Severino Boecio: Consuelo de la filosofía

por Alejandro Prada Vázquez

Por debajo de la que podríamos denominar primera línea de la filosofía occidental, es decir, el conjunto de filósofos y filosofías que han gozado y gozan de un mayor predicamento en la cultura popular, existe toda una plétora de pensadores que aparecen como figuras secundarias o terciarias, un tanto vagarosas e imprecisas, destinadas a ser algo así como meros epígonos o subproductos de una historia del pensamiento que recorre cotas más elevadas. Pero nada más lejos de la realidad. Así, entre estos últimos, me parece que Boecio tiene un papel destacado. Es cierto que si se menciona en algún contexto distendido su obra principal, Consuelo de la filosofía, un buen número de lectores y personas con un mínimo nivel de cultura serán capaces de reconocerla, al menos de oídas. Su autor, Severino Boecio, puede venir también a la cabeza, pero con toda probabilidad se irá poco más allá de estas dos coordenadas. ¿De qué trata el libro? ¿En qué circunstancias se escribió? ¿De qué temas se ocupa y cómo? Son estas algunas de las preguntas que voy a abordar aquí brevemente, con el objetivo, como siempre hago en este espacio, de que cualquier lector se acerque a la obra mejor situado, si es que desea leerla, algo que recomiendo vivamente.

A Boecio (ca.480-524) se le tiene, nada menos, por el último de los romanos y el primero de los escolásticos, algo así como decir que fue el último de los hombres antiguos y, a su vez, el primero de los medievales. Esta afirmación tan categórica se debe a su papel como iniciador preocupado, en buena medida, por los que acabarían siendo los problemas intelectuales de la Edad Media. Su tarea principal consistió esencialmente en verter el conocimiento de la cultura griega al mundo latino a través de traducciones y comentarios de autores como Porfirio, pero especialmente de Aristóteles: sin embargo, su temprana muerte dio al traste con su proyecto de traducción de las obras del filósofo de Estagira. Los intereses de Boecio fueron variados, pero se preocupó especialmente por cuestiones relacionadas con la lógica y los universales (si existen o no, si son corpóreos, etc.), y también por todo lo tocante a la fe, la razón y la felicidad humanas. Pero Boecio, hay que tenerlo presente, no fue un filósofo encastillado en ninguna torre de marfil, sino que se dedicó activamente a la política («si deseé ejercer funciones públicas fue para que mi capacidad no se consumiera sin provecho»), llegando a ser cónsul en el año 510 y, más de una década después, aún continuaba ascendiendo y adquiriendo mayores responsabilidades en la corte de Teodorico el Grande (454-526), lo que finalmente conduciría a su propia ruina.

El poder, bien es sabido de todos, suele traer consigo, entre otras cosas, un buen número de enemigos y opositores que harán lo posible por despojar a uno de su poder; algo tan de ayer como de hoy. Esto precisamente le sucedió a Boecio, que fue calumniado y atacado por un miembro del partido contrario, un tal Cipriano, lo que supuso para el filósofo nada menos que ser arrestado y sentenciado a muerte sin poder, siquiera, defenderse. Antes de que le cortaran la cabeza en el invierno de 524 en el conocido como Ager Calventianus, en la llanura Padana, al norte de Pavía, pasó varias jornadas encarcelado, sumido en la mayor de las desesperaciones, y fue allí donde redactó su De consolatione philosophiae, la obra que aquí nos ocupa y que yo manejo en la edición de Acantilado, publicada en 2020 con una magnífica traducción de Eduardo Gil Bera. Da cuenta Boecio de su sufrimiento ya desde el principio: «Yo que siempre canté a la alegría, hoy entono estas tristes cadencias. Me dictan estas palabras las desgarradas musas y el llanto baña mi rostro mientras escribo». Pero Boecio, a pesar de su desconsuelo, no tarda en renunciar a su tristeza gracias a las palabras y conversación que le da una mujer que entra en su celda y a la que tarda un poco en reconocer: la filosofía.

Tras hacer una descripción de sus rasgos y vestimenta, Boecio se da cuenta del recelo, por no decir desprecio, con el que la personificación de la filosofía observa a las musas de la poesía que dictan al filósofo sus lamentos. La filosofía las tilda de «cortesanas del teatro», más preocupadas de agudizar los dolores del enfermo con sus dulces venenos que de remediarlos. En cuanto las espanta, la filosofía intenta volver a situar a Boecio en la cordura del conocimiento de la auténtica filosofía: quiere sacarlo de los lamentos y la desesperación para que no olvide quién es, es decir, un hombre que se nutrió de la filosofía y que debe recuperar las armas intelectuales y morales que esta le entregó para superar la tan pesada carga que ahora le toca vivir. El objetivo principal que se propone la personificación de la filosofía es apartar el miedo del prisionero a través de la discusión de distintos temas que le conciernen por lo trágico de su situación. Comprender que todo está gobernado por la inteligencia divina y no por el azar, demostrará a Boecio que nada debe temerse.

Para ello se aplican a discutir, el filósofo y la filosofía, sobre las características de la Fortuna, aunque especialmente una, pues parece contraintuitiva: cuanto más favorable es, más perniciosa resulta al ser humano, pues lo aleja de la auténtica felicidad. Lo que introduce el problema de cuál es el auténtico bien: no son los honores, el prestigio, los cargos políticos o sociales, los placeres o la riqueza, esto es, los bienes terrenales, sino que la auténtica felicidad está en Dios y en ninguna otra parte. Y como Dios es el origen de todo, las causas y el orden del mundo provienen, por tanto, de él, lo que deriva en la cuestión del mal. ¿Cómo es posible que exista el mal si Dios está detrás de todo? ¿Por qué a los malos se les recompensa y a los buenos se les hace sufrir? ¿Por qué él, Boecio, siendo un hombre honrado, ha de pasar por semejante calamidad? La respuesta a esta cuestión está relacionada con el problema del libre albedrío, esto es, de la libertad de acción de los hombres: el conocimiento humano está limitado a lo concreto, mientras que la inteligencia divina supone una comprensión simultánea de todo lo que acontece («un Dios omnisciente actúa dejando estupefactos a quienes ignoran su plan»).

Esto implica que, ante la imposibilidad del hombre de alcanzar el nivel de comprensión o inteligencia de Dios, no sea capaz de entender lo que parece un orden caótico y confuso, cuando en realidad no lo es. Las líneas generales que acabo de esbozar son tan solo una imagen superflua de lo que el libro expresa más profunda y elegantemente. Al final, nada como el propio Consuelo de la filosofía de Boecio para defender su valor por sí mismo. Este pequeño libro de filosofía resulta estimulante por su estilo y materia, que hará las delicias de cualquier lector que quiera observar una síntesis del pensamiento que se abriría camino a lo largo de la Edad Media. Las enseñanzas de Boecio recogidas en este testamento redactado a las puertas de la muerte son claras y válidas también para hoy por su sensatez, y aunque uno no sea cristiano. Recomienda apartarse de los vicios y cultivar las virtudes: «Si sois honestos con vosotros mismos, la bondad será vuestra ley». Un gran libro de filosofía que, especialmente si se es cristiano, resonará con especial sentimiento y ternura.

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