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Impresiones literarias

Etiqueta: Memorias

Benvenuto Cellini: Vida

Sería imposible creer que una figura tan expansiva y excéntrica, tan personal y proteica como la de Benvenuto Cellini (1500-1571) podría haber pasado desapercibida para las inquietas mentes, ansiosas de libertad y pasional autonomía, del romanticismo. De hecho, fue el siglo XIX en general el que recuperó con solvencia el poder de las palabras del famoso orfebre florentino, sobre las que, eso sí, ya se había situado el foco en torno a 1728, cuando Cocchi publicó en Nápoles esta Vida de Benvenuto Cellini. Desde entonces, los vicios y virtudes que estiló el artista a lo largo de su existencia generaron cada vez mayor interés: hoy ya no es una lectura de moda, no está ni mucho menos a la orden del día, pero cabe mencionar, como muestra del interés que suscitó en su momento, que Goethe, nada menos que Goethe, lo tradujo al alemán a finales del siglo XVIII. Con todo, ¿tiene sentido leer hoy esta Vida de Cellini? ¿Puede aportarnos algo o queda ya demasiado distante e inapetente? No cabe duda, esta obra está hecha para deleitar al lector de cualquier tiempo y, también, para enfrentarlo éticamente con acciones que hoy nos parecen, como poco, despreciables, a la par que censurables.  

Empecemos quedándonos a un lado y poniendo de relieve algunas de las características de la personalidad de Cellini a través de él mismo, de su propia voz. Veamos en este pasaje, por ejemplo, su conseguida capacidad para soltar sólidos aguijonazos, una capacidad que es notable y sutil en todo el texto: «Como dije antes, en Roma había comenzado la peste […]. Llegó a Roma un gran cirujano que se llamaba maestro Jacobo de Carpi. Este hombre valeroso, además de sus habituales medicaciones, se ocupó de las desesperadas curaciones de males franceses. Y porque aquellos males en Roma son muy amigos de los curas, especialmente de los más ricos, una vez conocido este hombre competente…» (los “males franceses”, por si alguien no lo recuerda, son enfermedades de transmisión sexual). De su respeto por los más grandes del arte tenemos esta anécdota en la que el florentino nos cuenta que quiere viajar a Inglaterra junto al maestro Piero Torrigiani para trabajar con él, pero un día éste le confiesa que siendo joven le dio un puñetazo al gran Miguel Ángel, cuando le criticó uno de sus dibujos («Buonarroti tenía por costumbre burlarse de todos los que dibujaban», dice Torrigiani): «Estas palabras me provocaron mucho odio, ya que contemplaba continuamente las gestas del divino Miguel Ángel, y a pesar de que me moría de ganas de irme con Piero a Inglaterra, no lo hice porque no podía ni verlo». ¿Renunciar a la riqueza que podría haber alcanzado allí por respeto a quien admira en la distancia? Maravilloso. Sobre sus volcánicos prontos, muy habituales en él, tenemos esto: «…henchido de cólera salí del palacio, corrí a mi taller, cogí un puñal y me dirigí a casa de mis adversarios, que estaban en su taller y sus aposentos. Los encontré a la mesa, y el joven Gerardo […] se me tiró encima. Le di una puñalada en el pecho que le atravesó de lado a lado el sayo, el coleto…». En fin, ¿no se aprecia ya con claridad, dadas estas mínimas muestras del poder de sus palabras, el sentido y tono de la obra?

En líneas generales, esta Vida de Cellini, compuesta por dos libros de una extensión más o menos similar, es un mosaico riquísimo de su peripecia vital y del contexto sociopolítico en el que se desarrolló: por estas memorias desfilan alegre y trágicamente todo tipo de personas, desde artistas hasta cardenales, pasando por prostitutas, Papas o pifanistas. La obra puede leerse como una comedia, como una novela picaresca incluso, que oscila entre el dinamismo de las situaciones rocambolescas y la seriedad de las reflexiones artísticas. Entre dichos polos, la personalidad de Cellini absorbe nuestra atención gracias a la ligereza de su expresión, a la pedestre sabiduría de sus reflexiones y al interés que suscitan los hechos que va narrando, marinados por la ya aludida ironía, gracia y maestría de sus palabras: además, lejos de poseer un enfoque eminentemente literario, Cellini parece más bien conversar con nosotros. Por otro lado, como ya advertí al principio, no todo lo que se recoge en esta obra parece hoy digno de nuestra atención, pues hay momentos en los que nuestra sensibilidad se pondrá a prueba: desde el siglo XVI hasta hoy ha pasado mucho tiempo, y esto habría de tenerse en cuenta cuando se leyese el libro, ya que las costumbres y principios más éticamente insostenibles de ese momento se muestran sin titubeos. Esto no habría de ser óbice, en ningún caso, para emprender su lectura.

Así, solo me queda añadir que es una suerte que este libro continúe editado, en feliz circulación, por su interés y amenidad. Cellini muestra una energía y vitalidad que resultan muy atractivas al lector, a la par que sospechosas, lo que hace que nos parezca que estamos inmersos en una novela de aventuras cuyo novelista siente mucho amor por sí mismo, pues el florentino se muestra siempre convencido de que su destino será inmenso y que todo le será favorable, pues se sabe un hombre superior. No hace falta ser un apasionado de las artes para disfrutar de esta obra, aunque si se tiene alma de esteta y entusiasmo por las anécdotas se podrán encontrar aún más motivos tanto para el goce como para el asombro.

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Delphine de Vigan: Nada se opone a la noche

La escritura de “Nada se opone a la noche” (Anagrama, 2012), su forma tentativa de explorar lo diminuto de las vidas cercanas para realizar una inmersión en las mismas, aunque fundamentalmente en una de ellas, que ejerce de centro gravitatorio, se parece un poco a lo que le sucede a un personaje de la novela: a una señora, habitualmente y al masticar, se le escapaban de la boca pequeñas migas de pan u otros alimentos y se quedan rondando por el perímetro de la misma.

Delphine de Vigan (1966), básicamente, construye esta novela amontonando estas migas memoriales que salen de la boca de sus familiares para construir la vida de su madre. ¿Por qué quiere la autora reconstruir la vida de su madre? El motivo es simple: su madre ha muerto y, dadas las circunstancias que acompañan a dicha muerte, necesita elaborar una visión de conjunto para entenderla, para acercarse a ella: darle un ataúd de papel, es decir, un libro que la abarque, sino en cuerpo, al menos en alma.

Mi madre estaba azul, de un azul pálido mezclado con ceniza, las manos extrañamente más oscuras que el rostro, cuando la encontré en su casa esa mañana de enero. Las manos como manchadas de tinta en los nudillos de las falanges. Mi madre llevaba varios días muerta.

El texto presenta una interesante alternancia entre la divagación personal de de Vigan y la ficción que construye en torno a la vida de su madre, de sus abuelos, de sus tíos, etc. Y digo ficción porque, aunque basada su historia en anécdotas y narraciones de familiares, la autora se aventura a fabular, pues la fábula está en la génesis del libro, llegando a afirmar que la verdad no existe. Para ello, necesita viajar hasta las fronteras de lo insoportable para de alguna manera más o menos verosímil ver, en el interior de su propia cabeza, como fue la vida de su madre, qué la condujo a ser como era: sus miedos, los abusos sexuales, sus anhelos, sus inseguridades, sus aspiraciones, sus frustraciones, etc. En general, la propia autora no deja de sentir que, queriendo acercarse a su madre a través de la escritura, no hace más que alejarse de ella. Con todo, de Vigan consiguió un buen libro en el que imperan tanto el amor, como una insalvable sensación de culpabilidad.

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Benjamin Franklin: Autobiografía

Como siempre, el mundo ha estado más que pendiente (y aún sigue mientras escribo esto) del resultado de las elecciones estadounidenses: este año con especial interés, debido a la posible salida de su actual presidente, odiado y amado a partes iguales. Aunque aquí no me interesa hablar de ese asunto, pues no es este el lugar para ello, sí que me gustaría presentaros la autobiografía de uno de los ciudadanos norteamericanos más proteicos e interesantes de la historia de los Estados Unidos. Todo el mundo ha escuchado el nombre de Benjamin Franklin (1706-1790), quizá asociado esencialmente a su faceta de inventor (pues no en vano creó, en 1752, el pararrayos); e incluso estoy convencido de que hay muchas personas que creen que fue presidente de los Estados Unidos: tal es su vínculo con el nacimiento de su país que su imagen tiene el privilegio de aparecer en el billete de cien dólares. En todo caso, su Autobiografía (Cátedra, 2012) es un documento extraordinario no solo para ampliar nuestra percepción sobre el «primer americano», pues ese es el honorífico sobrenombre que se le tributa aún hoy, sino también para aprender y enriquecernos con sus logros y enseñanzas.

Así, este texto de Franklin es extraordinario para profundizar en su figura: comienza como una carta dirigida a su hijo William, en lo que parece será un simple acto de recopilación de acontecimientos sobre su vida. Pero poco a poco el texto se va despegando de la idea de una simple y acumulativa narración de hechos para ir entreverándose con las reflexiones y sabiduría que Franklin fue adquiriendo durante su vida: su amor a los libros, a la conversación, a los libelos, a la política, al servicio público y a la aventura va impregnándolo todo. Así, pasamos de la carta íntima, un tanto anodina para nosotros quizá, a las memorias, entendidas en un sentido recto y general, sin darnos cuenta de ello.

Desde niño me encantaba leer y el escaso dinero que caía en mis manos lo gastaba en libros

El mayor provecho que se le puede sacar a este relato de la vida de Franklin, bastante corto por lo demás, es leerlo como asistiendo a la gradual obtención, por parte de una persona, de valores que son esenciales para la civilización y la convivencia: el interés por el conocimiento, por la pluralidad de intereses, por las posibilidades de perfeccionamiento de la sociedad, por las virtudes cívicas, la religión, etc. Es este, en definitiva, un texto aleccionador, sobrio a ratos, pero fecundo en general.

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Thomas Bernhard: El origen

Los escritores exigentes siempre suelen dar buenos lectores. Y si además están como sumidos en un cabreo continuo, en cierta apatía, pueden agitar poderosamente el pensamiento de quien se enfrenta a (con) ellos. Thomas Bernhard (Heerlen, 1931 – Gmunden, 1989), en todo caso, es para mí uno de estos autores que azuza gravemente, para bien o para mal, al que lo lee. Sus Relatos autobiográficos (Anagrama, 2009) son la muestra esencial de sus obsesiones, de su estilo, de su exigencia como escritor. El primero de estos relatos, del único que voy a hablar aquí, es El origen. Una indicación (1975) en el que presenta su infancia y adolescencia, hasta que deja finalmente el instituto con quince años.

Foto: Google imágenes

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Toda ella, la infancia-adolescencia de Bernhard, está marcada por múltiples aversiones: la ciudad de Salzburgo, los ciudadanos de Salzburgo, la educación de Salzburgo, el nacionalsocialismo, especialmente en su versión salzburguesa, y por el catolicismo post-nacionalsocialista. Es curioso y determinante que divida el texto en dos partes que a la postre para él significan el mismo estancamiento, la misma mendacidad: Grünkranz, por un lado, El tío Franz, por otra. Él primero es el nombre del director del internado en el que vivía, un hombre que encarnaba las miserias y rectitud irreflexiva del espíritu hitleriano: el ejemplo de lo antinatural, del pensamiento y la moral que ahogaba y mataba lo auténtico de cada ser. Durante la guerra, en este periodo, alternaría las horas entre los refugios antiaéreos, sus clases de violín en una habitación llena de zapatos y su ansiedad por quitarse de en medio, a través del suicidio.

»La época de aprender y de estudiar es, principalmente, una época de pensar en el suicidio, y quien lo niega, lo ha olvidado todo»

El tío Franz representa la misma corrupción del alma pero desde la esfera de la religión: Bernhard describe lo poco que varió su vida de una disciplina a otra por aquel entonces, en la que la imagen de Hitler se cambiaba por una cruz y los himnos nazis se suprimían por oraciones y cantos piadosos. Aquí, en el instituto ya, sufre lo mismo que antes pero de una forma menos agónica, aunque siempre abundando en lo humillado y ofendido que se sentía en el día a día. Analiza con severidad a los profesores, a los alumnos y a la sociedad, pues encuentra en el microcosmos del sistema educativo un símil a menor escala de ésta, en el que hay que buscar víctimas y denigrarlas: Bernhard recuerda a un niño tullido, hijo de un arquitecto, y a un feo y ridículo profesor de geografía como los blancos paradigmáticos del escarnio público. Tal es la forma en la que la sociedad funciona también. Toda una exhibición pesimismo y concienciación.

Por tanto, cualquier persona que esté sumida en el hartazgo de nuestro mundo, de sus corrupciones e ideales falsos, va a encontrar en Bernhard un impulso para seguir desanimado, pero eso sí, de una forma más sutil, quizá acerada y sincera también. Hay que leer a Bernhard.

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