Thomas Bernhard: El origen

Los escritores exigentes siempre suelen dar buenos lectores. Y si además están como sumidos en un cabreo continuo, en cierta apatía, pueden agitar poderosamente el pensamiento de quien se enfrenta a (con) ellos. Thomas Bernhard (Heerlen, 1931 – Gmunden, 1989), en todo caso, es para mí uno de estos autores que azuza gravemente, para bien o para mal, al que lo lee. Sus Relatos autobiográficos (Anagrama, 2009) son la muestra esencial de sus obsesiones, de su estilo, de su exigencia como escritor. El primero de estos relatos, del único que voy a hablar aquí, es El origen. Una indicación (1975) en el que presenta su infancia y adolescencia, hasta que deja finalmente el instituto con quince años.

Foto: Google imágenes

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Toda ella, la infancia-adolescencia de Bernhard, está marcada por múltiples aversiones: la ciudad de Salzburgo, los ciudadanos de Salzburgo, la educación de Salzburgo, el nacionalsocialismo, especialmente en su versión salzburguesa, y por el catolicismo post-nacionalsocialista. Es curioso y determinante que divida el texto en dos partes que a la postre para él significan el mismo estancamiento, la misma mendacidad: Grünkranz, por un lado, El tío Franz, por otra. Él primero es el nombre del director del internado en el que vivía, un hombre que encarnaba las miserias y rectitud irreflexiva del espíritu hitleriano: el ejemplo de lo antinatural, del pensamiento y la moral que ahogaba y mataba lo auténtico de cada ser. Durante la guerra, en este periodo, alternaría las horas entre los refugios antiaéreos, sus clases de violín en una habitación llena de zapatos y su ansiedad por quitarse de en medio, a través del suicidio.

»La época de aprender y de estudiar es, principalmente, una época de pensar en el suicidio, y quien lo niega, lo ha olvidado todo»

El tío Franz representa la misma corrupción del alma pero desde la esfera de la religión: Bernhard describe lo poco que varió su vida de una disciplina a otra por aquel entonces, en la que la imagen de Hitler se cambiaba por una cruz y los himnos nazis se suprimían por oraciones y cantos piadosos. Aquí, en el instituto ya, sufre lo mismo que antes pero de una forma menos agónica, aunque siempre abundando en lo humillado y ofendido que se sentía en el día a día. Analiza con severidad a los profesores, a los alumnos y a la sociedad, pues encuentra en el microcosmos del sistema educativo un símil a menor escala de ésta, en el que hay que buscar víctimas y denigrarlas: Bernhard recuerda a un niño tullido, hijo de un arquitecto, y a un feo y ridículo profesor de geografía como los blancos paradigmáticos del escarnio público. Tal es la forma en la que la sociedad funciona también. Toda una exhibición pesimismo y concienciación.

Por tanto, cualquier persona que esté sumida en el hartazgo de nuestro mundo, de sus corrupciones e ideales falsos, va a encontrar en Bernhard un impulso para seguir desanimado, pero eso sí, de una forma más sutil, quizá acerada y sincera también. Hay que leer a Bernhard.

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