entrada en el blog, he decidido reseñar una de sus obras más notables, El Palacio de los Sueños, publicada en Albania en 1981. Antes de pasar a analizar esta novela, merece la pena apuntar que Kadaré ha vivido siempre inmerso en un clima de censura y represión en su Albania natal. Tanto es así que en 1990 decidió exiliarse en Francia, pues ya había tentado demasiado a la suerte con sus obras, que no sólo no se plegaban a las demandas del régimen de la dictadura comunista, sino que además las enfrentaba a través de la literatura. Ramiz Alia, sucesor del dictador Enver Hoxha en el gobierno de Albania, llegará a atacar públicamente al escritor: «El Pueblo y el Partido te han elevado al Olimpo, pero si no te mantienes fiel a ellos, pueden arrojarte al abismo». Nunca se llegó a materializar ninguna de estas amenazas contra Kadaré gracias, especialmente, a la presión internacional. También hay que resaltar que, aunque maneja la lengua francesa con perfección, y a pesar de vivir en París desde hace veintidós años, el escritor albanés nunca ha sentido la necesidad de dejar atrás la lengua albana para escribir. Dicho esto, pasemos ya a la novela.

El Palacio de los Sueños es una novela que está dividida en siete capítulos que narran, por un lado, las peripecias de uno de sus nuevos funcionarios, Mark-Alem, miembro de una familia importante y aristocrática dentro de la historia de Albania, los Qyprilli, y, por otro, la propia historia y alcance represivo de esta institución estatal llamada El Palacio de los Sueños. ¿Qué peculiaridades tiene este órgano de tan rimbombante nombre? En una conversación que se da en cierto momento de la novela, nos encontramos con una buena definición de la misma, cuando se afirma que es una de las más antiguas y más temibles del Estado. Dicha institución produce terror, pero, a diferencia de las otras, no lo hace de forma manifiesta, pues es la más distante «a la voluntad de los hombres, ajena a la razón de todos, el más ciego, el más fatal» de los instrumentos estatales. Esto significa que, en un Estado totalitario como el que se describe en la narración, incluso el reverso de las conciencias, el reino de los sueños, queda bajo el poder de unos pocos. Pero ¿cómo funciona el Palacio de los Sueños? El mecanismo tan aparatoso como tentacular: existen muchas delegaciones de este por todo el imperio y a ellas acuden los ciudadanos para contar, ya de buena mañana y antes de que se les olviden, sus sueños de la noche anterior. Después pasan a ser analizados en distintas instancias por distintos funcionarios que, asimismo, pertenecen a distintos departamentos con el objetivo de cribar y descubrir si, en los sueños de los súbditos, del pueblo mismo, se pueden encontrar amenazas cifradas en símbolos que afecten a la existencia o destino del poder («…a primera vista las cosas siempre parecen así, inofensivas, cuestión de verduras, de campos de hierba, pero después resulta que detrás se oculta el desastre»).

En esta novela se presencia el ascenso de dicho funcionario, Mark-Alem, hacia las cumbres de dicha máquina de dominio, en lo que no deja de ser una peripecia onírica fundada en la posibilidad de descubrir la auténtica naturaleza de dicha institución. A medida que avanza en su lectura, el lector tiene la percepción de que el Palacio de los Sueños es un órgano de represión de cometido impreciso, de función muy vaga, aunque por lo visto muy respetada e importante dentro del esquema totalitario en el que esta inserta, tanto dentro del estado como por el pueblo, dada su amplia tradición. El narrador nos dice, en cierto momento, que la madre del protagonista «se sentía atraída en especial por su carácter indeterminado, nebuloso. Allí la realidad se trastocaba, penetraba de inmediato en el terreno de lo inalcanzable». Esta percepción la tiene también el lector, pues va comprobando, página tras página, que detrás de esa tarea tan excéntrica y absurda solo queda una pulsión obsesiva del Estado por la vigilancia, el control y la represión desde un punto de vista menos tangible.

No abundan aquí las descripciones, los detalles sobre el candor de unas mejillas, la decoración de un salón o el color del pelo de un personaje. No vemos a dichos personajes más que a través de sus pensamientos y de los hechos mismos en los que están inmersos, pues a Kadaré no le interesa otra cosa que describir un mundo tan terrible como posible recurriendo a esa cierta frialdad y solidez en el estilo, que está encaminada a resaltar el hermetismo y los mecanismos impersonales de lo narrado, que no es otra cosa que una tragedia. En este sentido, no me parece, como se ha apuntado en algunas ocasiones, que la novela sea ágil. Es cierto que se requiere mucha maña literaria para fluir sin trompicones por el laberinto que nos propone el albanés, y es cierto también que otros escritores hubiesen fracasado en la misma tarea, pero lo cierto, a mi entender, es que dicha agilidad para narrar no se traduce en un texto ágil, ya que los hechos narrados impiden un auténtico dinamismo, aunque según va avanzando la trama esta va acelerándose cada vez más. Desde luego, esto no tiene que verse como una crítica a la novela, sino como una aclaración para posibles lectores.

Por último, quien haya leído con anterioridad a Kadaré pero no El Palacio de los Sueños, ya está tardando en hacerlo; sin embargo, quien no haya leído nunca a Kadaré debería empezar (aunque está es una sugerencia en extremo personal) por otro de sus libros, como Abril quebrado, que es posiblemente una de las mejores puertas a su universo literario. 

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Carlos Fuentes: Una familia lejana

Tras casi un mes de lecturas que ni fu ni fa me encontré con Carlos Fuentes (Panamá, 1928 – México D. F., 2012) como que no quería la cosa, y menos mal. De este mexicano universal ya había leído su gruesa Terra Nostra, Diana o la cazadora solitaria, que no me entusiasmó prácticamente nada, y En esto creo, su autobiografía o diccionario personal en el que a partir de distintas entradas va ofreciendo impresiones personales sobre múltiples temas. En términos generales puedo decir que a Carlos Fuentes nunca lo he tenido muy presente.

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                            Carlos Fuentes

Pero hete aquí que queriendo leer algo menos acostumbrado (vale, acostumbrado es un eufemismo, quiero decir comercial) de él me dio por ponerme con Una familia lejana (Bruguera, 1980). Abrí el libro, pasé las páginas y cuando me di cuenta estaba satisfecho. ¿Por qué? Fuentes, a partir de una conversación en un club frente a la Place de la Concorde, nos sumerge en la vida del viejo conde de Branly y su relación con los Heredia, un arqueólogo mexicano y su hijo, poniendo tiempo sobre tiempo, pasado sobre presente y presente sobre pasado, jugando con lo decadente, con las obsesiones y la indeterminación, con lo fantasmal: nos presenta la búsqueda y preservación de la identidad (algo para nada nuevo en Fuentes).

La palidez de mi amigo no era insólita. Con los años, la piel de su rostro se unió al hueso y cuando movía las manos delgadas la luz las atravesaba sin pena.

Una novela cargada de interesantes puntos de vista y reflexiones, que espero no me haya gustado simplemente porque llevaba una larga racha de ni fus ni fas. Carlos Fuentes ha ganado el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias de las Letras, el Rómulo Gallegos, pero nunca sintió que le faltaba el Nobel, pues cuando se lo dieron a García Márquez señaló que él se daba por premiado, pues según creía se había galardonado a toda su generación.

Una generación impresionante.

Franz Kafka: La metamorfosis

La última vez que leí La metamorfosis (1915), lo recuerdo bien por diferentes motivos, fue en el año 2007. Esta semana, que ando jugando torpemente al insomnio, he vuelto a ella por alguna razón que desconozco, y la he releído varias veces. Obviamente no lo he hecho con la intención de coger el sueño, porque con Kafka (Praga, 1883 – Kierling, Austria, 1924) me pasa todo lo contrario: sus imágenes me resultan a veces tan perturbadoras que me detengo a visualizarlas con detenimiento, intentando comprenderlas mejor. Quizá puede parecer ocioso, pero la literatura, en realidad, va de esto.

Franz Kafka

                          Franz Kafka

Rara es la persona que no conoce su argumento, aunque no lo haya leído: Gregorio Samsa, joven viajante de comercio, se despierta convertido en un monstruoso insecto. Esto, como es de esperar, va a condicionar sus días venideros de tal forma que no podrá ir a trabajar (él es la principal fuente de ingresos de la familia) y se verá paulatinamente rechazado, incomprendido, por su padre, su madre y finalmente su hermana. Me ahorro más palabras, por si alguien no lo ha leído. Esta historia de apenas cien páginas se ha prestado a múltiples lecturas interpretativas: en clave política, psicológica, en incluso autobiográfica. Lejos está de mi ánimo apostar por un tipo concreto de interpretación. Es más, yo estoy convencido de que esto es literatura, de que Kafka era en esencia un escritor, y que por tanto hay que tomarlo como tal. Luego ya cada uno que lo aborde como quiera, faltaría más, pero sin olvidar la vigencia de su imaginación, la autenticidad de su creación.

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades,…

Lo que he descubierto tras estas nuevas relecturas de La metamorfosis, aparte de lo fascinante que me resulta, es que voy a volver a leerme El Proceso y las Cartas a Felice. Estas cartas (a ver si hablo de ellas en otra ocasión) me parecen interesantísimas para comprender mejor la personalidad de Kafka: un hombre temeroso, sensible y cargado de ansiedades.

Richard Brautigan: El monstruo de Hawkline (Un western gótico)

Richard Brautigan (Tacoma, Washington, 1935 – Bolinas, California, 1984) se suicidó pegándose un tiro en la cabeza, probablemente contemplando melancólico el Pacífico a través de una ventana, desde su casa. Allí vivía solo, retirado de la vida pública, después de muchos viajes, alcohol y mujeres. Con aproximadamente veinte años fue ingresado en un hospital psiquiátrico, el mismo en el que tiempo después se rodaría, con Jack Nicholson como protagonista, Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1974). Brautigan se erigió como un ejemplo de contracultura en los años sesenta y tuvo un buen número de seguidores y lectores, hasta que en los setenta se fue diluyendo su presencia rápidamente hasta que finalmente cayó en el olvido.

Richard Brautigan

                     Richard Brautigan (Google imágenes)

Pero los olvidos no son siempre totales, y muestra de ello es que en España, a través de la editorial Blackie Books, podemos encontrar una biblioteca dedicada a él con sus títulos más importantes. El monstruo de Hawkline (Un western gótico) es una revisión humorística cargada de absurdo (esto es positivo) del western, aderezada con elementos mágicos y sobrenaturales. El argumento pasa por presentarnos a dos peculiares asesinos, Greer y Cameron, que son reclutados por una extraña india adolescente llamada Niña Mágica, para que le resuelvan un problema a cambio de una buena cantidad de dinero. Para ello tendrán que trasladarse a la casa de la señorita Hawkline, un lugar perdido en medio del desierto que posee un microclíma helado, además de otras muchas imprevisibles particularidades, para enfrentarse al monstruo que parece habitar allí.

»La señorita Hawkline pensaba en Greer y Cameron, aunque no los conocía y ni siquiera había oído hablar de ellos, pero esperaba eternamente su llegada, como si hubieran estado destinados a aparecer desde siempre, pues ella formaba parte del futuro gótico de ambos.»

Sin duda, acentuado por el estilo directo del texto a base de capítulos cortos y pinceladas de humor, este libro de Brautigan se lee especialmente bien. Y puede ser una buena opción para encontrarse por primera vez con el autor; si es que no se lo conocía ya anteriormente. De todos modos, y para ampliar títulos, son sus obras más conocidas, La pesca de la trucha en América(1967) y Un general confederado del Big Sur(1964) los grandes ejemplos de su estilo, creatividad y temperamento. Un dato interesante, para cerrar este comentario, es que Tim Burton, en su día, pretendió rodar este libro, algo que al final (¡ay!) no llegó a hacer.

Ian McEwan: Chesil Beach

Inglaterra, julio de 1962. Dos jóvenes recién entrados en la veintena están cenando en la habitación de un hotel georgiano, frente al Canal de la Mancha, en su noche de bodas a la que han llegado, esto se pone de manifiesto en la primera línea (quinta palabra) vírgenes. Ella pertenece a una clase social alta, mientras que él, por el contrario, más bien a la zona baja de la clase media. Cenan nerviosos, calados de cierta ansiedad por lo que pueda suceder en el primer encuentro que se dé entre sus trémulos cuerpos. Los nervios de Edward son convencionales, casi una simple formalidad, pero los de Florence son de una naturaleza más problemática: ella siente temor, un auténtico pavor que supone a la vez una manifiesta actitud de repulsa por el acercamiento y el contacto íntimo.

Ian McEwan (Google imágenes)

                          Ian McEwan (Google imágenes)

Esta circunstancia psicológica de la joven Florence, »que lisa y llanamente no quería que la entraran ni la penetraran» porque »todo su ser se rebelaba contra una perspectiva de enredo y carne», provocará un choque con el taciturno Edward, que desconoce por completo esta »mancha en la felicidad» de su esposa, una mancha que viene de muy atrás. Desde este punto toda la historia echa a rodar; un rodar que irá por el presente, avanzando paciente, y que también se deslizará suavemente por el pasado. La narración que Ian McEwan (Aldershot, 1948) nos presenta en Chesil Beach (Anagrama, 2008) probablemente atrape desde el primer momento al lector, sobre todo por su ritmo sosegado, por los temas que aborda: ¿El sexo? ¿El amor? ¿El contexto social en el que se inscriben el sexo y el amor? Sería muy simple dejarlo aquí, entre estos distantes polos.

»Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor…»

Hay una pieza, entonces, que juega un papel importante en todo el entramado que despliega McEwan, y es la idea, a mi juicio completamente acertada, pero que en el texto aparece de una forma muy velada, de que el amor requiere necesariamente, si desea prosperar y permanecer, de la paciencia. La paciencia y el amor es el enredo necesario, más que el de la carne, para que el querer se impregne de cierta estabilidad, pues el amor, quizá, sea únicamente paciencia y encuentro. Pero una cosa hay que advertir: que nadie espere finales felices, aquí simplemente hay un final (y esto es algo que se agradece). En definitiva, una obra atractiva, coherente y algo perturbadora.

(También he hablado en este blog de Los perros negros, otra novela menos conocida y muy interesante de McEwan.)

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Joseph Brodsky: Menos que uno

Una de las cosas que más agradezco de la literatura es su capacidad para estimular la imaginación, la conciencia. Porque un libro, un relato, un poema, invitan a pensar y a sentir: esto significa, simplemente, que te hacen sentirte más humano. (En realidad, cualquier disciplina artística tiene este don) Lo que es de agradecer. Y una de las primera lecturas que me hizo sentirme así, algo en cierto modo humano, fue Menos que uno de Joseph Brodsky (San Petesburgo, 1940 – 1996), ganador del Nobel en 1987, y que pasó muchos años en el exilio.

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Este texto es una suerte de autobiografía que consta de siete ensayos distintos, de los cuales destaco tres por encima de los demás, quizá caprichosamente (sin duda caprichosamente): Menos que uno; Nadeyda Mandelstam (1899 – 1980). Una necrológica y Complacer a una sombra. El primero de ellos es una incursión en su infancia, una época en la que tuvo que forjarse su conciencia asumiendo sus raíces judías y aceptando el entorno hostil (el colegio, los profesores, los compañeros de clase, lo edificios, etc.) en el que creció. El segundo, es un elogio de la mujer del poeta Osip Mandelstam (que tiene también un ensayo dedicado aquí a él, El hijo de la civilización, y que creo puede verse como la primera hoja de un díptico formado junto con éste del que estoy hablando) en el que traza su recorrido vital, su conocimiento de ella, su relación, su trabajo. Por último, Complacer a una sombra, es a mi juicio uno de los cantos más bellos que le han podido rendir a Wystan H. Auden: reflexiona sobre su figura, sobre el amor y la dureza que expresan sus creaciones, sobre el vínculo que fraguó con él.

»Recuero poco de mi vida y lo que recuerdo tiene escasa importancia. La mayoría de las ideas que me interesaron y que conservo en la memoria deben su significación a la época en que surgieron. Las que no recuerdo, sin duda han sido expresadas mucho mejor por otro. La biografía de un escritor radica en la tergiversación del lenguaje que emplea. Recuerdo, por ejemplo, que cuando yo tenía unos diez u once años se me ocurrió que…»

La prosa de Brodsky es de una frontalidad extrema, firme, pero cargada siempre de lirismo, de humanidad. Aprendí mucho de su sinceridad y mesura, por eso creo conveniente presentarlo, aunque sea de una forma tan sumaria, para invitar al contacto, al conocimiento.

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Kobo Abe: La mujer de la arena

Me puse con este libro por casualidad. Revolví en unas cajas donde se acumulaban libros viejos, que estaban allí porque no entraban en las estanterías, y di con algunos que me llamaron la atención. Pero no poderosamente. Superficialmente más bien. Uno de ellos fue la La mujer de la arena (Siruela, 1989), publicado originalmente en 1962. El nombre del autor no me decía nada. No me sonaba lo más mínimo: Kôbô Abe (Tokio, 1924 – Tokio, 1993); cuyo auténtico nombre es Kimifusa Abe. Saqué el librito de la caja y lo dejé en un montoncito en el que iba acumulando los que iba extrayendo, para que se convirtiesen en mis lecturas de los próximos días. El primero que leí fue uno de Marguerite Duras (Vietnam, 1914 – París, 1996), El arrebato de Lol V. Stein (Circulo de Lectores, 1990), que no me dio más. El siguiente fue La mujer de la arena.

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La historia narra la misteriosa desaparición de un entomólogo en una tarde de agosto. Y creo que no merece la pena que avance nada más sobre el argumento. Y esto es bueno, sin duda. Lo único que ha de saber el lector que esté interesado en acercarse a este libro, es que se encontrará con una literatura de corte existencialista, en lo que lo absurdo, la tarea inútil, la naturaleza, juegan un papel importante y son, a través de ella, expuestos los sentimientos y complejidades de los personajes. El estilo es simple, directo, pero no por ello deja de estar bien elaborado.

Cierto día de agosto, un hombre desapareció. Aprovechando sus vacaciones, había ido a una playa que estaba a medio día de viaje en tren,  y no se volvió a saber de él.

Así empieza. ¿Para qué más? Lo importante se dice de forma clara y no se anda el autor por las ramas innecesariamente. Además, de esta prosa llana y sobria se desprende una sensualidad constante mediante las imágenes que construye, cargadas también de su reverso oscuro e imposible. Lo surrealista, lo onírico, una realidad con tintes de sutil pesadilla parecen extenderse por todo la historia, por eso se lo ha relacionado muchas veces con Kafka. La insatisfacción se destila pausadamente.

Todos conocen esta realidad, pero rehúsan ser catalogados como tontos y se dedican a pintar pacientemente ese festival ficticio en la tela gris de sus vidas. Padres infelices, sin afeitar, sacudiendo a sus quejosos niños y tratando de hacerles decir que fue un domingo maravilloso: pequeñas escenas que todos han visto en un rincón del tren… Los patéticos celos y la impaciencia de algunos ante la felicidad de los otros.

Un libro bien escrito que no interesará a todo el mundo.

P.S. Por si a alguien le interesa, se ha hecho una película basada en este libro, dirigida por Hiroshi Teshigahara en 1964. Que yo no he visto aún.