Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

Mes: febrero, 2024

W.H. Hodgson: La casa en el confín de la Tierra

No son tantos los escritores o escritoras que pueden arrogarse el título de iniciadores o consolidadores de un determinado género literario. Uno de ellos, sin embargo, es William Hope Hodgson (1875-1918), que gracias a sus aportaciones, a través de cuentos y novelas, está sin duda a la cabeza de la literatura de terror, en general, y del terror cósmico, en particular; aunque, desde luego, su grandeza no se agota en esta última etiqueta. Su originalidad e imaginación han sido solo superadas, o están al menos a la altura, de genios algo posteriores como Lovecraft. Así, sus relatos están cubiertos, transidos de atmosferas enigmáticas y opresivas, consiguiendo, por ejemplo, que historias desarrolladas en el mar adquieran tintes fascinantes, fantasmagóricos, cargadas todas ellas de elementos extraños que hacen que el lector se sienta tan sobrecogido como atraído por lo que sucede ante sus ojos. Si, a este respecto, a alguien le interesa una buena y manejable colección de estas narraciones, su libro Un horror tropical y otros relatos es la mejor opción para iniciarse.

Todos los críticos coinciden en resaltar que La casa en el confín de la Tierra (1908), editada por Valdemar con traducción de Francisco Torres Oliver, es su novela más redonda. Otras más forman parte del canon hodgsoniano y han tenido a lo largo de los años dispar acogida, como Los botes de Glen Carrig (1907), Los piratas fantasmas (1909) y El Reino de la Noche (1912). Ahora bien, ¿por qué es La casa en el confín de la Tierra su novela más importante? Como siempre, esto se puede achacar a varios factores, siendo uno de ellos la capacidad de este escrito para condensar el alcance estilístico e imaginativo del escritor inglés. Aquí tenemos la pesadilla, el miedo, el desconcierto, lo desconocido, lo nauseabundo… y el mal personificado en difusas figuras animales cortadas por un patrón antropomórfico. Además de esto, están los paisajes liminales, el abismo de la tierra y del universo, los ciclos de vida y muerte cosmológicos. Todo esto, que aparece con mayor o menor intensidad en el resto de su producción, se expresa aquí de una forma lograda y sugestiva.

La novela comienza con la llegada a la región de Kraighten, al oeste de Irlanda, de dos amigos que van a pasar unos días de asueto en el campo entregándose a distintas actividades, como paseos y pesca. En una de estas rutas que realizan terminan llegando a un lugar que les resulta desasosegante y fascinante a un tiempo: lo que parece una enorme oquedad en la tierra, una suerte de sima o abismo, tiene una roca saliente sobre ella en la que se encuentra lo que parecen las ruinas de una antigua construcción. Interpelados por el entorno, los dos hombres se acercan a investigar el lugar. Escondido bajo los escombros, acaban dando con un diario que parece haber sobrevivido muchos años bajo las piedras desmoronadas. Espoleados por la curiosidad deciden leerlo y llevárselo para estudiarlo con mayor profundidad. Es este el motivo de que la forma de la novela sea la clásica presentación de un documento hallado y entregado al lector de forma inalterada, para que sea este quién juzgue libremente su contenido y saque sus propias conclusiones.

Una vez llegados a su tienda de campaña, los dos amigos deciden que uno leerá en voz alta la historia que aparece en el viejo y baqueteado libro. El narrador del diario nos dice que es un anciano, que vive allí (en la casa ya derruida) junto a su hermana, que hace las veces de ama de llaves, y su perro Pepper. Nos recuerda también que no tiene más compañía que esta, pues dice odiar a los criados en general y a la gente del pueblo en particular, quienes considera que el anciano, también conocido aquí como el «recluso», está loco. La casa en la que vive, para más inri, parece ser el escenario de leyendas locales que tenían a esta y al lugar como un entorno maldito, presa de fuerzas malignas. Así, una noche, estando el recluso en su estudio acompañado por su perro, ve cómo las luces de las velas cambian de color, al verde y al rojo, y parece abrirse ante él, en el muro, un portal a otra dimensión-tiempo hacia el que se ve arrastrado. Un entorno onírico y sideral lo conducirá a una basta planicie rodeada por un anfiteatro de montañas donde parece encontrarse un réplica de su propia casa, rodeada, en horrífica magnitud, por lo que parecen dioses, criaturas indefinibles, aunque de rasgos representables: «Tenía una enorme cabeza como de asno, con unas orejas gigantescas y parecía mirar fijamente a la arena. Había algo en su actitud que denotaba una eterna vigilancia: como si defendiese este terrible lugar desde hacía incontables eternidades».

Los acontecimientos que se narrarán, y que tienen este anterior hecho como punto de partida, se acelerarán de aquí en adelante con la presencia de extrañas criaturas que parecen surgir de la tierra que una vez rodeó la casa y que, además, acosarán a los ocupantes de la misma durante la noche, en distintos momentos también. El recluso se afanará entonces en proteger su hogar, a su hermana y a su perro. Precisamente la hermana juega un papel importante a la hora de añadirle extrañeza e incomprensión racional a los hechos, pues su actitud, como el lector verá, es demasiado difusa, aunque precisamente por ello valiosa en términos narrativos. Desde luego, no merece la pena dar más detalles de la historia para no robarle al lector el placer de encontrarse libremente con ella, aunque sí cabe señalar que la última parte del libro se desarrolla en un terrible viaje cósmico que dura miles de millones de años y al que el recluso asiste impotente, resignado, aceptando la realidad de los hechos que no es capaz de comprender realmente.

Termino diciendo que Hodgson es un escritor insoslayable, al igual que esta novela, si se quiere entender y disfrutar el género de terror. Debo confesar, por otro lado, que a mí sus relatos me parecen lo mejor que ha hecho, por lo fascinantes y disfrutables que son, aunque esto es ya una cuestión de gusto personal; además, advierto de que dos de sus novelas, Los botes del Glen Carrig y Los piratas fantasmas, no las he leído (pero ya estoy en marcha para hacerme con esta última). Definitivamente, lo bueno de Hodgson es que da lo que promete: sume al lector en lo extraño, oscuro, desconocido, etc., y lo hace atrapándolo de veras.  

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Harvey Sachs: Por qué Schoenberg

Comencemos con una anécdota personal sobre Schoenberg: durante los dos últimos años de la licenciatura en Historia del Arte que hice en la Universidad de Oviedo era obligatorio cursar dos asignaturas sobre historia de la música. Los alumnos de musicología, por su parte, tenían que entregarse también al estudio de las materias propias de la historia del arte. Gracias a esto, y al hecho de compartir en esos años algunas asignaturas optativas, conocí y me hice amigo de algunos futuros musicólogos. Así, recuerdo estar en la biblioteca preparando exámenes y encontrarme allí con uno de estos compañeros. Nos pusimos a hablar de la pereza de ponerse a estudiar y todas esas cosas propias de quienes quieren ser responsables pero a quienes, a su vez, les falta el sueño o les sobra el cansancio. O las dos cosas, claro. A propósito de esto, le dije: «Te puedes creer que últimamente me echo la siesta escuchando a Schoenberg. Concretamente su Pierrot Lunaire». Entonces, mirándome sorprendido y jocoso a partes iguales, me contestó con ímpetu: «¡Pero bueno! Eso es como decir “qué sueño tengo, voy a tumbarme en mi cama de pinchos”». La metáfora no solo me hizo gracia, sino que me pareció acertadísima por expresar mi aparente masoquismo, así como porque representaba lo espinosa y poco amable que resulta aún hoy la práctica totalidad del trabajo, fascinante por otro lado, del compositor vienés.

Por aquel entonces, aunque yo ya conocía con cierta precisión el conjunto y sentido de la música clásica hasta el siglo XIX y principios del XX, sí que no había tenido la oportunidad de profundizar en las formas musicales, digámoslo así, menos asequibles. En mi caso, descubrir la música de Schoenberg fue una experiencia que me dejó una profunda marca: por su extraña fuerza y poder de sugestión, porque me demostraba además que, como artista y creador, siempre se pueden abrir nuevos caminos y formas de expresión meritorias y no decididamente caprichosas. De hecho, el libro recién publicado de Harvey Sachs, Por qué Schoenberg (Taurus, 2024), con traducción de Mariano Peyrou, es un esfuerzo por demostrar que la propuesta musical del austríaco tiene valor en sí misma y dentro de la propia evolución de la música occidental. Aunque el autor no se declara en el prólogo ni pro-Schoenberg ni anti-Schoenberg, sí que afirma en el epílogo que haber estudiado sus composiciones, profundizando más en ellas a través de la lectura y análisis de las partituras, y de la escucha repetida de las distintas versiones grabadas a lo largo de la historia, todo ello le ha hecho acercarse más a Schoenberg que a aquellos que lo rechazan o, directamente, lo desprecian.

La materia de este libro no es, desde luego, el análisis árido y erudito de la obra de Schoenberg, sino la presentación de su vida en consonancia con su desarrollo compositivo; algo que Sachs, ya versado en estas cuestiones, consigue realizar con gran pericia. Podemos afirmar que el logro más importante de esta biografía está en conseguir humanizar a Schoenberg, esto es, en demostrar que había un hombre de carne y hueso detrás de todas esas notas estridentes y disonantes que parecen no invitar al público en general a interesarse ni por el autor ni por su música. Sachs supera este aparente abismo construyendo unos puentes sólidos, y lo hace de forma amena, sintética y también, por qué no decirlo, humilde. En lo tocante a su amenidad, los episodios que selecciona de su vida son lo suficientemente expresivos como para hacernos una imagen acertada de él; su capacidad de síntesis se muestra bien en los análisis que hace de las obras, que no son extensos pero sí esbozan marcadamente sus características formales y sus resultados. A todo esto se le unen las apreciaciones personales de Sachs, que no resulta sentencioso ni soberbio, sino que siempre recuerda que donde ofrece una opinión bien puede estar equivocado.

Pero ¿quién fue Schoenberg y por qué importa? Arnold Schoenberg, no sabemos si para su propia incomodidad vital, pues padeció de triscaidecafobia, tuvo la aparente desgracia de nacer el 13 de septiembre de 1874. A lo largo de su vida había sentido aversión por ese número y, por ello, en los momentos finales de su vida, estando ya enfermo y sin fuerzas, temía la llegada de una fecha concreta, el viernes 13 de julio de 1951. Pidió que se le consiguiese un médico para que pasase aquella noche con él. Su mujer le consiguió a un alemán que no tenía licencia para ejercer en los Estados Unidos, que era donde se encontraba el compositor a la sazón junto a su familia tras el exilio. Aunque ese día durmió, lo cierto es que durmió bastante inquieto, según recordaba su mujer Gertrud en una carta que le envió después a la hermana de Schoenberg. Gertrud miraba el reloj con impaciencia y a las 11:45 de la noche ya se consolaba pensado que, en quince minutos, lo peor habría quedado atrás. Fue entonces cuando bajó el médico a darle la noticia: Arnold Schoenberg había muerto a los setenta y seis años (recordemos además que 7 + 6 son 13, algo que había acentuado su miedo) en su casa de Los Ángeles. «Su cara estaba tan relajada y tranquila —escribe Gertrud— como si estuviese durmiendo. Sin convulsiones, sin estertores. Yo siempre había rezado para que el final fuese así. ¡No hay que sufrir!».

La vida de Schoenberg, por otro lado, estuvo marcada por algunos acontecimientos aparentemente contradictorios. Siendo de origen judío se convirtió al luteranismo en una ciudad como Viena, en la que predominaban los católicos, para volver a convertirse al judaísmo en París, en presencia del pintor Marc Chagall, en una época en la que Hitler ya había llegado al poder y el antisemitismo se había acrecentado sobremanera. Además, estaba esa extraña pulsión nacionalista y vanidosa, que le llevaría a afirmar, por ejemplo, que el hecho de atacarle a él, a su música, y mucho más en Alemania, suponía intentar acabar con la propia grandeza de la música alemana. Añadía: «Porque solo por medio de mí y de lo que he producido por mi cuenta, que no ha sido superado por ninguna nación, la hegemonía de la música alemana está garantizada al menos para esta generación». Es más, durante la primera Guerra Mundial también se mostró en exceso chovinista. En una carta a Alma Mahler decía: «Ahora vamos a someter a todos esos cursis y les enseñaremos a venerar el espíritu alemán y a adorar al Dios alemán», y lo hacía dirigiendo estas palabras, indirectamente, también contra Stravinski, Ravel e incluso Bizet, que ya llevaba muerto unas décadas. Más adelante se justificaría a sí mismo diciendo que estaba sumido en una especie de psicosis de guerra.

Resulta también provechoso observar cómo la literatura tuvo una gran influencia en su obra a la hora de ofrecerle temas, escenas y asuntos que musicalizar y adaptar. Desde Strindberg hasta Balzac, pasando por el Antiguo Testamento, Petrarca, Maeterlinck y otros poetas más o menos contemporáneos como Dehmel o Stefan George. Schoenberg acabó por relacionarse con las grandes figuras de la música de su época y contando con el entusiasta apoyo de compositores como Mahler o Richard Strauss. El primero de estos, aunque no comprendía bien lo que hacía Schoenberg, era capaz de reconocer su talento y le ayudó económicamente, pues, durante buena parte de su vida, el autor de Pierrot Lunaire o Erwartung pasó grandes dificultades materiales. Eso sí, como nos recuerda Sachs, un tanto sorprendido, Schoenberg, aunque no tuviese dinero, siempre se las arreglaba para ir de vacaciones de verano a «lugares encantadores». Y fue en una de estas vacaciones cuando descubrió que su primera mujer le era infiel con el joven pintor Richard Gerstl, miembro del círculo de seguidores del compositor, y quien acabaría suicidándose a los veinticinco años, desnudo frente al espejo, colgándose y apuñalándose a sí mismo.

En 1923, a los cuarenta y tres años, su mujer moría repentinamente debido a una enfermedad. A pesar de las tensiones conyugales derivadas de los escarceos amorosos de esta, Schoenberg sufrió profundamente la pérdida durante un año (fumaba sesenta cigarrillos, bebía tres litros de café y también consumía alcohol, codeína, etc.), hasta que se casó, en 1924, con la hija de veinticuatro años de uno de sus antiguos alumnos. Con ella tendría varios hijos y sería feliz hasta el día de su muerte. Ahora bien, con respecto a su obra nunca se acabarían las disputas y enfrentamientos, pues uno de los rasgos de Schoenberg, como bien recoge Sachs, era su tendencia o propensión al enfrentamiento, a sentirse ofendido y a atacar. Como escribió el joven Robert Craft en su diario, la humildad de Schoenberg era insondable, pero toda ella estaba «laminada por una soberbia de acero inoxidable». Tal era su soberbia que llegó a suavizar su alabanzas post mortem a Mahler cuando supo que este tenía ciertas reservas hacia su obra; aunque en algunos casos sus enfrentamientos no era necesariamente una cuestión de orgullo, sino que parecían inevitables, como fue el caso del que tuvo con Richard Strauss, quien había dicho, tras escuchar las Cinco piezas para orquesta, op. 16, que Schoenberg debería estar en un psiquiátrico. Lo cierto es que afirmaciones parecidas le llovieron al vienés en múltiples ocasiones. Así, en 1913, durante un concierto que fue un escándalo, un médico allí presente declaró que «muchos de los presentes empezaron a mostrar señales evidentes de ataque de neurosis».

Definitivamente, ningún amante de Schoenberg y de la música en general puede perderse esta aportación de Sachs. No es que descubra cosas nuevas sobre el compositor, sino que las organiza de una forma que resulta atractiva, equilibrada y coherente. En mi caso, y aludiendo a la anécdota con la que iniciaba esta reseña, solo puedo decir que no solo soy schoenberguista, sino además capaz de tener dulces sueños en sus camas de pinchos.

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Joseph Conrad: El negro del Narcissus

Joseph Conrad, con toda probabilidad el novelista polaco más universal (a pesar de que a menudo se olvidan sus orígenes debido a la adopción del inglés como su lengua de expresión literaria, ya que nunca, además, usó el polaco para sus trabajos), ha tenido la relativa suerte o la feliz desgracia de haber legado a la posteridad una obra imperecedera, El corazón de las tinieblas (1899), lo que le ha robado, al menos para el lector generalista, una visión más comprehensiva del conjunto de su obra. Esta opacidad, sin embargo, no llega a límites tan lacerantes como el de, por ejemplo, Arthur Conan Doyle, cuyos libros (aquellos que no tratan de su famoso detective) han sido devorados por la fama de su magna criatura bicéfala, el ínclito Sherlock Holmes y su compañero James Watson. Ahora bien, novelas como Lord Jim (1900) o Nostromo (1904), si se ha profundizado un poco más en el trabajo del polaco, acuden también a la mente con cierta presteza cuando se piensa o habla de Conrad; esta última, por cierto, está aquí reseñada. Unida a estas y dentro de los límites del canon conradiano, otra de sus más importantes novelas es El negro del Narcissus. Una historia en el mar (1897), editada en español por Valdemar. Si nos fijamos bien en las fechas, vemos lo feraz que resultó el trabajo del autor polaco durante esos siete años en los que dio a la imprenta estas grandes novelas.

Para entender bien lo que quiso hacer Joseph Conrad (1857-1924) en esta novela sobre la que voy a dar un pinceladas hoy, y adentrarnos de paso en sus postulados estéticos generales, resulta esclarecedor el prefacio que escribió para ella y en el que da cuenta de algunas de sus ideas sobre el papel del artista, del arte y de la creación literaria. De las ideas que se pueden extraer de este prefacio, y que sirven para entender el resultado de la forma de trabajar del autor, cabe destacar para nuestro propósito la importancia que le da Conrad, no tanto a la acción en sí, como al narrador y a cómo este ofrece la historia. Relacionado con esto y siguiendo sus directrices, el escritor debería preocuparse de alcanzar con sus palabras la plasticidad y colorido que ofrecen a los sentidos la escultura o la pintura, así como la sugestión de la música (a la que consideraba como «arte de las artes»). El objetivo sería hacer ver, sentir y oír al lector hasta tal límite que a este no le quedase más remedio que profundizar tanto en sí mismo, como en la realidad, en ambos casos haciéndolo en toda su densa complejidad. Además, aquí expresa Conrad su concepción de que la literatura es el resultado de una experiencia personal de la vida, por lo que la visión del mundo que ofrece el artista pasa por el descenso a las propias entrañas, a todo lo bueno y lo malo que hay en ellas, para buscar siempre lo permanente, lo duradero, los sentimientos de solidaridad, dolor, belleza, etc. «La tarea acometida con amor y fe —nos dice— es presentar incondicionalmente, sin reservas y sin aprensiones, el rescatado fragmento a los ojos de todos e iluminado por un talante de sinceridad. Es mostrar sus vibración, su color, su forma; y, a través de su movimiento, de su forma y de su color, revelar la sustancia íntima de su verdad».

La novela que nos ocupa se inicia con la llegada de la vieja y nueva tripulación a un buque llamado Narcissus, en el que se desarrollará toda la acción, y que espera en el puerto de Bombay para partir hacia su destino, Londres. Asistimos al desfile de distintos marineros que se van presentado a grandes rasgos a través de un narrador en primera persona, también marinero y testigo de los hechos que relata. De entre estos destacan dos de ellos, recién incorporados a la futura travesía: Donkin, al que le gusta enfangar, discutir, quejarse y no dar un palo al agua, y James Wait, una extraña y enigmática figura a la que el narrador tilda de severo, frío y dominador, y en torno a cual se desarrollará el núcleo de la historia por el rechazo y fascinación que produce casi a partes iguales. Estos dos personajes son los encargados de ofrecerle dinamismo a una narración que es en sí misma como un mar apenas cambiante. Buena parte de él está en calma, es un fluido estético y lírico plagado de profundas atenciones a las condiciones climáticas (la vibración, color y forma de la que hablaba Conrad en su prefacio) y a los elementos y estructura del barco, con una atención minuciosa al vocabulario técnico, que, por otro lado, es un recurso clásico del autor y de cualquier escritor que se quiera embarcar con veracidad en narrar historias del mar. Esta calma narrativa solo se verá violentamente interrumpida en tres o cuatro ocasiones (a las que no remito por aquello de no destripar los hechos), principalmente por las acciones capitales en torno a las cuales se articula la narración y, en algún caso, por las condiciones físicas del entorno.

Espiritualmente hablando, por decirlo así, la novela toca algunos temas de interés. La vida en un barco, por muy pirata que sea, no es la vida mejor, pues se está a merced, especialmente entonces y entre otras cosas, de la violencia del mar y del viento, por no hablar de rocas, icebergs y un sinfín de contratiempos más. La disciplina a bordo no es tampoco un capricho, sino una necesidad que, si no se mantiene, suele derivar en amotinamientos y conflictos que pueden extenderse y echar por la borda la empresa traída entre manos. El hecho de que aparezcan factores que la desestabilicen es siempre, por tanto, un motivo de preocupación: Donkin y Wait representan esta perturbación que arrastrará, en mayor o menor profundidad, al resto de marineros. El negro del Narcissus, esto es, James Wait, parece presa de una enfermedad que lo acerca cada vez más a la muerte, como muestra su estadio físico y sus expresiones constantes, pero a la vez se extienden rumores de que puede ser simplemente una estrategia para librarse de la carga del trabajo en el barco. Los marineros orbitan en torno a él, con esa mezcla de rechazo y atención de la que hablaba antes, lo que da pie a caracterizar personajes y situaciones.

Aunque el paso del tiempo no le haya causado, en general, muchos estragos al conjunto de su obra, sí que es cierto que uno tienen la sensación de que, en términos de ritmo, son libros, los de Conrad, escritos a finales del siglo XIX y principios del XX para dichos momentos; a excepción, claro está, de El corazón de las tinieblas. Y esto, obviamente, no es malo en sí, pues nadie sabe escribir para quienes vivan dentro de dos siglos. A lo que me refiero con esta apreciación es a que en el caso de El negro del Narcissus, y en la práctica totalidad de su obra, esta vetustez se hace patente en el resultado final de su creación, que es hermosa en su factura pero poco sugestiva hoy (probablemente por su pausado discurrir) para el lector medio: si alguien empieza a leer a Conrad por este libro, nadie perderá el tiempo, desde luego; pero no entenderá por qué el autor era un gran escritor. Ahora bien, el arte en general, y la literatura en particular, está plagada de estímulos y siempre podría suceder que, acercándose uno a un libro como este, o a cualquier otro mucho menos logrado, alguien encontrase impulso para iniciar o continuar un escrito que se trajese entre manos. Si yo recomiendo la lectura de este libro es porque de él se puede aprender, entre otras cosas, a ejercitarse en la prosa atenta y lírica, en la que Conrad es un maestro: una fuente de pausado deleite y una escuela para escritores que quieran mejorar la poesía con la que describen la naturaleza y sus elementos.

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