André Malraux: Antimemorias

por Alejandro Prada Vázquez

Lo cierto es que son más bien raros los casos de políticos capaces de cruzar con éxito el umbral que da acceso a la literatura. Por muy cultos o leídos que puedan ser, los hombres y mujeres que se afanan en su día a día en tareas políticas siempre terminan escribiendo, si es que lo hacen y en el mejor de los casos, desde una medianía que es fruto, no solo de su propia medianía, sino de intentar alcanzar, mal que bien, las prosaicas demandas del gran público. Lanzarse a la busca de un estilo elevado o de una disposición formal arriesgada es un trance que muy pocos políticos están dispuestos a correr en sus textos: ya sea porque no les preocupa, ya sea porque no tienen la destreza necesaria para hacerlo. Por eso todavía se celebran y admiran las obras de figuras como Winston Churchill o Václav Havel, pues demuestran, entre otras muchas cosas, que la política no es solo un ámbito cargado de arribistas o voluntades prácticas, sino que desde ella también hay espacio para indagar, con éxito, en la belleza y la imaginación.

André Malraux, político, aventurero, esteta, literato y testigo privilegiado de las crisis del pasado siglo, es un ejemplar muy particular de esta rara avis, y tanto lo es, me temo, que uno no sabe decir si fue un político que escribía como un gran escritor o un gran escritor que por las circunstancias desembocó en la alta política. Sea como fuere, sus obras están ahí y son el testimonio de una talla literaria insoslayable: si La condición humana es la obra maestra salida de su pluma, sus Antimemorias lo son de su fabulador espíritu. En este libro contemplamos una nebulosa llamada Malraux, un alma transida de verbo y memoria que aunque quiere sustanciarse por momentos en carne y hueso se compone las más de las veces de lirismo, anécdota y máxima, de pormenores coyunturales propios de las relaciones internacionales y de un buen número de conversaciones más o menos privadas en territorios que hoy suenan perdidos, exóticamente lejanos, cargados incluso de un aura mitológica y crepuscular.  

Así, de las primeras cosas que llaman la atención del lector, después de adentrarse en las más de setecientas páginas de las Antimemorias, es que Malraux no hace una historia temporalmente coherente de sí mismo, sino que se esfuerza en desplegar y expresar sus emociones, vivencias, conocimientos, reflexiones y su capacidad literaria de una manera que oscila entre la pulsión poética y el documento histórico tergiversado. Colorea su pasado con los tonos que más le convienen, según la imagen que desea darnos de él mismo en la Historia. Pues nuestro hombre no solo la padeció, sino que la vivió desde una posición privilegiada, rodeándose de quienes, en buena media, sí tuvieron la suerte o la desdicha de hacerla. Sus grandes interlocutores, desde Nehru hasta Mao, pasando por el general De Gaulle, son muchas veces parte de una suerte de diálogo platónico recreado, más que transcrito: hubiese sido imposible, incluso siendo uno el mismísimo Funes el memorioso, alcanzar tal grado de precisión y detalle. A lo largo del texto, por tanto, Malraux intenta especialmente caracterizar el pensamiento propio y ajeno, sacar una bandeja de plata cargada de reflexiones a propósito de un amplio abanico de cuestiones políticas, históricas y estéticas. ¿Pero es solo esto lo que busca aquí el que fuera ministro del general De Gaulle?

No debe olvidar el lector que la aspiración principal de Malraux es lograr nuestra admiración desde distintas perspectivas: en tanto hombre que se rodeó de grandes hombres y ejerció su impacto en ellos; como escritor que aspiró a la belleza; como esteta capaz de comprender con profundidad el arte y, finalmente, como hombre de acción con el ímpetu necesario para subirse a un avión en busca del Reino de Saba o de ser capturado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Todo el libro es un ejercicio de fabulación, es cierto, pero ¿acaso existen autobiografías que no pequen, en mayor o menor grado, de intentar elevar a su autor o autora ante los ojos del prójimo? La importancia de las Antimemorias, por tanto, no hay que radicarla en la fidelidad a la realidad, al levantamiento de actas históricas, pues nada de eso sucede aquí, sino más bien en el esfuerzo y capacidad creadora de su prosa: a ratos barroca, a ratos telegráfica, sentenciosa y puntillista por doquier, el lector que goce de la paciencia para dejarse atrapar por las redes complejas y literarias del francés podrá encontrar un sinfín de páginas con las que recrearse y deleitarse e, incluso, empacharse. Aun así, no vamos a negarlo: da gusto leer estas mentiras y medias verdades tan bien escritas a condición de que seamos capaces de distanciarnos de su supuesta historicidad.

En el momento de escribirlas Malraux era un ya un hombre talludo que estaba siendo totalmente libre para elegir el modo y alcance de lo recreado, pues para él su pasado era una excusa perfecta para escribir sin la supervisión de nadie que no fuese su propia imaginación. Es fácil intuir que quería agradarse a sí mismo, demostrar que su pasado era únicamente él mismo, dejar una imagen de marmóreo pedestal para la posteridad, pero también cerrar su vida exprimiendo las palabras en sus manos hasta hacer que brotase de ellas todo el aroma que contienen; como por otro lado debe hacer cualquier escritor que se precie. Estoy convencido de que esta es la perspectiva correcta desde la que enjuiciar el valor de sus memorias (y de disfrutarlas, que quizá sea, al fin y al cabo, lo más relevante), pues la vida de André Malraux resultó tan proteica y cargada de claroscuros como proteicas y laberínticas son sus memorias.

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