Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

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Fiódor Dostoievski: La mansa

Decía Nabokov en su Curso de literatura rusa que Dostoievski, desde el punto de vista del arte perdurable y el genio individual, categorías básicas desde las que el exiliado autor abordaba la comprensión de la literatura, «no es un gran escritor, sino un escritor bastante mediocre; con destellos de excelente humor, separados, desgraciadamente, por desiertos de vulgaridad literaria». En sus clases de literatura Nabokov se dedicaba a hablar de lo que el llamaba artistas verdaderamente grandes, lo que implicaba, necesariamente, juzgar el trabajo del maestro ruso desde ese elevado nivel. Como se puede suponer, no es muy halagüeña la opinión e imagen que resulta del progresivo escrutinio al que es sometido Dostoievski por parte de Nabokov: sobre su personalidad sentimental destaca sus posiciones reaccionarias en materia política y religiosa, así como su chovinismo; en lo tocante a su escritura desprecia los monótonos asuntos de sus personajes, unos personajes aquejados de oscuros complejos que se entregan al pecado e indignidad para alcanzar, al final, la redención y que, además, están situados en entornos que no se prestan a la percepción sensorial (esto es, poca atención o ninguna por parte de Dostoievski a las descripciones del mundo físico en el que se mueven los personajes).

Cualquier lector experimentado, no solo en la obra del maestro ruso, sino en la literatura en general, no podrá dejar de estar de acuerdo con Nabokov en muchas de las apreciaciones que hace. Por ejemplo: «El paisaje [en el que se mueven los personajes de Dostoievski], es un paisaje de ideas, un paisaje moral. En ese mundo no existe el clima, por lo cual poco importa cómo se vista la gente». Esta es una estimación bastante justa, pues uno tiene la sensación de que, después de esbozar a los personajes, al igual que los espacios, no volvemos a verlos en su forma física, sino como un conglomerado de emociones e ideas sometidas a las presiones propias del personaje y a las del entorno ideológico al que están circunscritas. Otro ejemplo: «Dostoievski era más dramaturgo que novelista. Lo que sus novelas representan es una sucesión de escenas, de diálogos, de cuadros donde se reúne a todos los participantes, y con todos los trucos del teatro, como la scène à faire, la visita inesperada, el respiro cómico, etcétera». Por muy aceradas que sean a veces las críticas de Nabokov, el núcleo de las mismas suele ser bastante objetivo. Aun así, a pesar de las muchas diatribas que se pueden ofrecer sobre Dostoievski, ¿eso nos impedirá leerlo, explorarlo? Por supuesto que no.

Ahora bien, imagínense que alguien no ha leído nunca a Dostoievski y quiere acercarse a él pero no se atreve a aventurarse así, de buenas a primeras, en esas densas cimas que son Los hermanos Karamázov (1879/80), Los demonios (1872) o El idiota (1860). ¿Qué obras podrían sugerirse como puerta de entrada al estilo y cosmos del ruso? ¿Quizá su novela El doble? ¿Puede que Noches blancas? No se me ocurre una obra que concentre mejor, como si de un pequeño cuadro sintético de sus trabajos se tratase, que La mansa (1876). En este relato de media distancia (apenas cuarenta páginas), escrito en los años finales de su vida, se condensan, como digo, las pulsiones constantes de todo su quehacer: está el torrente de palabras y reflexiones, los tanteos sobre los hechos, la oscuridad de las almas, la búsqueda de la redención, el crimen… Lo cierto es que realmente solo se puede echar en falta aquí el arquetipo del personaje epiléptico. Aún así, es este un gran relato, del cual Knut Hamsun llegó a decir «un librito minúsculo, pero demasiado grande para todos nosotros, inalcanzablemente grande».

En La mansa Dostoievski nos sitúa en la cabeza de un prestamista atormentado por un terrible suceso recientemente ocurrido. Con el pensamiento colmado de ideas oscuras y planteando continuas acotaciones a sí mismo, a su propio discurso, la voz narrativa nos va introduciendo en los pormenores que dieron pie a al terrible suceso.  Aunque se dirige al lector continuamente, en realidad tenemos la sensación de que dicha voz está más bien buscando la forma de justificar ante sí misma todo lo que narra, como si intentase autoconvencerse de lo que ya piensa a través de prolongados rodeos que cuentan con el apoyo tácito, con la atención del lector. Comienza dando cuenta de que hay una joven echada sobre la mesa, de lo cual deduce quien lee que algo terrible le ha hecho. A medida que echa a rodar la historia, nos sentimos cada vez más convencidos de ello, pues el protagonista no deja de resultarle ciertamente antipático al lector: misógino, sentencioso, reaccionario, todo en su carácter, emociones e ideas invitan al rechazo. Nos cuenta entonces como entra en contacto con una joven de dieciséis años que de vez en cuando entraba en su establecimiento para obtener dinero con el objetivo de anunciarse en los periódicos, de pagar anuncios en ellos ofreciéndose para trabajar en cualquier hogar que la precisase.

La chica tiene un carácter reservado, sumiso, además de un buen fondo. «Entonces me di cuenta de que era buena y sumisa. Las personas buenas y sumisas no se resisten mucho y, aunque no son muy expansivas, no saben eludir la conversación: responden con parquedad, pero responden, y, cuanto más avanza la conversación, más cosas dicen; basta con no cansaros, si queréis conseguir algo». Con este pequeño párrafo se puede apreciar fielmente el temperamento de la joven y la moral del hombre, que apenas sobrepasa la cuarentena. A continuación pone sobre la mesa su plan para casarse con ella y los objetivos de su enlace matrimonial, así como los pensamientos que lo estructuran: dice sentirse agradado por la diferencia de edad, pues «esa sensación de desigualdad es deliciosa, deliciosa». La finalidad de su apetencia por la muchacha parece cifrase en la idea de que esta chica le rindiese culto, una suerte de pleitesía, por todo el sufrimiento que había arrastrado a lo largo de su vida. Ominoso, ¿verdad?

Dostoievski maneja muy bien el ritmo de esta narración, pues parece revelar cosas, hacerlas claras, para luego volver de nuevo a cubrirlas con ropajes distintos, más oscuros si cabe, centrando los hechos en motivaciones cada vez más matizadas, desconcertantes incluso. El estilo detectivesco, policiaco, tiene aquí también su importancia: el narrador da pistas, hipótesis, para luego autocorregirse, autoconvencerse. También, por otro lado, está presente otra característica a la cual aludíamos al principio de este texto, la ausencia del mundo físico en sus historias. Fijémonos en cómo describe el espacio en el que suceden las acciones: «La vivienda se componía de dos habitaciones: una sala grande, una parte de la cual estaba ocupada por el negocio, y otra, también grande, nuestra habitación […] allí también estaba la cama, un par de mesas y unas sillas». Parece estar describiendo un entorno, como para un guion, con la intención de, simplemente, ubicar la acción. Con todo, este es un relato, insisto, que representa y condensa a la perfección la obra de Dostoievski, el mejor punto de encuentro con el ruso. Quien desee leerlo, puede encontrarlo en el libro Diario de un escritor, editado por Alba Editorial con traducción de Víctor Gallego, aunque tengo entendido que existen ediciones individuales del mismo o en otros volúmenes de menor envergadura (y con el título de La sumisa). En fin, este relato daría para una profunda y extensa indagación, aunque mucho me temo, como siempre, que aquí no hay espacio para ello.  

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Nikolái Gógol: Mírgorod

No resulta para nada exagerado afirmar que Nikolái Gógol es una de las joyas más preciosas y preciadas por los lectores de entonces y de ahora de esa corona literaria que fue la literatura rusa del siglo XIX: compite sin renquear con Tolstoi y Dostoievski, figuras señeras y ubicuas de esta tradición, aunque su obra sea mucho menor en términos de extensión, que no en su talla narrativa. Su poema narrativo Almas muertas, escrito en 1842 y que es el núcleo de su creación artística, proyecta una sombra quizá demasiado alargada sobre el resto de su producción. Cubiertas bajo dicha sombra, resaltan con una nitidez un tanto desleída dos de sus libros de cuentos y narraciones más o menos largas, más o menos cortas: Historias de San Petersburgo (1835-1842) y Mírgorod (1832-1834), de la que hoy nos ocuparemos.

La vida de Gógol, que se inicia en 1809 en la gobernación de Poltava, territorio ucraniano en la actualidad, no está exenta de interés: trabajó como burócrata en San Petersburgo, trabó amistad con Aleksandr Pushkin y llegó a impartir clases de historia medieval en la universidad de la ciudad anteriormente citada. Maestro de la sátira, se aplicó también en otros terrenos. La religión le interesó como acontecimiento intelectual y experiencial, llegando incluso a peregrinar a Jerusalén y, en última instancia, renunció a la literatura para entregarse por completo a Dios desde una perspectiva ortodoxa. Este fervor le hizo quemar, pocos días antes de morir acosado por problemas mentales y físicos de gran consideración, la segunda parte de Almas muertas, en 1852.

Del libro que voy a hablar hoy, y que era una deuda pendiente que tenía conmigo mismo, me gustaría centrarme especialmente en dos de sus textos, que me parecen los más relevantes, especialmente porque expresan su versatilidad como escritor: su maestría para profundizar en la psicología de los personajes, así como su detallismo, preciosista a veces, de los que se vale para dotar a sus obras de un auténtico empaque literario. Es cierto que algunos de sus cuentos no han envejecido con la misma frescura que otras de sus narraciones, pero no por ello debe uno estancarse o, más bien, limitarse, a la lectura de su obra maestra. Siempre es instructivo adentrarse en aquellas piezas consideradas menores de aquellos escritores o escritoras que forman parte de algún canon, que ya de por sí implica ceñirse a (necesarios) límites comprensivos: librarse de estas lagunas es cuestión de tiempo, aunque sobre todo de interés.

En Los terratenientes de antaño, Gógol nos presenta un cuadrito rústico en el que nos da cuenta del declive al que ha llegado una hacienda ucraniana. Los protagonistas de esta historia, que es triste y conmovedora sin caer en la afectación, los protagonistas son un matrimonio de ancianos que vive felizmente hasta que un pequeño suceso, nimio y sin trascendencia, cobra una fuerte significación gracias a la mentalidad supersticiosa de dichos protagonistas, que termina condenándolos. Está escrito con la finura propia de Gógol, repleto de detalles que enfatizan el enfoque poético que el autor aplica a su obra: están los purpúreos cerezos despuntando en la vegetación, un retrato maculado por las moscas o esas sonrisas que si se expresasen resultarían demasiado empalagosas. Lo que antes era felicidad y grata rutina, se convierte paulatinamente en decadencia física, intelectual y material. Este relato se puede cifrar en la siguiente afirmación, tomada del propio texto: «más vale amar en la miseria que una vida regalada».

El segundo texto del que voy a hablar es tan importante que ha gozado, incluso, de ediciones individuales: Taras Bulba, publicado en 1842. En este relato, Gógol nos traslada al siglo XVI, tomando como protagonistas, en este caso, unos personajes que distan mucho de los referidos anteriormente: donde antes había unos ancianos condenados a una inesperada y súbita tristeza, aquí tenemos unos recios cosacos cuyo principal referente es el héroe homónimo de la obra, Taras Bulba, cuya personalidad es abrumadora, entre bonachona y fácilmente furiosa, siempre obstinada. Su temperamento se deja ver a través de paulatinos ejemplos, a medida que se van desarrollando los hechos: desde el inicial recibimiento a sus hijos, que llegan a casa tras haber estudiado en el seminario, hasta en sus furiosos enardecimientos, que le llevan a sacar siempre su sable cuando los polacos no se quitan el sombrero ante él, cuando se hace escarnio de la fe ortodoxa o ante infieles y turcos. Porque esta narración va esencialmente de eso, de la lucha de los cosacos contra los polacos. Mientras que los primeros tratan de mantenerse fieles a las viejas costumbres (algo que Taras Bulba intenta inculcarles a sus hijos Ostap y Andrei), los polacos representan nuevas y, para ellos, perniciosas influencias. Es decir, esta extensa narración presenta la lucha entre esas dos esferas de valores.

Asimismo, Taras Bulba puede enmarcarse en la corriente nacionalista que se amalgamó tan bien con los principios del romanticismo: Gógol elogia, aunque sin precipitarse en banalidades, los orígenes de su tierra, de su pueblo, y describe las características que le son propias, lo que expresa con mayor claridad gracias a la contraposición con los modos polacos o extranjeros. Aquí, de nuevo, la capacidad literaria del autor para expresarse poéticamente es manifiesta: «la ribera trepidaba y se estremecía como si tuviera vida». Su forma de sintetizar con un par de frases el espíritu de los personajes es de lo más efectiva: «vuestro cariño debéis volcarlo en la basta llanura y en un buen caballo». Y todo esto se acentúa más ante la figura doliente y humillada de la mujer de Taras Bulba, apartada y relegada a no tener opinión o influencia en la educación de sus hijos.

Podría añadir más cosas sobre Gógol y su arte, desde luego, pero eso ya sería extenderme demasiado, pues, como ya sabéis, lo único que trato de hacer aquí es invitar a la lectura a través de pequeños comentarios que puedan excitar el interés de cualquier lector. Así que adelante, mejor que leerme a mí es pasar directamente a Gógol.

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Hiromi Kawakami: Abandonarse a la pasión

La escritora japonesa Hiromi Kawakami nació en Tokio en 1958. Se formó en el ámbito de las ciencias naturales y fue profesora de biología hasta que pudo dedicarse por completo a la escritura, a mediados de los años noventa. Su interés por la biología se trasluce en algunos de los títulos de la obra que voy a comentar hoy, como El canto de la tortuga, El pavo real o El insecto dios, que forman parte de un conjunto de ocho cuentos agrupados bajo el epígrafe general de Abandonarse a la pasión, que es, además, el segundo de los relatos que componen el libro. Su obra, inicialmente presentada al lector en español por la editorial Acantilado, descansa hoy en el catálogo de Alfaguara, sello de Penguin.

Todos los relatos que componen este libro de Kawakami giran en torno a las diferentes dimensiones nocivas del amor, un amor siempre desalentador, inasible e impreciso que genera situaciones de inestabilidad y sufrimiento físico y emocional, especialmente en los personajes femeninos que las recorren. La narración que da título al libro, por ejemplo, aborda el amor desde el concepto de la huida: la narradora, Komari, se ha fugado con su novio sin saber por qué, pero aún así, dice, “como ya he empezado a huir, sigo adelante”. Mori, su acompañante, afirma que tiene un motivo más claro que su pareja para escapar. Él huye de “lo irracional”, y, según podemos intuir, persigue la adquisición de una sensación dramática concreta, esto es, la idea de que son dos “amantes fugitivos”. El problema radica en que, a pesar de querer abandonar lo irracional, Mori no deja de apelar y de convencer a Komari de que hay que abandonarse a la pasión: “Nuestro único objetivo es hundirnos en un mar de pasión, por eso huimos juntos”. Esta especie de inconsistencia en los principios y determinaciones de los personajes será una constate de toda la obra, pues son aficionados a decir cosas y a hacer otras. La pregunta fundamental que parece formular la autora en este relato es si, mientras se vive huyendo, se puede superar el dolor que acarrea, por mucho que se lo intente ahogar en un “mar de pasión”. Avancemos ahora hacia otro relato.

El canto de la tortuga es un texto en el que el amor, esta suprema emoción, parece haberse acabado. La narradora nos cuenta que Yukio, su pareja, está cansado de vivir con ella y, tras tres años juntos, quiere separarse. En un ejercicio memorístico, ésta se pone a recordar los pasos que han llevado, posiblemente, a esta situación: el momento en el que se mudaron a un pequeño piso, el poco dinero que tenían y lo gastiza que era ella. Tan problemática era la situación que Yukio se vio en la obligación, demasiado paternalista, de administrarle una paga. La narradora, que se confiesa con una absoluta falta de voluntad para hacer cualquier cosa, pasa los días echada a oscuras. Más adelante nos confesará que su relación con él se basa en una mezcla de pasión y maltrato, en la que, incluso, éste llega a estrangularla para, en cuanto recobra la consciencia, hacerle “el amor”, como ella lo denomina. Él nos dice: “no quiero que me arrastres al agujero donde estás”, es decir, a todo lo incierto y deprimente que la compone. Es tal la distancia entre ambos que Yukio, en un acto de insensibilidad, le confiesa sin remordimientos que le ha sido infiel sin tener que ofrecer justificaciones posteriores. Una constante recorre, además, este cuento: la tortuga que tienen como mascota ¿grita?, o es una alucinación recurrente de ella.

El último de los relatos del que hablaré aquí es El insecto dios. Como en todos ellos, la pasión juega un papel determinante, pues el sexo feroz y la insaciabilidad parecen ser los núcleos de las relaciones. Este cuento comienza con Uchida, novio de la narradora, regalándole a ésta un insecto de bronce que perteneció a su abuelo. Ella quiere sentir que no existe un vacío entre ellos pues, aunque se acuestan a menudo, puntualiza que “hacíamos el amor, pero cada uno por su cuenta”. La cuestión es que un día, en su trabajo, ella habla con un compañero aficionado a los insectos, un compañero con el que ella había mantenido relaciones sexuales. Aunque ella no está muy convencida, quedan los tres para cenar. Durante la cena, este compañero de trabajo cuenta la leyenda del insecto dios, una criatura grande, de carácter mitológico, que come ogros. Mientras se sucede esta narración, su pareja le toca la pierna con la mano, y el otro con el pie. Ella, debido a la bebida, está desconcertada. Y más aún lo estará cuando, abandonando el restaurante, escuche como el compañero le pide en voz baja, en un susurro imperceptible, hacer un trío. ¿Lo ha oído de verdad o es una alucinación, como el canto de la tortuga?

Estos relatos son realmente estimulantes (me gustaría mencionar también el interés de otro de ellos, Cien años, narrado por el fantasma enamorado de una suicida, del que por cuestiones de espacio no he podido hablar aquí), y están escritos con una prosa clara y conseguida, preocupada por presentar con precisión los hechos que narra y la dimensión psicológica de los personajes. Aunque bien pudieran leerse en una tarde, las posibilidades de profundizar en los temas de estas narraciones podrían acaparar nuestra atención durante mucho tiempo. Así, estoy convencido de que más pronto que tarde volveré a leer de nuevo algo de Kawakami.

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Herman Melville: Bartleby, el escribiente

Estoy convencido de que cuando se es capaz de dotar a un texto literario de una ambigüedad elevada, es decir, de relacionar con maestría la complejidad de las convicciones morales, de las posiciones vitales de los personajes y de la sociedad que los constriñe, con perspectivas narrativas sugestivas y convincentes, con voces reflexivas que se aventuran hacia asombradas indagaciones sobre el carácter de la naturaleza humana, cuando se es capaz de esto, digo, podemos dar por hecho que estamos ante un gran libro (¡y ojalá saber esto bastase para ser capaz de escribir uno!). No hace falta irse tan lejos como para hablar de Shakespeare o Cervantes a este propósito; ni siquiera venirse tan cerca como para citarnos con António Lobo Antunes o Cărtărescu: conocido sobre todo por la figura mítica de su cachalote blanco, Herman Melville (Nueva York, 1819–1891) también ha pasado a la historia de la literatura por haber dado vida a otra criatura igual de pálida y misteriosa, aunque sin duda más pequeña, que su proverbial cetáceo. Así es, estoy hablando de Bartleby, protagonista de Bartleby, el escribiente.

Este relato, publicado por primera vez en 1853 en el Putnam`s Monthly Magazine, cuenta la estática peripecia de Bartleby, copista de documentos legales recientemente contratado en Nueva York por un abogado, que será además el narrador de la historia, el filtro a través del cual el lector apreciará las peculiaridades de este extravagante empleado. El conflicto principal se desarrolla desde el rechazo constante del escribiente a la perspectiva de realizar aquello que se le manda y queda fuera de su estricto deber, que es copiar. Su respuesta a las demandas de su jefe es siempre la misma: Preferiría no hacerlo. Si esto ya fascina de por sí a su empleador, más lo descoloca la aparente docilidad con la que él mismo se somete a las preferencias de Bartleby, a sus negativas, no atreviéndose incluso a despedirlo. Oscilando desde la cólera hasta la comprensión más profunda, el narrador no es capaz de encontrar una forma correcta de abordar la actitud del escribiente y las emociones que este le suscita. En un primer momento nos los describe como un joven pulcro, respetable, desamparado, sosegado, que vive «ajeno a todo salvo a su trabajo», por eso su actitud refractaria le resulta tan desconcertante, pues aparentemente posee características optimas para ejercer su trabajo. Y más se desconcertará cuando vaya descubriendo que Bartleby apenas come y que, para mayor extrañeza aún, hace su vida, de la mañana a la noche, en el despacho: parece que lo ha convertido en su hogar. Pero ¿cuáles son las (des)motivaciones de Bartleby para entregarse a su inoperante nihilismo? Oh, este es el gran enigma del relato, un enigma no resuelto.

A pesar de que cada vez se va impacientando más, el abogado-narrador no es capaz de enfrentarse a él con solvencia y, cuando lo hace, pidiéndole que se vaya de allí, que le dará incluso dinero para que pueda regresar a su lugar natal, el escribiente desdeña tranquila, educadamente, el ofrecimiento. Todo lo que hace Bartleby le produce a su jefe una «dolorosa perplejidad». Llegados a cierto punto, el narrador tiene una epifanía que pasa por considerar a Bartleby como su protegido, como su «misión en el mundo». Se aprecia con claridad, gracias al trabajo de Melville, el proceso de envanecimiento del abogado, que se llega a considerar a sí mismo, en un momento dado, casi como un santo. Pero lo cierto es que su santidad, al ser más bien impostada, termina por desvanecerse, optando por remediar la imposibilidad de sacar a Bartleby de su despacho con la drástica acción de mudarse a uno nuevo y dejar allí al escribiente que, con el paso del tiempo, ha ido volviéndose más presa aún de la soledad, de la desesperanza y de la apatía que ya traía consigo. Ahora bien, como ya sabéis que no me gusta profundizar en exceso en las tramas para no revelar detalles que son más gratos descubrir a través de la lectura, no diré más al respecto.

Como ya planteaba al principio, la ambigüedad del texto, de lo que se presenta en él, se presta a tantas posibilidades interpretativas que siempre permitirá su actualización en épocas venideras: seguirá hipnotizando a nuevas generaciones, si esas generaciones se salvan de la cada vez más extendida pereza y mediocridad que impera en la cultura. Pero esa es otra historia. En todo caso, me gustaría destacar, antes de terminar con esta reseña, cómo Melville demuestra que la soledad, el aislamiento y la desesperanza son características que se alimentan unas a otras, engordándose mutuamente, para conducir finalmente a la incomunicación humana, que no es otra cosa que la negación de la vida. Así que hay que leer, porque leer es lo contrario de la negación de la vida.

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Oscar Wilde: Cuentos completos

Oscar Fingal O’Flahertie Wilde es la encrucijada de nombres con la que, el 16 de octubre de 1854, nació en Dublín uno de los escritores, poetas y dramaturgos irlandeses más celebrados del ancho mundo: Oscar Wilde. Los años siguen pasando desde que muriese en el Hôtel d’Alsace de París, en noviembre de 1900, y sus obras continúan editándose periódicamente. El retrato de Dorian Gray, así como su carta De profundis, escrita en la cárcel de Reading en 1897 mientras estaba acusado del delito de sodomía, y publicada cinco años después de su muerte, quizá sean los títulos que aparezcan en la cabeza del lector medio en cuanto se habla, en cuanto se menciona a Oscar Wilde. Quizá también algún cuento, como El Fantasma de Canterville o El príncipe feliz, broten con la simple evocación del nombre del autor. Precisamente hoy voy a hablar de su narrativa breve, editada en un solo volumen bajo el título Cuentos completos, por Penguin Clásicos.  

Este volumen comprende catorce cuentos, correspondientes a los conjuntos El crimen de lord Arthur Savile y otros cuentos (1891), El príncipe feliz y otros cuentos (1888), El retrato del señor W. H. (1889), que es un cuento independiente, y Una casa de granadas (1891), así como seis poemas en prosa de marcado carácter espiritual y religioso. Lo primero que hay que advertir sobre estos cuentos es que muchos de ellos, desde luego no todos, resultarán un tanto desaboridos al paladar del lector contemporáneo: lo limitado de su técnica y la general forma estereotipada de los personajes no son en exceso sugestivos. Sin embargo, la mezcla de elementos feéricos (palabro que refiere a los cuentos de hadas) y su modo de narrar tan marcadamente fabulado, con una ironía y candidez que se entrelazan con mucha naturalidad, hacen de algunos de estos cuentos piezas muy singulares y seductoras por la frescura de su temperamento y profundidad. Hablemos brevemente de algunos de ellos, de aquellos no tan conocidos.

En El distinguido cohete, por ejemplo, un paje agrada a su príncipe con un comentario sobre su futura esposa, una princesa rusa de piel casi transparente con la que se va casar, y ve por ello doblada su paga; pero como no cobraba nada, la cosa se queda para el pajecillo en poco más que una elevación de su prestigio. Cuando la narración parece que tendrá como protagonista a este agudo cortesano, así como la boda que se va a celebrar esa misma noche, la narración vira para que sea un determinado conjunto de objetos el que se lleve nuestra atención. Dichos objetos tienen ideas sobre el mundo, poseen conceptos morales y discuten entre sí. De ellos, es el cohete el más egocéntrico de todos, el que en mayor estima se tiene a sí mismo: se cree incluso que la boda real que tendrá lugar se celebrará para que él, en cuanto sea lanzado al cielo y lo llene de colores, maraville a todos los presentes, porque todos los presentes están deseando verlo a él y no a los novios. El cohete, el distinguido cohete, habrá de recibir una poderosa lección al finalizar la historia.

Un conmovedor relato, impregnado de esa espiritualidad cristiana que estila e impregna buena parte de estos cuentos, es El gigante egoísta, en el que dicho gigante, que posee un hermoso jardín, descubre que unos niños han entrado en él sin su permiso. Los echa y, con el paso del tiempo, se percata de que las estaciones no entran en él, de que la primavera ha pasado por alto su terreno. ¿Qué sucederá para que el gigante convierta su jardín en un paraíso del que hacerse merecedor? Este cuento pertenece al conjunto El príncipe feliz y otros cuentos, quizá el grupo de narraciones más conseguidas de Wilde. Por lo que se refiere a los poemas en prosa que cierran el volumen, me atrevo a señalar que no causaran impresión alguna en el lector, al margen de un cierto tedio. Por otro lado, para los auténticos devotos de Wilde cumplirán una función de complemento y conocimiento general de su obra que los satisfacerá.

Sin duda, no todos los textos de Wilde resultarán entretenidos o memorables para el lector, pero en todos ellos se presenta esa pizca de sabiduría que nunca está de menos adquirir para nosotros mismos y nuestras vidas.

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Dorothy Parker: Narrativa completa

Lo sepa o no, quien no ha leído a Dorothy Parker (Nueva Jersey, 1893 – Nueva York, 1967) se niega la placentera y fructífera oportunidad de educarse en el siempre útil arte de la ironía. Y no me refiero a la ironía entendida como esa pantomima atropellada que practican, especialmente, políticos y periodistas por escrito, o en vivo y en directo, pálido reflejo de lo que habría de ser una sana acidez verbal, sino más bien al nivel más agudo e incisivo de dicho arte, el de decir lo que no se dice diciendo lo contrario de lo que se quiere decir. Pero diciéndolo con oscura e impasible gracia, claro. Ahora bien, como con todo, sucede aquí que querer ser un gran ironista no es poder ser un gran ironista, pues hace falta también una cierta predisposición u aptitud innata para ser bueno en algo, para dominarlo con solvencia, incluso la ironía. Pero no se alarmen, todo aquel que lea este libro saldrá renovado y mejorado en el sarcasmo: en esto, la escritora norteamericana es más que una maestra, es una escuela.

Prueba de ello, muestra de sus afiladas dotes literarias que a mí tanto me divierten, es este inapreciable volumen que contiene el grueso de sus historias, editado por Lumen en cartoné y que cuenta también con una edición más económica de bolsillo. Dorothy Parker dispuso en sus cuentos, que son una suerte de cuadritos sucintamente escuetos pero altamente incisivos, pinturas que cabrían en platos decorativos, toda la avaricia, toda la sumisión, toda la verborrea, todo el egocentrismo, todo el resentimiento y todos los celos que puede dar, intensamente, esa porción de la especie humana a la que llamamos civilizada. Lo hizo con historias de corte ligero en las que intervienen pocos personajes: todos ellos pertenecientes, las más de las veces, a las clases medias y altas norteamericanas de la primera mitad del pasado siglo. A veces es tan cruel que uno se siente mal al sonreír ante la afectación, pensamientos o maneras de sus humanas creaciones. Pero uno se ríe igual, claro.

La capacidad de Dorothy Parker como escritora va más allá de su afilada lengua y sus erosivas palabras, pues tiene también el maravilloso mérito de saber, con una o dos frases, darnos una idea clara de una situación, del espacio en el que se desarrolla y de la naturaleza de quienes están él. Sirva como ejemplo de esto último el inicio de su cuento El encantador anciano caballero: «Si los Bain hubiesen dedicado años de su vida a convertir el salón de su casa en un museo, pequeño pero admirable, de objetos destinados a sugerir incomodidad, sensaciones desagradables o incluso una tumba, no habrían tenido un éxito mayor». ¿Se puede expresar mejor la falta de gusto de un lugar y la psicología de sus moradores sin detenerse en pesadas enumeraciones de objetos y cachivaches? Como sería una tarea extravagante para el objetivo de este blog (que no es otro que animar a la gente a que descubra buenos libros y los disfrute), voy a detenerme en uno de sus relatos, que creo que representa bien el tono general de su obra.

El pequeño Curtis, publicado en febrero de 1927, es un cuento en el que se ridiculiza, esencialmente, esa tríada compuesta por la avaricia (dinero), la soberbia (inter pares) y el desprecio (clasista) en la figura de la señora Matson que, perteneciente a una clase acomodada, acaba de adoptar junto a su marido a un niño, el pequeño Curtis, elegido «como seleccionaba todas las cosas: uno bueno y que fuese duradero». El relato comienza dándonos un retrato, característico de la pluma de Parker, de la señora Matson. Para justificar lo agarrada que es, dicha señora elabora argumentos de todo tipo: para ella, comprar ropa nueva de uso diario es una acción extravagante y propia de clases inferiores, pues mientras una prenda continúe ofreciendo «calor y recato», nunca habrá motivo para abandonarla. Mientras va por la calle, después de salir de una tienda y tras haber apuntado en una libretita el precio de una canastilla de caramelos, casi choca con una mujer ciega, vendedora ambulante, de la cual piensa inmediatamente que en realidad no es ciega, que finge su discapacidad y que, probablemente, sea propietaria de un bloque de edificios; está convencida también, en su malpensado espíritu, de que quienes venden cosas en la calle poseen, a escondidas, «grandes cuentas bancarias». Estos desvaríos, unidos a su solemnidad, son la clave de su irónico humor.

Al volver a casa, la señora Matson se encuentra con su pequeño Curtis (al que jugando en la calle con el hijo de un fogonero, así que le manda separarse del otro niño, indignada, e irse para casa con ella. Esa tarde se reunirá con sus amigas para tomar el té, en su propia casa, y hablar del pequeño y de cosas vulgares con pretenciosidad. Una de estas mujeres está prácticamente sorda y ha pasado por innumerables especialistas para tratarse de su mal, siendo lo mejor que consiguió para ello, finalmente, una trompetilla a través de la cual se dirigían a ella, cuando lo hacían, con banalidades sobre el tiempo y otras naderías: «para escuchar tales observaciones había soportado indecibles sufrimientos durante años». Al final del relato, cuando se van a despedir, el señor Matson tira sin querer la trompetilla de la anciana, lo que provoca la risa del pequeño Curtis. Su madre le reprende y les pide perdón a las señoras, diciendo que nunca había visto a su hijo darse el funesto gusto de reírse. En fin, mejor es leer el cuento y dejar de leerme a mí.

Pasar las horas con Dorothy Parker es lo mejor que uno puede hacer si desea asistir en concentradas dosis a una memorable exhibición de causticidad y conocimiento de la naturaleza humana. Siempre hay que tenerla a mano, porque siempre es actual.  

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Voltaire: Cuentos filosóficos

Pocas serán las personas que nunca habrán oído, aunque sea de pasada, el sobrenombre de Voltaire: nacido como François-Marie Arouet, vino al mundo en París en 1694, misma ciudad en la que murió ochenta y tres años después. Paradigma de la lucha por la tolerancia, a menudo mal citado en redes sociales y siempre parejo en la imaginación a los enciclopedistas franceses, Voltaire se entregó a dos tareas por las que siento predilección: el pensamiento y el sarcasmo. Y cuando hablo de sarcasmos englobo también la sátira, la ironía y la burla constructiva. Parece ser que estas críticas inclinaciones deben mucho al temperamento de su madre, mujer ingeniosa y mordaz.

Como buen ilustrado, su curiosidad le llevó a practicar, no sólo la escritura de textos críticos sobre asuntos sociales concretos, sino también el teatro, la biografía, la poesía, la historia… por no hablar directamente de su Diccionario filosófico. A estas propuestas se les ha de añadir también la del cuento: no como mero entretenimiento para las horas muertas, sino como una forma de la literatura que se presta a vehicular disputaciones filosóficas: no olvidemos que Platón desarrolló su filosofía esencialmente a través de diálogos, o que Samuel Johnson (1709-1784), contemporáneo de Voltaire, en La historia de Rasselas, principe de Abisinia, ensaya, por ejemplo, un estilo y pretensiones parecidas. Ahora bien, ¿merece la pena leer hoy los cuentos de Voltaire? Por supuesto.

François-Marie Arouet, Voltaire

La mejor introducción a ellos se encuentra en la edición de Cátedra, titulada Cándido. Micromegas. Zadig, que son los tres nombres de los tres protagonistas de los tres cuentos, publicada ya, en su decimosegunda edición, en 2017. ¿Qué encontramos en estos cuentos? Los tres son un intento de presentar la complejidad de la naturaleza humana a través de distintas peripecias: Cándido es un crédulo inocentón al que la vida le va curtiendo con sus vaivenes; Micromegas es un gigante que relativiza la visión de las cosas en términos absolutos; y Zadig es una humilde epopeya oriental sobre la adquisición de una sabiduría equilibrada en un mundo que de nuevo, como pasaba con Cándido, se muestra hostil y azaroso para la vida humana.

En uno de aquellos planetas que giran alrededor de la estrella llamada Sirio, había un joven muy inteligente, al que tuve el honor de conocer en el último viaje que hizo a nuestro pequeño hormiguero; se llamaba Micromegas, nombre que les va muy bien a todos los que son grandes

Por lo que a mí respecta, aún siendo Cándido su obra más conocida por la crítica que hace del optimismo panglosiano (Pangloss es un filósofo ficticio que aparece en la obra como tutor de Cándido y que no hace más que preciarse de vivir en el mejor de los mundos posibles, parodiando aquí Voltaire al filósofo alemán y no-ficticio, Leibniz), tanto Micromegas como Zadig (en este orden) pueden satisfacer mejor a un lector contemporáneo: son más dinámicos, irónicos y reflexivos. En definitiva, más disfrutables.

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A. M. Homes: Días temibles

Aunque el nombre de Amy M. Homes, al menos en su forma abreviada A. M. Homes, no resulta desconocido en la esfera lectora española, quizá no goce aún de todas las atenciones que se merece por parte de los lectores: su nuevo libro Días temibles, recién editado en España por Anagrama (traducido por Andrés Barba), es otra de sus certeras exhibiciones literarias, cargadas todas ellas de agudeza sociológica, de ritmo narrativo y de caustico humor. Este libro es una colección de doce relatos que oscilan entre dos elementos predominantes: la conciencia personal y sus terrenos de penumbra, por un lado, y las aspiraciones individuales a la imagen definitiva, al cuerpo perfecto, a la pose esperada de nosotros por los demás.

Días temibles es otra de sus certeras exhibiciones literarias, cargadas todas ellas de agudeza sociológica, de ritmo narrativo y de cáustico humor. Una de las características más notables de la obra de A. M. Homes, tanto en sus libros anteriores como en este, es su capacidad para desnudar y contemplar en su mediocridad el esnobismo y la falta de cercanía hacia la realidad, hacia los problemas reales del mundo, de todas esas personas que se preocupan por asuntos realmente banales, fruto de su situación acomodada y que termina por resultar aislacionista, como no comer más de diez calorías en la cena o cambiar la pigmentación de los ojos, como sucede en el relato Hola a todos.

HOMES

                        A. M. Homes

En estas historias el cuerpo se transforma en un espacio que hay que intervenir y adulterar en mayor o menor medida para cumplir con los dogmas de las sociedades contemporáneas, de consumo e imagen, y en los que esta atención materialista repercute en la desatención de la mente, de la razón, de la conciencia, de uno mismo: lo más brillante de Homes es que te acerca a ello sin caer en estereotipos que disminuyan la calidad literaria. Y eso no es poco.

En uno de los relatos más destacados, titulado Días de ira, la protagonista dice: La gran pregunta es: ¿en qué consisten las obligaciones de la conciencia? ¿Es posible educarnos para hacer las cosas de otro modo? Y estas dos preguntas son la constante del libro, porque los personajes son básicamente receptáculos aislados en entornos consumistas y superficiales, perfilados hábilmente desde la distancia, que rumian sus propias neurosis hasta la saciedad, acumuladas durante más o menos tiempo, y que son incapaces todos ellos de dar salida a sus frustraciones o de aceptarse tal y como son, de conocerse y cuestionarse a sí mismos para hacer las cosas de otro modo. El rechazo, la incomunicación y la desorientación están presentes en este libro, un libro que es hoy importante y que el lector agradecerá: porque es literatura crítica que no nos miente. Es decir, porque nos da herramientas válidas para enjuiciar afiladamente nuestro entorno.

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*Esta reseña se publicó originalmente en el Huffington Post, edición española.

Raymond Carver: Principiantes

La última vez que leí a Raymond Carver (Oregón, 1938 – Port Angeles, Washington, 1988) fue hace casi dos años. Lo recuerdo porque hice el comentario de su libro Catedral aquí mismo. Antes, mucho antes, ya me había acercado, sin mucho interés, a De qué hablamos cuando hablamos de amor, que es la versión intervenida (casi mejor decir mutilidad) de Principiantes. El encargado de la carnicería fue su editor, Gordon Lish, que alteró la versión original de los textos, de los cuentos que le presentó Carver en 1980, y que fueron publicados por la editorial Alfred A. Knopf en 1981. Se estima que el editor eliminó más del 50% del texto original. El título del libro, en ambos casos, parte del mismo relato, Principiantes: De qué hablamos cuando hablamos de amor es una frase del mismo, que usó Lish como aglutinante.

Carver

                           Raymond Carver

En mi caso, he disfrutado mucho más de esta lectura, una lectura que está libre de intervenciones ajenas y en la que, a mi juicio, se encuentra una mayor coherencia y profundidad. Encuentro a un Carver más poderoso e igual de cortante. Pondré un ejemplo. En el libro De qué hablamos… hay un cuento que lleva por título Belvedere, y comienza así:

Por la mañana me echa Teacher’s en la barriga y lo apura a lametones. Y esa misma tarde trata de tirarse por la ventana.
Yo digo:
—Holly, esto no puede seguir así. Esto tiene que acabar

Ahora, veamos cómo se enriquece, con dos o tres frases más, la fatiga del narrador de la historia, en la versión de Principiantes:

Por la mañana me echa whisky Teacher’s en la barriga, y lo apura a lametones. Y esa misma tarde trata de tirarse por la ventana. No aguanto más la situación, y se lo digo. Digo:
—Holly, esto no puede seguir así. Esto es de locos. Esto tiene que acabar.

Por supuesto, en este libro de Carver lo que se encuentra, a pesar de las intervenciones, son a sus personajes de siempre con su estilo de siempre, paseando borrachos o solitarios por una vida insustancial, plagada de tragedias que se cuentan sin ningún tipo de artificio. De todas la edades y sexos, en los cuentos de Principiantes nadie se libra de la frustración y la sorpresa desagradable: exparejas que cortan cables del teléfono por celos, conversaciones sobre el amor que incluyen la tolerancia de la violencia, accidentes, nervios, etc. De todos los cuentos, yo destaco uno, cuyo inicio me parece (ya me lo pareció en su día) impresionante. El relato es Visor, y comienza así:

Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente, y de unos cincuenta años.
—¿Cómo perdió las manos? —le pregunté, cuando me dijo lo que quería.

—Ésa es otra historia —dijo—. ¿Quiere una foto de su casa o no?

Si pueden hacerlo, léanse el libro. Si no les interesa demasiado Carver por lo menos lean Visor, un relato sobre nada y sobre todo. Una obrita de arte para no tan principiantes.

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Dylan Thomas: Hacia el comienzo

No sabría cómo expresar de forma acertada mi admiración por Dylan Thomas (Swansea, 1914-Nueva York, 1953). Y, más aún, por la prosa de Dylan Thomas. Conocido esencialmente como poeta, existe un absoluto desdén, una absoluta desatención por sus cuentos, por sus relatos, por su apuesta narrativa. Sin duda es totalmente comprensible que su poesía haga las veces de núcleo y carta de presentación, una carta de presentación más que ilustrativa de su valía, pero esto no debería entorpecer la aproximación al conjunto de relatos que escribió Dylan Thomas a lo largo de su vida, y que aparecen recogidos en distintos tomos por Mondadori —o si no en un solo titulado Relatos completos (DeBolsillo, 2003)—:  editado en 1998, Hacia el comienzo es el primero de ellos y del que he venido yo aquí a decir unas palabras.

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                                        Dylan Thomas

Lo más fascinante de los cuentos recogidos en este volumen, es la extraordinaria simbiosis que se produce entre la prosa y su pura narratividad y la acentuada presión lírica de las imágenes y el vocabulario que utiliza Dylan Thomas. Todos los textos están barnizados por una atmósfera onírica en la se desarrollan historias que beben y presentan, a veces de forma sustancial y otras como un tenue destello, temas bíblicos y folclóricos de su país: un fuerte simbolismo recorre con fuerza todos los relatos, del primero de ellos al último. Pero no se trata de simples y eruditas referencias a estos ámbitos, sino muy al contrario, del resultado del ejercicio artístico del galés, que resulta, todo él, tan personal como distante. La muerte, el dolor, la soledad, el amor e incluso un cierto absurdo son los temas principales. Hay niños, ancianos, jóvenes, que son asesinos, vagabundos o desorientados místicos.

La anciana del piso de arriba estaba muriéndose desde que Helen alcanzaba a recordar. Estaba tendida en las sábanas, como una mujer de cera, desde que Helen era una niña que acudía a la casa con su madre para llevar fruta recién cogida y verdura fresca a la moribunda. Ahora, Helen era un mujer hecha y derecha, con su delantal y su vestido estampado; llevaba el cabello recogida en un moño en la nunca.Se levantaba todas las mañanas con los primeros rayos del sol, encendía el fuego en el hogar, dejaba entrar al gato de ojos rojos.
(La historia verdadera)

Son un total de veinte cuentos que destilan un extraordinario magnetismo. Hay libros que están hechos para auténticos lectores, para aquellos que no se conforman con un argumento, con una historia que va y viene sorprendiéndonos en ciertos puntos: este libro es uno de ellos. Dylan Thomas es un escritor que si es capaz de entrar en ti, ya nunca va a salir de tu cabeza. Lo más probable es que lo leas y releas siempre maravillado, maravillada, porque sus páginas no dejan de ser extensiones cargadas de riquezas. Ya lo dije al principio: No sabría cómo expresar de forma acertada mi admiración por Dylan Thomas. Y lo sigo diciendo. No sé cómo hacerlo.

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