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Impresiones literarias

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Severino Boecio: Consuelo de la filosofía

Por debajo de la que podríamos denominar primera línea de la filosofía occidental, es decir, el conjunto de filósofos y filosofías que han gozado y gozan de un mayor predicamento en la cultura popular, existe toda una plétora de pensadores que aparecen como figuras secundarias o terciarias, un tanto vagarosas e imprecisas, destinadas a ser algo así como meros epígonos o subproductos de una historia del pensamiento que recorre cotas más elevadas. Pero nada más lejos de la realidad. Así, entre estos últimos, me parece que Boecio tiene un papel destacado. Es cierto que si se menciona en algún contexto distendido su obra principal, Consuelo de la filosofía, un buen número de lectores y personas con un mínimo nivel de cultura serán capaces de reconocerla, al menos de oídas. Su autor, Severino Boecio, puede venir también a la cabeza, pero con toda probabilidad se irá poco más allá de estas dos coordenadas. ¿De qué trata el libro? ¿En qué circunstancias se escribió? ¿De qué temas se ocupa y cómo? Son estas algunas de las preguntas que voy a abordar aquí brevemente, con el objetivo, como siempre hago en este espacio, de que cualquier lector se acerque a la obra mejor situado, si es que desea leerla, algo que recomiendo vivamente.

A Boecio (ca.480-524) se le tiene, nada menos, por el último de los romanos y el primero de los escolásticos, algo así como decir que fue el último de los hombres antiguos y, a su vez, el primero de los medievales. Esta afirmación tan categórica se debe a su papel como iniciador preocupado, en buena medida, por los que acabarían siendo los problemas intelectuales de la Edad Media. Su tarea principal consistió esencialmente en verter el conocimiento de la cultura griega al mundo latino a través de traducciones y comentarios de autores como Porfirio, pero especialmente de Aristóteles: sin embargo, su temprana muerte dio al traste con su proyecto de traducción de las obras del filósofo de Estagira. Los intereses de Boecio fueron variados, pero se preocupó especialmente por cuestiones relacionadas con la lógica y los universales (si existen o no, si son corpóreos, etc.), y también por todo lo tocante a la fe, la razón y la felicidad humanas. Pero Boecio, hay que tenerlo presente, no fue un filósofo encastillado en ninguna torre de marfil, sino que se dedicó activamente a la política («si deseé ejercer funciones públicas fue para que mi capacidad no se consumiera sin provecho»), llegando a ser cónsul en el año 510 y, más de una década después, aún continuaba ascendiendo y adquiriendo mayores responsabilidades en la corte de Teodorico el Grande (454-526), lo que finalmente conduciría a su propia ruina.

El poder, bien es sabido de todos, suele traer consigo, entre otras cosas, un buen número de enemigos y opositores que harán lo posible por despojar a uno de su poder; algo tan de ayer como de hoy. Esto precisamente le sucedió a Boecio, que fue calumniado y atacado por un miembro del partido contrario, un tal Cipriano, lo que supuso para el filósofo nada menos que ser arrestado y sentenciado a muerte sin poder, siquiera, defenderse. Antes de que le cortaran la cabeza en el invierno de 524 en el conocido como Ager Calventianus, en la llanura Padana, al norte de Pavía, pasó varias jornadas encarcelado, sumido en la mayor de las desesperaciones, y fue allí donde redactó su De consolatione philosophiae, la obra que aquí nos ocupa y que yo manejo en la edición de Acantilado, publicada en 2020 con una magnífica traducción de Eduardo Gil Bera. Da cuenta Boecio de su sufrimiento ya desde el principio: «Yo que siempre canté a la alegría, hoy entono estas tristes cadencias. Me dictan estas palabras las desgarradas musas y el llanto baña mi rostro mientras escribo». Pero Boecio, a pesar de su desconsuelo, no tarda en renunciar a su tristeza gracias a las palabras y conversación que le da una mujer que entra en su celda y a la que tarda un poco en reconocer: la filosofía.

Tras hacer una descripción de sus rasgos y vestimenta, Boecio se da cuenta del recelo, por no decir desprecio, con el que la personificación de la filosofía observa a las musas de la poesía que dictan al filósofo sus lamentos. La filosofía las tilda de «cortesanas del teatro», más preocupadas de agudizar los dolores del enfermo con sus dulces venenos que de remediarlos. En cuanto las espanta, la filosofía intenta volver a situar a Boecio en la cordura del conocimiento de la auténtica filosofía: quiere sacarlo de los lamentos y la desesperación para que no olvide quién es, es decir, un hombre que se nutrió de la filosofía y que debe recuperar las armas intelectuales y morales que esta le entregó para superar la tan pesada carga que ahora le toca vivir. El objetivo principal que se propone la personificación de la filosofía es apartar el miedo del prisionero a través de la discusión de distintos temas que le conciernen por lo trágico de su situación. Comprender que todo está gobernado por la inteligencia divina y no por el azar, demostrará a Boecio que nada debe temerse.

Para ello se aplican a discutir, el filósofo y la filosofía, sobre las características de la Fortuna, aunque especialmente una, pues parece contraintuitiva: cuanto más favorable es, más perniciosa resulta al ser humano, pues lo aleja de la auténtica felicidad. Lo que introduce el problema de cuál es el auténtico bien: no son los honores, el prestigio, los cargos políticos o sociales, los placeres o la riqueza, esto es, los bienes terrenales, sino que la auténtica felicidad está en Dios y en ninguna otra parte. Y como Dios es el origen de todo, las causas y el orden del mundo provienen, por tanto, de él, lo que deriva en la cuestión del mal. ¿Cómo es posible que exista el mal si Dios está detrás de todo? ¿Por qué a los malos se les recompensa y a los buenos se les hace sufrir? ¿Por qué él, Boecio, siendo un hombre honrado, ha de pasar por semejante calamidad? La respuesta a esta cuestión está relacionada con el problema del libre albedrío, esto es, de la libertad de acción de los hombres: el conocimiento humano está limitado a lo concreto, mientras que la inteligencia divina supone una comprensión simultánea de todo lo que acontece («un Dios omnisciente actúa dejando estupefactos a quienes ignoran su plan»).

Esto implica que, ante la imposibilidad del hombre de alcanzar el nivel de comprensión o inteligencia de Dios, no sea capaz de entender lo que parece un orden caótico y confuso, cuando en realidad no lo es. Las líneas generales que acabo de esbozar son tan solo una imagen superflua de lo que el libro expresa más profunda y elegantemente. Al final, nada como el propio Consuelo de la filosofía de Boecio para defender su valor por sí mismo. Este pequeño libro de filosofía resulta estimulante por su estilo y materia, que hará las delicias de cualquier lector que quiera observar una síntesis del pensamiento que se abriría camino a lo largo de la Edad Media. Las enseñanzas de Boecio recogidas en este testamento redactado a las puertas de la muerte son claras y válidas también para hoy por su sensatez, y aunque uno no sea cristiano. Recomienda apartarse de los vicios y cultivar las virtudes: «Si sois honestos con vosotros mismos, la bondad será vuestra ley». Un gran libro de filosofía que, especialmente si se es cristiano, resonará con especial sentimiento y ternura.

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Roman Krznaric: El buen antepasado

El psicólogo Daniel Gilbert, en su libro Tropezar con la felicidad (Ariel, 2017), se refería al ser humano como al «mono que mira hacia delante». Esta expresión tan decididamente esquemática para significar parte de lo que somos responde a la atención que la psicología prospectiva presta a la capacidad humana para proyectarse a sí misma en el futuro y prever las consecuencias de sus acciones. Apoyándose en esta concepción del ser humano en tanto criatura extraordinariamente planificadora, el filósofo australiano Roman Krznaric se entrega con entusiasmo y no menor conocimiento a la tarea de profundizar, conceptual, biológica y socialmente, en las implicaciones de esta dimensión de la anticipación humana llevada, en su caso, a una escala realmente compleja: la de la posteridad. Su libro El buen antepasado: cómo pensar a largo plazo en un mundo cortoplacista, publicado por Capitán Swing el pasado año, es un esfuerzo por intentar definir el concepto de «buen antepasado», por un lado, y de proponer, por otro, seis vías que permitan materializarlo.

Empecemos por el concepto. Acuñado en 1977 por Jonas Salk, y refiriendo con él la necesidad de legar a las generaciones futuras las riquezas y bellezas que nosotros hemos heredado, lo retoma Krznaric para dotarlo de una mayor entidad, para suplir, como él mismo señala, una «emergencia intelectual». Dicho concepto posee varias características que manifiestamente expresan la preocupación desde el presente por las circunstancias que dependiendo de nosotros habrán de acosar o no a las futuras generaciones; y cuando Krznaric habla de futuras generaciones no lo hace pensando en nuestros hijos, nietos o bisnietos, sino que va más allá, desde los cientos hasta los miles de años que le quedan a la humanidad (suponemos) por delante. La apuesta del autor es, en esencia, la de la empatía y la justicia echadas hacia delante, siendo ambas el núcleo de su concepción. El objetivo de esta empatía y justicia no es otro que el de permitirnos afrontar, manejando un nuevo escalafón temporal, los denominados «riesgos existenciales» que lanzan hoy su angulosa sombra tanto sobre la especie humana como el planeta. Estamos hablando, siguiendo al autor, de tres órdenes de riesgos a los que dar batalla: los problemas político-sociales, las amenazas tecnológicas y las catástrofes ecológicas. Atravesando la propuesta de Krznaric, cabe señalar, está siempre, además, la esperanza, que es el motor que activa a la sociedad para arrostrar con valentía las complejas situaciones que hoy nos rodean, y habrán de rodearnos también en el futuro con mayor violencia, si no les ponemos remedio a tiempo.

Este concepto de «buen antepasado» nace entonces de la dicotomía que plantea la dialéctica entre la visión cortoplacista y la perspectiva a largo plazo. Recurriendo a un conocimiento interdisciplinar, Krznaric nos advierte de que debemos tomar conciencia de esta capacidad cognitiva, ya que se trata de una ventaja evolutiva, es decir, de una de las «innovaciones» más significativas del cerebro humano. Frente a la gratificación instantánea, la pulsión inmediata por el placer y la evitación del dolor propias de la concepción cortoplacista (del «cerebro nube de azúcar», como él lo denomina), debemos esforzarnos en considerar la desatención a la que están sometidas las generaciones de la posteridad. Krznaric, en su «lucha por la mente humana», pide que se preste atención y cuestionen ciertos impedimentos o barreras que evitan que seamos buenos antepasados:  desde la obsolescencia institucional, es decir, la incapacidad de los sistemas políticos para pensar más allá del presente, hasta la depredación del entramado económico para obtener rápidos beneficios.

Por lo que respecta a las seis vías o herramientas que propone Krznaric para supera la crisis de perspectiva que enceguece a los sistemas económicos e instituciones políticas actuales, estas están sustentadas en los siguientes principios: 1) la humildad que supone tomar conciencia de la insignificancia de nuestro paso por el mundo a nivel cósmico, 2) la actualización de la idea de legado como acción que supera el ego y el ámbito familiar para proyectarse hacia todos los seres humanos que están por llegar en cientos y miles de años, 3) la justicia intergeneracional, esto es, la preocupación por lo que le estamos haciendo a las generaciones de la posteridad, 4) el «pensamiento catedral», que implica una mirada previsora a gran escala, 5) la predicción holística, centrada en vislumbrar los posibles caminos de la civilización humana y, por último, 6) el objetivo trascendental, que consiste, para Krznaric, en la prosperidad planetaria, entendiendo por esta el cumplimiento y satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes y futuras en un mundo que no se agosta y muere por la visión cortoplacista.

Ahora bien, una propuesta que requiere tal nivel de abstracción se presta a múltiples consideraciones críticas. A mí me interesa especialmente señalar algunas de las dificultades para admitir ciertos presupuestos relacionados con los llamados «riesgos existenciales». Aunque al autor le parece que sí, creo que estamos obligados a preguntarnos si realmente estamos en posición de hablar y decidir por los que vendrán. Que podamos imaginar un futuro mejor, libre de riesgos y problemas sustanciales, no significa que podamos hacer planes, por muy éticos o virtuosos que nos resulten hoy, para generaciones que también tienen el derecho a darse sus propios proyectos y metas, y que pueden muy bien distar de nuestras aspiraciones debido a las urgencias que puedan acuciarles en su presente, urgencias que, asimismo, pueden no tener relación con nuestros errores: el cauce de los siglos puede otorgar mil caminos distintos e impredecibles a la especie humana y al planeta, y los paradigmas críticos o epistemológicos de quienes están por llegar pueden diferir en mucho de los nuestros.

Pensemos, por ejemplo, en la metáfora de la flecha, usada por Krznaric como argumento para representar la necesidad de pensar en las generaciones que habiten el «futuro profundo». Presentada por el filósofo Derek Parfit, esta nos dice que debemos imaginarnos a nosotros en un bosque lanzando una flecha y dando, en la distancia, a una persona. Si sabíamos que había alguien en alguna parte, aunque no seamos capaces de reconocerlo por estar perdido en la distancia, seremos siempre culpables de «negligencia absoluta» por nuestra falta de ética y previsión. Desde mi punto de vista, dicho argumento se supera sin dificultad planteando cuestiones del siguiente tipo, sin abandonar siquiera su metáfora: ¿y si dicha flecha nunca llega a caer porque a medida que avanza se desgasta y deshace? ¿Qué sucedería si dicha flecha, con el transcurrir de los siglos, no hace daño a nadie porque sus dimensiones o proporciones han cambiado? Así, cabría la posibilidad de que lo que hoy nos parece una flecha mortal en el futuro fuese poco más que un palillo golpeando la rodilla de un dominguero que pasaba por dicho bosque en busca de setas

Por otro lado, y relacionado con la noción de humildad que propone, también se derivan ciertas consecuencias que habrían de tomarse en serio y que minarían desde el principio su punto de vista. El autor nos recuerda con vehemencia durante decenas de páginas la «insignificancia» de nuestra «existencia transitoria», y recalca que «todos los logros y tragedias de la civilización humana apenas dejarán huella en los anales del tiempo cósmico». Incomprensiblemente, de la constatación de esta certeza (que yo también comparto), de la expresión de que lo que hacemos no tendrá importancia debido a nuestra irrelevancia general en el cosmos, Krznaric deduce que la aceptación de este hecho nos lleva «hacia un propósito», en lugar de a una «futilidad». Obviamente, aquí su postura es en exceso arbitraria y se deriva de los postulados de su ética deontológica y no de la premisa en sí, porque si afirmamos que lo que hacemos no tendrá importancia en el universo debido a su desinterés por nosotros, lo mismo da preocuparse o no por personas que aún no están ni en el horizonte. Si la vida es tan corta, podría pensarse con más razón, ¿por qué no disfrutar y existir con la mayor plenitud posible, pues solo lo que existe es real? Que Krznaric vea en esta coyuntura lo contrario a la futilidad es solo un prejuicio nacido sin duda de muy buenas intenciones: lo que él llama reconocimiento de nuestra humildad otros podrían llamarlo justificación palmaria de una invitación a un carpe diem. Y lo peor de todo es que no se equivocarían sacando esa conclusión, quienes así lo hiciesen, dada la premisa.

Desde luego, nada es más loable que perseguir un modo de vida que permita reducir o acabar directamente con los problemas que someten a la humanidad y a la naturaleza, pero aun teniendo la posibilidad de realizar proyectos y prever las consecuencias de nuestras acciones, no estamos en posición de creernos más capaces que aquellos que habrán de venir atados a sus propias circunstancias. La mayoría de las concepciones que siguen esta línea de pensamiento, del tipo de la Krznaric, pecan de una cierta vanidad: centrados en lo negativo, no conceden valor a los posibles logros técnicos e intelectuales que se darán en la posteridad para hacer frente, presumiblemente con mayor solvencia que la nuestra, a los grandes retos que puedan surgir o mantenerse.

Con todo, es un libro que se presta a poner en marcha el pensamiento de cualquier lector, planteando escenarios distantes en el tiempo y requiriendo una gran dosis de imaginación y abstracción: es, por tanto, un libro para interrogarse a uno mismo. Una lectura interesante, que no puedo hacer otra cosa salvo recomendar.

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Dino Buzzati: El desierto de los tártaros

Si algunas de las razones por las que nos entregamos a la lectura son que queremos hacer más grandes nuestras conciencias, ampliar los matices de nuestras emociones y disfrutar más profundamente del desconcertante hecho de estar vivo, abrir El desierto de los tártaros y hundirse durante horas en él será una tarea de inestimable provecho: una fábula sobre el paso del tiempo y el oscuro espejismo de las ilusiones nunca se escribió de forma tan certera e hipnótica. El italiano Dino Buzzati (1906-1972), que ejerció toda su vida como periodista, publicó esta novela en 1940 y desde entonces ha cautivado los sentidos e inteligencia de todo tipo de lectores, desde sus contemporáneos hasta los nuestros, de una latitud del globo a otra; es lo que tienen los libros que no se escriben para satisfacer las efímeras modas y sus estrechos planteamientos, sino para profundizar artísticamente en el laberinto de la naturaleza humana y su sometimiento inevitable al imperio del tiempo.

Antes de abordar la historia quizá sea conveniente hacer una precisión aclaratoria. «Tártaro» es el término que se utiliza poéticamente para definir el infierno, por un lado, y por otro, tal y como apunta Hesíodo en su Teogonía, se trata de la región más profunda del universo, pues está incluso por debajo y a mucha distancia del Hades: el temor que inspira dicho abismo, este infierno bajo el infierno, es tan profundo que un pavor cerval somete también a los dioses olímpicos, que intentarán mantenerse alejados de él por todos los medios. En un ámbito distinto, «tártaro» se utiliza para significar algo relativo o perteneciente a la antigua región de Tartaria, tan basta, imprecisa y hoy desfasada, que englobaba, más o menos, desde los montes Urales hasta el océano pacífico. Ahora bien, El desierto de los tártaros al que alude esta obra no representa ninguna de estas dos posibilidades: Buzzati, tal y como comprobaremos con la lectura del libro, sintetiza en su desierto la bastedad geográfica más inasumible y extensa, con la enormidad y ligereza del paso del tiempo, siendo este último un sutil trasunto del espacio mitológico griego, siempre y cuando no se lo tome en serio. Pero el desierto, este misterioso desierto al que vamos a acercarnos, es algo más que dicha síntesis.

El joven Giovanni Drogo acaba de ser ascendido al rango de teniente, por lo que ha de emprender el viaje desde su hogar hasta su primer destino, la Fortaleza Bastiani, que se encuentra en el confín septentrional del reino. Tras él, en la ciudad que abandona, quedan su madre y su casa, las calles y las gentes con sus dinámicas vidas cargadas de ocios y posibilidades; frente a él, la disciplina y la formalidad del ejército, así como un deseado futuro glorioso en algún hecho de armas, se abren ante él. El camino hasta la Fortaleza lo hace a caballo: parece que no encuentra el camino correcto, pero pronto lo hará. Una vez instalado, las inseguridades sobre su destino comienzan a dominarle, a preocuparle, mas poco a poco, sabedor de que es joven y tiene toda la vida por delante, decide sumergirse en el embrujo, en la belleza y esplendor de la ancestral Fortaleza, así como en las promesas del inmenso desierto que se prolonga árido y filoso al otro lado de la frontera: los tártaros podrían atacar en cualquier momento su emplazamiento, así corren al menos los rumores desde antiguo, por lo que las tareas que se realizan en la Fortaleza son de vital importancia para la protección y supervivencia del reino. ¿Quién no querría formar parte de tan elevada responsabilidad?

Entre otros, esta excepcional novela aborda los inconvenientes existenciales de creerse llamado a un destino importante y renunciar a la vida por ello. En ella, en la obra, el tiempo opera como un aliado de la muerte cuando no se vive en el presente: uno de los sastres del ejercito que aparece en la novela, Prosdocimo, lo dice claramente cuando nos cuenta que la Fortaleza es una «manía» que se adquiere; y no olvidemos el significado de manía, no ya como preocupación o afición exagerada y caprichosa por algo o alguien, sino como locura y funesta obsesión. Además de la irreparable fuga del tiempo, Buzzati pone de manifiesto la perversidad de atenerse férreamente a todo sistema que implique renunciar a los dones de la vida y el mundo: el espíritu se hace más pequeño y se acartona cuando se lo confina a rigores cargados de promesas. El conformismo nunca conduce a la libertad de la realización personal, sino más bien a su frustración.

Lo mejor de los grandes libros es que pueden acabarse, pero no agotarse.

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Mircea Cărtărescu: El ojo castaño de nuestro amor

Algo que siempre me ha interesado de los escritores que yo considero valiosos, es que hagan literatura de su propia vida: me gusta que ahonden en su propia vida, da igual si es de forma orgánica o no. Las biografías escritas por otros sobre escritores a los que admiro no suelen interesarme lo más mínimo. Sin embargo, cuando un escritor indaga con su propio estilo en su propia vida suele suceder algo que a mí me fascina: con lo que nos cuenta (u omite) podemos ser capaces de atender, de poner el foco donde él o ella lo pone, comprobar lo que ofrece de los rasgos más humanos (o no) de su personalidad. Algunos ejemplos: los Relatos autobiográficos, de Thomas Bernhard, Sobre los ríos que van, de António Lobo Antunes, las Memorias de Arthur Koestler y la Autobiografía de Bertrand Russell. Todos son fascinantes ejemplos, con sus estilos distintos, de las posibilidades de la autorreflexión, de la capacidad para poner la atención en detalles, en escenas que han sido relevantes para ellos y, por tanto, para nosotros como lectores que amamos a esos escritores.

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                        Mircea Cârtârescu

Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) no es un escritor que yo pueda poner al nivel de Bernhard o António Lobo Antunes; al menos no significa lo mismo para mí que ellos. Pero, aun así, me parece un auténtico animal literario, un hombre que sabe ponerle literatura a las cosas para hacerlas vivir. El ojo castaño de nuestro amor (Impedimenta, 2016), es una interesante aproximación episódica a ciertos acontecimientos relevantes o coyunturales de la propia vida del escritor rumano. Sus novelas más conocidas, Nostalgia, Lulu y El levante (¿es esto una novela?) son tres piezas que no hay que evitar si uno se las encuentra por el camino. Por eso recomendaría leerse al menos algo de él (Lulú, quizá), antes de entrar en El ojo castaño de nuestro amor, pues, aunque son textos para disfrutar, están enfocados a las personas que van más allá de la literatura de Cărtărescu y que quieren conocerlo de primera mano. Al menos con lo que él deja ver de sí mismo.

Como si, al escribir, cada línea que trazo en la página con el bolígrafo se cubriera de moho y cada página que dejo atrás, cubierta con mi escritura, se abarquillara, amarilleara y se retorciera como una hoja seca. Pero yo seguiría escribiendo igualmente cada vez más rápido, para que no me alcancen el desastre y la desgracia.

Los textos que componen este libro tienen un expresivo barniz nostálgico (¿por qué se escribe si no del pasado?), pero por suerte nada sentimental, nada afectado: con un alto grado de precisión expositiva, Cărtărescu habla igualmente de unos pantalones vaqueros o de una isla perdida de la infancia, de Jesús o del ímpetu de los escritores jóvenes, que de la muerte de su hermano gemelo (la pieza que da título al libro). Lo cierto es que esta breve narración, en la que realiza la descripción del tiempo que pasó con su hermano, es bastante conmovedora. En conjunto es una obra bastante compacta, no una absurda recopilación de cosas intrascendentes, que tiene momentos de absoluta poesía (Una vez, en un país tan remoto que solo se podía llegar hasta él enlazando diez vidas, como esos pañuelos anudados que el ilusionista se saca de la boca en el circo…). Claro que sí, hay que leer a Cărtărescu.

José Saramago: La caverna

No estoy seguro de la opinión que tengo sobre José Saramago. Lo poco que he leído de él, para lo mucho que tiene, nunca ha terminado por invitarme a un posicionamiento entusiasta. Mi idea del portugués es básicamente esta: un ensayista disfrazado de novelista o, lo que es lo mismo en este caso, un novelista con demasiados y constantes afanes didacticistas. En cualquier caso me aburre más que otra cosa.

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                                       José Saramago

En enero de 2001 publicaba Alfagura en España La caverna, su primera novela tras ganar el Nobel. Llegaba después de su afamado Ensayo sobre la ceguera (1995) y de la menos conocida, Los nombres (1997). Su título remite directamente al ámbito del pensamiento, a la metáfora platónica y a sus peculiaridades: somos prisioneros de las apariencias y tenemos que liberarnos, salir del reino de las sombras y empezar a vivir bajo la presencia directa de la luz verdadera. La luz es el mundo ideal, la razón, la autenticidad o la auténtico. En esta obra lo auténtico se presenta en formas elementales: la artesanía, la familia, el vínculo con la tierra y el campo. Cosas así. Cipriano Algor es un anciano alfarero sometido, cada vez más, a las despóticas exigencias del mercado (del consumismo) representado como un excesivo Centro comercial que todo lo concentra y devora.

El hombre que conduce la furgoneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todo modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos.

Lo cierto es que la historia en sí, el argumento, no me ha interesado mucho (es algo tediosa, los personajes auténticos son muy agradables, conscientes y reflexivos y se oponen con claridad al mundo, que es malo, despiadado, etc.) Técnicamente está en la línea del Ensayo sobre la ceguera, algo que en este libro también funciona, pero no impacta de la misma manera. En fin, no soy aficionado a tirarme del barco (del libro), pero tengo que admitir que poco me faltó para saltar despavorido por la borda de esta lectura.

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Eugenio Trías: Pensar en público

Estos días estoy leyendo con cierto entusiasmo la obra de Eugenio Trías (Barcelona, 1942 – 2013) presentada al lector con el sugestivo título de Pensar en público (Destino, 2001). Y digo que resulta sugestivo porque hasta que no se abre el libro no se tiene una idea clara de lo que quiere dar a entender. Uno puede llegar a pensar, si se deja llevar por la imaginación, que se trata de un libro que narra una especie de reality en el que se siguen durante las veinticuatro horas del día los devaneos y meditaciones, intempestivas o no, de cierto número de filósofos con ganas de notoriedad. Todo ello en una casa videovigilida y que puede ser escrutada por los televidentes en cualquier momento que lo deseen. Pero me temo que no es el caso, que no hay un Gran Filosofastro o algo así.

Eugenio Trías

     Eugenio Trías (Reyes Sedano/Google imágenes)

Aquí se recogen los artículos de prensa (algunos de ellos, no todos) que Eugenio Trías fue publicando en distintos medios de comunicación durante treinta años. Y treinta años no es poco tiempo para pensar en público. La obra está seleccionada por él mismo e incluye, además, pequeñas anotaciones aclaratorias sobre dichos artículos, si es que resultan necesarias para que el lector pueda contextualizarlos correctamente. Está dividido en siete secciones distintas que responden a la temática de artículos que se incluyen en cada una. Dentro de éstas, predominan los temas de preocupación cívico-política, así como interesantes aproximaciones a la dimensión estética (cine, pintura, música…) del entorno cultural español, europeo y mundial en el que se desarrolló su vida. Desde las primeras elecciones democráticas hasta un análisis de la película El resplandor de Kubrick, pasando por los problemas generados por los nacionalismos y reflexiones sobre la muerte tienen cabida en este espacio de pensamiento que es el propio libro.

»He procurado responder al desafío que todo comportamiento del poder poseído por »hybris» (desmesura) me ha suscitado con las precarias armas de que dispongo: mi palabra y mi escritura.»

La obra está dirigida especialmente a los que quieren adentrarse aún más en el pensamiento de este importante, profundo y honesto (ante todo honesto) filósofo español. Lo que no evita, por otro lado, que pueda ser a la vez un buen punto de arranque y encuentro, de primer fructífero contacto con él. Su lectura, en todo caso, es amena y conduce, sobre todo si el lector es crítico, a pensar en privado lo que él pensó en público.