Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

Stephen King: Después

Qué alargada y popular es la sombra literaria de Stephen King (Maine, 1947). De vez en cuando acabo felizmente atrapado en ella, fascinado por su capacidad para el manejo del ritmo (lingüístico, verbal) de sus historias y la equilibrada tensión que genera cada pocas páginas, lo que hace que uno termine, como ya he dicho, atrapado en su ubicua sombra literaria. Desde luego, no son muchas las novelas que he leído de él, habida cuenta de lo extenso de su obra, pero sí que he disfrutado unas cuantas. Lo primero que leí de él fue una colección de relatos, Todo es eventual, en una edición que aún conservo de 2004; más adelante, mientras estudiaba la carrera, recuerdo haber leído algo de él, pero no soy capaz de atinar con el título ni la historia (no debió de engancharme); después cayó en mis manos uno de sus clásicos, Cementerio de animales, que tengo en edición en inglés de Hodder & Stoughton, un libro que me gustó bastante y leí en pocos días; tras este me decidí, poco tiempo después, por uno de sus más renombrados clásicos, It, también en edición de Hodder & Stoughton, y que, para mi sorpresa, era un volumen de más de 1300 páginas con una estructura más compleja de lo que también había supuesto.  

Ahora bien, siempre que me voy de viaje, por muy corto que sea, tengo por costumbre llevarme un libro nuevo. Aunque ya esté leyendo alguno, y esté completamente metido en él, lo dejo de lado por unos días y me doy al placer de entrar en una librería (normalmente la librería Cervantes en Oviedo) y elijo un libro que no tenía previsto en mi horizonte de lecturas para los próximos meses. Y así fue que esta vez, antes de marchar a Bélgica por mi cumpleaños, me decidí por Later, novela publicada por Hard Case Crime en 2021, y, en España, por Plaza & Janés en traducción de José Óscar Hernández Sendín, también el mismo año. Lo compré, por un lado, por una razón maravillosamente superficial, y es que la portada de Hard Case Crime tenía unas vibraciones muy pulp, y, por otro, porque me apetecía leer alguna historia de tintes sobrenaturales. Y es que en esta novela nos encontramos con, Jamie Conklin, un niño normal y corriente que tiene una característica que lo hace, sin duda, muy peculiar, esto es, es capaz de ver y relacionarse con los muertos durante unos días tras la muerte de estos. ¿Recuerda esto a la película El sexto sentido, verdad? Puede, pero las similitudes terminan en esa premisa, ya que hay matices que plantea esta historia de una forma diametralmente opuesta, haciendo que esta aparente semejanza quede rápidamente desdibujada.

En esta novela Stephen King mezcla la trama policial (concretamente la corrupción policial) y la persecución de un huidizo terrorista con las virtudes del pequeño Conklin, que gracias a su “sexto sentido” puede ser de mucha utilidad para ayudar a una inspectora de policía que no parece muy devota de la ley y el orden. Jamie Conklin vive con su madre, una agente literaria de renombre que se ve sumida en los vaivenes de la crisis económica de 2008 y en sus años posteriores, por lo que, al menos durante un tiempo, tienen que ajustarse el cinturón y rebajar su calidad de vida. El hermano de su madre y tío del niño lleva unos años afectado de Alzheimer por lo que está postrado y no puede comunicarse. Así, un día, tras llegar de clase con su madre, se encuentra en el pasillo de su planta con un anciano y su mujer. Este hecho, que no tiene nada de sorprendente ni de especial, cambia su cariz cuando descubrimos (esto está en las primeras páginas, que nadie tema destripes aquí o más adelante) que la anciana está muerta. Este hecho da pie a que el narrador, el propio Jamie, despliegue y ofrezca las claves de su historia y nos cuente las peculiaridades de su don: ve a los muertos tal y como murieron, lo que supone encontrárselos por la calle con las señales de sus muertes: heridos, deshechos, serenos, agitados, etc. Esto, como cabe esperar, supone una experiencia aterradora para el niño, al que vemos crecer a los largo del libro.

Como ya he señalado, la trama se desarrolla bajo las coordenadas de la corrupción policial y la persecución de un terrorista, a lo que cabría añadir otras también estimulantes y que redondean la historia; por ejemplo, la posibilidad de que un escritor de éxito muerto, que, desde la tumba, sea capaz de ofrecer su última obra, nunca escrita, a sus lectores, gracias a la intervención de Jamie… Podría, como siempre me sucede cuando escribo sobre mis lecturas, extenderme más en cada una de las etapas de la historia, en los hechos narrados, etc., pero la verdad es que eso nunca me ha interesado (de hecho en este blog siempre me quedo corto para no excederme y revelar demasiado de las tramas), porque nunca he querido robarle al lector el asombro y el descubrimiento de lo que han concebido los escritores y escritoras a los que hago desfilar por aquí. Eso sí, diré por último que el final tiene un giro inesperado, sorprendente: ¿un rizo demasiado rizado? No lo sé. Pero, en fin, no es nuevo esto que voy a decir ahora, pero Stephen King es sinónimo de entretenimiento y literatura, buena literatura, por lo que se merece todo el respeto y consideración por parte de todos los lectores, pues parece que, muchas veces, para muchos exquisitos, su éxito lo relega de una baja y superficial concepción.

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Alfred Hitchcock: Cuentos que mi madre nunca me contó

Aficionado como soy al buen cine (aunque también al malo, debo confesarlo), y sintiendo especial predilección por la filmografía de Alfred Hitchcock (una predilección sin duda compartida por muchísimas personas), no pude negarme a caer en la agradable debilidad de conocer, de adentrarme en esta magnífica muestra del gusto literario como lector del director inglés, al menos en lo que respecta a los relatos, gracias a esta antología publicada por Blackie Books: Cuentos que mi madre nunca me contó, libro publicado en el año 2020 con traducción de Haizea Beitia. Este volumen comprende nada menos que veinte relatos trufados de suspense y terror escritos por algunos autores cuyos nombres no se le escaparán, aunque sea de oídas, a cualquier lector: desde Ray Bradbury hasta Shirley Jackson, pasando por Roald Dahl o Margaret St. Clair; aunque bien es cierto que hay también otros muchos que, al menos a mí, se me escapaban. De todos ellos he seleccionado unos pocos con el objetivo de ofrecer una pequeña muestra de lo que puede encontrarse cualquier persona interesada en leerlo.

Ray Bradbury necesita poca presentación, pues es de todos conocido gracias a su afamado libro Fahrenheit 451, novela publicada en 1953, en la que describe una sociedad distópica-totalitaria en la que los libros están prohibidos y sujetos a la quema y destrucción (aprovechando que estoy hablando de Bradbury, me voy a recomendar, antes de entrar ya en materia, su novela La feria de las tinieblas, escrita en 1962). Ahora bien, en El viento, Bradbury nos ofrece un relato sustentado y vertebrado en el diálogo, concretamente en una conversación telefónica intermitente entre dos amigos: el receptor de las llamadas, Herb Thompson, está en casa con su mujer, que se desespera cada vez que este descuelga el teléfono, esperando la visita de unos amigos que irán a cenar, mientras que su amigo Allin, al otro lado del cable, se encuentra en su casa, solo, apartado, acosado por el viento. Allin parece haber desarrollado una especie de manía persecutoria con respecto a las tormentas, creyendo que éstas no solo tienen vida propia, volición e intereses propios, sino que, además, se han fijado en él con el objetivo de perseguirlo, jugar con él y finalmente integrarlo dentro de ellas, pues, como afirma Allin, «Eso es el viento, ¿sabes? Una muchedumbre de espíritus, un montón de muertos. El viento los mató y se quedó con sus inteligencias y sus almas para adquirirlas y usarlas». ¿Será esta tormenta de la que habla Allin con su amigo la última que podrá soportar?

Si antes decía que Ray Bradbury no necesitaba presentación, lo mismo cabe para Shirley Jackson, una auténtica y celebradísima escritora estadounidense, conocida especialmente por sus relatos y por novelas como La maldición de Hill House (1959), que fue adaptada como serie hace unos años, o Siempre hemos vivido en el castillo (1962). El título del relato de Jackson es Los veraneantes, y en él nos encontramos con una casa rodeada por un hermoso paisaje y un lago, que aunque idílica, carece de electricidad o calefacción, así como de agua corriente. Esto, sin embargo, no es óbice para que sus propietarios, el matrimonio Allison, se traslade a ella desde principios de verano hasta la llegada del otoño, cuando vuelven a su vivienda habitual en Nueva York. Pero lo cierto es que ahora, después de muchos años de soledad en la ciudad, con sus hijos ya criados y distantes, se sienten cada vez más inclinados a quedarse a pasar la vida en esta casa. Tomada finalmente en este sentido la decisión, la narración nos conduce al suspense gracias a las conversaciones que va teniendo la señora Allison con distintos lugareños a los que conoce y que le dicen, como si se tratase de una velada advertencia: «nadie se ha quedado en el lago pasado el Día del Trabajo». Este suspense se acentúa cuando todos los vecinos del pueblo empiezan a actuar de una forma distinta, críptica, según pasa el tiempo, desconcertando así a los Allison y sumiéndolos poco a poco en un desconcierto y soledad impensados.

Apuestas es el título del relato de Roald Dahl, quizá el escritor más conocido por distintos tipos de lectores gracias a su libros para niños de todas las edades y a las adaptaciones al cine de su obra. De entre su abundante obra cabría destacar sus títulos más conocidos, como Charlie y la fábrica de chocolate (1964), Matilda (1988) o mi favorito, que no es otro que James y el melocotón gigante (1961). Un dato interesante es que Alfred Hitchcock adaptó en 1960 para su serie Alfred Hitchcock Presents uno de los relatos para adultos de Dahl, Man from the South, protagonizado por Steve McQueen. Ahora bien, en este relato nos desplazamos a alta mar, concretamente a un trasatlántico que se ve afectado por el mal tiempo desde hace días. Así, el capitán del barco propone una serie de apuesta con respecto a la llegada del barco a su destino: se hacen cábalas sobre las millas que les quedan por recorrer y los viajeros compran una serie de números que salen a subasta. El protagonista del relato, el señor Botibol, está convencido de que ganará el bote final y podrá comprarse con él un coche con el que impresionar a su mujer, que lo está esperando en casa. Pero ¿hasta dónde está dispuesto a llegar con tal de que el barco se retrase y así ganar el dinero acumulado? Lo cierto es que, tras elaborar un plan y considerar todos los pros y contras, finalmente las cosas no se dan como esperaba…

Mucho podría extenderme con otros muchos relatos, de entre los cuales me gustaría destacar el último, El muchacho que predecía terremotos, de Margaret St. Clair, sobre un niño capaz de hacer predicciones en televisión, una predicciones que, misteriosamente, se cumplen. Así, quien se acerque a este nutrido volumen publicado por Blackie Books se encontrará con un conjunto de relatos que realmente mantienen el suspense, que son sugestivos y desconcertantes, algunos de ellos más conseguidos y acabados que otros, desde luego, pero no por ello haría alguien mal en dejar este libro en su mesilla de noche durante una semana o dos: muchos relatos no son solo amenos, como digo, sino que excitarán la imaginación y el interés de los lectores a medida que se adentren en ellos.

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Azorín: La voluntad

Resulta inevitable para cualquiera, a poco que se fije, encontrarse con que los libros, así como sus autores, se ven irremediablemente arrastrados a múltiples estados existenciales según van avanzando los tiempos: algunos gozan de un cierta perennidad, otros (los más de ellos) de un absoluto abandono por parte de los lectores, algunos, sin embargo, se mantienen a flote gracias a los salvavidas que va lanzando la crítica a las procelosas aguas del mercado, etc. Otros, como parece ser el caso del escritor del que voy a hablar hoy, y que no es otro que José Martínez Ruiz, que pasó a la historia con su sobrenombre Azorín, viven confinados en los manuales de historia de literatura española, incluso en los libros de texto de bachiller: una cierta idea de cultura general los reclama y presenta como hitos del desarrollo, o para el desarrollo, de la novela, el cuento o el ensayo, de la literatura no solo española, sino en español. Como hace unos días me puse a leer un pequeño libro de nuestro autor, titulado Ni si, ni no, que compendia algunos artículos escritos por Azorín desde 1912 hasta 1924, me asaltó la pregunta por su posible actualidad: ¿se sigue leyendo hoy a Azorín? ¿Cómo ha envejecido? ¿Aún puede contarnos algo que resulte de interés y resultarnos sugestivo? En fin, no sabría dar respuesta a la primera pregunta, pero creo que sí puedo ofrecer alguna respuesta a las siguientes.

Ante todo, estoy convencido de que la imagen que evoca el nombre de Azorín en el lector contemporáneo resulta en extremo aséptica y apolillada, por no decir profundamente distante: puede parecer un abandonado e inapetente mojón con el que uno se topa por el camino de las lecturas; puede sonar, incluso, caduco, castizo. Pero nada más lejos de la realidad. Cuando uno se adentra, aunque sea tímidamente, en el perfil de este escritor nacido en Monóvar (Alicante) en 1873 y muerto en Madrid en 1967, empieza poco a poco a descubrir sus raíces intelectuales anarquistas, las dificultades económicas que atravesó al llegar a la capital de España para intentar labrarse un futuro en las letras y, asimismo, su afilada pluma, que le lleva, no solo a ser expulsado del periódico en el que trabajaba, sino también a tener que abandonar Madrid por haber escrito contra importantes figuras literarias de la época (Clarín será su gran defensor en esta época), todo esto, cabe decir, nos permite, entre otras muchas cosas, ir dándole rasgos vitales y concreción existencial a un personaje del que se suele conocer, al menos en nuestros días, más bien poco. Además de esto, y gracias a sus novelas, pero sobre todo a la pluralidad de intereses que revelan sus artículo periodísticos, pues no hay que olvidar que además de escritor fue un abnegado periodista, podemos afirmar la vasta cultura de nuestro autor, así como su capacidad para analizar y presentar cuestiones que van desde los valores literarios hasta la política, pasando por un sinfín de cuestiones coyunturales que aborda siempre con una marcada calidez y crítica.

A la vista está que he decidido dedicar unas palabras a La voluntad, importante novela suya publicada en 1902, por estas razones que he expuesto y que se pueden sintetizar así: su trabajo es estimulante. Precisamente esta novela que voy a comentar brevemente puede dar una idea aproximada de su quehacer literario. En ella, el lector se inicia en esta historia a través de un remansado flujo de descripciones que, a ojos contemporáneos, pueden resultar en exceso meticulosas, ciertamente monocordes en su pausado desenvolvimiento: el amanecer en una ciudad nos despierta a su fisonomía mientras suenan de fondo múltiples y distintas campanas, con su metálica polirritmia, desde la iglesias. Las gentes salen a realizar sus tareas: «Van y vienen por las calles clérigos liados en sus recias bufandas, tosiendo, carraspeando, grupos de devotas que cuchichean misteriosamente en una esquina, carros, asnos cargados con relucientes aperos de labranza…». El narrador nos ubica en una de aquellas casas, que también describe con prolijidad. Si bien es cierto que esa atención descriptiva puede sentirse, a veces, como excesiva (en tanto propia de otros tiempos), son abundantes las veces en las que Azorín nos deslumbra con su precisión para dar imágenes sugestivas, hipnóticas; por ejemplo: «En el fondo umbrío de la cocina, un puchero borbolla con persistente moscardeo y deja escapar tenues vellones blancos».

Es importante poner de manifiesto una idea central dentro de los postulados literarios de Azorín: la búsqueda de claridad. Ahora bien, esta claridad, este llamar a las cosas por su nombre se hace, en una primera lectura, más bien confuso y parece conducir a todo lo contrario. Voy a dar una muestra de esto con el siguiente pasaje: «El sol, que se ha ido corriendo poco a poco, marca sobre el aljofifado pavimento un vivo cuadro». Bien, como cualquier lector habrá constatado, que aparezca ahí la sonora y cómica palabra aljofifado (que significa llanamente limpiado con un basto paño de lana) parece responder a todo menos al afán de claridad que propugna el propio Azorín. Ahora bien, esto hay que entenderlo, al menos así es como lo percibo yo, no como un acto de vetusta exhibición léxica, aunque bien es cierto que Azorín recurre a veces a neologismos y arcaísmos que le dan al texto un sabor antiguo, sino como, precisamente, un acto de claridad: en el momento que sabemos lo que significa esta palabra vemos claramente lo que en un principio no parecía que estuviese claramente expresado. Podrían presentarse más ejemplos de esto, pero creo que con este valdrá, pues nos ofrece algunas de las claves de la prosa azoriniana; a lo que cabría añadir el contraste con la simpleza de algunas otras oraciones: «La calle es ancha, las casas son bajas», y no se explaya más.

Siguiendo ya con la historia, descubrimos prontamente los que serán los personajes centrales de la novela, a los cuales Azorín presenta sumisos, supeditados al ascendente de dos figuras titulares: Justina, bajo el influjo de su tío Puche, clérigo; Azorín, bajo la sombra de Yuste, filósofo metafísico, de rasgos nihilistas y posiciones políticas y sociales anarquistas, que a ratos parece ser el propio protagonista de la novela, al menos en su primera parte. Estos dos hombres resultan verborreicos en sus anatemas, declamatorios en sus opiniones, afectan una densa profundidad y pesimismo que se aproxima, las más de las veces, a una hueca oratoria: Puche se inflama de tristeza porque «el mundo es enemigo del amor de Dios»; Yuste goza afirmando tristezas y galimatías filosóficos: «el tiempo es la antítesis de la eternidad», «los fenómenos son mis sensaciones», «el error y la verdad son indiferentes» o «la propiedad es el mal», llega a decir. Frente a ellos, Justina y Azorín no son más que sombras mudas que están de cuerpo presente e interactúan a duras penas con sus interlocutores: al menos este es el rol que el autor nos da de forma tan marcada de ellos al principio. No tarda el lector en intuir, en aventurar la clave de las relaciones entre los personajes, pues el tío de Justina se opone a que esta se case con Azorín… Pero este atisbo de parte del argumento es precisamente eso, un vislumbre inicial de lo que luego habrá de transformarse en otra cosa.

Obviamente, esta novela puede considerarse una historia de aprendizaje y crecimiento en la cual se asiste fragmentariamente al complejo desarrollo intelectual y estético-moral de Antonio Azorín, protagonista que tendrá que hacer frente, como en todo bildungsroman, a una serie de contratiempos y personajes que le darán pacientemente su forma: despejando de su mente conceptos nebulosos o acrecentándolos, concretado emociones y desengaños, forjándose, en definitiva, una identidad a través de los hechos y las personas con las que interactúa. Es importante señalar, antes de cerrar esta invitación a la lectura de Azorín, que formalmente es esta una obra interesante, no exenta, aún hoy, de esa presencia renovadora que tuvo en el año en que se editó, y que fue el mismo en el que otros grandes autores españoles, como Unamuno, Baroja o Valle-Inclán se desligaron del realismo imperante en el siglo XIX con la publicación de nuevas obras. Así, la complejidad de Azorín debiera ser un estímulo para un encuentro renovado, o directamente nuevo, con él. Hay que leer a Azorín.   

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Nicolás Maquiavelo: El príncipe

Aunque no es propiamente un filósofo, sino un hombre de letras con amplia cultura política, Maquiavelo ha dejado su afilada impronta, además de una oscura fama desbordada sobre el lenguaje común y el imaginario colectivo, en el inagotable ámbito de la filosofía política. Su duradero y reconocido prestigio está basado en su agudo trabajo como analista y crítico histórico, explorador incisivo, no solo del pasado, sino también de su propio presente, pero sobre todo fundamentado en las crudas lecciones y preceptos que extrae del material que ha reunido y utilizado en sus indagaciones. Una vez abordada su obra, el lector descubre que una de las cualidades que persiste con mayor frescura, y más especialmente en “El príncipe”, texto publicado en 1513 y que hoy reedita Página Indómita, es la cualidad que le hace despreciable a ojos de muchos de sus comentaristas, una cualidad que no es otra que su falta de hipocresía a la hora de tratar y explicitar las formas más perversas de actuación política para hacerse con el poder y mantenerse en él, o, lo que es lo mismo, su manera de dejar desnuda y a la vista la deshonestidad propia de aquellos quienes gobiernan. Su lacónica elegancia y su falta de tacto, así como su ácida precisión y contenida concreción, hacen que su obra resulte hipnótica siempre, repugnante a veces. Dicho esto ¿cuál es la intención del trabajo de Maquiavelo y cómo procede?

El objetivo de Maquiavelo, como el de la mayoría de los filósofos políticos, es establecer generalidades e interpretaciones sobre el comportamiento y problemas de las personas dentro de la sociedad, así como sobre la sociedad misma, con el fin de obtener la mayor cantidad de conclusiones prácticas. Así, para poder dar con dichos comportamientos necesitamos adquirir, según el florentino, una visión de éstas que no esté velada o distorsionada por las propias emociones. Esto significa rechazar de plano conceptualizaciones idealistas de lo que sea o debiera ser el ser humano: nuestro autor parte de los hechos tal y como suceden en la experiencia política histórica, lo demás le resulta accesorio. Maquiavelo nos dice: si uno sabe cómo son de verdad las personas (cobardes ante el peligro, ingratos, volubles y fingidores, así lo apunta él mismo en el capítulo XVII de El príncipe),podrá encontrar una forma más adecuada de gobernarlas. Y aquí, cuando habla de la forma más adecuada de gobernar una sociedad, se refiere a algo tan frío y desalentador como al éxito político en sí mismo; esto es, al logro del fin que se persigue sin prestar atención a cuestiones morales que no sean propiamente políticas: que un medio sea bueno o malo no puede merecer especial consideración a quien pretende gobernar recurriendo a un método o enfoque basado en presupuestos objetivos extraídos de la experiencia.

Como se puede intuir por lo dicho hasta ahora, el método analítico de Maquiavelo es de tipo empírico, con una orientación eminentemente pragmática. Que una acción caiga firme en algún polo de la moral tradicional, en algún punto del difuso espectro que va de lo bueno a lo malo, parece resultarle, al fin y al cabo, indiferente: desde esta perspectiva, digamos, maquiavélica, es desde la que ha de abordarse el gobierno de la sociedad por parte de quienes gobiernan. Para Maquiavelo, la actuación política se encarna en los límites de la balanza de cuyos extremos penden, en cantidades constantemente cambiantes, la finura de la persuasión, por un lado, y la brutalidad de la fuerza, por otro. Según la necesidad del príncipe, del gobernante, como garante de la grandeza social, un extremo tendrá siempre más peso que el otro y determinará sus acciones. Es importante hacer notar, como bien apunta Isaiah Berlin en su extenso e iluminador análisis que prologa esta edición, que no existe en Maquiavelo interés por la teología, la metafísica o la tradición, a no ser que cumplan una función cohesiva, como un estabilizador social. Es más, podemos afirmar que ni siquiera la Historia parece importarle realmente, pues piensa que siendo, en general, el ser humano y su naturaleza igual en todo tiempo y espacio, lo que resulta práctico en algún momento o lugar tendrá un carácter permanentemente válido, útil: esto incluye, entre otras cosas, el modelo de gobierno que alcanza el éxito político de la sociedad, porque si se consiguió una vez tal éxito, bien podrá conseguirse otra, siempre y cuando se disponga, claro, de hombres que participen de las virtudes públicas adecuadas a dicho objetivo: la Atenas de Pericles y la República romana serán para Maquiavelo los dos modelos de grandeza y emulación.

El príncipe, obra de síntesis dedicada a Lorenzo de Médici que versa sobre las acciones de los grandes hombres, está cargada de máximas, ejemplos, consejos y reflexiones para ayudar al gobernante a mantener el tipo de sociedad que Maquiavelo admira, aquella fundada en una rígida centralización, pues si la población se ha corrompido y carece de los valores y virtudes básicos, como la obediencia, la honestidad o la humildad, todos los métodos son lícitos para el gobernante con tal de preservar la estabilidad política y social, pues la falta de solidez implica necesariamente la ruina del Estado. Esto, desde luego, no significa que Maquiavelo sea un pensador sin concepciones sobre lo que sea bueno o malo, que crea que la política pueda separarse nítidamente de la esfera moral, como matiza acertadamente Berlin: la clave de su propuesta está en que los valores del florentino, su moral, es de carácter social, no individual, y se aleja de formas, valores y virtudes que considera fuera del campo real de las posibilidades humanas, es decir, de las morales idealistas. Pues, cuando el gobernante se decide a transformar la sociedad, no pueden aparecer en él escrúpulos arraigados en la conciencia derivados de morales débiles o utópicas, como la cristiana, por citar un ejemplo.

La lectura de Maquiavelo, y especialmente de El príncipe, que no se agota y está abierta a constantes interpretaciones, es un gran acicate para el lector contemporáneo, pues su propuesta, alejada, como ya se ha dicho, de toda hipocresía o corrección política, abre con fuerza y estupor tanto los ojos como la mente de quien se enfrenta a él por primera, segunda o enésima vez: no hay razón para seguirlo o aceptarlo, pero siempre resulta enriquecedor tratar de entender su esfuerzo por analizar la experiencia del desarrollo político tal y como fue, no tal y como debiese haber sido. Esta diferencia de enfoque es más crucial de lo que parece, pero esa es otra historia que no encontrará su sitio aquí.

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Günter Grass: El rodaballo

Hacía muchos años que no retomaba la obra de uno de los grandes escritores alemanes del siglo XX. Lo último que había leído de él, hace más de diez años ya, qué barbaridad, fue una de sus novelas, una de esas que tampoco goza de especial interés dentro de su canon, y que, realmente, me dejó bastante indiferente, sin sugerir con esto, desde luego, que sea, algo así, como una mala novela: aquel libro fue Malos presagios (1992), una historia de amor entre una polaca y un alemán viudos, de la que tampoco guardo muchos recuerdos. Sin embargo, andando el tiempo, me encontré en una librería de viejo con uno de sus títulos más celebrados, al menos en su día, aunque un tanto olvidado hoy, como es El rodaballo, libro publicado originalmente en 1977 y traducido al español por esa institución que es ya, y con todo mérito y razón, Miguel Sáenz.

Siempre a la sombra de su Tambor de hojalata, al menos en el imaginario popular de los lectores, Günter Grass (1927-2015) parece reclamar, cada vez que uno ve su nombre aquí o allá, una mayor atención para su trabajo, y, una vez leído El rodaballo, no puedo hacer otra cosa sino confirmar el renovado interés que ha despertado en mí su obra tras posar, satisfecho, este grueso libro. Su capacidad imaginativa y fabuladora, su tono satírico, la fluidez de la prosa y, por supuesto, la delirante y obnubilante trama de esta novela, me han dejado realmente, como digo, entre fascinado y complacido. Tiene mucho, El rodaballo, de novela experimental, aunque sin caer en excesos de opacidad, pero a la vez es una obra que entronca con esa tradición de novelas critico-cómicas, como El Quijote de Cervantes o el Gargantúa de Rabelais, por citar solo dos ejemplos tan lejanos como irremediablemente contemporáneos. Dicho esto, veamos ya lo que nos propone Grass en esta fantástica novela.

La premisa de la que parte el libro es ya en extremo sugestiva: una rodaballo que proviene de la noche de los tiempos y que vive en el báltico decide ayudar a los hombres, ya desde el neolítico, a librarse de la tutela femenina que imperaba entonces, pues, según este feucho y metomentodo pez, el sexo masculino vivía entonces en una minoría de edad. Su objetivo esencial era conseguir, paulatinamente, que la situación de dominio femenina pasase al bando masculino. Seguro que al lector del siglo XXI se le antoja curiosísima esta propuesta, habida cuenta de su carácter disruptivo: habrá quien piense, incluso, que algo así no podría publicarse hoy, tan solo conociendo lo que acabo de esbozar, y yo me encuentro entre ellos, no porque crea que no debería darse a la imprenta semejante obra, sino porque echaría para atrás, me temo, a cualquier editor. Pero, en fin, el libro no se agota en esta síntesis.

Para conocer el progreso de esta historia de la humanidad, pues básicamente ese es el asunto y el arco temporal que abarca esta novela, tenemos a un narrador que posee una característica interesante, una capacidad conocida como tempotránsito, habilidad esta que supone una serie de distintas reencarnaciones que permiten a dicho narrador contarnos la historia de distintas tensiones sociales y sexuales que se han venido desarrollando a lo largo de tan extenso tiempo y que tienen al pez por extraño incitador. Este rodaballo, que parece una constante histórica, posee además, ¡pues tiene mucho de charlatán!, una personalidad vanidosa, parlanchina, es un liante de los de siempre, deseoso probarlo y de meterse en todo. Tanto es así que, llegado el momento, decidirá, incluso, colaborar por propio interés con la causa femenina, para promover, así, el inicio de una nueva etapa en el desarrollo de la humanidad: unas mujeres acaban por pescarlo y deciden dar parte a los distintos círculos feministas del mundo, para así llevarlo a un juicio en el que habrá de dar cuenta de sus actividades patriarcales.

Entre otras muchas cuestiones, la alimentación juega aquí un papel destacado, no meramente coyuntural: se hacen constantes menciones a recetas, plantas y animales, unas veces de forma superficial, otras en profundidad, refiriendo incluso su papel histórico y social en el desarrollo social del mundo. El narrador, que asiste al ya mencionado juicio contra el rodaballo, un juicio que se desarrolla en distintas jornadas debido a constantes debates de procedimiento del tribunal feminista, nos da cuenta también de sus fracasos existenciales, de los problemas conyugales que tiene con su mujer embaraza. El texto no se aviene a una progresión cronológica lineal: «Las fechas no pueden sujetarnos. No somos de hoy. En nuestro papel, todo ocurre casi siempre simultáneamente»; tanto el tiempo como los hechos se presentan recurriendo, precisamente, a esa simultaneidad, otorgándole al texto un mayor y fluido dinamismo.

En fin, esto, desde luego, es solo un somero esbozo de lo que puede encontrar cualquier lector en este libro de Grass que es tan moderno y, a la vez, posee un sabor tan clásico. Estoy convencido de que, una vez se entre en él, ya no se podrá abandonar su lectura: tiene algo, en el nivel de su estilo y en el de la propia historia, que lo hace realmente atractivo, imantado, sorprendente. Así es: nadie debería perder la oportunidad de leer esta gran novela que parece haberse perdido en el maremágnum de las publicaciones literarias.   

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Nikolái Gógol: Mírgorod

No resulta para nada exagerado afirmar que Nikolái Gógol es una de las joyas más preciosas y preciadas por los lectores de entonces y de ahora de esa corona literaria que fue la literatura rusa del siglo XIX: compite sin renquear con Tolstoi y Dostoievski, figuras señeras y ubicuas de esta tradición, aunque su obra sea mucho menor en términos de extensión, que no en su talla narrativa. Su poema narrativo Almas muertas, escrito en 1842 y que es el núcleo de su creación artística, proyecta una sombra quizá demasiado alargada sobre el resto de su producción. Cubiertas bajo dicha sombra, resaltan con una nitidez un tanto desleída dos de sus libros de cuentos y narraciones más o menos largas, más o menos cortas: Historias de San Petersburgo (1835-1842) y Mírgorod (1832-1834), de la que hoy nos ocuparemos.

La vida de Gógol, que se inicia en 1809 en la gobernación de Poltava, territorio ucraniano en la actualidad, no está exenta de interés: trabajó como burócrata en San Petersburgo, trabó amistad con Aleksandr Pushkin y llegó a impartir clases de historia medieval en la universidad de la ciudad anteriormente citada. Maestro de la sátira, se aplicó también en otros terrenos. La religión le interesó como acontecimiento intelectual y experiencial, llegando incluso a peregrinar a Jerusalén y, en última instancia, renunció a la literatura para entregarse por completo a Dios desde una perspectiva ortodoxa. Este fervor le hizo quemar, pocos días antes de morir acosado por problemas mentales y físicos de gran consideración, la segunda parte de Almas muertas, en 1852.

Del libro que voy a hablar hoy, y que era una deuda pendiente que tenía conmigo mismo, me gustaría centrarme especialmente en dos de sus textos, que me parecen los más relevantes, especialmente porque expresan su versatilidad como escritor: su maestría para profundizar en la psicología de los personajes, así como su detallismo, preciosista a veces, de los que se vale para dotar a sus obras de un auténtico empaque literario. Es cierto que algunos de sus cuentos no han envejecido con la misma frescura que otras de sus narraciones, pero no por ello debe uno estancarse o, más bien, limitarse, a la lectura de su obra maestra. Siempre es instructivo adentrarse en aquellas piezas consideradas menores de aquellos escritores o escritoras que forman parte de algún canon, que ya de por sí implica ceñirse a (necesarios) límites comprensivos: librarse de estas lagunas es cuestión de tiempo, aunque sobre todo de interés.

En Los terratenientes de antaño, Gógol nos presenta un cuadrito rústico en el que nos da cuenta del declive al que ha llegado una hacienda ucraniana. Los protagonistas de esta historia, que es triste y conmovedora sin caer en la afectación, los protagonistas son un matrimonio de ancianos que vive felizmente hasta que un pequeño suceso, nimio y sin trascendencia, cobra una fuerte significación gracias a la mentalidad supersticiosa de dichos protagonistas, que termina condenándolos. Está escrito con la finura propia de Gógol, repleto de detalles que enfatizan el enfoque poético que el autor aplica a su obra: están los purpúreos cerezos despuntando en la vegetación, un retrato maculado por las moscas o esas sonrisas que si se expresasen resultarían demasiado empalagosas. Lo que antes era felicidad y grata rutina, se convierte paulatinamente en decadencia física, intelectual y material. Este relato se puede cifrar en la siguiente afirmación, tomada del propio texto: «más vale amar en la miseria que una vida regalada».

El segundo texto del que voy a hablar es tan importante que ha gozado, incluso, de ediciones individuales: Taras Bulba, publicado en 1842. En este relato, Gógol nos traslada al siglo XVI, tomando como protagonistas, en este caso, unos personajes que distan mucho de los referidos anteriormente: donde antes había unos ancianos condenados a una inesperada y súbita tristeza, aquí tenemos unos recios cosacos cuyo principal referente es el héroe homónimo de la obra, Taras Bulba, cuya personalidad es abrumadora, entre bonachona y fácilmente furiosa, siempre obstinada. Su temperamento se deja ver a través de paulatinos ejemplos, a medida que se van desarrollando los hechos: desde el inicial recibimiento a sus hijos, que llegan a casa tras haber estudiado en el seminario, hasta en sus furiosos enardecimientos, que le llevan a sacar siempre su sable cuando los polacos no se quitan el sombrero ante él, cuando se hace escarnio de la fe ortodoxa o ante infieles y turcos. Porque esta narración va esencialmente de eso, de la lucha de los cosacos contra los polacos. Mientras que los primeros tratan de mantenerse fieles a las viejas costumbres (algo que Taras Bulba intenta inculcarles a sus hijos Ostap y Andrei), los polacos representan nuevas y, para ellos, perniciosas influencias. Es decir, esta extensa narración presenta la lucha entre esas dos esferas de valores.

Asimismo, Taras Bulba puede enmarcarse en la corriente nacionalista que se amalgamó tan bien con los principios del romanticismo: Gógol elogia, aunque sin precipitarse en banalidades, los orígenes de su tierra, de su pueblo, y describe las características que le son propias, lo que expresa con mayor claridad gracias a la contraposición con los modos polacos o extranjeros. Aquí, de nuevo, la capacidad literaria del autor para expresarse poéticamente es manifiesta: «la ribera trepidaba y se estremecía como si tuviera vida». Su forma de sintetizar con un par de frases el espíritu de los personajes es de lo más efectiva: «vuestro cariño debéis volcarlo en la basta llanura y en un buen caballo». Y todo esto se acentúa más ante la figura doliente y humillada de la mujer de Taras Bulba, apartada y relegada a no tener opinión o influencia en la educación de sus hijos.

Podría añadir más cosas sobre Gógol y su arte, desde luego, pero eso ya sería extenderme demasiado, pues, como ya sabéis, lo único que trato de hacer aquí es invitar a la lectura a través de pequeños comentarios que puedan excitar el interés de cualquier lector. Así que adelante, mejor que leerme a mí es pasar directamente a Gógol.

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Dezső Kosztolányi: Kornél Esti

No sé hasta qué punto se estima de forma adecuada la obra literaria de Dezső Kosztolányi (1885-1936). Periodista, traductor, ensayista, poeta y, en el sentido más noble y profundo de la palabra, escritor, en los últimos años nunca se le ha visto centrando el interés de críticos y lectores: sus novelas están en una suerte de limbo, no solo por ese sobresaturado mercadeo de novedades editoriales que prometen, con sus cansinas y machaconas hipérboles, mucho más de lo que real y tristemente ofrecen, sino también, como digo, por esa falta de reivindicación por parte de los que (como cabe suponer) más saben de literatura, esto es, aquellos y aquellas que distinguen lo crudo de lo cocido, lo hecho de lo contrahecho. Pero, en fin, una cosa es preciarse de algo y otra darle el cumplimiento que se le supone.

Dada esta situación, sin embargo, he recibido la noticia, desde hace no mucho, aunque no he podido reflejarlo por aquí hasta hoy, de la necesaria recuperación de la obra de Kosztolányi que está haciendo Xordica, editorial zaragozana independiente y casi treintañera, que ya ha publicado “Anna la dulce”, “Alondra” y, recién salida del horno, “La cometa dorada”, todas ellas novelas que reaparecen, además, en perfecta forma. Dado esto, sucedió entonces que, teniendo yo ganas de volver a Kosztolányi, me encontré con que paseaba la semana pasada por Madrid, pues había bajado desde Asturias a pasar unos días por allí, lo que siempre es un placer, y me encontré en una librería de viejo con un ejemplar de Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, una novela del escritor húngaro que aún no había leído, editada en 2007 por Bruguera. Esta fortuita coincidencia me obligó, felizmente, a decidirme por leer y escribir sobre esta obra publicada originalmente en el año 1934.

Podemos empezar señalando que Kornél Esti. Un héroe de su tiempo, es una novela que tiene un espíritu vanguardista y juguetón ataviado con ropajes que nos recuerdan a obras que vienen de antiguo, a formas de hacer literatura de corte clásico, incluso. Esto se constata, con un simple vistazo, ya en los títulos explicativos que el autor va dando a los distintos capítulos en los que está estructurada la obra y que tienen ese aroma que va muy atrás en el tiempo: Donde el escritor nos presenta y descubre a Kornél Esti, el único héroe del presente libro, Donde aparece Kücsük, la joven turca que semeja un pastel de miel o Donde se desvelan las misteriosas andanzas de Gallus, un traductor culto, pero descarriado. Podría citar otros muchos ejemplos de otras obras del pasado, pero pensemos en Rabelais (al que siempre tengo a mano) y sus títulos, formalmente en absoluto de él privativos: De cómo empleaba el tiempo Gargantúa cuando el ambiente estaba lluvioso, De cómo Grangaznate conoció el maravilloso ingenio de Gargantúa por la invención del limpiaculos, etc. Ahora bien, estas presentaciones de Kosztolányi están encaminadas a poner de relieve la épica inventiva de su personaje central, Kornél Esti, que entronca con esa renovación de la literatura y preocupaciones iniciada en los siglos XVI y XVII.

Así, esta novela está estructurada en tres partes: un poema inicial, que también aumenta esos visos de obra antigua; un capítulo inicial en el que se nos da cuenta de la naturaleza del protagonista y de un amigo suyo; y, por último, lo que es la propia obra, compuesta por una serie de cuadros en los que se van narrando diferentes acontecimientos relacionados con Esti, elevados o prosaicos, y que está escrita por estos dos amigos. Al igual que el Quijote y Sancho, que Sherlock y Watson, Kórnel y su amigo presentan esos caracteres complementarios, y en cierta medida antagónicos, que tan buenos resultados dan en términos narrativos. Están tan imbricados que, incluso, al lector le parece que el héroe de la novela no es otra cosa que una invención natural y bohemia de la imaginación del otro. Según nos cuenta el narrador, su parecido físico es tan notable, incluso, que la gente está convencida de que las fechorías de Esti son obra de su íntimo amigo. Como suele suceder, esta disparidad entre ambos los conduce a separarse durante años, para retomar, tras una nostalgia manifiesta, su amistad. Es aquí, con este reencuentro, donde da comienzo el libro.

Kornél Esti, como ya vengo insinuando, representa una actitud antiburguesa que se erige artísticamente contra los convencionalismos de la sociedad, queriendo, así, sumergir su vida en aguas de sales dadaístas y experimentalistas. Está atravesado todo él por lo imposible y lo inverosímil, por la exageración y la reflexión. Sus límites son difusos en sus concepciones: es capaz de rechazar con brío fórmulas sociales de comportamiento, pero a la vez es fiel a convicciones absurdas que el mismo se ha dado. La novela nos narra, con una profundidad guasona, los orígenes de Esti y su peripecia vital hacia la escritura y el arte contradictorio de ser uno mismo. Esto Kosztolányi nos lo presenta con un estilo fluido y siempre atento a los detalles, a los matices. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace de una mujer que viaja en un tren, fantástica por su colorida concreción: «Contaba con unos treinta y ocho o cuarenta años, como la madre de él. Le pareció extraordinariamente simpática desde el primer instante. Sus ojos verdes despedían visos ambarinos. […] Con la vista perdida, ofrecía un aspecto cansado, triste, incluso algo indiferente. […] Destilaba una docilidad y una intimidad lánguidas, como una paloma. No era gorda, en absoluto, sino llenita, también como una paloma». Estas certeras pincelas llenan todo el texto, elevándolo.

A lo largo de la novela abundan las situaciones tragicómicas, aunque hay algunas que resultan sobrecogedoras por el desasosiego que transmiten. Esto lo consigue Kosztolányi gracias a su capacidad para expresar con las palabras adecuadas la quiebra mental y contextual de alguno de los personajes que viven y trastean por el libro. Un ejemplo de esto es el capítulo octavo, dedicado a un periodista que culmina su proceso de locura ante unos frívolos compañeros de profesión y acaba encerrado en un manicomio. Todo sucede de una forma tan equilibrada, gracias al buen hacer literario del húngaro, que, como digo, conduce al lector a fuertes sentimientos de compasión y tristeza. Porque una cosa es hablar del dolor y otra bien distinta transmitirlo. Nuestro héroe medita también sobre otros temas, como la tarea auténtica del escritor, de cualquier escritor: «deseo llamar a las puertas de la existencia y esforzarme por alcanzar lo imposible. Cualquier meta menos ambiciosa me parece despreciable». Y añade: «Desprecio lo banal, lo desdeño con toda mi alma». ¿Cuántos supuestos artistas han renunciado a una posición de partida tan acertada y encomiable en favor de otras gratificaciones más insustanciales, aunque velozmente instantáneas?

Dezső Kosztolányi tiene literatura para rato, aunque desde su muerte, obviamente, ya no puede presentarnos nuevas creaciones. Su grandeza radica en su entrega a la literatura y a un gran conocimiento de esta, en tanto tradición que permite transformarse y crecer sin perder su esencia: contar de la mejor manera posible buenas historias. Solo añadiré, antes de poner fin a esta invitación a su lectura, que nadie debería perder la oportunidad, la grata oportunidad, de entregarse al placer de leerlo. Hay que leer a Kosztolányi.

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Ismail Kadaré: El Palacio de los Sueños

En octubre de 2009 asistí a una charla que dio Ismail Kadaré (Gjirokastër, Albania, 1936) en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo, en la que por entonces yo estudiaba mi Licenciatura en Historia del Arte, con motivo de la concesión del Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Aunque no recuerdo mucho de lo que contó, sí guardo el recuerdo del escritor albanés como el de alguien serio, en cierta manera opaco, aunque no a la defensiva. Dijo entonces que se había iniciado en la literatura escribiendo Macbeth, pues a los 11 años había transcrito algunas de sus partes, y que no se debía escribir estando muy enamorado o si se era desgraciado, pues estas condiciones provocan que la obra se arriesgue a una manifiesta superficialidad. También recuerdo su enfado momentáneo cuando una mujer le preguntó sobre la posible orientación que estaba tomando su obra, desde hacía unos años, hacia derroteros posmodernos. ¡Todo el mundo notó cómo se llenaba de sombras aquel salón de actos al agriarse el rostro del albanés! Estoy seguro de que lo vivió como un insulto, pues su literatura, aunque ha cambiado con el tiempo, no se deja vencer de ese lado y así se lo hizo saber a la mujer. Estaba acompañado, allí, de su traductor al español, Ramón Sánchez Lizarralde, quien aseguró que Kadaré era uno de los grandes escritores europeos. Por lo que a mí respecta, solo puedo darle la razón.

Para ejemplificar su grandeza literaria, pues ya llevaba años queriendo dedicarle al menos una entrada en el blog, he decidido reseñar una de sus obras más notables, El Palacio de los Sueños, publicada en Albania en 1981. Antes de pasar a analizar esta novela, merece la pena apuntar que Kadaré ha vivido siempre inmerso en un clima de censura y represión en su Albania natal. Tanto es así que en 1990 decidió exiliarse en Francia, pues ya había tentado demasiado a la suerte con sus obras, que no sólo no se plegaban a las demandas del régimen de la dictadura comunista, sino que además las enfrentaba a través de la literatura. Ramiz Alia, sucesor del dictador Enver Hoxha en el gobierno de Albania, llegará a atacar públicamente al escritor: «El Pueblo y el Partido te han elevado al Olimpo, pero si no te mantienes fiel a ellos, pueden arrojarte al abismo». Nunca se llegó a materializar ninguna de estas amenazas contra Kadaré gracias, especialmente, a la presión internacional. También hay que resaltar que, aunque maneja la lengua francesa con perfección, y a pesar de vivir en París desde hace veintidós años, el escritor albanés nunca ha sentido la necesidad de dejar atrás la lengua albana para escribir. Dicho esto, pasemos ya a la novela.

El Palacio de los Sueños es una novela que está dividida en siete capítulos que narran, por un lado, las peripecias de uno de sus nuevos funcionarios, Mark-Alem, miembro de una familia importante y aristocrática dentro de la historia de Albania, los Qyprilli, y, por otro, la propia historia y alcance represivo de esta institución estatal llamada El Palacio de los Sueños. ¿Qué peculiaridades tiene este órgano de tan rimbombante nombre? En una conversación que se da en cierto momento de la novela, nos encontramos con una buena definición de la misma, cuando se afirma que es una de las más antiguas y más temibles del Estado. Dicha institución produce terror, pero, a diferencia de las otras, no lo hace de forma manifiesta, pues es la más distante «a la voluntad de los hombres, ajena a la razón de todos, el más ciego, el más fatal» de los instrumentos estatales. Esto significa que, en un Estado totalitario como el que se describe en la narración, incluso el reverso de las conciencias, el reino de los sueños, queda bajo el poder de unos pocos. Pero ¿cómo funciona el Palacio de los Sueños? El mecanismo tan aparatoso como tentacular: existen muchas delegaciones de este por todo el imperio y a ellas acuden los ciudadanos para contar, ya de buena mañana y antes de que se les olviden, sus sueños de la noche anterior. Después pasan a ser analizados en distintas instancias por distintos funcionarios que, asimismo, pertenecen a distintos departamentos con el objetivo de cribar y descubrir si, en los sueños de los súbditos, del pueblo mismo, se pueden encontrar amenazas cifradas en símbolos que afecten a la existencia o destino del poder («…a primera vista las cosas siempre parecen así, inofensivas, cuestión de verduras, de campos de hierba, pero después resulta que detrás se oculta el desastre»).

En esta novela se presencia el ascenso de dicho funcionario, Mark-Alem, hacia las cumbres de dicha máquina de dominio, en lo que no deja de ser una peripecia onírica fundada en la posibilidad de descubrir la auténtica naturaleza de dicha institución. A medida que avanza en su lectura, el lector tiene la percepción de que el Palacio de los Sueños es un órgano de represión de cometido impreciso, de función muy vaga, aunque por lo visto muy respetada e importante dentro del esquema totalitario en el que esta inserta, tanto dentro del estado como por el pueblo, dada su amplia tradición. El narrador nos dice, en cierto momento, que la madre del protagonista «se sentía atraída en especial por su carácter indeterminado, nebuloso. Allí la realidad se trastocaba, penetraba de inmediato en el terreno de lo inalcanzable». Esta percepción la tiene también el lector, pues va comprobando, página tras página, que detrás de esa tarea tan excéntrica y absurda solo queda una pulsión obsesiva del Estado por la vigilancia, el control y la represión desde un punto de vista menos tangible.

No abundan aquí las descripciones, los detalles sobre el candor de unas mejillas, la decoración de un salón o el color del pelo de un personaje. No vemos a dichos personajes más que a través de sus pensamientos y de los hechos mismos en los que están inmersos, pues a Kadaré no le interesa otra cosa que describir un mundo tan terrible como posible recurriendo a esa cierta frialdad y solidez en el estilo, que está encaminada a resaltar el hermetismo y los mecanismos impersonales de lo narrado, que no es otra cosa que una tragedia. En este sentido, no me parece, como se ha apuntado en algunas ocasiones, que la novela sea ágil. Es cierto que se requiere mucha maña literaria para fluir sin trompicones por el laberinto que nos propone el albanés, y es cierto también que otros escritores hubiesen fracasado en la misma tarea, pero lo cierto, a mi entender, es que dicha agilidad para narrar no se traduce en un texto ágil, ya que los hechos narrados impiden un auténtico dinamismo, aunque según va avanzando la trama esta va acelerándose cada vez más. Desde luego, esto no tiene que verse como una crítica a la novela, sino como una aclaración para posibles lectores.

Por último, quien haya leído con anterioridad a Kadaré pero no El Palacio de los Sueños, ya está tardando en hacerlo; sin embargo, quien no haya leído nunca a Kadaré debería empezar (aunque está es una sugerencia en extremo personal) por otro de sus libros, como Abril quebrado, que es posiblemente una de las mejores puertas a su universo literario. 

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Marguerite Yourcenar: Alexis o el tratado del inútil combate

Marguerite Yourcenar se encuentra, al menos por lo que respecta al lector más generalista, entre ese número de escritores y escritoras que existen felizmente atados, podría decirse que para siempre y con razón, a uno de sus libros. En el caso de Yourcenar, escritora de origen belga que vivió desde joven en distintos países, lo cual enriqueció mucho su ya de por sí excelente formación, Memorias de Adriano son su piedra de toque, el centro en torno al cual parece orbitar el resto de su trabajo. Este vínculo con una obra concreta, como suele suceder con todas las personas que se dedican a la literatura, se agrava con el paso del tiempo, pues es de sobra conocido que el correr de los años reduce la memoria de los habitantes del futuro con respecto al pasado, y la criba y olvidos se hacen cada vez más considerables, incluso grotescos. Con todo, Yourcenar puede preciarse de que su obra continúe editándose, y no es por ello difícil encontrar hoy su Opus nigrum, El laberinto del mundo o incluso sus cuentos completos. Por lo que a mí respecta, en esta ocasión he decidido acercarme a una obra que Yourcenar escribió, nada menos, que con veinticuatro años: Alexis o el tratado del inútil combate, publicada en 1929. Veamos de qué trata y cómo aborda el tema.  

La novela está estructurada en distintos parágrafos que, sumados, nos ofrecen el testimonio personal, en forma de carta, de un narrador que, no sin cierto esfuerzo, se ha liberado de las ataduras psicológicas y morales que venían acosándolo desde la infancia. Esta carta, por otro lado, no está lanzada al vacío, sino que se dirige a una persona concreta, Mónica, su mujer. El narrador se esfuerza, con una capacidad reflexiva tan certera como descreída, en contar los hechos más destacables de su vida, al menos aquellos que tiene relación con el objetivo final de su carta: una despedida, una imposible aclaración, una quizá inaceptable justificación. Así, sabemos que pertenecía a una familia noble venida a menos, que desde pequeño descubrió en la música su gran pasión o que fue un niño solitario, tímido y taciturno. El narrador, Alexis, advierte ya desde el principio su fracaso para justificar con palabras sus acciones, su posición: son constantes las referencias a la traición de las palabras para con el pensamiento y las emociones, algo que parece justificar en su apuesta por una subjetividad a ultranza, conquistada después de un terrible proceso de autoaceptación. Curiosamente, a pesar de despreciar por inútiles a las palabras, e incluso a los libros, se entrega a la escritura. Quizá dicha entrega a las justificaciones se base en afirmaciones como esta: «No se debe tener miedo a las palabras, cuando se ha consentido los hechos».

El asunto principal de la novela está expresado con cuentagotas, pues Alexis, adoptando la forma de voz adolorada y sentenciosa, no se atreve a nombrar sin miedo, es decir, no se atreve a expresar con claridad su naturaleza homosexual, ni siquiera a su mujer. Esto resulta un tanto paradójico, pues al final de su carta dice ser dueño de su conciencia y de su cuerpo, al que admite por fin como instrumento de placer sin culpa, y que está libre ya de todos los condicionamientos morales exteriores; este tiento nos permite pensar que Alexis continúa realmente condicionado y que su aceptación no ha llegado a completarse. Es más, puede entenderse, incluso, que la soberbia que exuda a ratos y su autoproclamada independencia, son escudos, muros tras lo que continuar parapetándose por miedo. Pero ¿no ha sido el viaje de Alexis un periplo que le ha llevado a liberarse de los sentimientos de culpa y pecado con respecto a su naturaleza e instintos, pero que ha excitado y entronado su ego al abandonar a su mujer y su hijo sin tan siquiera pedirles perdón? El lector comprende el sufrimiento de Alexis, pero en el fondo siente un cierto desprecio por las formas altivas que adopta, con la frívola prepotencia con la que, egoístamente, tortura y trastorna a su mujer, pues acepta que, casándose con ella, no hizo más que robarle la felicidad de un amor verdadero. Alexis llega al extremo de afirmar, sin tacto alguno, que nunca la ha querido.

Como se puede ver por la contado hasta aquí, y como se aprecia con mayor claridad en la obra, Marguerite Yourcenar nos presenta en esta novela varios conflictos que nacen de la tensión en trance de atenuarse de la conciencia y del instinto de Alexis: este proceso de reconciliación con uno mismo es la vez un camino de rechazo por su familia, a la que no ha sido capaz de amar en ningún momento. «El sufrimiento nos hace egoístas porque nos absorbe por entero», llega a decir en algún momento. Y aquí está el quid de la cuestión: el dolor puede hacernos perder nuestros lazos con el mundo, sobre todo aquellos que no dependen del cuerpo, sino del alma. Es decir, a veces podemos crecer, sí, pero eso no evita que crezcamos torcidos, mirando tristemente hacia abajo, y no felizmente hacia arriba.

Yourcenar es una escritora a la que siempre hay que visitar, pues en todos sus textos, al menos los que un servidor ha leído, ha hecho gala de un gran entendimiento de la estructura de la narración, de la solidez de los personajes y de las precisiones psicológicas y morales, con sus múltiples paradojas y claroscuros. Nadie debería perder la oportunidad de profundizar más en su trabajo, pues las recompensas para el lector están aseguradas.

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Jakob Wassermann: El caso Maurizius

El escritor Jakob Wassermann, nacido en Fürth en 1873 y muerto en Altaussee, Austria, en 1934, no llegó a vivir, como judío y europeo, la intensidad de la debacle moral, humana y material a la que condujeron los ideales viscerales del nazismo, no sólo en su Alemania natal, sino a lo largo y ancho del mundo: sintió con fuerza, sin embargo, el despertar de esas fuerzas elementales, primarias y retrógradas que se iban condensando y afianzando en las mentes y corazones de muchos alemanes de la preguerra, gracias al provecho que el populismo fascista obtuvo del desalentador panorama económico y social que entonces agostaba a la nación teutona. Prueba de esta sensibilidad fueron algunos de sus escritos, encaminados a testimoniar sus inseguridades y temores como ciudadano alemán, aunque sobre todo como judío. Wassermann, como se aprecia con claridad en el grueso de su obra, siempre tuvo una punzante preocupación por el alcance de la justicia, no sólo entendida como teoría y práctica de la ley, sino como acontecimiento prosaico en el que interviene la conciencia individual. El caso Maurizius, novela publicada en 1928 de la que hoy voy a hablar, engarza ambos sentidos con una gran pericia.

Etzel Andergast, un adolescente de dieciséis años, vive en un entorno en exceso severo, y en el centro de dicha severidad está la figura omnímoda de su padre, el celebrado y no menos respetado fiscal Wolf von Andergast. En dicho hogar no hay muestras de afecto, pues es una casa estricta, hecha para que se cumplan las obligaciones que se esperan de cada uno de sus habitantes. Por su parte, Etzel es un joven despierto aunque reservado, curioso aunque temeroso, que se encuentra sumido en una creciente oscuridad debido a dos hechos que no es capaz de comprender, por desconocer sus raíces. Por un lado, no sabe nada de su madre, ni siquiera dónde vive o su nombre, aunque bien es cierto que, misteriosamente, de vez en cuando parecen llegar cartas de ella a su casa, cartas que el padre se encarga de guardar. ¿Por qué su padre la ha apartado de él? ¿Qué sucedió para que esta situación se diese?, se pregunta Etzel. Por otro lado, entra en escena una figura un tanto espectral y no menos misteriosa, un anciano con gorra de capitán que se va cruzando en su camino, sin dirigirse a él, siguiéndolo en la distancia, hasta que un día se da un primer y brusco encuentro real, de palabra, entre ellos: se trata de Peter Paul Maurizius, un hombre que busca justicia desesperadamente para su hijo, que lleva dieciocho años en prisión aun siendo inocente, al menos él lo entiende así, debido a la labor del padre de Etzel.

Sobre estas vagarosas figuras, es decir, sobre su madre y Maurizius padre e hijo, intenta obtener información, y para ello tantea a su abuela, la Generala. Esta es críptica, huidiza y un tanto vanidosa, pues no revela muchos datos: nada sobre su madre, poco sobre el caso Maurizius. Por lo visto, Maurizius, el hombre que está en la cárcel y para el cual su padre pide un indulto, era un crítico de arte al que se acusó de matar a su mujer. Dicho asunto causó una gran conmoción en la sociedad, que se posición en favor en contra del mismo con gran fervor. En un principio había sido condenado a muerte, pero su pena se conmutó por una condena perpetua. Y hasta aquí llega esté primer hilo de información, que es escaso, y no hace sino acentuar la curiosidad del muchacho. Esta nueva dimensión de su insatisfacción le lleva a intentar sincerarse sobre su situación con un amigo, aunque no le lleva muy lejos, poco más que a otra fase de su frustración. Es entonces cuando desea ir al centro del meollo y visitar a Maurizius padre, que le ofrecerá todas las claves sobre la personalidad e historia de su hijo, hombre de ingenio, vanidoso también, además de interesado y poco preocupado por agradecerle a su padre los esfuerzos que hizo durante su vida para sacarlo adelante. También le revela al joven Etzel los pormenores del caso, sus grietas, sus fallos, todos aquellos matices que demostraría la inocencia de su hijo.

Es aquí cuando todo empieza a rodar con mayor velocidad y todas las incógnitas se van dejando alumbrar sin abandonar sus claroscuros para mostrar su alcance y naturaleza. En esencia, es esta una novela que, explorando la trascendencia y complejidad de la justicia, nos muestra el crecimiento y toma de conciencia de Etzel en un contexto cercado por las densas sombras que proyecta su padre y, no menos, la propia existencia en sí misma: el chico tiene el deber de abandonar ese mundo de fantasmas que le rodea y crecer fortaleciendo su conciencia. Sin duda, Wassermann es un escritor de los que siempre es provechoso leer, pues su capacidad para relacionar sutilmente las líneas cordiales de los hechos con sus causas, su maestría para la indagación psicológica y moral, para dotar de vida a sus personajes, son totalmente meritorias y ejemplos de buen hacer literario. Así, es también destacable su capacidad para no ahogarse en metáforas banales y su valiosa atención a los detalles, pues estos generan siempre, si no se abusa de ellos, una gran profundidad en los hechos narrados. En definitiva, hay que leer a Wassermann, aunque ya nadie lo diga.    

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