Czesław Miłosz: El poder cambia de manos
A medida que corren los años me voy dando aún más cuenta de que fueron muchos los escritores que entraron en mi vida por esa puerta literaria llamada Joseph Brodsky. En sus ensayos y artículos siempre solía dejar las migas de algún nombre, alguna referencia que conducía, si se seguían dichas migas con una cierta ilusión, a nuevas oportunidades de seguir ampliando el bagaje cultural y experiencial de uno. Y como yo siempre he estado dispuesto a librarme de mis muchas ignorancias, aunque nunca lo haya conseguido, he terminado por calar en muchas lecturas gracias a él: algunas con escasa suerte, otras con mayor y duradero premio. Como no tengo ahora el libro de Brodsky a mano (titulado Menos que uno), no soy capaz de citar la frase de Miłosz en su forma exacta, pero decía algo así como que el corazón nunca muere cuando uno cree que debería: fue la primera vez que leí el nombre de este poeta polaco, Czesław Miłosz (1911-2004), Nobel de Literatura en 1980. Ahora, casi dos décadas después, he leído por primera vez una de sus novelas tras haberlo tenido siempre indefectiblemente asociado a la poesía. La experiencia no ha sido para nada decepcionante.
El poder cambia de manos (1953), novela a la que voy a dedicarle hoy unas palabras, nos presenta una coyuntura político-social en la que se desarrollan los miedos e incertidumbres de los distintos personajes que se ven enredados y sometidos a ella: a finales de la Segunda Guerra Mundial, en el verano polaco de 1944, los alemanes se han retirado del tablero y han aparecido, con su sangrienta dialéctica y burocracia, los revolucionarios soviéticos. En esta situación transitoria en la que, efectivamente, el poder cambia de manos, distintas fuerzas interactúan entre sí: por un lado, destacan los polacos que se enfrentan a los nazis con la intención de mantener su independencia y la permanencia del gobierno democrático, exiliado en Londres, conocidos como Ejército del país; por otro, el Ejército Popular, comunista y vinculado al Ejército Rojo, cuya intención es instaurar en Polonia, tras librarse del nazismo, una república soviética. En el libro nos encontramos con personajes que participan activamente en la lucha, como soldados, oficiales, enfermeras, redactores de periódicos: cada unos de ellos, además, con sus propias luchas internas, en las que las emociones más primitivas y elevadas tiene siempre cabida.
La narrativa de Miłosz no prescinde de imágenes poéticas precisas, insertadas en las reflexiones de los personajes («Esto y el sabor de una manzana, y el sol, serán lo mismo cuando ya no existamos»), en sus apreciaciones («detrás de una puerta abierta, una luz intensa. El vino se ilumina en los vasos. Las manos sobre la mesa: la tangibilidad, la redondez del poderoso cuerpo humano. Los cuellos: “mi amiga tiene el cuello transparente y por eso veo cuanto come y bebe”. Recuerdo esa canción. Detrás de ellos, en las paredes, unas cacerolas. Brillo de cobre») o bien en las descripciones generales del narrador. Asimismo, El libro posee escenas interesantes, sobrecogedoras incluso: por ejemplo, el banquete de los artistas y su cínica y patética sumisión al nuevo régimen; también está, durante un bombardeo en Varsovia, la presencia fantasmal de los pacientes de un psiquiátrico que han queda libres y vagan por las ruinas como espectros.
Podemos afirmar que la novela nos habla, sobre todo y por supuesto no únicamente, de la tristeza del fanatismo político, de que las posiciones extremas terminan por suponer, esencialmente y para quienes solo quieren hacer su vida, estar tranquilos y prosperar en un mundo libre, un cambio de miedo, de sufrimientos, de sometimiento a un tipo distinto de tiranía. Definitivamente, esta es una buena novela que se deja leer muy fácilmente a pesar de su considerable contenido: Miłosz siempre supo poner de relieve el sentido más profundo de las cosas obvias, sin duda una de las tereas más elevadas dentro de la creación artística.
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