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Impresiones literarias

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Dorothy Parker: Narrativa completa

Lo sepa o no, quien no ha leído a Dorothy Parker (Nueva Jersey, 1893 – Nueva York, 1967) se niega la placentera y fructífera oportunidad de educarse en el siempre útil arte de la ironía. Y no me refiero a la ironía entendida como esa pantomima atropellada que practican, especialmente, políticos y periodistas por escrito, o en vivo y en directo, pálido reflejo de lo que habría de ser una sana acidez verbal, sino más bien al nivel más agudo e incisivo de dicho arte, el de decir lo que no se dice diciendo lo contrario de lo que se quiere decir. Pero diciéndolo con oscura e impasible gracia, claro. Ahora bien, como con todo, sucede aquí que querer ser un gran ironista no es poder ser un gran ironista, pues hace falta también una cierta predisposición u aptitud innata para ser bueno en algo, para dominarlo con solvencia, incluso la ironía. Pero no se alarmen, todo aquel que lea este libro saldrá renovado y mejorado en el sarcasmo: en esto, la escritora norteamericana es más que una maestra, es una escuela.

Prueba de ello, muestra de sus afiladas dotes literarias que a mí tanto me divierten, es este inapreciable volumen que contiene el grueso de sus historias, editado por Lumen en cartoné y que cuenta también con una edición más económica de bolsillo. Dorothy Parker dispuso en sus cuentos, que son una suerte de cuadritos sucintamente escuetos pero altamente incisivos, pinturas que cabrían en platos decorativos, toda la avaricia, toda la sumisión, toda la verborrea, todo el egocentrismo, todo el resentimiento y todos los celos que puede dar, intensamente, esa porción de la especie humana a la que llamamos civilizada. Lo hizo con historias de corte ligero en las que intervienen pocos personajes: todos ellos pertenecientes, las más de las veces, a las clases medias y altas norteamericanas de la primera mitad del pasado siglo. A veces es tan cruel que uno se siente mal al sonreír ante la afectación, pensamientos o maneras de sus humanas creaciones. Pero uno se ríe igual, claro.

La capacidad de Dorothy Parker como escritora va más allá de su afilada lengua y sus erosivas palabras, pues tiene también el maravilloso mérito de saber, con una o dos frases, darnos una idea clara de una situación, del espacio en el que se desarrolla y de la naturaleza de quienes están él. Sirva como ejemplo de esto último el inicio de su cuento El encantador anciano caballero: «Si los Bain hubiesen dedicado años de su vida a convertir el salón de su casa en un museo, pequeño pero admirable, de objetos destinados a sugerir incomodidad, sensaciones desagradables o incluso una tumba, no habrían tenido un éxito mayor». ¿Se puede expresar mejor la falta de gusto de un lugar y la psicología de sus moradores sin detenerse en pesadas enumeraciones de objetos y cachivaches? Como sería una tarea extravagante para el objetivo de este blog (que no es otro que animar a la gente a que descubra buenos libros y los disfrute), voy a detenerme en uno de sus relatos, que creo que representa bien el tono general de su obra.

El pequeño Curtis, publicado en febrero de 1927, es un cuento en el que se ridiculiza, esencialmente, esa tríada compuesta por la avaricia (dinero), la soberbia (inter pares) y el desprecio (clasista) en la figura de la señora Matson que, perteneciente a una clase acomodada, acaba de adoptar junto a su marido a un niño, el pequeño Curtis, elegido «como seleccionaba todas las cosas: uno bueno y que fuese duradero». El relato comienza dándonos un retrato, característico de la pluma de Parker, de la señora Matson. Para justificar lo agarrada que es, dicha señora elabora argumentos de todo tipo: para ella, comprar ropa nueva de uso diario es una acción extravagante y propia de clases inferiores, pues mientras una prenda continúe ofreciendo «calor y recato», nunca habrá motivo para abandonarla. Mientras va por la calle, después de salir de una tienda y tras haber apuntado en una libretita el precio de una canastilla de caramelos, casi choca con una mujer ciega, vendedora ambulante, de la cual piensa inmediatamente que en realidad no es ciega, que finge su discapacidad y que, probablemente, sea propietaria de un bloque de edificios; está convencida también, en su malpensado espíritu, de que quienes venden cosas en la calle poseen, a escondidas, «grandes cuentas bancarias». Estos desvaríos, unidos a su solemnidad, son la clave de su irónico humor.

Al volver a casa, la señora Matson se encuentra con su pequeño Curtis (al que jugando en la calle con el hijo de un fogonero, así que le manda separarse del otro niño, indignada, e irse para casa con ella. Esa tarde se reunirá con sus amigas para tomar el té, en su propia casa, y hablar del pequeño y de cosas vulgares con pretenciosidad. Una de estas mujeres está prácticamente sorda y ha pasado por innumerables especialistas para tratarse de su mal, siendo lo mejor que consiguió para ello, finalmente, una trompetilla a través de la cual se dirigían a ella, cuando lo hacían, con banalidades sobre el tiempo y otras naderías: «para escuchar tales observaciones había soportado indecibles sufrimientos durante años». Al final del relato, cuando se van a despedir, el señor Matson tira sin querer la trompetilla de la anciana, lo que provoca la risa del pequeño Curtis. Su madre le reprende y les pide perdón a las señoras, diciendo que nunca había visto a su hijo darse el funesto gusto de reírse. En fin, mejor es leer el cuento y dejar de leerme a mí.

Pasar las horas con Dorothy Parker es lo mejor que uno puede hacer si desea asistir en concentradas dosis a una memorable exhibición de causticidad y conocimiento de la naturaleza humana. Siempre hay que tenerla a mano, porque siempre es actual.  

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Thomas Bernhard: El origen

Los escritores exigentes siempre suelen dar buenos lectores. Y si además están como sumidos en un cabreo continuo, en cierta apatía, pueden agitar poderosamente el pensamiento de quien se enfrenta a (con) ellos. Thomas Bernhard (Heerlen, 1931 – Gmunden, 1989), en todo caso, es para mí uno de estos autores que azuza gravemente, para bien o para mal, al que lo lee. Sus Relatos autobiográficos (Anagrama, 2009) son la muestra esencial de sus obsesiones, de su estilo, de su exigencia como escritor. El primero de estos relatos, del único que voy a hablar aquí, es El origen. Una indicación (1975) en el que presenta su infancia y adolescencia, hasta que deja finalmente el instituto con quince años.

Foto: Google imágenes

                              Foto: Google imágenes

Toda ella, la infancia-adolescencia de Bernhard, está marcada por múltiples aversiones: la ciudad de Salzburgo, los ciudadanos de Salzburgo, la educación de Salzburgo, el nacionalsocialismo, especialmente en su versión salzburguesa, y por el catolicismo post-nacionalsocialista. Es curioso y determinante que divida el texto en dos partes que a la postre para él significan el mismo estancamiento, la misma mendacidad: Grünkranz, por un lado, El tío Franz, por otra. Él primero es el nombre del director del internado en el que vivía, un hombre que encarnaba las miserias y rectitud irreflexiva del espíritu hitleriano: el ejemplo de lo antinatural, del pensamiento y la moral que ahogaba y mataba lo auténtico de cada ser. Durante la guerra, en este periodo, alternaría las horas entre los refugios antiaéreos, sus clases de violín en una habitación llena de zapatos y su ansiedad por quitarse de en medio, a través del suicidio.

»La época de aprender y de estudiar es, principalmente, una época de pensar en el suicidio, y quien lo niega, lo ha olvidado todo»

El tío Franz representa la misma corrupción del alma pero desde la esfera de la religión: Bernhard describe lo poco que varió su vida de una disciplina a otra por aquel entonces, en la que la imagen de Hitler se cambiaba por una cruz y los himnos nazis se suprimían por oraciones y cantos piadosos. Aquí, en el instituto ya, sufre lo mismo que antes pero de una forma menos agónica, aunque siempre abundando en lo humillado y ofendido que se sentía en el día a día. Analiza con severidad a los profesores, a los alumnos y a la sociedad, pues encuentra en el microcosmos del sistema educativo un símil a menor escala de ésta, en el que hay que buscar víctimas y denigrarlas: Bernhard recuerda a un niño tullido, hijo de un arquitecto, y a un feo y ridículo profesor de geografía como los blancos paradigmáticos del escarnio público. Tal es la forma en la que la sociedad funciona también. Toda una exhibición pesimismo y concienciación.

Por tanto, cualquier persona que esté sumida en el hartazgo de nuestro mundo, de sus corrupciones e ideales falsos, va a encontrar en Bernhard un impulso para seguir desanimado, pero eso sí, de una forma más sutil, quizá acerada y sincera también. Hay que leer a Bernhard.

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ