Dejemos hablar al viento

Impresiones literarias

Mes: agosto, 2015

Raymond Carver: Catedral

A Raymond Carver (Oregón, 1938 – Port Angeles, Washington, 1988) se le considera uno de los máximos exponentes del Realismo sucio, corriente literaria que consiste en adentrarse sobria, lacónicamente, en los aspectos ordinarios, pero no irrelevantes, del día a día de todas esas personas que tienen una existencia anónima: trabajadores, desempleados, matrimonios con problemas, enfermos, etc. En Catedral (Anagrama, 1986, 2008) se presentan doce relatos que son la muestra perfecta no sólo del estilo de Carver, sino también del Realismo sucio, practicado por otros escritores de relieve como Richard Ford, que aún hoy lo hace, o Charles Bukowski, por citar sólo dos nombres conocidos.

Raymond Carver (Google imágenes)

       Raymond Carver (Google imágenes)

Las tragedias de lo cotidiano son la clave de todos los relatos de Carver. Desde una nevera estropeada hasta la idea de perder una casa alquilada que ha servido para reencontrar el amor, todo tiene una dimensión de crudeza que, unida al estilo en el que está escrito, con frases cortas, adjetivación casi inexistente, conduce al lector a un desasosiego inesperado: uno parece descubrir que su propia vida está cargada de una tensión encubierta que podría materializarse en cualquier momento a través de un desastre.

»Bajó la cabeza y vio los pies descalzos de su marido. Miró aquellos pies junto a un charco de agua. Sabía que en la vida volvería a ver algo tan raro. Pero no sabía qué hacer. Pensó que lo mejor sería pintarse un poco los labios, coger el abrigo y marcharse a la subasta. Pero no podía apartar la vista de los pies de su marido. Dejó el plato en la mesa y se quedó mirando hasta que los pies salieron de la cocina y volvieron al cuarto de estar.» (Conservación)

De estos certeros relatos me quedo con el que da título al libro, Catedral, así como con los titulados Plumas, Conservación y El tren. Aunque en todos los que componen esta obra se puede encontrar a la vez el deleite de la lectura y la perturbación de lo inmediato. Queda dicho.

Ian McEwan: Chesil Beach

Inglaterra, julio de 1962. Dos jóvenes recién entrados en la veintena están cenando en la habitación de un hotel georgiano, frente al Canal de la Mancha, en su noche de bodas a la que han llegado, esto se pone de manifiesto en la primera línea (quinta palabra) vírgenes. Ella pertenece a una clase social alta, mientras que él, por el contrario, más bien a la zona baja de la clase media. Cenan nerviosos, calados de cierta ansiedad por lo que pueda suceder en el primer encuentro que se dé entre sus trémulos cuerpos. Los nervios de Edward son convencionales, casi una simple formalidad, pero los de Florence son de una naturaleza más problemática: ella siente temor, un auténtico pavor que supone a la vez una manifiesta actitud de repulsa por el acercamiento y el contacto íntimo.

Ian McEwan (Google imágenes)

                          Ian McEwan (Google imágenes)

Esta circunstancia psicológica de la joven Florence, »que lisa y llanamente no quería que la entraran ni la penetraran» porque »todo su ser se rebelaba contra una perspectiva de enredo y carne», provocará un choque con el taciturno Edward, que desconoce por completo esta »mancha en la felicidad» de su esposa, una mancha que viene de muy atrás. Desde este punto toda la historia echa a rodar; un rodar que irá por el presente, avanzando paciente, y que también se deslizará suavemente por el pasado. La narración que Ian McEwan (Aldershot, 1948) nos presenta en Chesil Beach (Anagrama, 2008) probablemente atrape desde el primer momento al lector, sobre todo por su ritmo sosegado, por los temas que aborda: ¿El sexo? ¿El amor? ¿El contexto social en el que se inscriben el sexo y el amor? Sería muy simple dejarlo aquí, entre estos distantes polos.

»Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor…»

Hay una pieza, entonces, que juega un papel importante en todo el entramado que despliega McEwan, y es la idea, a mi juicio completamente acertada, pero que en el texto aparece de una forma muy velada, de que el amor requiere necesariamente, si desea prosperar y permanecer, de la paciencia. La paciencia y el amor es el enredo necesario, más que el de la carne, para que el querer se impregne de cierta estabilidad, pues el amor, quizá, sea únicamente paciencia y encuentro. Pero una cosa hay que advertir: que nadie espere finales felices, aquí simplemente hay un final (y esto es algo que se agradece). En definitiva, una obra atractiva, coherente y algo perturbadora.

(También he hablado en este blog de Los perros negros, otra novela menos conocida y muy interesante de McEwan.)

Por último, ya sabéis que si queréis más lecturas y recomendaciones podéis seguirme en la siguiente dirección de Twitter: @PRADA_VAZQ

Rafael Chirbes: en la otra orilla

Rafael Chirbes vivía solo en una casa de campo con dos perros, fumaba tres paquetes de cigarrillos diarios y tomaba varios gin-tonics (diez nada menos) al día. Esta es la idea que tengo yo en la cabeza de él, la que me hice hace unos años al leer alguna entrevista que le hicieron. Fue en 2013 o así cuando tuvo que dejar esos habitos tan perjudiciales, y humanos al fin y al cabo, por motivos de salud. Desconozco si los había retomado. La cuestión es que ayer me encontré más que sorprendido al enterarme de su muerte rápida, total: aunque uno ya sabe que la vida es frágil y sin sentido no deja de asombrarse por su crudeza.

Una crudeza que ha hecho que ahora Chirbes esté en la otra orilla, lejos de esta realidad que no dejó de retratar y analizar con sus novelas y ensayos. Quizá fuese uno de los escritores españoles vivos más importantes, no lo sé, por el hecho mismo de tener una voz propia y contundente, además de una vocación inevitable de escritor con la que se enfrentaba al mundo, a lo que no le gustaba de él. Hace un año, en una entrevista, apuntaba:

»Yo ya estoy más para allá que para acá, con un pie en el abismo. Tengo 65 años en los que he disfrutado, son años bien fumados y bien bebidos, pero no creo que me quede mucha tierra por pisar.»

Entonces habrá que quedarse con eso: con que disfrutó de su vida, por un lado, y por el otro, por el nuestro, con sus libros.